Dios

Dios. 1. La revelación de Dios. Ya a partir de su primer renglón, la Biblia habla de Dios (Gn. 1:1). De un extremo al otro, se presenta como la revelación que Él ha dado de Sí mismo, revelación sin la cual nosotros no sabríamos nada suficiente acerca de Él.

Es cierto que antes de revelarse mediante la palabra escrita, Dios se manifestaba por la obra de la creación. Ésta muestra la gloria, poder y deidad del Creador (Sal. 19:1; Ro. 1:20). También aquellos que no poseen las Escrituras son culpables de no buscar a Dios, de no glorificarle, y de no darle gracias (Hch. 17:27; Ro. 1:20). Pero en ningún pasaje leemos que nadie entre los hombres llegue a conocer a Dios de una manera concreta mediante la contemplación de la naturaleza.

Lo mismo se puede decir acerca de la conciencia. Los hombres poseen una cierta noción de la voluntad de Dios (Ro. 2:15). De ello es que subsista un mínimo de moralidad en la sociedad humana y que los magistrados sean, a su manera, servidores de Dios (Ro. 13:4). Pero ello no impide que los paganos ignoren las ordenanzas divinas (Sal. 147:20). Como el hombre pecador no busca a Dios (Sal. 14:2; Ro. 3:11), hace falta entonces una revelación especial en la que Dios toma la iniciativa para que el hombre pueda llegar a conocerle.

Así, se reveló a los primeros miembros de la humanidad, Adán, Abel, Caín, Noé. Pero los recuerdos de esta revelación primitiva quedaron rápidamente oscurecidos. Se pudiera pensar que Job y sus amigos, no pertenecientes al pueblo elegido, todavía fueron beneficiarios y depositarios de aquel conocimiento anterior de Dios. Pero los mismos antepasados de Abraham estaban apartados de Dios (Jos. 24:2). Asimismo, las naciones en general son presentadas como alejadas de Dios (Ef. 2:12). En particular, las pretensiones de los filósofos son rechazadas con energía: el mundo, con su sabiduría, no conoció a Dios (1 Co. 1:21).

 

Dinero de uso corriente en Palestina

 

Darío, poco después del 515, creó el dárico de oro con peso del siclo babilónico de 8, 41 gr. (Esd. 8:27), y un siclo de plata de valor veinte veces menor, y por tanto de 5, 60 gr. (porque el oro valía entonces 13, 3 veces más que la plata). A este siclo se refiere Ne. 5:15, mientras que en 10:33 parece tratarse del siclo-peso. La acuñación de la plata parece haber sido libre en el Imperio persa, y en Palestina se han hallado piezas de plata con la mera inscripción YHD, Judea.

Época helenística y romana. Alejandro extiende el sistema ático por su Imperio, con una relación de oro a plata de 10 a 1. Los romanos traen luego su moneda; calculaban las grandes sumas en sextercios (véase el cuadro). En Oriente, seguían también contando en talentos y minas, equivalentes respectivamente a seis mil dracmas y a cien dracmas.

 

 

Como consecuencia, Dios se reveló, primeramente de una manera directa, a Abraham, Isaac y Jacob, después con la mediación de los profetas, desde Moisés hasta Malaquías. Sus escritos son palabra de Dios (Dt. 18:18, 19), una palabra viva (Hch. 7:38). La revelación culmina en la encarnación, ya prevista y saludada desde antes por los creyentes del AT y del NT (Jn. 20:30; Ro. 16:26). El resultado es que en tanto que esperamos aquel día en que el Señor, a Su vuelta, nos llevará a la gloria, donde conoceremos como somos conocidos (1 Co. 13:12), no tenemos otra fuente válida de información acerca de Dios: la Biblia.

Para que podamos llegar a beneficiarnos de la revelación de las Escrituras hace falta, por otra parte, la acción interior del Espíritu Santo. Vista nuestra naturaleza pecadora, somos impermeables a la verdad, incluso cuando nos es presentada en todo su esplendor. Hay una total incompatibilidad entre la manera de pensar de Dios y la de los hombres (Is. 55:8, 9; 1 Co. 2:14). Es preciso que mediante el Espíritu, el Padre nos ilumine con la verdad, y nos disponga para aceptarla. (Mt. 16:17; Jn. 6:45; 1 Co. 2:10; Ef. 1:17, 18).

