Templo

1. Etimología y uso.
2. Templo de Salomón.
3. Templo de Ezequiel.
4. Templo de Zorobabel.
5. Templo de Herodes.
6. El Templo y los profetas.
7. El Templo y Jesús.
8. Los cristianos y el Templo.
9. Templos del Espíritu.
I. ETIMOLOGÍA Y USO. El nombre heb. ordinario para templo es 1964 hekkal, הֵיכָּל, que prop. denota una residencia real o «palacio» (1 R. 21:1; 2 R. 20:18; Sal. 45:15; Is. 13:22; 39:7; Os. 8:14, etc.). Esta palabra se deriva indirectamente del término sumerio égal, «casa grande, palacio» y de manera más directa del acadio ekallu, «casa grande», o sea, «palacio». En los pasajes mencionados, la LXX gral. adopta la traducción oîkos, οἶ κος, «casa, morada»; hekkal, evidentemente, se utilizaba para denotar la casa del rey o la residencia de alguien importante; la palabra heb. más general para > «palacio», 759 armón, א֧רְמוֹן, nunca designa un edificio sacro, pero sí un lugar elevado y fortificado, donde se encontraba la morada real (cf. 1 R. 16:18 y 2 R. 15:25). Cuando hekkal se refiere al Templo, la LXX emplea la palabra naós, ναός.
En el heb. bíblico, frecuentemente a hekkal, הֵיכָּל, se añade el nombre sagrado de Yahvé, יהוה, en ocasiones calificado con el término qadesh, קָדֶשׁ, «santo», para indicar su carácter sagrado. Antes de la construcción del Templo, el > Tabernáculo era considerado como el hekkal de Dios (1 Sam. 1:9; 3:3; 2 Sam. 22:7).
Otra palabra heb. traducida como «templo» es 1004 báyith, בַּיִת, «casa», que da lugar a las expresiones beth Yahweh, בֵּית יהוה, «casa de Yahvé», y beth Elohim, אֱלהִים בֵּית, «casa de Dios» (cf. 2 R. 11:11, 13; 1 Cro. 10:10; 2 Cro. 23:10). Los rabinos solían referirse al Templo de Jerusalén como beth hammiqdash, בֵּית הַמִּקְדָּשׁ, «la casa del santuario»; beth habbejirah, בֵּית הַבְּחִירָה, «la casa elegida»; beth haolamim, בֵּית הָעֹלָמִים, «la casa de las edades [eterna]»; también se le llamaba maón מָעוֹן, «la morada», a saber, de Dios.
El término gr. corriente para templo es 3485 naós, ναός, que estrictamente denota la parte central del edificio, mientras que el término más general, 2411 hierón, ἱερόν, incluye todas las estructuras relacionadas con él, sus recintos, o alguna parte concreta del conjunto. Hierón es el neutro del adjetivo hierós, «sagrado». En el NT se emplea como nombre referido a templos como el de Ártemis o Diana (Hch. 19:27) y el de Jerusalén (Mc. 11:11); Vulg. domus, templum, sanctuarium. El naós designa el templo erigido por Salomón, pero, sobre todo, el naós espiritual erigido por Cristo, compuesto de piedras vivas de las que él es el fundamento (1 Pd. 2:5).
II. TEMPLO DE SALOMÓN. La idea de construir un templo en Jerusalén la tuvo David, pero habría de ser su hijo Salomón el que la llevara a término (2 Sam. 7:1–12). David reunió la mayor parte de los materiales necesarios para este fin (2 Sam. 7; 1 R. 5:3–5; 8:17; 1 Cro. 22; 28:11–29:9), llegando a alcanzar la suma de cien mil talentos de oro y un millón de talentos de plata (1 Cro. 22:14), a lo cual añadió tres mil talentos de oro y siete mil de plata de su propia fortuna. Los príncipes aportaron cinco mil talentos de oro, diez mil dáricos de oro, y diez mil talentos de plata (1 Cro. 29:4, 7). El total vino a ser de ciento ocho mil talentos de oro, diez mil dáricos de oro, y un millón diecisiete mil talentos de plata. David se había enriquecido mediante sus conquistas, y los pueblos que le estaban sometidos le pagaban tributo; de esta manera, pudo poner a disposición de Salomón metales de gran precio que le serían más que suficientes para la construcción del Templo (1 R. 7:51; 2 Cro. 5:1). El edificio comenzó a ser edificado en el año cuarto de Salomón, y fue acabado siete años y seis meses después (1 R. 6:1, 38). La alianza de Salomón con > Hiram, rey de Tiro, facilitó al rey de Israel las maderas del Líbano y artesanos fenicios. Salomón hizo una leva de treinta mil israelitas, que iban a trabajar al Líbano por turnos de diez mil cada mes (1 R. 5:13). Entre los descendientes de los cananeos que aún quedaban en el país, Salomón hizo una leva forzosa de ciento cincuenta mil hombres (1 R. 5:15; 9:20, 21; 2 Cro. 2:2, 17, 18). Había quinientos cincuenta jefes de obra y tres mil trescientos capataces (1 R. 5:16; 9:23); de ellos, tres mil seiscientos eran cananeos y doscientos cincuenta israelitas (2 Cro. 2:18; 8:10).
