Mujer

Heb. 802 ishshah, אִשָּׁה = «varona», fem. de ish, אִישׁ = «varón», pl. irreg. nashim, נָשׁים = «mujeres», tanto solteras como casadas; gr. 1135 gyné, γυνή = «mujer», espec. «casada»; 2338 thelys, θήλυς = «hembra» (Ro. 1:26; Gal. 3:28).
1. Creación.
2. Condición social en el AT.
3. La mujer en la vida de Jesús.
4. La mujer en la Iglesia primitiva.
I. CREACIÓN. El relato de la creación de la mujer significativamente ocupa un lugar privilegiado en Gn 2. «No hay en toda la Biblia o en las literaturas del antiguo Oriente otro relato tan amplio y tan detallado sobre el origen de la mujer» (M. Adinolfi). No es creada de repente, sino que aparece como un acto de deliberación divina por el que se busca una «ayuda idónea» para el hombre, pues la soledad no es buena para él (v. 18). A continuación, Dios forma de la tierra todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los lleva al hombre, que en un acto de inteligencia creativa les pone nombre, pero no encuentra en ellos la ayuda idónea (19–20). Esta escena que precede a la creación de la mujer, y la hace necesaria, está aquí para enseñar sin lugar a dudas la superioridad de la mujer sobre los animales, por mucha que sea su utilidad para el hombre. Acto seguido, Dios hace entrar en un sueño profundo al hombre (21), y a continuación, Yahvé hace a la mujer de la costilla del hombre, con lo cual se indica la identidad de naturaleza y la igualdad de dignidad de la mujer respecto al hombre, además de la natural atracción entre los sexos como partes de un todo. «Hombre» en heb. se dice ádam y tiene valor colectivo, indica tanto al varón como a la hembra. Ambos llevan la imagen de Dios (Gn. 1:27), y su diferencia sexual no tiene nada que ver con la dignidad personal, sino con la procreación: «Sed fecundos, multiplicaos y llenad la tierra» (Gn. 1:28). Al ver a la mujer, el hombre se reconoce a sí mismo: «Esta es hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gn. 2:23), y encuentra su complementaridad; ya no está solo en medio de la abundante creación, ni incompleto, sino realizado mediante la integración de la mujer, su complemento, que consiste fundamentalmente en comunidad conyugal, en el misterio de llegar a ser «una sola carne» (24), lo cual es superior a cualquier otro lazo sanguíneo o social. Por eso, el hombre deja a su padre y a su madre para unirse a su mujer, pues en ella puede entrar en una unidad que en el ámbito humano no conoce ningún paralelo. Cada uno se descubre en el otro, el hombre se siente verdaderamente hombre frente a la mujer, y esta se siente verdaderamente mujer frente al hombre.
Pero esta situación se ve trastocada por el pecado, en el que ambos incurren como pareja. Desobedecen a Dios y se pierden para sí, privados ahora de la armonía que les hacía sentirse a cada uno de ellos en sintonía consigo mismo y con el otro. Comienzan a sentir vergüenza, una experiencia anteriormente desconocida (Gn. 2:25, cf. 3:7). En la plena comunión de amor anterior al pecado no se sentían extraños el uno a la otra, pero después su amor se enturbia y se desnaturaliza en una situación de dominio y enemistad (Gn. 3:16). Antes del pecado, Dios se dirige al hombre y a la mujer conjuntamente, después les habla por separado (Gn. 3:16–19).
En los relatos mitológicos de la antigüedad, la mujer es comúnmente asimilada a la tierra, mientras que la Biblia la identifica más bien con la «vida»: es «la madre de todos los vivientes» (Gn. 3:20). De su descendencia saldrá el que un día aplastará la cabeza de la serpiente (Gn. 3:15).