Esta revelación so comporta ninguna imperfección. Se puede admitir una cierta gradación entre la palabra transmitida por los profetas y la del Hijo (He. 1:1). Pero como el mismo Hijo poso Su sello sin reservas de ningún tipo sobre los escritos del AT (Mt. 5:17), no debemos tampoco nosotros presentar ninguna de nuestra parte.

A propósito de esta revelación se puede hacer la siguiente observación: Al decirse: «Oísteis que fue dicho a los antiguos, más yo os digo» (Mt. 5:21, 22, etc.), según los más acreditados exegetas, Jesús no hablaba aquí del texto del AT, sino solamente de las interpretaciones tendenciosas por las que los judíos trataban de restringir su alcance (cp. Mt. 15:3–6). Incluso si se quiere interpretar de otro modo los pasajes del sermón del monte, no se puede por ello llegar a la conclusión de que la revelación antigua fuera errónea: lo más que se podría decir es que no había sido dada todavía en su plenitud (cp. Mt. 19:8).

2. La unidad de Dios. De principio, Dios aparece como único. Si se emplea la misma palabra en el AT y en el NT para designar a Jehová y a los falsos dioses, se da por supuesto que jamás los autores sagrados atribuyen a los segundos existencia real. Se trata de vanidades (Sal. 115:4–8; Is. 44:9; 1 Co. 8:4–6). Con frecuencia se puede ver detrás de ellos a los demonios, inspiradores de idolatría, mediante la cual se hacen dar a sí mismos la honra, en lugar de a Dios (1 Co. 10:19, 20).

 

 

Con toda certeza, Jehová es el Dios de Israel; pero este vínculo no tiene nada de común con las limitaciones que imaginaban los paganos. Para ellos, cada divinidad tenía sus circunscripciones, con fronteras bien delimitadas, fuera de las cuales otras divinidades ejercían su poder. Nada de esta concepción se halla en los autores sagrados. Jehová es el Dios de los israelitas por Su elección. En Su soberanía se quiso revelar a ellos (Dt. 4:33–36). Concluyó una alianza con ellos, y los eligió para que fueran Sus testigos. Esto no significa en absoluto que Su autoridad quede confiada a los que formaban parte de esta nación. Él es el Señor de todas las naciones (Sal. 82:8; 72:11, 17, etc.).

En el seno del pueblo de Israel hubo ciertamente los que atribuían una cierta realidad a los falsos dioses hasta el punto de rendirles culto. Incluso dentro de la Iglesia primitiva los había que no estaban del todo convencidos de la vanidad de los ídolos (1 Co. 8:7). Pero esta tendencia no apareció jamás entre los instrumentos de la revelación. Todo lo que se oye acerca del desarrollo progresivo del monoteísmo en el AT proviene de una interpretación inexacta de los textos. Desde la primera línea de Génesis, Dios es uno, Creador de todo el universo. Los 10 Mandamientos, cuya antigüedad es irrebatible, comienzan con la exclusión de toda falsa deidad (Éx. 20:3). La confesión de fe de Israel se halla en Dt. 6:4. Las afirmaciones de los caps. 40–48 de Isaías son insuperables en su vigor monoteísta, pero no aportan nada que sea fundamentalmente inédito con respecto a los textos más antiguos.

3. La Trinidad. La unidad de Dios no excluye en absoluto la distinción entre las Personas de la divinidad. Ya el AT deja entrever esta distinción, aunque ciertamente de una manera velada, ya que era sobre todo la unidad de Dios lo que debía ser destacado frente al politeísmo ambiental. Incluso si no se quiere tener en cuenta la forma plural Elohim unida a un verbo en singular, debido a que este hecho recibe varias interpretaciones, hay textos en los que el nombre de Dios es aplicable por adelantado al Mesías (Sal. 45:7–8; Is. 9:5); también, siendo que el nombre de Señor equivale al nombre inefable de Jehová, se ha de considerar el Sal. 11:1. Con Jehová se asocia un Hijo (2 S. 7:14; Pr. 30:4; cp. Sal. 2:12). El pasaje acerca de la Sabiduría en Proverbios (cap. 8) nos la presenta como un ser personal, y no como una abstracción, hasta tal punto que, desde el mismo marco de referencia del judaísmo, sus filósofos llegaron a la conclusión de la existencia de un mediador, el Logos, entre Dios y el mundo.