El Templo fue erigido sobre la colina de > Moria, sobre el emplazamiento de la era de Ornán el jebuseo (2 Cro. 3:1). El plan del Templo reproducía el del Tabernáculo, pero sus dimensiones eran dobles y la decoración más suntuosa. El interior medía sesenta codos de longitud por veinte de anchura y treinta de altura (1 R. 6:2); la altura difería así en proporción a la del Tabernáculo. Los muros estaban hechos de piedras totalmente talladas en la cantera (1 R. 6:7); la techumbre era de cedro (1 R. 6:9). El suelo estaba hecho con planchas de madera de ciprés, y las paredes fueron recubiertas de cedro, del suelo al techo (1 R. 6:15; 2 Cro. 3:5). Todo el interior estaba recubierto de oro (1 R. 6:20, 22, 30; 2 Cro. 3:7, etc.). Sobre las paredes se esculpieron querubines, palmeras y flores. El Lugar Santísimo era un cubo de veinte codos de arista (1 R. 6:16, 20). El espacio de diez codos de altura entre el cielo raso y el techo estaba probablemente ocupado por cámaras recubiertas de oro (1 Cro. 28:11; 2 Cro. 3:9). El arca se hallaba en el Lugar Santísimo (1 R. 8:6), bajo las alas de dos gigantescos querubines hechos de madera de olivo y recubiertos de oro. Cada uno de ellos medía diez codos de altura (alrededor de cinco metros y cuarto), y la longitud de cada una de sus alas medía cinco codos. Las alas exteriores de los querubines tocaban los muros, y las otras dos se unían. En el centro, por encima del propiciatorio, los dos querubines contemplaban el arca (1 R. 6:23–28; 2 Cro. 3:10–13). Un tabique de madera de cedro, recubierto de oro por los dos lados, separaba el Lugar Santo (hekkal, הֵיכָל) del Santísimo (debir, דְּבִיר). Había una puerta de dos hojas de madera de olivo, adornada de palmeras, flores y querubines, y recubierta de oro, que permitía el paso, y un velo análogo al del Tabernáculo la recubría (1 R. 6:16, 21, 31, 32; 2 Cro. 3:14; cf. Ant. 8:3, 3 y 7).
El Lugar Santo media cuarenta codos de largo, veinte de ancho y treinta de alto. Los muros tenían ventanas anchas en su interior, y estrechas en su exterior, probablemente cerca del techo (1 R. 6:4). El altar de incienso no era de acacia, como en el Tabernáculo, sino de cedro recubierto de oro (1 R. 6:20, 22; 7:48). Este altar estaba relacionado con el Lugar Santísimo (1 R. 6:22; cf. Heb. 9:3, 4), pero se hallaba en el Lugar Santo, delante del velo de separación, por cuanto el sumo sacerdote debía ofrecer el incienso cada día, en tanto que solo entraba una vez al año en el Lugar Santísimo. Había no solo un candelero de oro, como en el Tabernáculo, sino diez; de la misma manera, en lugar de una, había diez mesas; es indudable, sin embargo, que los panes de la proposición solo se ponían sobre una mesa, de la misma manera que solo se usaba un candelero cada vez (cf. 2 Cro. 13:11). Las puertas que daban acceso al Lugar Santo desde el exterior eran de ciprés (1 R. 6:33, 34).
