GLORIA

GLORIA. Heb. kabod, «peso»; gr. doxa.
1. El primer sentido es el de ornamento. Salomón, en toda su gloria, va revestido de ropajes regios (Mt. 6:29); el cabello es la gloria de la mujer (1 Co. 11:15); la fuerza es la gloria de los jóvenes (Pr. 20:29); los padres son la gloria de los hijos (17:6). También se menciona la gloria del Líbano (Is. 35:2), y la gloria de las naciones (Ap. 21:26).
2. La gloria de Dios es el resplandor que emana de su persona, el aura cegadora de todas sus perfecciones. Esta gloria, comparable a un fuego devorador (Éx. 24:17), anonada, abate, e inspira temor, respeto y adoración; el hombre no puede ver la gloria real de Dios y seguir vivo (33:18, 20, 22). Así, todos aquellos que han tenido un encuentro con el Señor reciben algo de ella: Israel y Moisés ante el tabernáculo (40:34–35), Salomón en la dedicación del templo (1 R. 8:11), Isaías en el momento de su llamamiento (6:3), Ezequiel en su visión (1:28), los pastores de Belén (Lc. 2:9), Esteban ante la muerte (Hch. 7:55), etc. La gloria divina se revela en la creación (Sal. 19:2), y de manera particular en el hombre hecho a imagen de Dios (1 Co. 11:7); se manifiesta en medio de juicios (Nm. 16:42–46, etc.), se muestra en medio de las naciones (Sal. 97:6); sobre todo, aparece en la redención ofrecida al mundo entero (Is. 40:5).

3. La gloria manifestada en Jesucristo. La gloria inaccesible del Dios de Israel se ha acercado a nosotros: en Cristo la hemos podido contemplar y amar sin ser consumidos por ella (Jn. 1:14; 17:5, 24; He. 1:3). Jesús ha mostrado esta gloria por sus milagros (Jn. 2:11; 11:4), por su santidad perfecta (17:4), en su transfiguración (2 P. 1:17), en su resurrección (Ro. 6:4), en su ascensión (Lc. 24:26; Jn. 17:5; He. 2:9). Y el Señor de la gloria ha de volver pronto (1 Co. 2:8; Stg. 2:1), con todo el resplandor de su majestad, para juzgar y reinar (Mt. 16:27; 25:31). En principio, El ya nos ha dado su gloria (Jn. 17:22); contemplándola como a través de un espejo, somos transformados a su imagen de gloria en gloria por el Espíritu (2 Co. 3:18). Está próximo el momento en el que recibiremos la gloria eterna (2 Ti. 2:10), cuando apareceremos con Cristo en gloria (Col. 3:4), teniendo nuestro mismo cuerpo su parte en esta glorificación (1 Co. 15:43). Entonces, y para siempre, seremos iluminados por la gloria de Dios, la única lumbrera de la santa ciudad (Ap. 21:23). Él es verdaderamente el rey de la gloria, y todo en su palacio proclama: ¡Gloria! (Sal. 24:9–10; 29:9).
4. Dar gloria a Dios es alabarle, darle honra, exaltarle y celebrar sus perfecciones (Dt. 32:3; Sal. 29:1–2; 115:1; Lc. 17:18; Ro. 14:11). De aquí viene el término doxología (del gr. doxa, renombrado, honor), que es una fórmula de oración en la que se rinde gloria a Dios (cp. 72:18–19; Mt. 6:13b; Ro. 11:36; 16:25–27; Jud. 24–25; Ap. 1:5–6, etc.). Glorificar a Dios es también rendirle homenaje, reconocerlo como el único soberano, y la fuente de todo bien (Dn. 4:34; 5:23; Lc. 5:25; 17:15). Jesús, por su vida santa y perfecta obediencia, glorificó a Dios sobre la tierra (Jn. 17:4). Pedro debía glorificar a Dios al sufrir el martirio (21:19). El creyente se gloría en Dios y en Cristo el Salvador (Ro. 5:11; 15:17). El que se glorifica a sí mismo comete el grave pecado de robarle a Dios el honor que le es debido (Sal. 49:7; 52:3; 75:5); el Señor da su salvación gratuitamente a los humildes, «a fin de que nadie se jacte en su presencia» (1 Co. 1:29; Ef. 2:9). Será al fin glorificado por sus juicios, por cuanto éstos restablecerán su autoridad y su reino, rechazado todo ello por los impíos (Lv. 10:3; cp. Is. 5:16).
Para Shekinah, la presencia gloriosa de Dios en el santuario, véase TEOFANÍA.