REINO

Heb. 4438 malkhuth, מַלְכוּת; aram. malkhú, מַלְכוּ = «reino, dominio, gobierno»; 4467 mamlakhah, מַמְלָכָה = «reino, soberanía, dominio, reinado»; Sept. y NT 932 basileía, βασιλεία, «soberanía, poder regio, dominio».
El vocablo malkhuth aparece 91 veces en el AT y parece corresponder al hebreo tardío. Se encuentra principalmente en el libro de Ester (1:2, 4, 7, 11, 19; 4:14; 6:8). Mamlakhah aparece unas 115 veces en el AT, y su significado básico tiene que ver con el territorio de un reino. El término se refiere a naciones no israelitas gobernadas por un mélekh, מֶלֶךְ, o «rey» (cf. Is. 23:17), y también a Israel como el «reino» de Dios (Ex. 19:6). Igualmente, mamlakhah puede denotar al «rey», toda vez que este es considerado la personificación del «reino».
En relación con Dios, la idea de que él reina sobre su pueblo aparece por vez primera en Ex. 15:18. Tras el hundimiento del ejército del faraón en las aguas del mar de los Juncos, Moisés y su hermana Miriam entonan sendos cantos triunfales. Al final del suyo, Moisés proclama: «Yahvé reinará por siempre jamás». Lo que se afirma es justamente que el pueblo que ha salido de Egipto ya no está bajo la soberanía del faraón, sino bajo la de Dios. Dios reina sobre ese pueblo. Se ha convertido en su gobernante, porque lo ha arrebatado de manos del faraón y lo ha situado bajo su propia soberanía. El reinado de Dios no es en el canto de Moisés algo abstracto, utópico o meramente trascendente. Tiene lugar ya en la historia. Dios reina allí donde el faraón ya no reina, y donde sorprendentemente tampoco Moisés se convierte en rey. Si Dios reina, otros no lo hacen. El que Dios reine entraña el cuestionamiento de toda forma humana de dominación. De ahí que la Ley del Sinaí diseñe una sociedad altamente igualitaria, que en principio no cuenta con la necesidad de una monarquía, y en la que se prevén distintos sistemas para reducir la aparición de desigualdades económicas.
Desde el punto de vista de la exégesis histórico-crítica se ha señalado la posibilidad de que los textos en los que se habla de la monarquía divina sean más bien tardíos. Algunos sostienen que el texto más antiguo en el que aparece la idea de Dios/YHWH como rey está en el libro de Isaías, cuando este proclama que ha visto «al rey y Señor de los ejércitos» (Is. 6:5). El carácter tardío de estos textos no deja de ser sorprendente, si se tiene en cuenta que en Ugarit ya se consideraba en más de una ocasión a los dioses como reyes. Ahora bien, en estos casos, la designación de la divinidad como «rey» no tenía una función crítica, sino más bien legitimadora: el monarca local aparecía como representante de la deidad, a la que también servía como administrador del templo. La figura bíblica de > Melquisedec, tanto rey como sacerdote del «dios altísimo», puede ser considerada como característica del sistema político y religioso de las ciudades cananeas. En ellas, el reinado de un dios no era más que una forma de introducir al rey en la esfera divina, y así legitimar su poder. Precisamente por ello, Israel habría sido reacio a utilizar el término «rey» para aplicarlo a Dios, por más que la idea del pueblo gobernado directamente por Yahvé podría ser muy anterior a la introducción de la monarquía. En cualquier caso, cuando finalmente el término «rey» se aplica a Dios en el contexto israelita, las connotaciones críticas parecen predominar sobre las legitimadoras: que Dios reine es siempre un desafío para toda forma humana de igualdad o de dominación.
La idea de que Dios reina se puede comprender de formas muy diversas. Si se entiende que la soberanía de Dios ha de estar mediada, inmediatamente la idea de un reino de Dios se convierte en legitimadora de las instancias mediadoras. Así, p.ej., en el caso de los pequeños reinos cananeos, los reyes-sacerdotes servían precisamente como mediadores en la relación entre los dioses, que eran considerados como «reyes», y su pueblo. Y justamente por ello, los reyes-sacerdotes quedaban encumbrados a una posición sagrada, en la que también se legitimaba su poder. En cambio, en la medida en que se afirme la posibilidad de una relación directa con Dios con independencia del palacio y del templo, se pone en entredicho la necesidad de mediadores sacralizados, y se apunta hacia la igualdad fundamental de todos los miembros del pueblo que Dios rige. Esta última parece haber sido la opción predominante en Israel, donde no solo se privilegian mediadores distintos del rey (sacerdotes, profetas), sino que también se afirma (desde los relatos patriarcales) la posibilidad de una relación no mediada con Dios.
