ADEREZO

Los orientales tienen mucha mayor preferencia por las joyas llamativas que los occidentales. Tanto a los egipcios como a los hebreos, madianitas, sirios, hombres y mujeres, les encantaba enormemente aderezarse (Gn. 24:22; Éx. 3:22; 11:2; 32:2; Nm. 31:50). Las mujeres se adornaban con perlas, joyas de oro, plata y bronce (Cnt. 1:10, 11; 1 Ti. 2:9); pendientes para los oídos y la nariz; ajorcas, collares, cadenas, espejos de cobre, brazaletes, aros, anillos, agujas (Gn. 24:22, 47; 35:4; Éx. 35:22; Nm. 31:50; Is. 3:18–23). Los hombres de todas las clases sociales, excepto los realmente indigentes, exhibían sortijas de sello (Gn. 38:18), que servían además de adorno. El rey Saúl llevaba un brazalete de bronce en su brazo (2 S. 1:10). Los ismaelitas llevaban zarcillos en las orejas (Jue. 8:25, 26), lo mismo que ciertos israelitas (Éx. 32:2). Una cadena de oro indicaba la dignidad de los personajes de alto rango (Gn. 41:42; Dn. 5:29). En período de duelo, se quitaban los ornamentos de manera ostensible (Éx. 33:4–6). Las mujeres creyentes son llamadas a rechazar los adornos de oro o de vestidos lujosos (1 P. 3:3), como seguidoras peregrinas de un Cristo rechazado por el mundo (cp. Mt. 9:15; He. 11:9, 13–16, 24–27). Metafóricamente, se dice de adornar la doctrina de Dios mostrándola con un comportamiento digno de Él (Tit. 2:10).