CANON DEL ANTIGUO TESTAMENTO

CANON DEL ANTIGUO TESTAMENTO
De acuerdo a los diversos relatos evangélicos, Jesús utilizó las Escrituras hebreas para validar su misión, sus palabras y sus obras (véanse Mc 1:14; Lc 12:32). Los primeros creyentes continuaron esa tradición hermenéutica y utilizaron los textos hebreos, y sobre todo sus traducciones al griego, en sus discusiones teológicas y en el desarrollo de sus doctrinas y enseñanzas. De esa forma la iglesia contó, desde su nacimiento, con una serie de escritos de alto valor religioso.
Los libros de la Biblia hebrea son 24, divididos en tres grandes secciones.
La primera sección, conocida como Torá (vocablo hebreo que por lo general se traduce «ley», pero cuyo significado es más bien «instrucción» o «enseñanza») contiene los llamados «cinco libros de Moisés»: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio.
La segunda división, conocida como Nebiim (profetas), se subdivide, a su vez, en dos grupos: Los profetas anteriores, en los que figuran Josué, Jueces, Reyes y Samuel; y Los profetas posteriores: Isaías, Jeremías, Ezequiel y el Libro de los Doce.
La tercera sección de la Biblia hebrea se conoce como Ketubim (escritos) e incluye once libros: Salmos, Proverbios y Job; un grupo de cinco libros llamados Megilot (rollos), Cantar de los cantares, Rut, Lamentaciones, Eclesiastés y Ester; y finalmente Daniel, Esdras-Nehemías y Crónicas.
Con las iniciales de Torá, Nebiim y Ketubim se ha formado la palabra hebrea Tanak, que significa «la Biblia».
Los 24 libros de la Biblia hebrea son idénticos a los 39 que se incluyen en el Antiguo Testamento de las Biblias protestantes. Es decir, no contienen los libros deuterocanónicos. La diferencia en número se basa en contar cada uno de los doce profetas menores y en la separación, en dos libros cada uno, de Samuel, Reyes, Crónicas y Esdras-Nehemías. Al unir el libro de Rut al de Jueces y el de Lamentaciones al de Jeremías, se identifican 22 libros; el 22 corresponde, además, al número de caracteres del alfabeto hebreo.

La Septuaginta: El Canon Griego
Uno de los resultados del cautiverio de Israel en Babilonia fue el desarrollo de comunidades judías en diversas regiones del mundo conocido. En Alejandría, capital del reino de los Tolomeos, el elemento judío en la población de habla griega era considerable; y como Judea formaba parte del reino hasta el año 198 a.C., esa presencia judía aumentó con el paso del tiempo.
Luego de varias generaciones, los judíos de Alejandría adoptaron el griego como su idioma diario, y dejaron el hebreo para cuestiones cúlticas. Para responder adecuadamente a las necesidades religiosas de la comunidad, pronto se vio la necesidad de traducir las Escrituras hebreas al griego. Al comienzo, posiblemente la lectura de la Torá (que era fundamental en el culto de la sinagoga) se hacía en hebreo, con una posterior traducción oral al griego. Luego los textos se tradujeron de forma escrita. Ese proceso de traducción oral y escrita se llevó a cabo durante los años 250–150 a.C. La Torá (o Pentateuco, como se conoció en griego) fue la primera parte de la Escrituras en traducirse. Más tarde se tradujeron los profetas y el resto de los escritos.
Una leyenda judía, de la cual existen varias versiones, indica que desde Jerusalén se llevaron a setenta o setenta y dos ancianos hasta Alejandría para traducir el texto hebreo al griego. Esa leyenda dio origen al nombre Septuaginta (LXX), con el que casi siempre se identifica y conoce la traducción al griego del Antiguo Testamento.
El orden de los libros en los manuscritos de la Septuaginta difiere del que se presenta en las Escrituras hebreas. Posiblemente ese orden revela la reflexión cristiana en torno al canon.
En primer lugar, como en el canon hebreo, la Septuaginta incluye los cinco libros de Moisés o el Pentateuco: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio.
La segunda sección presenta los libros históricos: Josué, Jueces, Rut, los cuatro libros de la monarquía (Samuel y Reyes), Paralipómenos (Crónicas), 1 Esdras (una edición griega alterna de 2 Cr 35:1—Neh 8:13), 2 Esdras (Esdras-Nehemías), Ester, Judit y Tobit. Los libros de Judit y Tobit, y las adiciones griegas al libro de Ester, no aparecen en los manuscritos hebreos.
