EVANGELIOS

EVANGELIOS. Al principio, y en el mismo NT, el término evangelio no designaba ningún libro, sino el mensaje, la buena nueva. Durante el período postapostólico (hacia el 150 d.C., Justino Mártir, Apol. 1:66), sin embargo, el término Euangelion designaba ya además los escritos en los que los apóstoles daban testimonio de Jesús. Cada uno de estos escritos recibió el nombre de Evangelio; también se dio el nombre de Evangelio al conjunto de los cuatro escritos.
Los cuatro evangelios. El testimonio de la historia da prueba de que, desde el mismo principio, se atribuyeron los cuatro evangelios, respectivamente, a Mateo, Marcos, Lucas y Juan; ya en el mismo inicio de la era postapostólica la Iglesia consideró a los Evangelios como documentos autorizados, que presentaban el testimonio apostólico sobre la vida y la enseñanza de Cristo. Durante el siglo II se citaban, comentaban y leían los Evangelios: su autenticidad es incontestable. El examen de las epístolas del NT demuestra asimismo que sus alusiones a Jesús y a sus obras concuerdan con los relatos de los Evangelios. Podemos así tenerlos como totalmente dignos de crédito.
Los tres primeros evangelios presentan una gran cantidad de analogías. Presentan en general la vida del Señor bajo el mismo aspecto. Se les denomina Evangelios Sinópticos (del gr. synopsis, «vista de conjunto»). Son, en cambio, de un carácter totalmente distinto del Evangelio de Juan. El tema principal de los Sinópticos es el ministerio de Cristo en Galilea; el cuarto evangelio, en cambio, destaca su actividad en Judea; sin embargo, la traición, el arresto, juicio, crucifixión, y la resurrección, son de tal importancia que aparecen en los cuatro evangelios. El único episodio anterior que figura en todos cuatro evangelios es la multiplicación de panes para alimentar a los 5.000. Los Sinópticos se refieren relativamente poco a la divinidad de Cristo, en tanto que Juan recalca el testimonio del mismo Jesús a este respecto. Los Sinópticos presentan sobre todo las obras de Jesús, así como sus palabras acerca del reino de Dios, las parábolas, las enseñanzas dadas al pueblo; Juan cita lo que Jesús dijo de Sí mismo, generalmente en discursos bien comprensibles. El cuarto evangelio supone e implica la existencia de los otros tres que, a su vez, se hacen inteligibles gracias a los hechos relatados en el Evangelio de Juan. Por ejemplo, Jn. 1:15 supone el conocimiento de Mt. 3:11, etc.; Jn. 3:24 el de Mt. 4:12; y Jn. 6:1–7:9, el de todos los relatos sinópticos del ministerio en Galilea, etc. Por otra parte, solamente los acontecimientos relatados en los caps. 1 y 2 de Juan explican la acogida que dieron a Jesús en Galilea, y la buena disposición de Pedro, Andrés, Santiago y Juan a dejarlo todo para seguir a Jesús. Asimismo, la repentina controversia acerca del sábado que se presenta en los Sinópticos (cp. Mr. 2:23, etc.) no se comprende sin el relato de Jn. 5.
Todo y teniendo las mismas características generales, cada uno de los tres Evangelios Sinópticos tiene sus propias características, debidas al objetivo del redactor y a la audiencia a la que se dirigía. Mateo, que escribía para judíos, destaca la condición regia de Jesús, el Mesías. Se apoya constantemente en citas del AT, y expone la enseñanza de Cristo sobre el verdadero reino de Dios, en oposición a las opiniones erróneas que se daban en el seno del judaísmo. Marcos escribía, en cambio, dirigiéndose primariamente a los gentiles, y recalca el poder de Cristo para salvación, manifestado en sus milagros. Lucas, que fue durante largo tiempo compañero de Pablo, muestra al Señor en su carácter de Salvador lleno de gracia, ocupándose de una manera especial de los caídos, de los marginados, y de los destituidos. Juan destaca sobre todo a Jesús como la Palabra divina encarnada, revelando el Padre a aquellos que quisieran aceptarlo.