Es importante reconocer, sin embargo, la ambigüedad de la concepción israelita del reinado de Dios. La introducción de la monarquía en tiempos de Saúl y David pudo ser valorada como una traición a los ideales originales de Israel: un monarca significa un ejército permanente y una corte, y la consiguiente desigualdad entre los miembros del pueblo de Dios. No solo eso: la monarquía implica que Israel deja de ser un pueblo distinto, para convertirse, al menos en este aspecto, en un pueblo como los demás, afectando sensiblemente a su misión en el mundo. Pero lo más grave es que la introducción de la monarquía significa que Dios es rechazado como rey de su pueblo (1 Sam. 8). Aquí se plantea claramente la alternativa característica de Israel: o reina Dios, o reina un rey humano (1 Sam. 8:7). Sin embargo, esta alternativa radical puede suavizarse. Dios puede utilizar las decisiones erradas para llevar adelante sus planes. Tras el rechazo del primer rey, Saúl, Dios aparece al lado de David, estableciendo y confirmando su dinastía. Ello no significa, sin embargo, que la perspectiva de un reinado de Dios desaparezca. Los libros de Crónicas presentan a los gobernantes de Israel como personajes que se han sentado en el trono de Dios sobre su pueblo (1 Cro. 17:14; 28:5; 29:23; 2 Cro. 9:8). Sin duda, la idea de un gobierno «vicario» del rey en el puesto de Dios puede funcionar como poderoso instrumento de legitimación. Pero, al mismo tiempo, introduce un permanente elemento crítico: el reinado pertenece propiamente a Dios, y no a los reyes. De ahí que eventualmente ese reinado pueda ser reclamado por su auténtico propietario. Y, de hecho, la historia de la monarquía israelita presenta buenas ocasiones para que el auténtico soberano reclame sus derechos reales. Y esto da lugar a una extraña tensión en la concepción del reinado de Dios en la Biblia hebrea.
Por un lado, el diagnóstico de los llamados historiadores «deuteronomistas» y de los profetas coincide en atribuir a los reyes de Israel y de Judá una responsabilidad muy especial en el hundimiento de los dos reinos, que culmina con las invasiones de los imperios de Asiria y de Babilonia. Los reyes habrían sido los principales impulsores de las injusticias y de las idolatrías que terminaron en una catástrofe, experimentada como un abandono por parte de Dios, y en definitiva como un castigo divino. De esta experiencia surge naturalmente la esperanza de que Dios volverá a reinar directamente sobre su pueblo, como en los tiempos fundacionales de Israel, repitiendo las experiencias de la salida de Egipto, el camino por el desierto y los primeros tiempos en la Tierra Prometida, cuando solamente Dios era el rey. Los dirigentes de Israel serán sustituidos por el verdadero propietario de la Tierra Prometida y por el verdadero rey de su pueblo. Por otra parte, el modelo de un rey como David, pecador pero nunca idólatra, y las promesas dirigidas hacia su dinastía posibilitan el hecho de que las esperanzas judías se dirijan no solo hacia un reinado de Dios, sino también hacia el reinado de un descendiente de David, que restaure su dinastía, y lleve al pueblo a una era definitiva de esplendor. Estas dos esperanzas, aunque puedan ser compartidas por los mismos grupos, o expresadas en los mismos textos (como p.ej. Ez. 34), no dejan de contener en sí mismas una tensión no resuelta entre el reinado directo de Dios y la aparición de figuras mesiánicas que reinan en su nombre, y que se sientan en su trono. Síntoma de esta tensión es el hecho de que Ezequiel no llame «rey» al futuro gobernante davídico, sino solamente «príncipe» (nasí, Ez. 34:24).
