ESPÍRITU SANTO

ESPÍRITU SANTO Nombre que la doctrina cristiana asigna a la tercera persona de la Trinidad. La expresión Espíritu Santo es propia del Nuevo Testamento. En el Antiguo Testamento solo aparece en tres ocasiones: Is 63:10, 11; Sal 51:11. La traducción griega del Antiguo Testamento, conocida como la Septuaginta, la usó para traducir las referencias al «Espíritu de Jehová», evitando así el uso del nombre de Dios (del mismo modo en que el Evangelio de Mateo usó la expresión «reino de los cielos» en lugar de «reino de Dios»). Dado que los autores del Nuevo Testamento usaron la Septuaginta para citar el Antiguo Testamento, la expresión Espíritu Santo se transformó en la denominación neotestamentaria estándar para referirse al Espíritu de Dios. Es poco frecuente que el Antiguo Testamento hable del Espíritu de Dios en forma personificada; más bien se refiere a algo que Dios otorga a los hombres, o el poder y la fuerza con que Dios actúa. En cambio, en el Nuevo Testamento se observa un claro proceso de personificación, como por ejemplo en Jn 16:7ss.

El Espíritu Como Vida Y Nueva Vida
Las palabras hebrea (ruakh) y griega (pneuma) que se emplean para hablar del espíritu significan literalmente «viento» o «aire en movimiento». Sin embargo, en la opinión de los especialistas su sentido original es aliento, o sea, el aire puesto en movimiento por la respiración. Una adecuada traducción sería entonces «hálito de vida». En Génesis 2:7, el ser hecho de barro se transforma en un ser viviente cuando el creador insufla sobre su nariz el «aliento de vida». Es cierto que en este caso la palabra usada no es ruakh, sino neshamah, pero debemos entender ambos términos como equivalentes. Entre las muchas referencias bíblicas que confirman esta significación, el Salmo 104:29b dice: «Les quitas el hálito [esta vez ruakh], dejan de ser, y vuelven al polvo» (cf. Job 27:3; 33:4; 34:14ss). Pero tal vez sea la visión del valle de los huesos secos, narrada por el profeta Ezequiel (37:1–14), la que más gráficamente ilustra esta significación primordial del Espíritu: es una fuerza vital, es la energía de la vida. El espíritu que anima a todos los seres vivientes procede del Espíritu (aliento) de Dios.
Por consiguiente, la acción primordial del Espíritu Santo tiene que ver con la animación y el sostenimiento de la vida, no solo humana, sino de toda la creación. Pero en la medida que las citas bíblicas refieren el Espíritu de Dios mayormente como otorgado a los hombres, la humanidad aparece como el lugar privilegiado de la acción vivificante del Espíritu. El Evangelio de Juan, al describir el don del Espíritu que tras la resurrección marca el inicio de la nueva era, es decir, el nacimiento de la nueva humanidad (20:22ss), recurre a un evidente paralelismo con Gn 2:7. Así como al comienzo el soplo (aliento, Espíritu) del Creador transformó el ser de barro en un ser viviente, ahora el Jesús resucitado sopla sobre sus discípulos el Espíritu Santo, transformándolos en nuevas criaturas, nacidas del Espíritu (cf. Jn 3). El paralelismo entre Gn 2:7 y Jn 20:22ss cierra este primer eje de significación: el Espíritu Santo es la fuerza de la vida verdadera, la vida en plenitud.