Ninguno de los evangelistas se propuso presentar una biografía completa de nuestro Señor. Cada uno de los hechos y palabras de Jesús presentado en cada Evangelio tiene un propósito didáctico. Los evangelistas no actuaron con la pretendida frialdad objetiva de los historiadores. Su fin era además muy distinto del de un historiador (Jn. 20:30, 31; cp. 21:25): eran testigos de una Persona (Jn. 15:27; 17:20).
¿De dónde sacaron los evangelistas sus datos? Siendo que Mateo y Juan eran apóstoles, hubieran estado presentes en los sucesos que relatan o hubieron oído las palabras que registran. Marcos acompañó a Pablo y a Pedro; una tradición muy antigua afirma que Marcos resumió en su Evangelio la predicación de Pedro acerca de Jesús. Lucas, por su parte, afirma que recibió información de parte de los que «lo vieron con sus ojos, y fueron ministros de la palabra» y que redactó su Evangelio «después de haber investigado con diligencia todas las cosas desde su orgien» (1:1–4). Así, los Evangelios nos dan el testimonio de los apóstoles. Los numerosos puntos en común que se hallan en el lenguaje de los Sinópticos confirman este extremo. Un conferenciante itinerante, o un misionero en licencia temporal, cuando van de lugar en lugar contando sus experiencias, acaban recogiéndolo todo en un relato estereotipado, a fin de dar con precisión los mismos hechos, añadiendo de vez en cuando detalles que quizá se han omitido en otras ocasiones anteriores. Es probable que los apóstoles y los primeros evangelistas hayan procedido con frecuencia de la misma manera, de forma que su relato estaba, en cierta medida, estereotipado. Algo más tarde, se consignaron fragmentos de este relato en forma escrita, para provecho de las iglesias de nueva fundación. Es así que se dispersó, según nos lo dice la tradición inmediatamente posterior a los apóstoles, un relato evangélico de variada extensión, pero que ofrecería una gran uniformidad, incluso en la expresión. Las similaridades lingüísticas de los Evangelios Sinópticos indican así que nos transmiten el testimonio dado de Jesús por parte de los apóstoles. El cuarto evangelio, por otra parte, trata de temas que al principio no eran tan precisos. Juan, que conocía personalmente estas cuestiones, las expuso algo más tarde, cuando la Iglesia precisaba de su conocimiento.
No hay ningún dato histórico que permita dudar que los Sinópticos hayan estado redactados entre Pentecostés y la destrucción del templo (entre los años 30 y 70) por los autores cuyo nombre llevan, o que hubieran estado escritos en griego. Sin embargo, la crítica ha intentado asignar una fecha tan tardía como fuera posible a la redacción de los evangelios, de manera que perdieran su valor testifical histórico. Para ello ha edificado toda una cadena de hipótesis de las que se da a continuación un breve resumen y examen.
La crítica literaria se apoya en una cita de Papías (a principios del siglo II) para rechazar la autenticidad del Evangelio griego de Mateo, admitida unánimemente por los Padres de la Iglesia. Papías escribió (Eusebio, Historia Eclesiástica, III, 39:16): «Mateo ordenó las sentencias en lengua hebrea, pero cada uno las traducía como mejor podía.»
Basándose en esta cita, a pesar de nuestra total ignorancia acerca de estas «sentencias (gr., logia) en lengua hebrea», se afirma lo que sigue: (1) Mateo no escribió el Evangelio en griego por cuanto escribió las Logia en hebreo; (2) el Evangelio de Mateo, escrito mucho tiempo después por algún desconocido, incluye posiblemente extractos de las Logia, pero han quedado entremezcladas con relatos procedentes de otras fuentes. La escuela de Baur se ha destacado por su afán en discernir una falta de unidad en el Evangelio griego que lleva el nombre de Mateo (cp. P. Fargues, Les origines du N.T., París, 1928, pp. 56ss.). Este trabajo de zapa es esencialmente subjetivo y marcado de entrada por un dogmatismo apriorístico sistemático y muy tendencioso. No se puede pretender que Mateo escribiera las Logia y no escribiera posteriormente el Evangelio que lleva su nombre. Ireneo (Contra Herejías, 3:1, 1), entre otros, da testimonio de Mateo como autor de este Evangelio. Se trata de un sólido y permanente testimonio histórico frente a unas opiniones personales muy condicionadas por una filosofía en principio hostil a la factualidad de la revelación divina.