El Espíritu de Dios es igualmente mencionado con frecuencia en el AT, y ello en términos que implican a la vez Su existencia propia y su unidad sustancial coa Dios (Gn. 1:2; Sal. 51:13; 2 S. 23:1). Al llegar al NT hallamos allí la doctrina de la Trinidad netamente formulada, aun cuando no se emplee este término.

De entrada, el NT es tan formal como el AT al afirmar la unidad de Dios (Mr. 12:29; Stg. 2:19). La divinidad del Hijo y del Espíritu Santo no contradice en nada este hecho. Pablo opone el solo Dios y Padre y el solo Señor Jesucristo a la multiplicidad de las divinidades y de los señoríos de paganismo (1 Co. 8:5, 6).

Así, en el seno de la esencia divina única se pueden distinguir 3 Personas que reciben igualmente el nombre de Dios, que en el seno de la Deidad mantienen unas relaciones a nivel interpersonal. Sería prolijo enumerar todos los pasajes donde este nombre se aplica al Padre. He aquí unos como ejemplo: Jn. 20:17; 1 Ts. 1:1; 1 P. 1:2; Stg. 1:27; Jud. 1.

El Hijo es llamado Dios por el apóstol Juan (Jn. 1:1; 1 Jn. 5:20), por el apóstol Pedro (2 P. 1:1), por el apóstol Pablo (Tit. 2:13; Ro. 9:5), por el autor de la epístola a los Hebreos (1:8). El texto más contundente es aquel en el que el mismo Jesús acepta que se le llame así (Jn. 20:28).

En cuanto al Espíritu Santo, es evidente en base de Hch. 5:3, 4 que mentirle a Él es lo mismo que mentir a Dios. Ello es debido a que se trata de Dios. Su Personalidad queda también evidenciada por cuanto tiene voluntad (He. 2:4); se comunica (He. 9:8); conduce a los Suyos (Gá. 5:18); justifica (1 Co. 6:11); enseña (1 Co. 2:13); y da testimonio (Ro. 8:16), aparte de muchas otras actividades, de las que se mencionan varias principales en Jn. 14, 15 y 16.

Las 3 Personas de la Trinidad son mencionadas juntas en la fórmula bautismal (Mt. 28:19) y en la bendición apostólica (2 Co. 13:13); también en 1 Co. 12:4, 6 y en Ef. 4:4–6, de manera que queda implicada su distinción. Esta distinción queda además posiblemente destacada aún más claramente en los pasajes en los que las 3 Personas aparecen con funciones distintas: Por ejemplo, en el bautismo de Jesús, el Padre da testimonio del Hijo, sobre quien desciende el Espíritu Santo (Mt. 3:16, 17); a su muerte, el Hijo se ofrece al Padre por el Espíritu (He. 9:14); en Pentecostés, el Padre envía el Espíritu Santo en nombre del Hijo, y el Hijo lo envía de parte del Padre (Jn. 14:26; 15:26).

En nuestra experiencia de la salvación, la distinción entre las Personas se nos hace clara. Somos salvados según la presciencia de Dios Padre. Es el Hijo quien se ofreció en sacrificio para la redención. Es el Espíritu Santo quien aplica las bendiciones (1 P. 1:2). Pero esta distinción no está limitada a la adminsitración de la salvación, sino que existe desde toda la eternidad en el seno de la esencia divina (Jn. 17:5).

Para acabar de precisar esta doctrina, debemos mencionar los textos que destacan la unidad entre las 3 Personas; el primer libro en antigüedad del NT, la 1.a Epístola a los Tesalonicenses, presenta al Padre y al Hijo de tal manera unidos, que el verbo que denota la acción de ellos está en singular, lo que es tan contrario a todas las leyes de la gramática griega como pueda serlo a las de la gramática de la lengua castellana. «Mas el Dios y Padre unestro, y nuestro Señor Jesucristo, dirija (sic) nuestro camino» (3:11). Jesús dijo de una manera explícita: «Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jn. 10:30). Por su parte, el Espíritu Santo está tan estrechamente unido al Padre y al Hijo, que por Su venida al corazón del creyente también el Padre y el Hijo vienen a morar allí (Jn. 14:17, 23). La subordinación del Hijo al Padre y la del Espíritu Santo al Padre y al Hijo no implican diferencia alguna de esencia entre las 3 Personas.

