Diezmos La décima parte de las entradas o ganancias netas, dedicada a Dios para fines religiosos y como expresión de adoración a Él. La práctica de diezmar es muy antigua y se conoció aun entre los pueblos no hebreos. En la historia bíblica la primera mención que se hace de los diezmos es cuando → Abraham, después de haber logrado una victoria militar sobre cuatro reyes, dio los diezmos del botín a → Melquisedec, sacerdote del Dios Altísimo (Gn 14:17–20). No se nos dice quién instruyó a Abraham a hacerlo así, pero fácilmente podemos inferir que por el ejemplo de sus antepasados (cf. la ofrenda de → Abel, Gn 4:4) entendió que esta era una manera apropiada de reconocer la soberanía de Dios sobre todas las cosas. El sacerdote, en este caso, representaba a Dios y a la religión.
Este mismo principio, que sirve de base a la costumbre religiosa de dar los diezmos, aparece también en el Nuevo Testamento, no necesariamente en cuanto a la proporción de la décima parte, pero sí en cuanto a la motivación de adoración, gratitud y responsabilidad cristianas (2 Co 9:7; Heb 7:1–10; cf. Lc 21:1–4).
Es en el sistema mosaico, sin embargo, donde sin duda Dios demanda de su pueblo los diezmos de todo. Aunque no se anuncian castigos por no darlos, hay promesas de bendiciones por darlos (Dt 28:1–13; Mal 3:10). Los diezmos son de Jehová y abarcaban la tierra y su producto y los animales del campo. Cuando por una razón especial alguien quería rescatar algo del diezmo, debía agregar la quinta parte del precio (Lv 27:30–32). Los escribas y los fariseos fueron sumamente escrupulosos en diezmar aun hierbas diminutas como la menta, el eneldo y el comino, y merecieron la reprensión de nuestro Señor por el legalismo extremo, vacío de la debida motivación espiritual (Mt 23:23).
Los israelitas debían dar los diezmos a los → Levitas, quienes eran la tribu sacerdotal del pueblo. Esto era la compensación a ellos por su ministerio. Pero los levitas, a su vez, debían dedicar en ofrenda a Dios el diezmo de los diezmos, presentándolo delante de → Aarón (Nm 18:21–28). El principio detrás de esta práctica rige para el sostén económico de la obra del evangelio, pues Pablo dice que «ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio, que vivan del evangelio» (1 Co 9:11–14).