Con respecto a Marcos, no habría sido el autor del segundo evangelio. Estaría basado en un documento imaginario que nadie ha visto jamás: el proto-Marcos, y la redacción del Evangelio hubiera implicado fuentes diversas que permitirían postular ciertas «incoherencias». Sin embargo, las evidencias internas del segundo evangelio revelan una estrecha relación con Pedro y su testimonio (cp. J. Caba, De los Evangelios al Jesús histórico, Madrid 1970, pp. 133–135).
Hay otra clase de evidencia que ha salido recientemente a la luz con respecto al Evangelio de Marcos. La identificación de unos fragmentos de papiro escritos en griego en la llamada Cueva 7 de Qumrán, fechados entre el 50 y el 100 d.C., como pertenecientes al Evangelio de Marcos, hace desvanecer definitivamente las dudas que se habían arrojado sobre la fecha de su redacción. El Padre José O’Callaghan, S.I., que llevó a cabo, tras penosas investigaciones, esta identificación sobre nueve fragmentos, dice: «Creo que me he encontrado con una evidencia innegable de que ciertos libros clave del Nuevo Testamento circulaban ya en vida de aquellos que habían caminado y hablado con Jesús» (cp. J. O’Callaghan, S. I., Los papiros griegos de la Cueva 7 de Qumrán, Madrid, 1974; D. Estrada y William White, Jr., The First New Testament, Nashville, 1978).
Del tercer evangelio se afirma que, aunque está marcado por una unidad más real que los anteriores, no puede ya ser atribuido a Lucas, y como única razón se dice que sería del mismo autor que el del libro de los Hechos. Pero ¿qué podría impedir a Lucas ser el autor tanto de Hechos como del Evangelio que lleva su nombre? Si el Evangelio es del mismo autor que Hechos, cuadra perfectamente bien como el «primer tratado» del que hace mención en Hechos 1:1.
Por lo que respecta al cuarto evangelio, la crítica literaria rehúsa asimismo atribuirlo a Juan. El discípulo amado (Jn. 19:26; 20:2) que, modestamente, no quiso poner su nombre, ha sido universalmente reconocido por la tradición de la iglesia desde los primeros siglos como el autor. Jamás se ha dudado en el seno de la iglesia que Juan hubiera sido «aquel discípulo que da testimonio de estas cosas, y escribió estas cosas» (Jn. 21:24). Nunca ha dudado la iglesia que él fuera el más capacitado para completar la obra de los sinoptistas, al relatar, por ejemplo, las comunicaciones del Señor a sus discípulos en la víspera de su muerte (caps. 15, 16). El cuarto evangelio nos hace entrar profundamente en la intimidad de Cristo, e insiste más que los otros en la divinidad del Salvador, el Verbo eternamente existente (Jn. 1:1–2, 18; 8:58), «Creador» y «Luz» (Jn. 1:3–12).
Para la crítica racionalista y modernista, todo el elemento dogmático que caracteriza al cuarto evangelio proviene en línea recta del misticismo griego, hallando su origen en la filosofía alejandrina del siglo I. A esto se podría replicar que estas afirmaciones provienen de un desconocimiento total del pensamiento bíblico, totalmente ajeno al pensar helénico, si no estuvieran dominadas por la postura a priori que las ha motivado: que se busca negar a los Evangelios su valor como documentos históricos fidedignos. Quien lea el cuarto evangelio sin prejuicios previos, junto con la 1.a Epístola de los Corintios, y constate que Juan, al igual que Pablo, usó el vocabulario helénico, reconocerá que lo hizo precisamente para mostrar la sima que separaba a la revelación bíblica del dogma pagano de los griegos.
