Monarquía

Modo de gobierno representado por una sola persona, el monarca.
La raíz semita malakh, מלך, y el uso diverso de mélekh, מֶלֶךְ, «jefe, consejero», hace referencia a una amplia variedad de gobiernos reales, desde pequeñas monarquías nacionales de la tardía > Edad del Bronce, hasta los vastos imperios del período bíblico. Mélekh es propiamente, en su semántica original, el «gobierno de un solo hombre» sobre un grupo específico (cf. Juec. 9:7–15).
La monarquía como categoría política surgió relativamente tarde en Israel, dos o incluso tres siglos más tarde que entre sus vecinos edomitas, moabitas y amonitas. No pertenecía, pues, a la configuración primitiva de la mentalidad israelita. La institución monárquica estaba muy alejada de las costumbres tribales de los primitivos hebreos, que consideraban como único rey al mismo Yahvé, lo que hacía inncesario la existencia de un rey terrenal. También en este aspecto político, como en el estrictamente religioso del > monoteísmo, Israel se distinguía del resto de los pueblos. En todas las culturas del Antiguo Oriente existía un esquema de reinado divino de base mítico-cultual. Para los sumerios, la monarquía «descendía del cielo». En Egipto, el faraón era considerado un dios, la personalización del gobierno celeste de Horus. Los reyes de Babilonia se arrogaban en vida una dignidad y veneración divinas y preferían antes que ninguno el título de sumo sacerdote (el césar romano era, todavía en una época tardía, al mismo tiempo el sumo pontífice). Los hititas divinizaban a sus reyes después de muertos, así como más tarde, Grecia y Roma, divinizarán también a sus reyes y emperadores).
Que Israel aceptase la nueva situación iniciada por la monarquía se debió a las graves circunstancias que la impusieron. Por un lado, la ayuda solicitada a todas las tribus israelitas por la ciudad de Jabes Galaad, en Jordania oriental, gravemente amenazada por los amonitas (1 Sam. 11), y por otro, la presión cada vez más fuerte que ejercían los filisteos sobre las tribus israelitas de Palestina central (1 Sam. 13:19–22). El acoso y presión combinados de amalecitas, amonitas y filisteos fue lo que obligó a las tribus israelitas a dar el paso al régimen monárquico, capaz de integrar todos los efectivos dentro de una organización permanente y estable, bajo la dirección de un rey que garantizase la unidad y la continuidad, tan frágil y provisional en el régimen tribal federado.
Samuel, profeta y juez de Israel, desaprobaba el deseo del pueblo de tener un rey, por considerarlo una limitación de los derechos de Yahvé, único rey de los hebreos, quien conduce los acontecimientos históricos (cf. Jue. 8:22–23; 1 Sam. 12:12). La institución de la monarquía ponía en peligro esta profunda convicción. Con todo, Samuel procedió finalmente al nombramiento de Saúl como rey, dejando constancia de su oposición, que cede sólo por indicación expresa de Dios (1 Sam. 7:2–8:22; 10:17–19; 12:1–25; 15:1–35).
Esto explica que la monarquía en Israel tenga caracteres distintos de las variantes conocidos en el Próximo Oriente Antiguo: el rey no es un dios encarnado como en Egipto, ni tiene atributos divinos como en Mesopotamia. Su autoridad deriva de atributos personales, del carisma y valor militar, que se entronca con una tradición propia de los pueblos nómadas. Una situación premonárquia se advierte en la narración del caudillo > Gedeón, a quien el pueblo ofreció el reinado a resultas de su victoria sobre los madianitas. El rechazo de Gedeón refleja la mentalidad de resistencia a la monarquía, que, sin embargo, aflora en momentos de peligro y ante la aparición de personajes carismáticos, a quienes se cree dotados de poder divino. Aunque es cierto que Israel no divinizó a sus reyes —chocaba frontalmente con la fe monoteísta—, adoptaron, en parte, dicha ideología al considerar a los reyes, a partir de Salómón, como “hijos adoptivos de Dios” (2 Sam. 7:14), proclamados como tales en las ceremonias de unción y entronización (cf. Sal. 2:7; 89; 110; 132). En su condición de “ungido de Dios”, al monarca israelita se le atribuyen algunas funciones sacerdotales, no sin oposición (cf. 1 R. 6:1ss; 8:1ss). Sin embargo, la monarquía nunca pretendió influir en el mundo de las ideas religiosas o cultuales, lo que en verdad le preocupaba era utilizar la religión como instrumento de gobierno (Eichrodt).