II. CONDICIÓN SOCIAL EN EL AT. La posición de la mujer hebrea en los tiempos más antiguos era muy superior a la que llegó a tener en tiempos posteriores. Gozaba de mucha más libertad, siendo sus actividades más variadas e importantes, y su situación social mucho más elevada y respetada. Salía de casa sin velo, hacía visitas, hablaba tranquilamente en público con los hombres, iba a la fuente por agua (Gn. 24:13), llevaba el rebaño al pasto y al abrevadero (Gn. 29:6; Ex. 2:16), iba a espigar detrás de los segadores (Rt. 2:1–3). Por el contrario, en la época helenística y romana se ve sometida a restricciones cada vez mayores, que la convierten casi en una reclusa. Tenía prohibido salir sin velo, con la cabeza al descubierto, hilar en medio de la calle, conversar con cualquier persona (Ketuboth 7, 6). No podía asistir a la escuela ni para aprender ni para enseñar (Sotah 3, 4). En su oración cotidiana, el judío decía: «Seas bendito, Dios nuestro, por no haberme hecho gentil, ni mujer, ni ignorante».
En el contexto de la familia patriarcal, donde las mujeres viven supeditadas a sus esposos, figuras como Sara, Rebeca y Raquel jugaban un papel notable y, en ocasiones, preponderante. > Miriam, la hermana de Moisés, fue profetisa, compuso un canto de alabanza a Dios y organizó coros femeninos de danzas (Ex. 15:20–21). > Débora es llamada «juez», y en su calidad de inspirada y apreciada administradora de justicia, acaudilló un ejército para la victoria (Jue. 4:4–5). Ana, la madre de Samuel, es una hermosa figura de mujer piadosa y notablemente dotada (1 Sam. 1; 2:1–2). Hulda era una profetisa a la que se prestaba atención (2 R. 22:14–20; 2 Cro. 34:22). Más de una vez vemos cómo se honra en gran manera a la reina madre (1 R. 2:19; 15:13), y en las biografías de los reyes se indica siempre quién fue la madre. El triste ejemplo de > Jezabel y > Atalía demuestra asimismo hasta dónde podían llegar en Israel el poder e influencia de una mujer. Auténticas salvadoras del pueblo son > Judit y > Ester, heroínas de dos historias edificantes.
La Ley mandaba a los hijos honrar igualmente al padre y a la madre (Ex. 20:12). En la literatura sapiencial se exhorta al joven a recordar la enseñanza de su madre (Prov. 1:8; 6:20) porque el hecho de menospreciarla lo llevaría a maldición (Prov. 19:26; 20:20; 30:11, 17). En cambio, en Grecia y en Roma estaban bien lejos de reconocer el valor de la mujer. Aristóteles la consideraba como un ser inferior, intermedio entre el hombre libre y el esclavo; Sócrates y Demóstenes la tenían asimismo en poca estima. En la práctica, estas mismas concepciones eran las que existían en Roma, especialmente después del triunfo de la cultura y de las formas licenciosas de los griegos. Por ley, el varón israelita debía respetar a la mujer en el ritmo biológico de su existencia (Lv. 20:18). La literatura sapiencial exalta la felicidad del hombre que ha encontrado una mujer animosa (Eclo. 26:1–3), al mismo tiempo que condena con toda severidad el adulterio, tanto si proviene del hombre como de la mujer (Eclo. 23:18–19).
En Israel, la mujer podía heredar en ausencia de un hermano capaz de suceder a su padre (Nm. 27:1–8). No obstante, en tal caso tenía que casarse con alguien de su propia tribu, para conservar la herencia del difunto dentro de su mismo linaje (Nm. 36:6–9). La actividad de la mujer se relacionaba con la totalidad de la vida doméstica: podía ocuparse de los rebaños (Gn. 29:6; Ex. 2:16), hilar la lana y hacer los vestidos de la familia (Ex. 35:26; Prov. 31:19; 1 Sam. 2:19), tejer y coser para aumentar los ingresos de la familia y para ayudar a los desventurados (Prov. 31:13, 24; cf. Hch. 9:39); también recogía el agua (Gn. 24:13; Jn. 4:7), y molía el grano necesario para el pan diario (Mt. 24:41), preparando la masa (Ex. 12:34; Dt. 28:5) y la comida (Gn. 18:6; 2 Sam. 13:8); era asimismo su responsabilidad criar e instruir a los hijos (Prov. 31:1; cf. 2 Ti. 3:15) y supervisar a los siervos (Prov. 31:27; 1 Ti. 5:14).