Un edificio de tres pisos se apoyaba contra la parte trasera del Templo y sus dos laterales (1 R. 6:5–10). El > pórtico (ulam, אוּלָם; prónaos, πρόναος) de delante de la entrada principal medía diez codos de ancho, veinte de largo y ciento veinte de alto (1 R. 6:3; 2 Cro. 3:4). A cada lado se levantaban dos columnas de bronce: Boaz y Jaquín de dieciocho codos de altura cada una, ricamente decoradas (1 R. 7:15–22; 2 Cro. 3:15–17). El Templo tenía dos atrios, el interior elevado, reservado a los sacerdotes, y el gran patio exterior (2 R. 23:12; 2 Cro. 4:9; Jer. 36:10). Ambos estaban separados por la misma diferencia de nivel entre ellos, y por un muro bajo, hecho de tres hileras de piedras labradas y de una hilera de vigas de cedro (1 R. 6:36; 7:12). El altar de bronce para los holocaustos se hallaba en el atrio de los sacerdotes (1 R. 8:64; 2 R. 16:14; 2 Cro. 15:8); era unas cuatro veces mayor que el del Tabernáculo (2 Cro. 4:1). También en este atrio interior se hallaba el > mar de bronce (gran cuba broncínea), y había además diez fuentes del mismo metal (1 R. 7:23–39). La gran cuba servía para las abluciones de los sacerdotes, y las fuentes estaban destinadas para lavar los objetos empleados en los sacrificios (2 Cro. 4:6). El pueblo se quedaba en el gran atrio exterior (cf. 1 R. 8:14), pavimentado (2 Cro. 7:3) y rodeado de un muro con numerosas puertas (2 Cro. 4:9, cf. Ez. 40:5). En el año 587 a.C., los babilonios se apoderaron de Jerusalén; saquearon este Templo y lo incendiaron (2 R. 25:8–17).
III. TEMPLO DE EZEQUIEL. El profeta Ezequiel tuvo una visión acerca de un nuevo templo (Ez. 40–43), destinada a los exiliados en su sufrimiento. Tuvo lugar veinticinco años después de la > deportación, hacia 571 a.C. De este templo se dan más detalles que del de Salomón, a pesar de que nunca llegó a construirse. Mientras que en el Templo de Salomón el palacio real estaba estrechamente unido a él, en Ezequiel el santuario constituye una unidad aislada, que se diferencia por completo, no solo del palacio, sino de la ciudad entera. El recinto tiene la forma de un gran cuadro de 500 codos (250 m.) de lado (Ez. 42:16–20). Está provisto de tres puertas orientadas con precisión al este, norte y sur. Otras tres puertas, frente a las anteriores, conducen a un patio interior, donde se encuentra el altar del sacrificio ante el santuario. Todas estas puertas están bien fortificadas a fin de evitar la entrada de todo aquel que no sea israelita. Ningún extranjero ni incircunciso tiene derecho de acceso al santuario (44:9). A través de las puertas exteriores se entra en un primer atrio en forma de herradura y desde el cual se pasa al segundo a través de las otras tres puertas.
El > altar se describe con todo detalle (43:13–17). Tenía forma de > zigurat, es decir, de torre con pisos escalonados. Los ángulos de la parte superior estaban adornados con cuatro cuernos. El templo propiamente dicho estaba dividido en tres partes (40:48; 41:1–26): atrio o pórtico (20 codos de ancho por 12 de largo, 10 × 6 m); Lugar Santo (20 codos de ancho por 40 de largo, 20 × 10 m); y Santísimo (20 codos por 20, 10 × 10 m.). El edificio descansaba sobre una plataforma a la que se ascendía por diez peldaños que tenían dos columnas de bronce a los lados.
En cuanto a la decoración, se dice que las paredes estaban recubiertas y labradas con palmeras y querubines. Tres filas de dependencias rodeaban al Lugar Santo y al Santísimo. La visión termina con un manantial de agua viva que brotaba del templo con tal abundancia que formaría un torrente que, atravesando el valle del Cedrón, llegaría al mar Muerto, cuyas aguas se convertirían en potables (47:1–12).