Espíritu Santo Y Nuevo Pacto
De lo anterior se desprende un segundo eje de significación: el Espíritu Santo es el que inaugura el nuevo pacto. En el Antiguo Testamento, la especial relación que Dios establece con el pueblo que sacó «de casa de servidumbre» (Éx 20:1), se expresa mediante un pacto o alianza (Éx 19:5). El guardar (cumplir, obedecer) las cláusulas o mandamientos que se derivan del → PACTO (cláusulas que para los profetas se resumen en las demandas de justicia, verdad, solidaridad, paz y reconocimiento de Dios: Os 2:18ss; 4:1–3; Is 16:5; Miq 6:8; Zac 7:9, etc) es la forma en que el pueblo responde a la gracia de Dios, y es como se asegura la vigencia misma del pacto. Sin embargo, como lo revela la difícil tarea de los profetas, el pueblo de Israel nunca fue capaz de mantener su fidelidad. Al parecer, la existencia de leyes puramente exteriores no bastaba para asegurar la vigencia del pacto. Ante la precariedad del antiguo pacto, profetas como Ezequiel y Jeremías anunciaron que Dios establecería un «nuevo pacto», cuya ley estaría «escrita en el corazón» (Jer 31:33) del pueblo.
Ezequiel, quien propiamente puede llamarse «profeta del Espíritu» (3:24), anuncia el papel que al Espíritu de Dios correspondería en el nuevo pacto (36:26–28). Con el nuevo pacto nacería también una nueva humanidad, un hombre con un corazón nuevo (de carne y no de piedra), que tendría la Ley escrita en su corazón y actuaría conforme a su conciencia, un hombre responsable (Ez 18; 33:10–20). Esta nueva humanidad es obra del Espíritu (cf. Jl 2:28).
Para Lucas (Lucas-Hechos), el derramamiento del Espíritu ocurrido con ocasión del día de Pentecostés (Hch 2) marca el comienzo de la era del Espíritu anunciada por los profetas. La Fiesta de las Semanas o → PENTECOSTÉS (Lv 23:16) se fue convirtiendo en tradición judía en la fiesta conmemorativa de la legislación de Sinaí, el antiguo pacto. Al cumplirse la promesa del derramamiento del Espíritu (Hch 1:5) con ocasión de esa fiesta, se inaugura el nuevo pacto. Este derramamiento del Espíritu fue posible solo después de la glorificación de Jesús (Hch 2:33). Jesús, transformado por su muerte y resurrección en Señor del Espíritu, lo dona a su pueblo para transformarlo en el pueblo del nuevo pacto. Antes, el propio Jesús debió iniciarse en la era del Espíritu, el cual interviene en su concepción (Lc 1:35, 41s), en su bautismo (Lc 3:22) y en el desarrollo de su conciencia mesiánica (Lc 4:1ss).

Espíritu Santo Y Nueva Comunidad
El inicio de la era del Espíritu marca también el nacimiento de la → IGLESIA. El libro de los Hechos de los Apóstoles es en realidad el testimonio del nacimiento de la comunidad que llamamos Iglesia, a partir del don del Espíritu (Hch 2:42–47; 4:32–35; 5:12–16). No se trata fundamentalmente de la fundación de una institución, sino del nacimiento de una comunidad que, animada y dotada por el Espíritu Santo (cf. 1 Co 12, dones del Espíritu), comienza a vivir y proclamar el nuevo tiempo. Que el inicio de la era del Espíritu sea también el inicio de la era de la Iglesia no significa, sin embargo, que la Iglesia sea propietaria del Espíritu. No es que la Iglesia tenga o posea el Espíritu. Es el Espíritu el que tiene a la Iglesia como un instrumento para la renovación de la humanidad y de toda la creación.

Espíritu Santo Y Misión
Que el Espíritu Santo sea la fuerza que convoca y anima a la Iglesia nos lleva a un cuarto eje de significación: el de la vocación o el llamado a la misión. En efecto, en el Antiguo Testamento la donación del Espíritu de Dios aparece con frecuencia asociada a vocaciones (llamados), sean estas noticias políticas, sacerdotales o proféticas. Así ocurre, por ejemplo, cuando ungen a David como rey (1 S 16:13); con la vocación sacerdotal y profética de Ezequiel (2:1ss; 3:24); con el siervo sufriente (Is 42:1–2; cf. Mt 12:18–21); con el anuncio del Mesías (Is 61:1–3; cf. Lc 4:16–18). En todos los casos, es el Espíritu el que proveerá la fuerza y la autoridad para cumplir con la misión. En este sentido, ocurre algo similar con la promesa que recibe Moisés en Horeb, aun cuando en esa ocasión no se mencione el Espíritu: «Yo estaré contigo» (Éx 3:12).
El Espíritu es la presencia activa de Dios en la vida y acción del enviado. En el Nuevo Testamento el envío misionero de los discípulos tras la resurrección de Jesús se formula de acuerdo al modelo de las vocaciones del Antiguo Testamento (Jn 20:19–23; Mc 16:14–18; Mt 28:16–20; Lc 24:36–49; Hch 1:6–9). De acuerdo a este modelo, el Espíritu Santo es el poder para la misión: «Pero recibiréis poder … y me seréis testigos … hasta lo último de la tierra» (Hch 1–8).