III. LA MUJER EN LA VIDA DE JESÚS. En los Evangelios, las mujeres juegan un papel decisivo en todos los órdenes de la Historia de la Salvación. Para empezar, una mujer es la elegida para dar a luz al Salvador del mundo. María dice que el Señor ha puesto sus ojos sobre su «bajeza» y que desde entonces todas las generaciones la llamarán bienaventurada (Lc. 1:48). Jesús tuvo siempre gran consideración hacia las mujeres. No tuvo en cuenta para nada los convencionalismos y las normas humillantes que la segregaban; cuando surgía la ocasión, hablaba públicamente con ellas. Destaca la amistad con las dos hermanas Marta y María, cuyo hogar visitaba con frecuencia; sanó a María de Magdala; Juana y Susana lo ayudaron con sus bienes (Lc. 8:2–3; 10:38–39). Por si fuera poco, llegó a decir que las prostitutas entran delante de los fariseos en el Reino de Dios, porque Juan no fue creído por ellos, pero en cambio «los publicanos y las prostitutas le creyeron» (Mt. 21:23–24). Las mujeres son protagonistas de un buen número de parábolas. Hubo un grupo de mujeres que le servían y que le acompañaron hasta el mismo Calvario (Mt. 27:55–56), y después al sepulcro (Mt. 27:61). Dispuestas a embalsamarlo, se dirigieron antes que nadie al sepulcro el día de la Resurrección (Lc. 23:56; 24:1). El Señor resucitado se apareció ante ellas primero, y tuvieron el honor de ser las primeras en proclamar su victoria (Mt. 28:9–10; Lc. 24:9–11). Junto con la madre de Jesús, se encontraban entre los 120 del aposento alto (Hch. 1:14). Se ve también que había mujeres entre los primeros convertidos (Hch. 8:12; 9:2; 17:12). Y más aún, en los Evangelios ellas están en el origen de la misión a los gentiles. Una mujer pagana de la región de Tiro provoca con su actitud el acercamiento de Jesús a los no judíos (Mc. 7:24–30). Una mujer samaritana es la primera misionera en la región de Samaria (Jn. 4:39).
Desde el punto de vista doctrinal, Jesús se alejó por completo de la mentalidad patriarcal de orden biológico que condena a la mujer a la función social de ser esposa y madre exclusivamente. Cuestiona lo absoluto de una institución tan prestigiosa como el matrimonio, del que ninguna persona podía sustraerse sin atentar contra la consolidación de la raza y de su propia familia, al presentar el estado conyugal no como realidad suprema, última, sino como algo relativo a este mundo. En el mundo futuro, que seguirá a la resurrección de los muertos, el matrimonio no tendrá ya razón de ser: «En la resurrección ni los hombres ni las mujeres se casarán» (Mt. 22:30). El > celibato por motivos religiosos era totalmente excepcional en el judaísmo ortodoxo y en el mundo grecorromano. Sin embargo, Jesús proclama: «Hay eunucos que a sí mismos se hicieron tales por el reino de Dios. El que sea capaz de hacer esto, que lo haga» (Mt. 19:12). El discípulo cristiano, hombre y mujer, puede en adelante elegir libremente el celibato por el Reino, sin verse obligado ya a casarse a toda costa.
IV. LA MUJER EN LA IGLESIA PRIMITIVA. En la Iglesia primitiva vemos que las mujeres se distinguen por su piedad y buenas obras: Dorcas (Hch. 9:36), María la madre de Juan Marcos (Hch. 12:12), Lidia (Hch. 16:14), Priscila (Hch. 18:26), las hijas de Felipe, que tenían «el don de profecía» (Hch. 21:8–9).
El apóstol Pablo, por palabra del Señor, no reconoce a la mujer el ministerio de enseñanza pública ni directiva, que se reserva al varón (1 Ti. 2:11–12; 1 Cor. 14:33–35); sin embargo, al precisar la actitud que debe tenerse, habla de la mujer «que ora o profetiza» (1 Cor. 11:5; cf. 14:3–4; Hch. 21:8–9). Menciona a numerosas mujeres que han sido sus colaboradoras en la obra de Dios y que le han sido de ayuda en sus propias actividades: Febe, la «diaconisa», Priscila, la «colaboradora»; María, Trifena, Trifosa y Pérsida, «que tanto han trabajado en la obra del Señor»; Junia, la «apóstol» valiente; Evodia y Síntique, «compañeras y colaboradoras» (Ro. 16:2–4, 6; 2 Ti. 4:19; Fil. 4:3). Había asimismo diaconisas en la Iglesia primitiva (Ro. 16:1–2; 1 Ti. 3:11) y viudas con ciertas funciones, encargadas de todo tipo de obras de asistencia (1 Ti. 5:9–10); las mujeres experimentadas debían instruir a las jóvenes (Tit. 2:3–5).