Con respecto a la redacción del Evangelio de Juan, frente a los muchos intentos de los racionalistas y modernistas para atribuirle una fecha de redacción postapostólica, se levanta el hecho de la existencia, en la Biblioteca John Rylands, de la Universidad de Manchester, de un fragmento de un códice que contiene unos cuantos versículos de Juan 18. Dice el doctor F. F. Bruce: «Naturalmente, este pequeño fragmento no puede dar una gran contribución a la crítica textual; su verdadera importancia reside en el testimonio que aporta en favor de la fecha tradicional de su redacción por parte de Juan (alrededor del 100 d.C.)» (cp. F. F. Bruce, The Books and the Parchments, Pickering and Inglis, Ltd., Londres, 1963, p. 181).

Fecha. Si bien es difícil asignar una fecha precisa a la redacción de los Evangelios Sinópticos, se puede aceptar que fueron escritos alrededor de unos 40 años después de la muerte y resurrección del Señor, entre el 65 y 70 d.C. En esta época, los relatos orales que circulaban en las comunidades palestinas debieron quedar fijados por escrito. La lengua griega estaba entonces muy difundida por todo el mundo mediterráneo.
El cuarto evangelio fue indudablemente escrito bastante más tarde, mucho después de la caída de Jerusalén, al final del siglo I. Es obra del apóstol Juan, autor asimismo de tres cortas epístolas que llevan su nombre, y del libro del Apocalipsis, que recibió del Señor cuando estaba desterrado en la isla de Patmos (Ap. 1:9).
A mediados del siglo XX se propuso un nuevo método de estudio del NT que cuenta en la actualidad con numerosos adeptos. Se trata del método de la crítica formal o crítica de las formas (Formgeschichtliche Schule, o Form Criticism), del que Rudolf Bultmann, profesor de Marburgo, es el principal exponente e impulsor. Entre los representantes más importantes de esta escuela puede citarse a Dibelius, Schmidt, Easton, Grant, Lightfoot. Estos autores suponen que diversas tradiciones sirvieron como base para la elaboración de los Evangelios, pero que primero circularon oralmente durante muchos años. Entre estas tradiciones orales se hallarían paradigmas, historias, leyendas, milagros, parábolas, logias, profecías. Estas tradiciones hubieran sido ordenadas en base a los intereses religiosos de las comunidades primitivas. El cuadro cronológico y los detalles geográficos serían una posterior aportación, añadida a los incidentes separados y a los discursos. Se afirma, así, que el Evangelio no es una narración. Es kerigma, predicación. La verdad, en este esquema, es extra, o suprahistórica. Hace falta salir del plan histórico para llegar a la verdad. El método de la crítica formal practica lo que se llama la desmitologización, es decir, la retirada de las formas, o mitos, para poder ver a través de la historia evangélica. Entre estos mitos, que sin embargo son declarados objetos de fe, se hallan los relatos de la navidad, del bautismo, de la tentación, de la resurrección, etc. En suma, todo el marco histórico de los Evangelios (cp. las obras de R. Bultmann, y en particular Theologie des Neuen Testaments, 3 tomos, Tubinga, 1958; Geschichte und Eschatologie, Tubinga, 1958. Esta última obra reúne seis conferencias dadas en Edimburgo en 1955 bajo el título general de History and Eschatology).

Las ormas del Mar de liberidades, ejemplo de tantas escenas relatadas en los Evangelios ARM.