ESPÍRITU DE DIOS, ESPÍRITU SANTO. La tercera persona de la Trinidad.

1. Nombres. Principalmente se le llama el Espíritu de Jehová, el Espíritu del Señor, el Espíritu del Padre, el Espíritu de Jesús (Gn. 6:3; Is. 11:2; 61:1; Mt. 10:20; Hch. 16:18, etc.). Es el Espíritu de verdad, de vida, de fe, de amor, de poder, de sabiduría, de gracia, de gloria (Jn. 14:17; Ro. 8:2; 2 Co. 4:13; 2 Ti. 1:7; He. 10:29; 1 P. 4:14), etc.

2. Personalidad. El Espíritu no es un mero poder ni una expresión figurada de la energía divina, como lo pretenden, por ejemplo, los antitrinitarios. La Escritura le atribuye una personalidad distintiva, como también sucede con el Padre y con el Hijo (Mt. 3:16–17; 28:19; Jn. 14:16–17; 15:26). Siempre se emplea en relación con Él el pronombre personal masculino, a pesar de que en gr. el término Espíritu sea neutro (Jn. 16:13–14; Hch. 13:2). El Espíritu piensa, conoce el lenguaje, tiene voluntad (Ro. 8:27; 1 Co. 2:10–13; 12:11). Se le puede tratar como una persona: se le puede mentir, se le puede probar, se le puede resistir, se le puede contristar, se le puede afrentar (Hch. 5:3, 9; 7:51; Ef. 4:30; He. 10:29). Por otra parte también enseña, testifica, convence, conduce, entiende, habla, anuncia (Jn. 14:26; 15:26; 16:8, 13).

3. Divinidad. Los textos que hablan de la personalidad del Espíritu afirman también generalmente su divinidad. Posee los atributos divinos: omnisciencia, omnipresencia, omnipotencia, eternidad (1 Co. 2:10, 11; Sal. 139:7; Zac. 4:6; He. 9:14). Es identificado con Dios, con el Señor (Hch. 5:3–4). Es la blasfemia contra el Espíritu Santo la que no tiene perdón (Mt. 12:31–32).

4. El Espíritu Santo en el AT. Obra en la creación (Gn. 1:2). Es Él quien da aliento al hombre y a los animales (Gn. 2:7; 6:3; Job 33:4; Sal. 104:29–30). Está en medio del pueblo de Dios (Is. 63:11). Capacita a ciertos hombres de cara a una tarea especial (Éx. 31:3; Jue. 6:34; 11:29; 1 S. 16:13). Pero no es dado a todos, y puede ser retirado (Jue. 13:25; 16:20; 1 1 S. 10:10; 16:14). Así se explica la oración de David: «No quites de mí tu santo Espíritu» (Sal. 51:11). Los profetas anuncian claramente cuál va a ser su obra en el Nuevo Pacto: será derramado sobre todo Israel, y sobre toda carne, será dado para siempre, morará en el corazón del hombre, que regenerará y santificará (Is. 44:3; 59:21; Jl. 2:28–29; Ez. 36:26–27; Jer. 31:33).
5. La obra del Espíritu Santo en Jesucristo. El Señor fue asistido por el Espíritu a lo largo de toda su carrera aquí en la tierra. Por el Espíritu, fue concebido, ungido, sellado, llenado, revestido de poder, conducido, ofrecido en sacrificio, resucitado (Lc. 1:35; 4:18; Jn. 6:27; Lc. 4:1–2, 14; He. 9:14; Ro. 8:11). Si el Hijo del Dios viviente no pudo pasar ni un solo día sin la asistencia del Espíritu, ¡cuánto más no lo necesitaremos nosotros!