En la tercera división se encuentran los libros poéticos y sapienciales: Salmos, Proverbios, Eclesiastés, Cantar de los cantares, Job, Sabiduría y Eclesiástico (Sabiduría de Jesús ben Sira). De este grupo, Sabiduría (escrito originalmente en griego) y Eclesiástico (escrito en hebreo) no se encuentran en el canon hebreo. El libro de los Salmos contiene uno adicional que no aparece en el canon hebreo: el 151, del cual existen copias tanto en griego como en hebreo.
La sección final de la Septuaginta incluye los libros proféticos: Isaías, Jeremías y Lamentaciones, junto a Baruc y la Carta de Jeremías, que no aparecen en el orden del canon hebreo; Ezequiel; y el libro de Daniel, con varias adiciones griegas: la historia de Susana, el relato de Bel y el Dragón y una oración de confesión y alabanza de 68 versículos entre los vv. 23–24 del tercer capítulo.
Los libros de los Macabeos (que pueden llegar hasta a cuatro en diversos manuscritos y versiones) se incluyen, como una especie de apéndice, al final de la Septuaginta.
En torno a los libros y adiciones que se encuentran en la Septuaginta, y no aparecen en las Escrituras hebreas, la nomenclatura y el uso lingüístico en diversos círculos cristianos no es uniforme. La mayoría de los protestantes identifican esa sección de la Septuaginta como «apócrifos». La iglesia católica los conoce como «deuterocanónicos». «Apócrifos», para la comunidad católica, son los libros que no se incluyeron ni en el canon hebreo ni en el griego. Los protestantes identifican los libros que no se incorporaron en ninguno de los cánones como seudoepígrafos.
Los libros deuterocanónicos o apócrifos son los siguientes: Tobías, Judit, Sabiduría, Eclesiástico (Sabiduría de Jesús ben Sira), Baruc, 1 y 2 Macabeos, Daniel 3:24–90; 13; 14 y Ester 10:4–16, 14. La mayoría de estos textos se conservan solo en manuscritos griegos.
Como ya dijimos, la Septuaginta hizo posible que los judíos grecoparlantes (en la diáspora y también en Palestina) tuvieran acceso a los textos sagrados de sus antepasados en el idioma que podían entender. Además, el texto griego dio la oportunidad a grupos gentiles de estudiar las Escrituras hebreas (Hch 8:26–40).
La iglesia cristiana se benefició sustancialmente de la traducción de la Septuaginta: la utilizó como su libro santo y le llamó «Antiguo Testamento». El texto en griego dio la oportunidad a los cristianos de relacionar el mensaje de Jesús con pasajes de importancia mesiánica (Hch 7; 8); les brindó recursos literarios para citar textos del canon hebreo en las discusiones con los judíos (Hch 13:17–37; 17:2–3); y jugó un papel fundamental en la predicación del evangelio a los gentiles (Hch 14:8–18; 17:16–32).

La Iglesia Y El Canon
Una vez finalizado el período del Nuevo Testamento, la iglesia continuó utilizando la Septuaginta en sus homilías, debates y reflexiones teológicas. Una gran parte de los escritores cristianos de la época utilizaban libremente la Septuaginta, y citaban los libros que no se encontraban en el canon hebreo.
La iglesia Occidental, a finales del siglo IV, aceptó un número fijo de libros del Antiguo Testamento, entre los cuales se encuentran algunos deuterocanónicos que aparecen en la Septuaginta. Los teólogos orientales, por su parte, seguían el canon hebreo de las Escrituras. Tanto Orígenes como Atanasio insisten en que se deben aceptar en el canon únicamente los 22 libros del canon judío; y San Jerónimo, con su traducción conocida como «Vulgata Latina», propagó el canon hebreo en la iglesia Occidental.
A través de la historia, la iglesia ha hecho una serie de declaraciones en torno al canon de las Escrituras. Al principio, estas declaraciones se hacían generalmente en forma de decretos disciplinares; posteriormente, en el Concilio de Trento, el tema del canon se abordó de forma directa y dogmática.