IV. TEMPLO DE ZOROBABEL. Amparados por el edicto de > Ciro, los primeros israelitas repatriados iniciaron la reconstrucción del Templo, el segundo año después del retorno del exilio (537 a.C.), aunque tuvieron que interrumpir las obras muy pronto para recomenzar bajo > Zorobabel, en 520, que finalizaron el 515, en el año sexto de Darío, a pesar de la oposición de los samaritanos (Esd. 3:8; 6:15; Josefo, Contra Apión 1, 21–22). Es muy poco lo que sabemos de este Templo; tenía sesenta codos de anchura y otros tantos de altura (Esd. 6:3; cf. Ant. 11, 4, 6). No se hace mención de la longitud. Las dimensiones de las partes del Templo no se indican. El nuevo edificio seguía las líneas básicas del Templo de Salomón, pero sin su esplendor (Esd. 3:12). Sin embargo, tendría un destino aún más glorioso, a causa de la venida, ya más cercana entonces, de Jesucristo (Hag. 2:3, 9). Se emplearon cedros del Líbano (Esd. 3:7) y metales preciosos ofrecidos voluntariamente como durante la peregrinación por el desierto (Esd. 1:6; 2:68, 69). Se habían recuperado numerosos utensilios del Templo de Salomón (Esd. 1:7–11). Las paredes interiores se recubrieron de oro. El Templo, como en el pasado, se dividía en Lugar Santísimo y Lugar Santo, indudablemente separados por un velo (1 Mac. 1:21, 22; 4:48, 51). Sin embargo, el Lugar Santísimo estaba vacío, por cuanto el arca había desaparecido (Cicerón, pro Flac. 28; Tácito, Historias 5, 9). En el Lugar Santo se hallaba el altar del incienso y, al igual que en la época del Tabernáculo, solo un candelero de oro y una sola mesa para los panes de la proposición (1 Mac. 1:21, 22; 4:49). Las cámaras exteriores eran contiguas al edificio (Neh. 10:37–39; 12:44; 13:4; 1 Mac. 4:38), y rodeaban los atrios (Neh. 8:16; 13:7; Ant. 14:16, 2); había también un mar de bronce (Eclo. 1:3) y un altar para los holocaustos (Esd. 7:17), hecho de piedra (1 Mac. 4:44–47). Una balaustrada de madera separaba el atrio de los sacerdotes del atrio exterior (Ant. 13:13, 5). Había puertas para cerrar el Templo y sus atrios (Neh. 6:10; 1 Mac. 4:38).
Fue profanado y expoliado por > Antíoco Epífanes, que, penetrando en él, se apoderó del candelabro de siete brazos, del altar de oro y de todos los utensilios preciosos (168 a.C.). Un año más tarde lo profanó de nuevo instalando la > «abominación desoladora» (cf. Dan. 9:27; 1 Mac. 1:54), es decir, una estatua de Júpiter Olímpico o de Baal-Shamín. El sacrificio diario quedó entonces en suspenso. Tres años después, 25 de diciembre de 164, el Templo fue purificado por > el triunfante Judas Macabeo en la gran fiesta de la > Hanukah o Consagración (1 Mac. 6:35, cf. Jn. 10:22).
Reforzado con fuertes murallas (1 Mac. 4:60), se convirtió en una verdadera fortaleza. A los soldados romanos de Pompeyo les costó tres meses de asedio tomarlo. El general romano no toco nada del Lugar Santísimo, en una muestra de respeto por la religión de la vencidos.