Para hacer comprender el misterio de la Trinidad, en ocasiones quizá para hacerlo aceptable al pensamiento humano, los teólogos han recurrido a diversos argumentos y a diversas comparaciones derivadas del mundo inanimado, y especialmente de la naturaleza humana. Como no hallamos ninguna argumentación de este género en la Biblia, no corresponde una discusión de este tema a un diccionario bíblico. Sin embargo, los que deseen estudiar a fondo esta cuestión hallarán un valioso tratamiento de la misma en la obra de L. S. Chafer, Teología Sistemática, tomo I, pp. 294–313, y en la obra de F. Lacueva, Un Dios en tres Personas (pp. 125–166). (Véase también Trinidad.)

4. Los atributos de Dios. A la pregunta ¿quién es Dios? hemos tratado de dar respuesta con la Biblia en la mano: Es Dios el Padre, Dios el Hijo, y Dios el Espíritu Santo. Tenemos que abordar ahora la cuestión que no puede venir más que en segundo lugar: ¿Cómo es Dios? Aquí es que deberemos mencionar lo que se denominan los atributos de Dios, esto es, los caracteres por los que se distingue de Sus criaturas. La Biblia no da una lista de Sus atributos como tal, sino que los muestra en actividad, de una manera concreta, en la historia de la revelación. De pasada se puede constatar que se aplican indiferentemente a las 3 Personas divinas.

a) Dios es eterno. Esto no significa sólo que Dios haya existido siempre, y que siempre existirá (Sal. 90:2; Jn. 1:1; He. 9:14). Quiere decir además que nuestras nociones del tiempo no le son aplicables (2 P. 3:8). Por otra parte, no debiéramos por ello llegar a la conclusión de que el tiempo sea algo irreal o carente de importancia. Nuestros tiempos están en Sus manos, y es a través del curso de los años que Él manifiesta Su obra (Sal. 31:16; Hab. 3:2). Dios permanece invariable (Sal. 102:28; He. 13:8); pero la creación y la redención consumadas en el tiempo dan un resultado que cuenta para la eternidad.

b) Dios es omnisciente (Sal. 139:2–4; Jn. 16:30; 1 Co. 2:10). En virtud de Su eternidad, conoce el porvenir lo mismo que el pasado (Sal. 139:16). No se trata aquí de un mero conocimiento teórico, como si Dios fuera el espectador pasivo de lo que acontece. Cuando leemos, p. ej., que Dios conoce el camino de los justos (Sal. 1:6; 1 Co. 8:3), ello implica que viene a tener conocimiento de Su criatura, y que la admite a Su comunión. Cuando se afirma que Él contempla los hechos culpables de los pecadores (Is. 59:15, 16: Lm. 3:36), ello implica que intervendrá para castigarlos.

c) Dios es omnipresente (Sal. 139:7–10; Mt. 18:20; 28:20), pero no en un sentido panteísta, como si no pudiera distinguirse de Su creación. Por una parte, Dios no se halla limitado a Su universo. Los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerle (1 R. 8:27). Por otra parte, Sus criaturas no constituyen parte de la divinidad, sino seres distintos que Dios ha creado ante Él. La omnipresencia del Creador hace que no podamos jamás hallarnos lejos de Él (Hch. 17:28). Personas extraviadas han llegado a creer que a semejanza de las divinidades paganas, Dios ejercía Su jurisdicción sobre un territorio limitado (Jr. 23:23; Jon. 1:3). Pero la historia de Jonás muestra precisamente lo real que es la omnipresencia de Dios.

d) Dios es todopoderoso (Mt. 19:26; 28:18; Ap. 1:8). Su omnipotencia no es sólo algo virtual, sino que es eficaz (Sal. 115:3). No debemos llegar a la conclusión de que todo lo que sucede resulta directamente de su acción. Él deja a sus criaturas una responsabilidad real. No es en absoluto el autor del pecado (Hab. 1:13; Stg. 1:13), por bien que sea el hacedor del infortunio (Am. 3:6). En Su soberanía, controla el poder de los malvados y del mismo diablo (Job 1–2) y puede también sacar bien del mal (Gn. 50:20). Este hecho aparece particularmente en la cruz, que representa el crimen humano por excelencia, así como la obra maestra de Satanás y que al mismo tiempo constituye el cumplimiento de la parte fundamental del plan de Dios (Hch. 2:23; 4:27, 28).