La crítica formal constituye una negación total de la historia. Esencialmente existencialista, este método busca un puro subjetivismo. Es el mundo concreto en el que estamos inmersos lo que nos abre al ser, decía Heidegger. Es el mundo lo que nos abre a la verdad y a Cristo, dice Bultmann. Pero el mundo concreto no tiene sentido más que por el hombre; está muerto sin él. Y cuando el hombre ha desmitologizado (o desmitificado) la totalidad de la tradición evangélica, ¿qué queda en los Evangelios? ¿Qué queda de Cristo? Un misterio que se esconde detrás de los Evangelios con una indescriptible imprecisión. Jesús dijo: «Si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero si no creéis a sus escritos, ¿cómo creeréis a mis palabras?» (Jn. 5:46, 47).
Estas hipótesis tan precarias se basan en una distorsión de la historia de la transmisión del texto evangélico y del desarrollo de la iglesia apostólica. Su endeblez más bien sirve para confirmar la convicción de que los Evangelios son lo que pretenden ser: documentos históricos y testificales; si no lo fueran, nuestra fe sería tan sólo una palabra carente de todo contenido.
Para tener una idea clara de la vida de Cristo y de su ministerio, es conveniente tener a mano una Armonía de los Cuatro Evangelios, preparada teniendo en cuenta las indicaciones cronológicas y otras indicaciones históricas que sean de utilidad. Se debe tener en cuenta que en muchos de sus puntos, una tal armonía sólo podrá ser aproximada. Una obra a señalar para el lector hispano es Una armonía de los Cuatro Evangelios de A. T. Robertson (Casa Bautista de Publicaciones, El Paso, Texas, 1975).

Bibliografía: T. D. Bernard: El desarrollo doctrinal en el Nuevo Testamento (Pub. de La Fuente, México D.F., 1961); F. F. Bruce: The Books and the Parchments (Pickering and Inglis, Londres, 1950); J. Caba, S. I.: De los Evangelios al Jesús histórico (Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1971); J. O’Callaghan, S. I.: Los papiros griegos de la cueva 7 de Qumrán (Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1974); H. E. Dana: El Nuevo Testamento ante la Crítica (Casa Bautista de Publicaciones, El Paso, Texas, 1965); H. M. Conn: Teología contemporánea en el mundo (Subcomisión literatura Cristiana de la Iglesia Cristiana Reformada, Grand Rapids, Michigan, s/f); D. Estrada y William White, Jr.: The First New Testament (Thomas Nelson Pub., Nashville, Tennessee, 1978); Eusebio de Cesarea: Historia Eclesiástica (Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1973); W. Kelly: Lectures Introductory to the Gospels (Bible Truth Publishers, Oak Park, Illinois, 1866/1970); J. McDowell: Evidencia que exige un veredicto (Vida, Miami, 1982), More Evidence that Demands a Verdict (Campus Crusade for Christ International, Arrowhead Springs, San Bernardino, California, 1975); A. T. Robertson: Una Armonía de los Cuatro Evangelios (Casa Bautista de Publicaciones, El Paso, Texas, 1975); E. Trenchard: Introducción a los Cuatro Evangelios (Literatura Bíblica, Madrid, 1974).

EVANGELIOS Primeros libros del Nuevo Testamento, en su orden canónico, que llevan los nombres de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, y contienen narraciones sobre la vida, muerte y resurrección de Jesucristo (→ EVANGELIO).
Hablar de «los cuatro Evangelios» no ha sido siempre común como lo es hoy. Antes del siglo IV se denominaban en conjunto «el evangelio» (el único e inimitable evangelio de Cristo) y las partes se distinguían por la adición de las palabras «según Mateo», «según Marcos», etc. Sin embargo, Ireneo, al escribir ca. 180 d.C., insistió en la cifra cuatro y la consideró un axioma universal. No puede haber más Evangelios, ni menos. Este dogmatismo, respaldado por dos documentos contemporáneos, el Canon de Muratori y el Diatessaron (→ CANON DEL NUEVO TESTAMENTO), revela un acuerdo general entre las iglesias de la época, forjado durante varias décadas. Es probable que la colección tetramorfa se remonte hasta poco después de 150 d.C.