V. TEMPLO DE HERODES. El Templo de Herodes sobrepasó la belleza del anterior. Josefo, que lo conocía bien, lo describe detalladamente (Ant. 15, 11; Guerras 5, 5); también se ofrecen datos en la Mishnah (Middoth). Herodes lo construyó para ganarse la benevolencia de sus nuevos súbditos. Antes de derribar el santuario antiguo, hizo preparar los materiales necesarios. Los trabajos comenzaron el año decimoctavo de su reinado, en 20–19 a.C. Asignó a los sacerdotes la tarea de construir la parte en la que solo ellos tenían derecho a entrar. Un año y medio más tarde habían finalizado. Otros obreros tardaron ocho años en construir los pórticos. El edificio no fue acabado hasta la época del procurador Albino (62–64 d.C.; Ant. 15, 11, 5–6; 20, 9, 7; cf. Jn. 2:20). El conjunto ocupaba dos veces más espacio que el templo anterior (Guerras 1:21, 1). La parte principal, hecha de bloques de piedra blanca, tenía la misma longitud y anchura que en la época de Salomón, pero la altura era de cuarenta codos en lugar de treinta, sin contar una sala superior. El edificio contenía un Lugar Santísimo y un Lugar Santo, como en las etapas anteriores. Un velo separaba el Lugar Santo del Santísimo, que estaba vacío (Guerras 5, 5, 5). Cuando Cristo expiró, este velo se rasgó por la mitad, de arriba abajo, significando que toda alma redimida puede, desde entonces, entrar en la misma presencia de Dios (Mt. 27:51; Heb. 6:19; 10:20). En el Lugar Santo había un altar de oro para el incienso, una mesa de oro para los panes de la proposición, y un candelero de oro. Un gran pórtico oriental llevaba a la puerta del Lugar Santo, de madera dorada y con cuatro hojas; delante de ella había un velo de lino fino, mezclado de azul, púrpura y carmesí. Una enorme vid con grandes uvas decoraba el interior del pórtico. La parte trasera del Templo y los dos laterales estaban rodeados de un edificio suplementario de una altura de cuarenta codos, que albergaba cuarenta y ocho cámaras (Guerras 6, 4, 7). Este anexo tenía asimismo dos alas. Una de ellas tenía una escalera de caracol. La longitud exterior de este anexo era de cien codos, y su anchura de cincuenta y cuatro. Con las dos alas laterales, la anchura llegaba a los setenta codos.
Encima del Lugar Santo y del Santísimo había estancias. Delante de la fachada había un pórtico de cien codos de largo y veinte de ancho. Herodes hizo poner encima de él un águila de oro (Ant. 17, 6, 2–3; Guerras 1, 33, 23). Una escalera de doce peldaños descendía del pórtico del Lugar Santo al atrio de los sacerdotes, que rodeaba al edificio sagrado. En este patio se hallaba el altar para los holocaustos, con una altura de quince codos; su base era un cuadrado de cincuenta codos de lado. Este altar estaba provisto de una rampa de acceso. Había una fuente en lugar del mar de bronce. Un muro de alrededor de un codo de espesor cerraba el atrio de los sacerdotes. Había un gran atrio que lo rodeaba, dos veces más grande que el del antiguo Templo, todo el circundado por un muro de veinticinco codos. Contra este muro se alineaban las cámaras de almacenamiento (Guerras 6, 5, 2). Delante de estas se levantaba un pórtico cubierto que miraba a los lados del Templo. La parte occidental de este gran atrio, que estaba separado por un muro de la parte oriental, constituía el atrio de Israel, donde solo podían entrar los varones. La parte oriental, el atrio de las mujeres, ocupaba un plano inferior. Del atrio de los hombres se abría una gran puerta en el centro del muro, y quince escalones llevaban al atrio de las mujeres, totalmente prohibido a los extranjeros. Unas murallas separaban este atrio del atrio exterior, llamado también atrio de los gentiles, que estaba rodeado de magníficos pórticos.
La > Torre Antonia ocupaba el ángulo noroeste del atrio exterior, cortando sus pórticos. Desde lo alto de sus fortificaciones se podían vigilar los edificios sagrados. Había inscripciones mediante las que se prohibía a los gentiles, bajo pena de muerte, entrar en los otros atrios. El triple muro de separación (cf. Ef. 2:14) estaba atravesado por nueve puertas, recubiertas de oro y plata, y semejantes a torres (Hch. 3:2, 10). La diferencia de niveles era de quince codos entre el vestíbulo del Lugar Santo y el atrio de los gentiles. De aquel vestíbulo se descendía por doce peldaños al atrio de los sacerdotes, y quince peldaños más llevaban del atrio de Israel al de las mujeres; de allí, cinco peldaños más llevaban a la explanada, donde catorce gradas más llevaban al atrio de los gentiles. Este último rodeaba totalmente el recinto sagrado y tenía la forma de un cuadrado (Guerras 6, 5, 4). Según Josefo, el perímetro era de seis estadios (1.110 m.) (Guerras 5, 5, 2). Estaba enlosado y sus pórticos estaban cubiertos de cedro tallado (Ant. 17, 10, 2; cf. Guerras 6, 3, 2). El pórtico meridional contaba con ciento sesenta y dos columnas repartidas en cuatro hileras que formaban una triple avenida. Cada columna, tallada de un solo bloque de piedra blanca, tenía una altura de veinticinco codos. El pórtico que iba a lo largo del muro oriental era considerado un resto del primer Templo, y llevaba el nombre de pórtico de Salomón (Jn. 10:23; Hch. 3:11; Ant. 20, 9, 7; Guerras 5, 5, 1). Es en el atrio de los gentiles donde se instalaban cambistas y vendedores con el permiso correspondiente (Mt. 21:12; Jn. 2:14). Unas imponentes murallas rodeaban todo el recinto. Al oeste había cuatro puertas que rodeaban estas murallas: dos en su zona norte, que llevaban a los suburbios; la tercera, que llevaba hacia el > valle de Tiropeón; la cuarta, más al sur, se dirigía al valle (Ant. 15, 11, 5). La muralla meridional tenía dos puertas, llamadas Hulda. En la muralla oriental se hallaba la puerta llamada Susa. Además, Josefo menciona otra puerta de la muralla septentrional (Guerras 6, 4, 1).