6. Convicción de pecado. Según el Señor Jesús, la primera obra del Espíritu en el hombre es la de convencerle de pecado (Jn. 16:8, 11). Sin esta convicción, nadie puede sentir la necesidad de un Salvador; y el pecado que el Espíritu destaca es precisamente el de no haber creído todavía en Cristo. En efecto, los hombres están perdidos no por ser pecadores, sino porque siendo pecadores no reciben al Salvador (3:18, 36).
La blasfemia contra el Espíritu Santo es la atribución de las obras y testimonio del Espíritu Santo a Satanás con contumacia, cuando es innegable y totalmente evidente que la obra de testimonio es de Dios. Es este estado en el que el hombre se cierra ante toda la luz posible, ante la misma manifestación plena del poder de Dios en gracia, la Palabra se manifiesta de un modo inexorable (Mt. 12:31–32; Lc. 12:10; Jn. 12:37–40). Este pecado involucra un corazón lleno de odio hacia la verdad y hacia la luz de Dios, y lleva a la perdición, por cuanto encierra al hombre en una actitud totalmente aberrante en contra de Dios y de su testimonio. Se hace así absolutamente incapaz e indispuesto a creer. Entonces se hace imposible el arrepentimiento y el perdón (Mr. 3:29; He. 10:26–27). Es un estado irreversible, en el que se da un endurecimiento judicial (cp. el caso de Faraón, endurecido por Dios). Por otra parte, el caso de la persona que anhele ir a Jesús, pero que esté atormentada por la idea de que ha cometido el pecado imperdonable, es totalmente distinto. Su angustia y deseo de ir a Jesús para recibir su perdón constituyen evidencia clara de que no lo han cometido. Las personas encerradas en el castillo de la angustia tienen a su disposición la llave de la promesa en Juan 6:37. El texto recibe su plena fuerza del original en la versión Reina-Valere revisión 1977: «Al que a mí viene, de ningún modo le echaré fuera.»

7. Regeneración y bautismo del Espíritu Santo (ver también REGENERACIÓN y BAUTISMO). La regeneración o nuevo nacimiento es la resurrección espiritual que opera el Espíritu en el corazón del pecador en el momento de la conversión (Jn. 3:5–8). Es el Espíritu el que vivifica (Jn. 6:63) y que nos trae a una nueva vida (Gá. 5:25). El bautismo del Espíritu, prometido por Juan el Bautista y Jesús (Mt. 3:11; Mr. 1:8; Lc. 3:16; Jn. 1:33; Hch. 1:4–5), es el acto por el que Dios nos hace a partir de entonces miembros del cuerpo de Cristo. El Espíritu toma al pecador arrepentido, y lo inmerge en Cristo; une a partir de entonces la cabeza con los otros miembros del cuerpo (1 Co. 12:13). Este bautismo lo reciben todos los creyentes; Pablo afirma que es ya un hecho cumplido para el creyente («por un Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo»). Esto es cierto incluso de aquellos en Corinto que eran aún carnales (3:1–3; cp. 6:19). En Hechos, la expresión «bautizar con el Espíritu Santo» aparece solamente dos veces: con ocasión de Pentecostés, cuando los 120 discípulos fueron hechos miembros del cuerpo de Cristo, que el Espíritu formó a partir de aquel momento (Hch. 1:5), y con respecto a la experiencia de los gentiles en casa de Cornelio, que fueron también unidos al cuerpo de Cristo en el momento de su conversión (11:15–16). Otros pasajes presentan el bautismo como siendo la operación por la cual Dios nos inmerge en la muerte de Cristo para resucitarnos con Él, quedando «revestidos de Cristo» (Ro. 6:3–4: Gá. 3:27; Col. 2:12; Tit. 3:5). El bautismo en cuestión es evidentemente el bautismo del Espíritu Santo, del que el bautismo de agua es el símbolo y testimonio.
8. Don y recepción del Espíritu. El Espíritu Santo es prometido a todos los creyentes (Hch. 2:38), a los que lo pidan (Lc. 11:13), y que obedezcan a Dios (Hch. 5:32). Es un «don» (2:38; 5:32; 8:20; 10:45; 11:17; 15:8), que se recibe por la fe (Jn. 7:39; Ef. 1:13; 3:16–17; Gá. 3:2, 5, 13–14; 4:4–7). Antes de Pentecostés, los discípulos tuvieron que esperar el descenso del Espíritu (Hch. 1:4), lo que ahora ya no es necesario (2:17–18). Los samaritanos, que eran medio paganos, tuvieron necesidad de la intervención especial de los apóstoles para recibir el Espíritu (8:12, 15–17); sin embargo, Cornelio y sus amigos (que estaban en nuestra misma situación como procedentes de la gentilidad) recibieron el Espíritu Santo por la sola fe, al oír lo que Pedro decía, sin la previa imposición de manos ni un anterior bautismo con agua (10:43–48). Los doce discípulos de Éfeso eran solamente discípulos de Juan, no de Jesús; una vez aceptaron al Salvador, recibieron el Espíritu (19:2–6). «Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él» (Ro. 8:9). Todo el que tenga en claro este punto de capital importancia no carecerá del testimonio interior del Espíritu (vv. 15–16).