e) Dios es espíritu (Jn. 4:24). Esto no le impide manifestarse bajo una forma visible o sensible (teofanías: Gn. 18:1, 2; Éx. 3:2; Jue. 6:11, 12; 1 R. 19:12; Is. 6:1). Pero la misma diversidad de las formas bajo las que apareció nos revela que ninguna de ellas es esencial. En el Sinaí, los israelitas no vieron ninguna figura (Dt. 4:15). De la misma manera sucede con las expresiones antropomórficas que hallamos especialmente en las primeras páginas de la Biblia y en los libros poéticos, que deben tomarse como lo que son: figuras de lenguaje que se acomodan a nuestro vocabulario, y que nos ayudan a comprender de manera más exacta cómo es Dios. Mediante la Encarnación, Dios nos dio en Su Hijo una imagen a la vez perfecta y concreta de Sí mismo (Jn. 1:14, 18; Col. 1:16).

f) y g) Dios es misericordioso y justo (Sal. 33:4, 5; 103:6–8; 145:17; He. 2:17; 1 Jn. 2:1). Estos dos atributos son mencionados juntos en muchas ocasiones en las Escrituras, y no sin razón, ya que se complementan el uno al otro. Sin misericordia, la justicia sería implacable, y todos los hombres estarían perdidos; sin justicia, la misericordia sería una indulgencia culpable hacia el pecado, y el universo se hundiría en la anarquía. En Su misericordia, Dios ha tenido compasión del pecador, pero en Su justicia solamente le salva quitando de sobre él sus pecados. La importancia de estos dos atributos aparece de manera particular en el texto de Éxodo 34:4, 6, donde Dios mismo los menciona, al proclamar cómo Él es. Hallan su expresión suprema en la cruz. El Señor quiere comunicarlos a aquellos que son Suyos (Lc. 6:36; 1 Jn. 3:7).

h) Dios es santo (Jn. 17:11; Hch. 4:27; Jn. 14:26). Los textos que declaran esta realidad del ser de Dios son tan numerosos que sería prolijo enumerarlos todos. El término santo significa separado, puesto aparte. Dios se distingue radicalmente de los hombres pecadores. En el AT, la santidad de Dios se hacía patente en la distancia que mantenía entre Sí y los hombres. Sólo los sacerdotes podían ofrecer los sacrificios. El lugar santísimo era accesible solamente al sumo sacerdote, una vez al año (Lv. 16:2). Las víctimas debían ser intachables (Lv. 22:20; Mal. 1:13, 14). Estaba prohibido mirar el arca, y con mayor razón tocarla (1 S. 6:19; 2 S. 6:6, 7). No se puede ver el rostro del Señor, y seguir vivo (Éx. 33:20). Esta santidad exterior debe ser ilustración de la santidad moral de Dios, Su horror hacia el pecado y Su perfección en el bien. Exige la santidad de los adoradores (Lv. 19:2). En el NT, la santidad de Dios se manifiesta por la santidad perfecta del Señor Jesucristo (Jn. 8:46; 14:30) y sobre todo por el sacrificio de la cruz (He. 9:22). En el NT hay también la consecuencia que los redimidos son santos por su pertenencia a Dios, y que deben comportarse de una manera consiguiente en su conducta por la acción del Espírita Santo (1 Co. 3:17; 2 Co. 3:18; 1 P. 1:15).

i) Dios es amor (1 Jn. 4:8; Gá. 2:20; 2 Ti. 1:7). Es este atributo que puede ser considerado tanto en Dios como en nosotros como el vínculo de la perfección (Col. 3:14). Este amor es el motivo último de las actividades divinas. Más allá no hay nada. Une entre sí a las Personas de la Trinidad (Jn. 5:20; 14:31). Explica la elección de Israel (Dt. 7:6–8) dentro de una intención misericordiosa hacia todas las naciones (Gn. 12:3). Se extiende hacia el mundo y se manifiesta por el don del Hijo unigénito y Su muerte por los inicuos (Jn. 3:16; Ro. 5:8; 1 Jn. 4:9, 10). Implica que los redimidos quedan, a su vez, llenos de amor, primero hacia Dios (Mt. 22:37) y por ello hacia sus hermanos (1 Jn. 4:11), e incluso para sus enemigos (Mt. 5:44).