Durante el asedio de Jerusalén por parte de los romanos, en el año 70 d.C., los judíos incendiaron una parte del pórtico que comunicaba con la Torre Antonia. A pesar de la prohibición de Tito, que quería salvar el Templo, un soldado romano le prendió fuego (Guerras 6, 3, 1; 4, 5; cf. 5, 1; 9, 2). Los romanos derribaron las murallas (7, 1, 1). En el año 136 d.C., o algo antes, el emperador Adriano erigió un santuario a Júpiter Capitolino sobre la explanada del Templo. Juliano el Apóstata intentó reconstruir el Templo el año 363, a fin de refutar la profecía de Cristo (Mt. 24:1, 2). Los obreros, sin embargo, afirmaron después que llamaradas que surgían repetidas veces del suelo les impidieron echar los cimientos. En el año 691, Abdal-Malik construyó, sobre la explanada del Templo, la Cúpula de la Roca, que recibe erróneamente el nombre de Mezquita de Omar.
VI. EL TEMPLO Y LOS PROFETAS. La conciencia profética de Israel reacciona contra cualquier utilización mágica o idolátrica de lo religioso. Así se entiende que, desde el principio, en la oración dedicatoria de Salomón, se especifique que los cielos son la morada de Dios (1 R. 8:27–30; cf. Sal. 2:4; 103:19; 115:3). Cuando el Templo se constituye en objeto culto idolátrico a la manera de los templos de los gentiles, los profetas levantarán su voz para corregir esta desviación. Isaías, no obstante su visión de la majestad de Dios precisamente en el Templo (Is. 6), denuncia con fuerza el carácter superficial del culto que en él se realiza (Is 1:11–17). Conocidas son las invectivas de Jeremías contra el Templo y el culto formalista de Jerusalén (Jer. 7:1–11), que fueron la causa de su arresto. El profeta no tenía intención de oponerse al Templo como tal, sino a las desviaciones de un culto demasiado formalista y externo, en el que la justicia social no contaba para nada. Por eso reacciona contra la falsa seguridad que el Templo de Yahvé hacía nacer en fieles y sacerdotes por igual (Jer. 7:1–11; cf. Miq. 3:11). Jeremías anuncia el fin del Templo cuando, al profetizar sobre el regreso de la cautividad, habla de la reedificación de la ciudad y del palacio, pero no del Templo (Jer. 30:18–22). Asegura el profeta que la confianza en el Templo no valdrá para nada frente a la infidelidad a las condiciones de justicia de la Alianza. Dios permitirá la destrucción del Templo, como había sucedido con el de > Silo, siglos antes (Jer. 26:6). De hecho, el Templo fue materialmente destruido por > Nabucodonosor (2 R. 25:8–17). No es el apego a un templo de piedra lo que Dios busca, sino «al que es humilde y contrito de espíritu, y que tiembla ante mi palabra» (Is. 66:1–5). Ezequiel ve la gloria de Yahvé en el destierro (Ez. 1) y comprende que Dios está presente en toda la tierra y recibe complacido en cualquier lugar el culto que sale del interior del corazón (Ez. 11:16). El templo terrenal no es sino una imagen imperfecta del trono de Dios en los cielos (Sab. 9:8). La justicia y la religión interior están por encima de cualquier culto meramente externo (Am. 5:12–24).