Una de las consecuencias prácticas de la doctrina paulina de la salvación por la fe sola, es hacer a todos iguales en Cristo, abrogando todos los antiguos privilegios. «Ya no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal. 3:28).
Los varones no ocupan ya un puesto de favor junto con los judíos y con los hombres libres. Ni las mujeres se ven confinadas, junto con los paganos y los esclavos, a un puesto de segunda categoría. Todos, varones y mujeres, forman parte igualmente del cuerpo de Cristo, y todos, hombres y mujeres, reciben un don del Espíritu para la utilidad común (1 Cor. 12:7, 11, 27). Tanto varones como mujeres son responsables ante el Señor de usar estos dones para su gloria y conforme a su palabra.
«La cabeza de todo hombre es Cristo; la cabeza de la mujer es el hombre, y la cabeza de Cristo, Dios» (1 Cro. 11:3). Aquí se asienta que la autoridad que tiene el hombre, concretamente el marido, no supone una superioridad de naturaleza o de dignidad respecto a su esposa. Tiene solamente un carácter funcional. Pablo tiene ante los ojos la situación socio-cultural concreta de su tiempo. En el mundo grecorromano y en el judío, la mujer y los hijos están sometidos al marido, cabeza indiscutible de la familia, estructurada de forma patriarcal. El Apóstol no piensa en discutir las estructuras sociales del mundo en que vive, porque sabe que todas las cosas, toda la sociedad, está jerarquizada. Así se entiende que «las mujeres sean sumisas a sus maridos» (Ef. 5:22), es decir, que acepten libre y voluntariamente el orden jerárquico propio de la familia patriarcal de la sociedad imperante. «Las necesidades de adaptación al medio prevalecieron para que sobrevivieran la disciplina y el buen orden, de forma que se salvaguardara la pervivencia de la Iglesia. El precio fue la relegación progresiva de laicos y mujeres, que las privó del protagonismo que habían adquirido en el movimiento de Jesús» (Mercedes Navarro Puerto).
Esto indica que, aun cuando en la fe ha sido abolida la división de los sexos, continúa presente en la sociedad y se impone en la vida concreta de la Iglesia por respeto al orden social existente. En la Iglesia no se le niega la posibilidad de profetizar (1 Cor. 11:5), puesto que el Espíritu no conoce distinción de sexos, pero por amor al orden socio-cultural debe permanecer velada y silenciosa en el culto.
En la Iglesia postapostólica está comprobado el papel de las mujeres; p.ej. las diaconisas tienen la función de asistir a las mujeres en algunas celebraciones litúrgicas (Constituciones apostólicas, III, 16).
La primitivia literatura cristiana sobre la mujer contrasta llamativamente con la del paganismo del entorno, lo que llamó la atención de los mismos autores paganos. La enseñanza general de los Padres de la Iglesia es que la mujer en ningún sentido es inferior al hombre. Teodoreto dice que Dios creó a la mujer para el hombre con vistas a que las tendencias y acciones de ambos pudieran ser armoniosas. A veces, observa, la mujer supera al hombre a la hora de enfrentar las adversidades. Crisóstomo dice que no hay nada más apto para enseñar e instruir a un hombre que la mujer piadosa. La participación de las jóvenes en la palestra y las carreras, favorecida en la sociedad grecorromana, es sin embargo reprendida por Clemente de Alejandría como totalmente contraria a la modestia femenina, en cuanto comprendía la total o parcial desnudez de las participantes. El supuesto desprecio de los Padres de la Iglesia por las mujeres pertenece al campo de la leyenda, que se mantiene viva por la falta de conocimiento. Véase DIACONISA, EVA, ESPOSA, MADRE, MATRIMONIO, MINISTERIO, DIVORCIO, VIRGEN, VIUDA.