El Concilio de Trento se convocó en el año 1545 en el entorno de una serie de controversias con grupos reformados en Europa. Entre los asuntos a considerar se encontraba la relación entre la Escritura y la tradición, y su importancia en la transmisión de la fe cristiana. Se discutió abiertamente la cuestión del canon, y se promulgó un decreto con el catálogo de libros que estaban en el cuerpo de las Escrituras y tenían autoridad dogmática y moral para los fieles. Se declaró el carácter oficial de la Vulgata Latina, y se promulgó la obligación de interpretar las Escrituras de acuerdo a la tradición de la iglesia, no según el juicio de cada persona. Además, el Concilio aceptó con igual autoridad religiosa y moral los libros protocanónicos y deuterocanónicos, según se encontraban en la Vulgata.
Entre los reformadores siempre hubo serias dudas y reservas en torno a los libros deuterocanónicos. Finalmente los rechazaron por las polémicas y encuentros con los católicos.
Lutero, en su traducción del 1534, agrupo los libros deuterocanónicos en una sección entre los dos Testamentos, con una nota que indica que son libros «apócrifos». Aunque su lectura es útil y buena, afirmó, no se igualan a las Sagradas Escrituras. La Biblia de Zurich (1527–29), en la cual participó Zuinglio, relegó los libros deuterocanónicos al último volumen, pues no los consideraba canónicos. La Biblia Olivetana (1534–35), que contiene un prólogo de Juan Calvino, incluyó los deuterocanónicos aparte del resto del canon. La iglesia reformada, en sus confesiones Galicana y Bélgica no incluyó los deuterocanónicos. En las declaraciones luteranas se prestó cada vez menos atención a los libros deuterocanónicos.
En Inglaterra la situación fue similar al resto de la Europa Reformada. La Biblia de Wyclif (1382) incluyó únicamente el canon hebreo. Y aunque la Biblia de Coverdale (1535) incorpora los deuterocanónicos, en Los treinta y nueve artículos de la iglesia de Inglaterra se dice que esa literatura no debe emplearse para fundamentar ninguna doctrina. La versión King James (1611) imprimió los deuterocanónicos entre los Testamentos.
La traducción al castellano de Casiodoro de Reina (publicada en Basilea en 1569) incluía los libros deuterocanónicos, de acuerdo al orden de la Septuaginta. La posterior revisión de Cipriano de Valera (publicada en Amsterdam en 1602) agrupó los libros deuterocanónicos entre los Testamentos.
La Confesión de Westminster (1647) reaccionó al Concilio de Trento y a las controversias entre católicos y protestantes: afirmó el canon de las Escrituras hebreas. En su declaración en torno al canon, la Confesión indica que los deuterocanónicos (identificados como apócrifos) no son inspirados por Dios, y por lo tanto no forman parte del canon de la Escritura y carecen de autoridad en la Iglesia; indica, además, que pueden leerse únicamente como escritos puramente humanos. De esa forma se definió claramente el canon entre las comunidades cristianas que aceptaban la Confesión de Westminster.
El problema de la aceptación de los apócrifos o deuterocanónicos entre las comunidades cristianas, luego de la Reforma, se atendió básicamente de tres maneras: 1) Los deuterocanónicos se mantenían en la Biblia, pero separados (alguna nota indicaba que estos libros no tenían la misma autoridad que el resto de las Escrituras). 2) De acuerdo al Concilio de Trento, tanto los deuterocanónicos como los protocanónicos se aceptaban en la Biblia con la misma autoridad. 3) Basados en la Confesión de Westminster, se aceptaba la autoridad y se incluía en las ediciones de la Biblia únicamente el canon hebreo.
Luego de muchas discusiones teológicas y administrativas, la British and Foreign Bible Society decidió, en 1826, publicar Biblias únicamente con el canon hebreo del Antiguo Testamento. La Biblia Reina-Valera se publicó por primera vez sin los deuterocanónicos en 1850.
En torno a los apócrifos o deuterocanónicos, las iglesias cristianas han superado muchas de las dificultades que les separaban por siglos. Ya la polémica y la hostilidad han cedido el paso al diálogo y la cooperación interconfesional. En la actualidad grupos católicos y protestantes trabajan juntos para traducir y publicar Biblias. Esta literatura, lejos de ser un obstáculo para el diálogo y la cooperación entre creyentes, es un recurso importante para estudiar la historia, las costumbres y las ideas religiosas del período que precedió el ministerio de Jesús de Nazaret y la actividad apostólica de los primeros cristianos.