VII. EL TEMPLO Y JESÚS. Jesús profesó el más profundo respeto al Templo de Jerusalén y sus instituciones, como el pago del impuesto correspondiente (Mt. 17:24–27). Todo en él era santo porque había sido santificado por Dios, que moraba allí (Mt. 23:17, 21). En consecuencia, lo llama «casa de Dios» (Mt. 12:4; cf. Jn. 2:16). Fue presentado en él por José y María cuarenta días después de su nacimiento (Lc. 2:22–39). A la edad de doce años, decidió quedarse allí para recordar a sus padres terrenales que se debía a los asuntos de su Padre Celestial (Lc. 2:46–49). Durante su vida oculta, subió allí todos los años al menos con ocasión de la Pascua (Lc. 2:41); su ministerio público estuvo jalonado por sus peregrinaciones a Jerusalén desde Galilea con motivo de las grandes fiestas judías (cf. Jn. 2:13–14; 5:1, 14; 7:1, 10, 14; 8:2; 10:22–23). Allí expuso lo esencial de su enseñanza (cf. Jn. 18:20). Para él, el Templo era el lugar privilegiado para el encuentro con Dios en oración; por eso se indignó al descubrir el atrio exterior convertido en un mercado (cf. Mt. 21:13): expulsó a los mercaderes como acto de purificación (Jn. 2:16–17). Después de su Resurrección, los apóstoles mantuvieron el mismo respeto religioso hacia el Templo (cf. Hch. 2:46; 3:1; 5:20, 21).
No obstante, hay pasajes donde Jesús relega el Templo a una posición subordinada. Él se considera superior al edificio (Mt. 12:6), y, poco antes de su pasión, anuncia su ruina: no quedará de él piedra sobre piedra (cf. Mt. 24:1–2), como en efecto sucedería unos treinta años después (70 d.C.). Se trata de una señal de los últimos tiempos que comienzan con su propia Pascua (cf. Mt. 24:3; Lc. 13:35). Esta profecía fue deformada por falsos testigos en su interrogatorio en casa del sumo sacerdote (cf. Mc. 14:57–58) y le fue reprochada como injuriosa cuando estaba clavado en la cruz (cf. Mt 27:39–40). Para los judíos, el Templo era el compendio de su fe, quizá la razón más clara de su existencia como pueblo, la materialización de la alianza con el Dios que los había elegido, entre todos los pueblos, para ser depositarios de su voluntad. El Templo de Jerusalén representaba para los judíos la seguridad de la protección divina. Por esta razón, el anuncio de Jesús les resultaba escandaloso, blasfemo. No se determina la ocasión en que Jesús debió haber dicho estas palabras. El cuarto Evangelio las sitúa al comienzo de su ministerio público (Jn. 2:19). La espera escatológica del judaísmo se centraba en un Mesías que construiría un santuario nuevo y glorioso, no como el antiguo, profanado por el pecado. En labios de Jesús significaba otra cosa: «Él hablaba del templo de su cuerpo» (v. 19). El evangelista desde el principio presenta a Jesús como la morada de Dios entre los hombres (Jn. 1:14; cf. Mt 12:6). Por eso, su muerte corporal anuncia la destrucción del Templo que señalará la entrada en una nueva edad de la Historia de la Salvación con Jesucristo como centro: «La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn. 4:2, 14; cf. Mt. 27:51; Heb. 9:11; Ap. 21:22).
En la línea de los profetas, Jesús va a la raíz de la razón de ser del Templo y del culto: «el espíritu y la verdad». Al pronunciar estas palabras, se autodesigna como aquel que lleva a término el último destino querido por Dios. Por eso anuncia la destrucción de un templo hecho por manos de hombres y su sustitución por otro levantado por la fuerza de Dios. Su cuerpo se convierte en figura de aquel organismo del que forman parte todos los cristianos, de manera que su resurrección es considerada como la resurrección de la Cabeza, «primicias de los que durmieron» (1 Cor. 15:20). A partir de aquí, se desarrolla la idea de la Iglesia como Templo viviente, en tanto que cuerpo de Cristo (cf. 1 Cor. 3:16–17; 6:19; 2 Cor. 6:16; Ef. 2:20–22; 1 Ti. 3:15; 1 Pd. 4:17; Ap. 3:12). Cada cristiano es considerado como morada del Espíritu Santo, y, en relación con otros, una piedra viva en el gran Templo del que Cristo es la principal piedra del ángulo (1 Pd. 2:5).
