ECLESIASTÉS

ECLESIASTÉS (gr. ekklesiastes: «aquel que se sienta en una asamblea, o en una iglesia, y habla, predicador»). Este término, proveniente de la LXX, designa al libro del AT que el hebreo llama Kõheleth, término etimológicamente próximo a la raíz que significa asamblea, congregación. Ciertas versiones, como la Reina-Valera, siguen las versiones griegas y latinas, que traducen este término hebreo como «predicador» (Ec. 1:1).

Autor. El predicador es identificado como «hijo de David, rey sobre Israel en Jerusalén» (1:1). La cuestión de su paternidad ha sido muy discutida, y se han presentado dos posibles soluciones: 1. El mismo Salomón, en su vejez, escribió este libro. No es nombrado, pero es a él que se refieren las alusiones a la sabiduría, a los placeres, a las construcciones, a los servidores, a las riquezas, y a las mujeres, en lo cual sobrepasó a todos los que habían estado antes que él en Jerusalén (1:16; 2:1–9). La tradición judía habla en este sentido, todo y situando el Eclesiastés entre los 5 Rollos (junto con Cantares, Rut, Lamentaciones y Ester) y que en la lista de los 22 o 24 libros del Canon quede entre los últimos (Eclesiastés, Ester, Daniel, Esdras-Nehemías, 1 y 2 Crónicas). La tradición cristiana hasta Lutero ha admitido también su origen salomónico. 2. La segunda postura afirma que este rey «hijo de David» no sería necesariamente Salomón, sino un descendiente posterior de David (con respecto al sentido extensible de este término, véase HIJO). Las características dichas anteriormente, se afirma en esta postura, se podrían aplicar con el mismo rigor a un rey como Uzías. Esta postura se apoya en que el vocabulario y la sintaxis de Eclesiastés no son del todo conformes al hebreo clásico, lo cual sería indicativo de una época tardía. Sin embargo, esta segunda postura se enfrenta a graves objeciones. Se atribuye al autor más sabiduría que «todos los que fueron antes de mí en Jerusalén». Ningún rey posterior a Salomón, excepto el Rey de reyes, puede hacer en justicia esta afirmación. Por otra parte, afirma que fue rey sobre Israel, lo que, por la evidencia interna, lo sitúa dentro de la monarquía unida, cuyo último rey fue precisamente Salomón. Por lo que respecta a las características lingüísticas indicativas de una época más tardía, no son probativas, y se basan asimismo en especulaciones acerca del desarrollo de la lengua carentes de una rigurosa base. Por lo que respecta a los críticos, éstos pretenden que se trata de un libro de retazos, redactado después del exilio, en el cual unos sabios israelitas desengañados harían hablar a uno de sus grandes reyes. Pero esta hipótesis está lejos de estar probada, y no está de acuerdo con la pretendida fecha de redacción. Según Vigoroux, partiendo de este mismo argumento del lenguaje, los críticos se dividen, acerca de la época y del autor del Kõhelet, en más de 24 grupos diferentes, y la fecha que proponen oscila entre el año 975 y el 4 a.C. (Dict. de la Bible).