El Evangelio Oral
Para reconstruir la historia de estos cuatro escritos en el siglo I, hay que volver a los sucesos clave del año 30: la pasión, resurrección y ascensión de → JESUCRISTO, y el día de → PENTECOSTÉS. Es más, Jesús y sus seguidores ya habían pregonado «las buenas nuevas del Reino de Dios», pero el impacto pleno de tales nuevas no se hizo sentir sino después de los mencionados acontecimientos. Los testigos de lo que Dios hizo a través de Jesucristo se impusieron la tarea de proclamar esta «buena nueva» de la magna redención. En dos partes del Nuevo Testamento podemos captar la esencia de esa proclamación (en griego, kérygma): en las cartas, paulinas y otras, y en las prédicas primitivas narradas en Hechos.

Las cartas paulinas
Dirigidas a personas conocedoras del kérygma, las epístolas no tienen el propósito de referirse ampliamente al mismo. Casi sin querer Pablo alude a las → TRADICIONES que recibió al convertirse a Cristo: el kérygma básico (1 Co 15:3ss, carta fechada ca. 54), y a la institución de la Santa Cena (1 Co 11:23ss). Es evidente que la proclamación no solo incluyó la narración de hechos (por ejemplo: «Cristo murió»), sino también la interpretación teológica (por ejemplo: «murió por nosotros»). La enseñanza de Jesús (por ejemplo, 1 Co 7:10) y los datos de su vida humana (por ejemplo, Gl 4:4; 1 Ti 6:13) aparecen junto con aspectos futuros de la esperanza cristiana (por ejemplo, 1 Co 15:52s; 2 Co 5:10; 1 Ts 1:9s; 4:16).
Pablo afirma (1 Co 15:1, 11) que «su evangelio» es el mismo que predicaban los otros apóstoles. Por consiguiente, hallamos en 1 Pedro y Hebreos, para mencionar solamente dos autores más, alusiones similares y la misma presuposición de que todos los cristianos conocían los datos básicos.

La predicación primitiva en Hechos
Un mismo mensaje es el que encontramos en las cartas paulinas, en los discursos que en Hechos se atribuyen a Pedro, Pablo y otros (sobre todo 2:14–36; 10:34–43; 13:16–41), y en pasajes como Hch 3:13–26; 4:10–12; 5:30–32; 8:32–35. Nótese además un dicho de Jesús en 20:35 no referido en los Evangelios.
Según esta prédica, la «buena nueva» es el cumplimiento de una profecía del Antiguo Testamento y se relaciona con Jesús de Nazaret. Este Jesús, nacido de la línea de David, precedido por → JUAN EL BAUTISTA, llevó a cabo una misión de misericordia que Dios aprobó con señales y prodigios. Misión de la que fueron testigos oculares los predicadores apostólicos. Sus enemigos lo traicionaron y los líderes judíos lo entregaron en manos de los romanos. Aunque → PILATO quería libertarlo, el → SANEDRÍN se empeñó en que lo ejecutaran y prefirió que liberaran a un asesino. Así pues, crucificaron a Jesús. Luego lo bajaron de la cruz y lo sepultaron. Pero al tercer día Dios lo resucitó de entre los muertos, hecho que los apóstoles también atestiguaron. En esta forma, afirmaron ellos, Dios lo declaró Señor y Mesías. Después, Jesús ascendió al cielo y se sentó a la diestra de Dios, desde donde derramó sobre sus seguidores su Espíritu. Y de allí volverá como juez de los vivos y los muertos. Entretanto, a quienes oyen el evangelio se les llama a creer y arrepentirse. Actos cuyas señales son el don del Espíritu Santo y el bautismo. Tal es el kérygma primitivo.