9. Plenitud del Espíritu. El Espíritu mora en el corazón del creyente (Jn. 14:16–17, 23; 1 Co. 6:19; Ro. 8:9, 11; 2 Ti. 1:14; 1 Jn. 4:4, 13; Stg. 4:5). Su deseo es el comunicarnos la vida y el poder del Señor (Hch. 1:8; Lc. 4:14, etc.). Podemos contristar al Espíritu Santo al resistirle, al entregarnos al pecado (Ef. 4:30; cp. 1 Ts. 5:19; Hch. 7:51). El Espíritu, que mora en nosotros eternamente, no nos abandona (Jn. 14:16); pero deja de manifestar su poder, y nos comunica su tristeza y nos convence de pecado. ¿Qué se ha de hacer en tal situación? (a) Siguiendo 1 Jn. 1:7–9, confesar nuestro pecado, creyendo que la sangre de Cristo nos limpia. (b) Volver a buscar la plenitud del Espíritu, ordenada por Ef. 5:18. Esta debería ser la experiencia normal de todos los creyentes, como lo fue en los primeros cristianos: puntales de la iglesia, diáconos, recién convertidos (Hch. 2:4; 4:4, 31; 6:3; 7:55; 9:17; 13:9, 52). Esta plenitud se obtiene mediante la fe, al «beber» el agua viva del Espíritu (Jn. 7:37–39). No es ésta la experiencia de un instante, sino que tiene que ser renovada cada día, ante cada necesidad, hasta que llegue el momento de nuestra transformación completa a imagen de Dios en su presencia (Ef. 3:16–21). Muchos creyentes, al abandonar su primer amor (Ap. 2:4), han perdido precisamente esta plenitud que hacía rebosar su corazón en el momento de su conversión. Para volver a hallarla, debe arepentirse de su desvío, recibiendo el perdón que Dios ofrece y volver a beber de la fuente inagotable de la gracia (Jn. 4:13–14; 10:10). Al andar no según la carne sino según el Espíritu para la gloria de Dios (Gá. 5:16–25). (Véase SANTIFICACIÓN.)