Mensaje. Este libro relata los sentimientos, las experiencias, las observaciones de un sabio en la situación de Salomón. Su mensaje no se relaciona con otra cosa que con la vida terrena. El autor se pregunta si el hombre consigue un provecho real de todos sus esfuerzos (1:3). El método empleado para desentrañar este problema es el de la sabiduría humana (v. 13). El predicador descubre, por la observación y la experiencia, que la única fuente de satisfacción se halla en el mismo hombre, en el ejercicio pleno de las facultades de su cuerpo y de su espíritu, pero en conformidad a las leyes físicas y morales del mundo donde vive (2:24; 3:12, 13, 22; 5:18; 9:7–10). El seguimiento de la sabiduría (1:12–18) y del placer (2:1–11) no da la felicidad. Estas cosas, no obstante, tienen valor; ésta es la razón de que el predicador se siente inclinado a comparar la sabiduría con la necedad (2:12–23). Llega a la conclusión de que los goces del trabajo y de la vida sencilla son lo que dan aquí abajo las mayores satisfacciones (2:24; cp. 5:11). Esto queda confirmado por el hecho de que las actividades humanas quedan ligadas a las etapas de la vida de cada individuo. Hay un tiempo determinado, inexorable, para el ejercicio de toda facultad intelectual y física: todo es hermoso en su tiempo (3:1–11), pero la injusticia y la opresíon impiden frecuentemente que uno goce de ello (3:16–4:3). El formalismo y la iniquidad son lo contrario a la sabiduría; las riquezas son frecuentemente perniciosas y, en todo caso, menos deseables que la salud (5:1 a 6:9). El predicador habla de la buena fama y de la manera de obtenerla (7:1–10); del valor de la sabiduría, que es una protección (vv. 11–22), y del comportamiento ante los reyes. El predicador declara con insistencia que la piedad constituye la mejor línea de conducta; que es, si se puede decir de esta manera, una buena política (vv. 11–15). La muerte llega indistintamente a todos; ¡a menos que el hombre llegue a gozar de los placeres de la existencia normal! Esta es su parte (9:2–10). Después de otras observaciones llenas de agudeza, el predicador retorna a su tema esencial: a exhortar a los jóvenes a gozarse en su fuerza, pero sometiéndose a las leyes morales. Conjura a los jóvenes a que se acuerden de Dios, y lo sumariza en una concisa máxima: «Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre. Porque Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o mala» (12:1–14).

La argumentación del autor se basa sobre las relaciones del hombre con Dios, sólo en la medida en que Él es conocido por la naturaleza y la experiencia. Se sitúa sobre el terreno de la sabiduría (véase SABIDURÍA), de lo que el hombre cree conocer por sus razonamientos, considerando los problemas desde una perspectiva esencialmente terrena. Esto queda expresamente patente por lo que respecta al más allá. Todo vuelve al polvo, tanto el hombre como la bestia (3:19–21). Los muertos están bien apartados de los vivientes, nada saben, su memoria es puesta en olvido, y nunca más volverán a tomar parte en lo que se hace debajo del sol (9:5–6); ello se debe a que no hay ni obras ni trabajo, ni ciencia, ni sabiduría (humanas y terrenas) en la morada de los muertos (v. 10). Nada se lleva allí (5:15), y al hombre le desespera abandonar, al morir, todo aquello que constituía su orgullo, su riqueza, y su vida aquí abajo.

Impresión de un sello cilíndrico denominado «la Tentación» procedente de la primera mitad del siglo III a.C. Se conserva en el Museo Británico. BM.

Toro de bronce encontrado en Hazor. Yadin.

 

Aquí tocamos de una manera directa la diferencia entre el Antiguo Pacto y el Nuevo, entre el mundo sin Cristo y el mundo con Cristo. El pensamiento del predicador estaba impregnado de Dios, pero no había sido tocado aún por la perspectiva de la profecía, ni conocía la piedad de los Salmos, pasando por ello a juzgar al mundo sin ilusión, y a quejarse amargamente de su insuficiencia. A este «sabio» le falta conocer a Jesucristo, en quien todos los enigmas de la vida hallan su solución. El hombre, habiendo gustado todas las fuentes terrenas, sigue teniendo sed, por cuanto «todo es vanidad»; es en el Salvador en quien encontrará el agua viva, que apagará su sed para siempre jamás (Jn. 4:13–14).
De todas maneras, detrás de la desesperanza humana de Eclesiastés aparece incesantemente la presencia del Creador, a quien todos deberán dar cuenta (cp. 3:11, 17; 5:2; 12:9). De hecho, este libro es la requisitoria más implacable contra el orgullo humano y su pretensión a prescindir del Señor. La obsesión de la muerte y de la destrucción no puede ser disipada más que por la puesta de la esperanza en Dios, en la eternidad, y en la retribución definitiva de todas las acciones cometidas sobre esta tierra sometida a la vanidad.
La canocidad y la inspiración de Eclesiastés han sido siempre mantenidas por los judíos antes de Cristo. En el siglo l, algunos rabinos a los que no les complacían algunas afirmaciones audaces de Eclesiastés intentaron poner en tela de juicio su derecho a figurar en el canon. Esta discusión terminó con la total confirmación de lo que siempre se había admitido en la sinagoga.