La transmisión de los datos
En el Evangelio según San Marcos se observa un bosquejo similar al del kérygma arriba esbozado. Los contornos son similares. En ambos se dedica un espacio desproporcionadamente grande (desde el ángulo biográfico) a la semana final de Jesús. En ambos se muestra más interés en lo que Jesús hizo que en sus dichos. En la predicación misma, quizás el bosquejo necesitó ampliarse mediante materia ilustrativa, sobre todo cuando se proclamaba el evangelio (por ejemplo, fuera de Palestina) a quienes no sabían nada de Jesús. Simples resúmenes como Hch 2:22 y 10:38 cobrarían vida en la práctica al ampliarlos con relatos de sanidades, etc.
Las secciones autosuficientes, llamadas perícopas, que componen el grueso de Marcos, arrojan luz sobre el tipo de ilustración que los predicadores apostólicos usaban. Estas pequeñas unidades, o párrafos, son las respuestas dadas a las exigencias prácticas de las iglesias en su triple tarea: evangelización, culto y catequesis. Por ejemplo, a la pregunta: ¿cuál fue la actitud de Jesús frente a la Ley? (cuestión candente en los años de evangelización entre los gentiles), un testigo ocular mencionaría una narración como Mc 10:1–12 (sobre el divorcio) o Mc 11:15–19 (sobre la purificación del templo).
En décadas recientes, la crítica de las formas (→ CRÍTICA BÍBLICA) ha intentado reconstruir el ambiente vital en que cada perícopa mantuvo su existencia oral más o menos independiente. Sin aceptar las conclusiones escépticas de algunos formistas como Dibelius y Bultmann, podemos admitir la utilidad del método en la dilucidación de la etapa preliteraria de la tradición. Dentro de las dos categorías generales, «enseñanza de Jesús» y «narración histórica», podemos distinguir: dichos proféticos (por ejemplo, Mt 8:11s//), dichos sapienciales (Mc 6:4//), dichos legislativos (Mc 10:10ss), comparaciones (Lc 10:30–37), paradigmas (Mc 2:23–28), diálogos-disputa (Mc 11:27–33), historias de milagros (Mc 10:46ss), y narraciones históricas de alguna fuente no cristiana (Mc 6:17–29). Para facilitar la narración, es evidente que los predicadores apostólicos agruparon ciertas perícopas (por ejemplo, la historia de la pasión, historias de milagros como Mt 8:1–17 o de controversias como Mc 2:1–3:6) durante las primeras etapas orales de la transmisión.
El afán de la Iglesia era presentar al Cristo viviente que los miembros conocían. Por tanto, sus narraciones actualizaban los hechos ocurridos en el ministerio de Jesús, sin tergiversar lo histórico ni perder de vista la identidad entre Jesús de Nazaret y el Señor exaltado. Esta actualización llevada a cabo en la predicación, conservaba la intención del Señor Jesucristo (cf. Jn 14:26). A la vez, los testigos oculares que aún vivían (1 Co 15:6) velaban por la veracidad del mensaje, y hermanos bilingües (presentes en Jerusalén desde la época primitiva, Hch 6:1; → HELENISTAS) garantizaban la fidelidad de la traducción al griego.

Los Evangelios Escritos
Los Sinópticos
En los años 60–70 d.C. una serie de crisis, especialmente el martirio de varios apóstoles, alertó a la Iglesia. Con la desaparición de muchos testigos, fue necesario escribir las tradiciones a pesar de que los judíos preferían la transmisión oral. Era evidente que con la autorización de la iglesia en Jerusalén, Juan Marcos escribió en Roma las tradiciones sagradas, y así nació un nuevo género literario: el Evangelio. No es posible considerarlo como biografía pura ni como tratado ético (aunque incluye ambos elementos), pero su propósito es convencer al lector de que Jesús es el Mesías e Hijo de Dios, digno de nuestra fe.