En los Evangelios, Jesús es presentado anunciando que Dios va a volver a reinar directamente sobre su pueblo, como había hecho al liberarlo de Egipto y trasladarlo a la Tierra Prometida. No es extraño, dado el trasfondo de la concepción hebrea del reinado, que el propio papel de Jesús no resulte inicialmente nada claro. Jesús no parece favorecer el título de Mesías para sí mismo, sino más bien el de «hijo del hombre». Se trata, como es sabido, de un título que en el contexto del libro de Daniel pretende contrastar con el carácter bestial de los imperios que se disputan el gobierno mundial (Dan. 7). Pero es un título que de ningún modo subraya el gobierno monárquico del que lo lleva, sino que más bien abre la perspectiva de un gobierno conjunto de todo «el pueblo de los santos del altísimo». Y es que el anuncio de Jesús sobre el reinado de Dios no parece haber ido unido a la idea de una restauración del estado de Israel, en la que Jesús mismo pudiera aparecer como el rey ungido (=Mesías) al frente de una nueva monarquía davídica. Al contrario: en Jesús se mantiene la idea originaria de Israel de un pueblo distinto, gobernado por Dios, y en este sentido destinado a no reproducir el modelo de gobierno propio de las demás naciones (Lc. 22:24–30). Dicho en otros términos: el anuncio de Jesús sobre el Reino de Dios mantiene la idea hebrea de un reinado directo de Dios sobre su pueblo y de esta manera nos plantea la pregunta sobre el sentido de una posible figura mesiánica en ese reinado, pues inevitablemente entra en tensión con la idea de un gobierno directo de Dios sobre su pueblo.
Después de la muerte y resurrección de Jesús, el reinado de Dios es interpretado cristológicamente como reinado del Mesías. De acuerdo con Pablo, el Mesías Jesús ejerce en la actualidad su reinado, hasta que finalmente, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y toda potencia, lo entregue al Padre (1 Cor. 15:24). También en los escritos post-canónicos encontramos esta identificación entre el Reino de Dios y el Reino de Cristo. Así, por ejemplo, en la carta de Clemente la venida de Cristo es venida del Reino de Dios (1 Clemente 50, 3).
El NT otorga a Jesús títulos propios de Dios, como el de > «Señor» o como el «Yo soy» de Juan. Otros muchos textos sugieren, con diverso grado de claridad, su divinidad. Aquí se indica algo fundamental: si Dios estaba en el Mesías, reconciliando el mundo consigo (2 Cor. 5:19), tal como afirma Pablo, el reinado del Mesías no contradice el reinado de Dios. La llegada del reinado del Mesías sobre su pueblo no es otra cosa que la llegada misma del reinado de Dios. No son dos reinados distintos. Si se afirma la divinidad del Mesías, su reinado es reinado de Dios. El reinado del Mesías sobre las comunidades mesiánicas (=cristianas) es la llegada del reinado de Dios.
Antes de la Pascua, la afirmación del reinado directo de Dios sobre su pueblo estaba en tensión con la esperanza en la llegada de un rey ungido (=Mesías) según el modelo de David. Era una tensión que atravesaba la historia de Israel, y que Jesús decide claramente en un sentido no monárquico. Jesús no opta por la instauración de un estado judío, gobernado por él como rey ungido, el cual de alguna manera vicaria se sentaría en el trono de Dios sobre su pueblo. Jesús rechaza el modelo estatal y pone en el centro la soberanía directa de Dios sobre un pueblo de hermanos, libre de cualquier mediación vicaria que diluiría la fraternidad básica de sus discípulos. A diferencia de las naciones, el pueblo de Dios no eatá llamado a ser un pueblo estatal. Sin embargo, después de la Pascua, el sentido de la misión de Jesús queda desvelado plenamente. Ha sido resucitado y se ha sentado a la derecha del trono de Dios (Heb. 8:1; 12:2). No gobierna vicariamente en lugar de Dios, sino que gobierna junto con Dios. Ahora bien, este «junto con» podría contener todavía una dualidad entre Reino de Dios y Reino del Mesías que solamente se disuelve cuando claramente se afirma la identidad entre Dios y el Mesías. Solamente entonces la tensión de la Biblia hebrea entre el reinado directo de Dios y el reinado vicario del rey ungido se resuelve definitivamente. El reinado de Dios es idéntico al reinado del Mesías. El reinar del Mesías es reinar de Dios, lo que equivale a la afirmación de la divinidad de Jesús: su reinar como Mesías glorificado no es un reinar vicario, en lugar de Dios, sino el reinar mismo de Dios. Véanse MESÍAS, MONARQUÍA, REINO DE DIOS.