10. Unción y dones del Espíritu. Habiendo venido a ser reyes y sacerdotes con Cristo, los creyentes han recibido, todos ellos, la unción del Espíritu (Ap. 1:6; 2 Co. 1:21; 1 Jn. 2:20, 27). Un don del Espíritu (o don espiritual) es la calificación sobrenatural acordada a cada creyente, con vistas al servicio que cada uno tiene que llevar a cabo en el seno del cuerpo de Cristo (1 Co. 12:27, 11). Pablo enumera una cantidad de estos dones: sabiduría, conocimiento (v. 8), fe, sanidad (v. 9), milagros, profecía, discernimiento de los espíritus, lenguas, interpretación (v. 10), don de ser apóstol, de enseñar, de ayudas, de gobiernos (v. 28); de evangelista, de pastor (Ef. 4:11); de ejercer liberalidad (Ro. 12:8). No se dice que esta enumeración sea exhaustiva. Sea cual sea la tarea, Dios dará la capacidad necesaria. ¿Quién escoge el don que nosotros debemos recibir? Dios mismo, como Él quiere (1 Co. 12:11, 18). Él da a cada uno (vv. 6–7, 11, 27) un don diferente (vv. 8–10, 29–30; Ro. 12:4–6). Así, es un error decir que todos deberían hablar en lenguas como señal de su bautismo del Espíritu (cp. 1 Co. 12:10, 13, 30). (Véase LENGUAS [DON DE].) Se debe señalar que cada uno de los dones enumerados es sobrenatural, y no únicamente los tres dones de milagros, sanidades y lenguas. Dios es también soberano en cuanto a la época en la que otorga ciertos dones. Los otorgó en profusión en la época en que se tenía que acreditar el Evangelio y el Nuevo Pacto (He. 2:4), con señales externas jamás renovadas (Hch. 2:1–3; 4:31). Naturalmente, en la actualidad Dios puede manifestar su poder según su voluntad; de hecho, la mayor parte de los dones (sabiduría, conocimiento, fe, evangelistas, pastores, doctores, gobiernos, ayudas, liberalidad) no han dejado nunca de ser dados. En cambio, si bien Dios sana en la actualidad a ciertos enfermos mediante sus siervos, o de manera directa, no da a nadie que se conozca el poder de sanar a todos, lo cual era la característica del don de Cristo y de sus apóstoles (Mt. 10:8; Mr. 6:56; Lc. 4:40; 6:19; 9:11; Hch. 9:16). (Véase el artículo ENFERMEDAD, SANIDAD.)
La iglesia en Corinto había recibido todos los dones, y 1 Co. es la única epístola en la que se mencionan estos carismas (1 Co. 1:7; 12:14); todo ello no impidió que los corintios fueran carnales y que tendieran a las contiendas y la división. Así, lo esencial es estar totalmente sometido al Señor y a la totalidad de su Palabra, discernir el don otorgado a cada uno, y dejarse utilizar para el bien de toda la iglesia.

11. Otros ministerios del Espíritu. Se evocan diversas actividades del Espíritu mediante los símbolos que le representan: el soplo, o viento (Espíritu significa «viento») (Job 32:8; Jn. 3:8), la paloma (Lc. 3:22), el aceite (He. 1:9; Lc. 4:18; 1 Jn. 2:20), el fuego (Hch. 2:3–4), el agua viva (Jn. 4:14; 7:38–39), el sello, la prenda y las arras (Ef. 1:13–14; 2 Co. 1:21–22). El Espíritu recibe el nombre de Consolador (Paracleto, Jn. 14:16), enseña y conduce en la verdad al creyente y a la iglesia, da testimonio a Jesucristo (v. 26; 15:26; 16:13–14; Hch. 8:29; 13:2). Inspiró a los autores sagrados (1 P. 1:11; 2 P. 1:21; 1 Ti. 3:16); da origen a la oración eficaz (Ro. 8:26–27; Ef. 6:18), y la adoración que agrada a Dios (Jn. 4:23–24). Será en los últimos tiempos derramado de una manera particular sobre Israel (Ez. 37:9–14; Zac. 12:10). Es por Él que nuestros cuerpos mortales serán resucitados (Ro. 8:11). Habiendo recibido aquí en la tierra las arras del Espíritu, en el cielo los creyentes serán llenados por Él de toda la plenitud de Dios (Ef. 3:16–21; 2 Co. 3:17–18). Así Dios será verdaderamente todo en todos (1 Co. 15:28). (Véanse DIOS, INSPIRACIÓN, FIESTAS [de pentecostés].)