VIII. LOS CRISTIANOS Y EL TEMPLO. Mientras las autoridades religiosas judías no rechazaron definitivamente el mensaje cristiano y se albergaron esperanzas de que un día Israel aceptara en masa el Evangelio, el Templo, en tanto que lugar de culto levantado por Dios en la antigüedad, no perdió todo nexo con el nuevo culto inaugurado por Jesús. En Hechos vemos que los apóstoles siguieron adorando y orando en el Templo de Jerusalén (Hch. 2:46; 3:1–11; 5:12, 20s, 42; cf. Lc. 24:52). Sin embargo, en el grupo llamado helenista, representado por Esteban, se observan los primeros síntomas de ruptura. En su defensa aboga por un culto espiritual, y se remite a la crítica profética del Templo (Hch. 7:48–51). La precisión «construidos por mano de hombre» tiene un matiz muy peyorativo, porque es la frase que la Biblia aplica siempre a los ídolos. En este sentido, el Templo puede convertirse en un ídolo si se exagera su significado religioso (cf. Is. 66:1ss). Pero todavía pasarán algunos años para que el judeocristianismo de Jerusalén se desinterese del culto del Templo. Tal situación se dio por la destrucción de la ciudad y el endurecimiento del judaísmo, que excomulgó a los cristianos. Se consuma así la ruptura de la Iglesia con el Templo, y más exactamente, con la sinagoga.
Durante siglos, los cristianos se negaron a designar sus edificios como templos, con lo que manifestaban su deseo de diferenciarse todo lo posible del paganismo, como hace Pablo en su discurso a los atenienses: «El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que hay en él. Y como es Señor del cielo y de la tierra, él no habita en templos hechos de manos, ni es servido por manos humanas como si necesitase algo, porque él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas» (Hch. 17:24–25).
IX. TEMPLOS DEL ESPÍRITU. Los apóstoles ahondan en el tema del templo y lo enriquecen con una nueva visión. Toda la comunidad cristiana en su conjunto es ahora el templo (naós) del Espíritu (1 Cor. 3:16–17; Ef. 2:20–22), pero el creyente considerado individualmente es también templo (naós) del Espíritu (1 Cor. 6:19). En la Iglesia, y en cada uno de sus miembros, se cumple la antigua profecía, tantas veces repetida, de que Dios habitaría en medio de los hombres (Ex. 25:8; Jer. 7:3–7; Ez. 43:9). Allí donde dos o tres se reúnen en el nombre de Jesús, se manifiesta la presencia salvadora de Dios (cf. Mt 18:20). En Cristo se adora a Dios «en espíritu y en verdad» (Jn. 4:4). Él es propiamente el nuevo y definitivo Templo de Dios, y los creyentes lo son en cuanto están unidos a él mediante la fe y viven de su Palabra y su Espíritu. Jesucristo, mediante la encarnación, se identifica con el hombre, y mediante el sacrficio de sí mismo adquiere para sí un pueblo santo y regio que participa de su herencia divina. La redención de la humanidad es a la vez su consagración como templo de Dios, de modo que toda la vida se convierte en «sacrificio vivo, santo y agradable a Dios» (Ro. 12:1).
Al final de los tiempos, la gloria de Dios estará entonces presente en la tierra renovada en su forma plena y revelada, no como antes, velada y ocultamente (Ap. 21:23); el Señor mismo estará tan presente en cada creyente, que se dará cumplimiento al deseo paulino de que «Dios sea el todo en todos» (1 Cor. 15:28); la nueva tierra y los nuevos cielos serán el espacio del Reino de Dios para siempre (1 Cor. 15:24–28); la adoración no cesará en aquella hora (Ap. 6:9; 7:15; 9:13; 11:19; 14:15, 17; 15:5; 16:1). Ya no se necesitará ningún lugar especial apartado del mundo, porque Dios mismo estará presente como Templo en la Jerusalén nueva y los habitantes de ella podrán encontrarle y adorarle en todas partes (Ap. 21:2–3). Véase CULTO, GLORIA, SANTUARIO, TABERNÁCULO.