Marta

Aram. Marta, מַרְתָּא = «dama, señora», emparentada con la raíz Mar, Marán, «señor»; gr. 3136 Marthá, Μαρθά. Hermana de María y de Lázaro de Betania (Jn. 11:1, 2), unidos con Jesús por estrecha amistad.
Aparece tres veces en la historia evangélica. La primera, al hospedarse Jesús en su casa de Betania, en el contexto del largo viaje a Jerusalén narrado por Lucas, y que comenzó con la > Transfiguración (Lc. 10:38–42). Marta, al parecer la hermana mayor, y por tanto la anfitriona de la casa, se ocupa en atender a Jesús y su compañía, mientras que > María se sienta a los pies del Señor para oír su palabra. El camino que lleva de Jericó a Betania es empinado, requiere una ascensión continua y transcurre por terrenos desérticos. Jesús y los suyos debieron llegar cansados. Marta, como mujer responsable, se ocupó en dar de comer y beber a los huéspedes, y procurar que descansaran. Se quejó a Jesús de su hermana, ociosa mientras ella se afanaba. Jesús no le reprochó su hospitalidad ni su servicio, sino su ansiedad, la excesiva preocupación y el perder de vista lo esencial.
El texto presenta variantes. Algunos mss. (p45.72; B, copsa) dicen «le recibió», sin alusión a casa alguna. Marta aparecería así como representante de una comunidad humana, de una aldea que recibe a Jesús y vive a la luz de su Evangelio. Otros dicen que le recibió «en la casa» (eis ten oikían); según estos mss, la casa aparece sin dueño. Otros (A, D, K. W…) dicen que lo recibió «en su casa» (eis ten oikón autês), es decir, en su propiedad. Recibió a Jesús y se afanó por realizar el servicio (diakonía) vinculado a su persona, aunque el agobio de las muchas acciones podía separarla de la atención a la Palabra en la que todas esas tareas encontraban su cimiento (cf. Lc 6:46–49). Durante los primeros siglos del cristianismo, la Iglesia vivió reuniéndose en casas acogedoras, no pocas veces de mujeres que las ponían a disposición de la comunidad, donde ejercían un papel presidencial.
Aparece Marta por segunda vez en relación con la muerte de > Lázaro. Jesús hace acto de presencia cuatro días después del fallecimiento. Tan pronto lo ve, Marta corre y le encuentra todavía a cierta distancia de la casa. Le recrimina por no haber estado cerca y haber evitado así que su hermano muriera. Jesús le habla de la resurrección, pero ella no entiende lo que el Maestro quiere decirle (Jn. 11:17–35).
La tercera ocasión tiene lugar en Betania, como al principio. Jesús les visita de nuevo y ahora Lázaro está a la mesa. Marta, una vez más, aparece sirviendo. De pronto, María se acerca a Jesús con un frasco de perfume en las manos, que derrama sobre los pies de Jesús y luego los seca con sus propios cabellos (Jn. 12:1–8).
En el contexto de la muerte y posterior resurrección de Lázaro (Jn. 11:17–27) se inscribe la confesión de fe de Marta: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios que tenía que venir al mundo» (v. 27). Forma parte del último y más importante signo que Jesús realiza en el cuarto Evangelio: la victoria sobre la muerte. Se revela como resurrección y vida (11:25) para todo el que cree en él. Por su parte, Marta, en apertura radical a la Palabra del Señor, se deja conducir por él hasta llegar a una aceptación total de su misión como generadora de vida en abundancia para todos. Su fe va creciendo hasta alcanzar la madurez del verdadero discípulo. Para ello tiene que superar conceptos arraigados desde antiguo. En un primer momento, descubre que no es suficiente su fe en Jesús como quien tiene el poder de realizar milagros (v. 22). Tampoco es adecuada su fe como mujer judía que considera la > resurrección como una realidad futura (v. 24). Guiada por el mismo Jesús, llega a descubrir y acoger sin reservas el núcleo de la fe cristiana: la resurrección empieza a acontecer en Jesús mismo («Yo soy»), y desde él es comunicada a todos los creyentes. Nótese que ha creído antes del milagro, ha creído por la revelación de Jesús, acogiéndola y expresándola con títulos que no se ha dado Jesús a sí mismo. Marta cree y, por ello, se le posibilita la entrada en una Vida nueva que no se agota mientras ella permanezca unida a quien es la Vida por excelencia. El evangelista la convierte de este modo en modelo para todos aquellos que quieren seguir a Jesús, en contraste con los miembros del Sanedrín que se niegan a creer en los signos que hace el Señor y buscan por ello su muerte (11:45).
La confesión de fe que hace Marta encuentra su paralelo en Mt. 16:16–17. Los Sinópticos la ponen en boca de > Pedro. La mayor parte de las tradiciones presentes en la Iglesia del siglo I acentuaron el papel preponderante de los > Doce (y especialmente el de Pedro), como maestros autorizados que aseguraban la fidelidad con los orígenes. La tradición del Discípulo Amado relativiza esta función magisterial en favor de una concepción que acentúa, en cambio, la importancia insustituible del discipulado. La garantía de estar enraizados firmemente en la Persona de Jesús viene dada, no por elementos extrínsecos —por ejemplo, «maestros autorizados»—, sino por la calidad del seguimiento que se tenga. Es significativo el hecho de que en el cuarto Evangelio no se encuentre el término > apóstol. Este ha sido sustituido por el de > discípulo. Todas aquellas personas que se han encontrado con Jesús y están dispuestas a caminar tras él, se constituyen en garantes de la tradición del Resucitado.
Al analizar las afirmaciones reservadas a Pedro en la tradición joánica, se desprende que ninguna llega al nivel de esta mujer de Betania. En Jn. 6:68–69, Pedro confiesa a Jesús siguiendo un modelo judío: «tú eres el Santo de Dios», una confesión que no termina de reconocer su mesianidad y divinidad.
La confesión que Pedro hizo en Cesarea le valió el ser llamado «dichoso» por Jesús y el ser reconocido por la Iglesia naciente con autoridad. El cuarto evangelista no pretende negar este reconocimiento, sino que reubica a Pedro en las filas de los seguidores de Jesús. Su importancia vendrá dada, no por ser autoridad, sino por su adhesión a una persona. Marta, una mujer trabajadora (12:2), destaca por su gran fe, y su experiencia marca el camino para quien quiera seguir al Señor. Su condición de mujer no la excluye de ser reconocida como modelo de fidelidad para los creyentes. Véase BETANIA, MARÍA, PEDRO, RESURRECCIÓN.