Al divulgarse el primer Evangelio, aproximadamente en 69 (→ MARCOS, EVANGELIO DE), otras comunidades, poseedoras de tradiciones complementarias, quisieron escribir sus propios Evangelios. En los años siguientes, ca. 71–75, surgieron los Evangelios de → MATEO y de → LUCAS que incorporaron tanto el bosquejo como mucho material tomado de Marcos. Además, estos complementaron, con múltiples ejemplos de la enseñanza de Jesús, la intensa actividad escasamente descrita en Marcos. Hay más de doscientos versículos comunes a Mateo y Lucas que faltan en Marcos. Este fenómeno ha dado origen a la hipótesis de que estos dos evangelistas tuvieron a su disposición un documento «Q» (inicial del vocablo alemán Quelle, que significa fuente). Pronto los primeros tres Evangelios recibieron el epíteto de «Sinópticos», porque su semejanza facilita colocarlos en tres columnas paralelas (sinopsis) para estudiarlos comparativamente.
Si bien el kérygma contenido en Marcos y la enseñanza presentada en el supuesto «Q» son las fuentes principales de la tradición sinóptica, ciertamente hay otras. La fuente peculiar de Mateo, de corte judío, se ha denominado «M» y varios bloques narrativos (por ejemplo, La Natividad) que Mateo ha consagrado y que se desconocen en los otros Evangelios quizás provienen de ella. Lucas también se valió de fuentes de gran valor. A estas en conjunto se les ha llamado «L». De manera que, según muchos estudiosos, es posible reconstruir las relaciones entre los Evangelios Sinópticos de la manera siguiente:
Sin embargo, este esquema no expresa toda la complejidad del proceso que ha preocupado a muchos eruditos por más de un siglo. Por ejemplo, no toma en cuenta la tradición oral que influyó en la composición de todos los Evangelios. En esta línea, algunos estudiosos llegan al extremo de negar toda dependencia literaria, y atribuyen cualquier semejanza entre un Evangelio y otro a la espléndida memoria de los predicadores testigos. Así, atribuyen las diferencias a variaciones en la traducción del arameo que hablaron los testigos originales. Otros eruditos insisten en la prioridad de Mateo o de un Mateo primitivo en arameo. Muchos de ellos desaprueban el hipotético «Q».
La debilidad más importante del esquema, sin embargo, es que da la impresión de una actividad literaria simplemente mecánica. Y lo cierto es que cada evangelista es un teólogo y escritor con derechos propios. Cada Evangelio tiene su genio particular, con énfasis cristológicos que aportan algo indispensable al cuadro total de Jesucristo. Cabe corregir ciertos énfasis unilaterales de los formistas, que a veces parecían describir a evangelistas de tijeras y goma que «componían» obras por plagio.

El Evangelio de Juan
Hasta una lectura superficial del cuarto Evangelio revela sus profundas diferencias en relación con los Sinópticos. Desde el prólogo (1:1–18) es evidente que los moldes conceptuales de → JUAN, que se escribió entre 90 y 100 d.C., no son los de sus predecesores. Como tampoco lo son su estilo, su esquema geográfico, ni el grueso de su materia prima. Tal vez el cuarto evangelista, sin haberse valido de ninguno de los Sinópticos, haya conocido el tipo de tradición kerygmática que se esconde detrás de ellos (cf. el estilo «juanino» de Mt 11:27), además de otros patrones de tradición, como sería de esperar de un testigo ocular. Entonces, tras sesenta años de predicar estas verdades y darles su estampa juanina, las puso por escrito.
El propósito de este Evangelio (Jn 20:30s) es aplicable igualmente a los otros tres. Cabe subrayar la selección (v. 30) que realizó cada evangelista, la cual era parte esencial de la inspiración prometida a los discípulos (Jn 16:13). Por tanto, pese a que los Evangelios nos presentan solo en forma fragmentaria la biografía de Jesús, recibimos la impresión de conocer íntimamente en ellos al Salvador. ¿Surgieron otros Evangelios al lado de estos? Puesto que Lc 1:1 solo habla de esfuerzos preliminares, es probable que no. Muy posteriormente se compusieron los → EVANGELIOS APÓCRIFOS, pero no añaden nada de peso a nuestro conocimiento de Jesucristo. La iglesia apostólica nos legó solamente cuatro Evangelios.