Frente al rey se encuentra no el sacerdote, sino el profeta. Como dice González Lamadrid, monarquía y profetismo son dos instituciones estrechamente relacionadas entre sí. Nacen juntas, concentradas de alguna manera en la figura de Samuel, y prácticamente juntas desaparecen en la época del destierro.
En el fondo de las tradiciones israelitas y especialmente entre los profetas latía una profunda aversión a la monarquía, y los profetas serán, en toda su existencia, la voz crítica del despotismo y la injusticia de las instituciones monárquicas, defendiendo a los débiles y al pueblo en general de los abusos de poder de los reyes y de las clases dirigentes (cf. 2 Sam. 12). «La falta de una teología original sobre la monarquía explica el hecho de que algunos reyes hayan sido atacados por diversos profetas y por la obra deuteronomística y de que la misma institución sea sometida a crítica. Por eso, la caída de la monarquía en el s. VI a.C. fue interpretada enseguida, no como una tragedia nacional religiosa, sino como un juicio de Dios sobre el pueblo y sus representantes» (J.A. Soggin).
Ya que la unidad nacional de Israel estaba edificada sobre bases religiosas, la monarquía no podía quedar fuera, en tanto que su representante y garante. El carácter religioso de la monarquía hebrea se afirmaba como servidora del Dios de la > alianza. El monarca estaría encargado de mantener el orden fijado por el mismo Dios. El éxito o fracaso en este campo, y no sus victorias o derrotas militares, es lo que queda reflejado en la historia sagrada como criterio de valoración de los distintos reyes de Israel. La monarquía hebrea nunca disfrutó de la seguridad que le habría dado el dogma de la filiación divina del rey. «En fracasando en el aspecto religioso, de nada le podía servir el éxito político y perdía, con una lógica implacable, su primacía dentro del estado» (Eichrodt). P.ej., el reinado de > Omri fue un éxito desde el punto de vista militar y político, pero los autores sagrados lo despachan con unas cuantas frases, dada su negativa significación religiosa.
Con el establecimiento de la monarquía en Israel, se hizo más necesario que nunca el uso de la escritura en la administración, el comercio, la corte, el culto. Desde ese momento se puede hablar con seguridad de la existencia de escritos, y no solo de tradiciones orales. La necesidad de justificar ideológicamente la monarquía davídica y sus instituciones debió llevar a redactar las tradiciones antiguas de los padres, de modo que sirvieran como aglutinante ideológico. Von Rad cree que el reinado de Salomón puede considerarse con justicia como la cuna de la literatura de Israel. En la corte se crean escuelas para la formación de los > escribas y funcionarios reales.
En el marco del clan familiar siguen cultivándose las tradiciones orales: sagas, leyendas, relatos sobre el éxodo. En los lugares de culto, especialmente el Templo de Jerusalén, se transmiten leyendas rituales, oráculos, y tal vez alguno de los Salmos más primitivos. En la corte se lleva a cabo una codificación de proverbios (que mucho más tarde será atribuida a Salomón), se confeccionan listas de funcionarios y se redacta el relato unificado de la ascensión de David al trono, su reinado y su sucesión.
En líneas generales, la monarquía alentó la cohesión del pueblo y robusteció la instituciones, de tal modo que, al desaparecer del escenario, dejó tras sí una jerarquía tan bien establecida que, después del > exilio, la vida nacional pudo seguir existiendo como una unidad políticoreligiosa. Véase DAVID, SAÚL, REY, TEOCRACIA.