Milagro

Del latín miraculum = «hecho admirable, milagro», del verbo mirari = «asombrarse, extrañar, admirar»; responde a varios términos heb. que, más que el milagro en sentido teológico, expresan el asombro que produce en quienes son sus testigos.
1. Vocabulario.
2. Naturaleza del milagro.
3. Jesús y los milagros.
4. Efecto y objetivo de los milagros.
5. Épocas de manifestaciones milagrosas.
6. Falsos milagros.
I. VOCABULARIO. 1. El término heb. equivalente es 4159 mopheth, מֹופֵת, «signo prodigioso»; Sept. y NT 5059 teras, τέρας; lat. portentum, «maravilla, prodigio» o acto divino realizado por un profeta para probar su misión. Es un concepto marcadamente religioso, que procede prob. de la mántica y que destaca lo extraordinario y también lo espantoso de un milagro.
2. Heb. 6381 pelé, פֶּלֶא, «maravilla, admiración, milagro»; gr. thaûma, θαῦμα, «portento, maravilla». Su sinómino es 226 oth, אוֹת, signo que acompaña la palabra de Yahvé y garantiza su credibilidad; los LXX lo traducen siempre por el gr. 4592 semeîon, σημεῖον; lat. signum, «señal, marca, prenda», concepto originariamente no religioso. Indica milagros y maravillas como señales de autoridad divina, de donde se deriva la frase tan frecuente «señales y maravillas», semeía kaí térata, σεμεία καὶ τέρατα (Mc. 13:22; Hch. 2:22, 43; 8:13; 15:12; Heb 2:4), para distinguir el signo divino de un prodigio cualquiera. Thaumazo, θαυμάζω, expresa la sorpresa y admiración suscitada por una visión o impresión de un hecho prodigioso.
En los Evangelios, los milagros de Jesús nunca son denominados térata, τέρατα, es decir, portentos o maravillas. Este término se reserva para los falsos cristos y falsos profetas (Mt. 24:24; Mc. 13:22). Tampoco son llamados thaúmata, θαύματα, que expresa más bien la provocación al asombro, aunque la gente se maravillara con ellos (Mt. 9:33; 15:31); no tenían ese propósito. Juan, el Evangelio que utiliza un vocabulario más teológico, emplea unas 15 veces el término ergon, ἔργον, lit. «obra» (aparece una vez en Mt. 11:2), y además el vocablo semeîon, σημεῖον, «señal, signo», que se encuentra 77 veces en el NT, 48 en los Evangelios, 13 en Hechos, 8 en Pablo, 1 en Hebreos y 7 en Ap.
II. NATURALEZA DEL MILAGRO. Propiamente hablando, el milagro es una intervención sobrenatural en el mundo que aporta una revelación singular de la presencia y del poder de Dios. «Es un prodigio religioso, que expresa en el orden cósmico una intervención especial y gratuita del Dios de poder y de amor, que dirige a los hombres un signo de la presencia ininterrumpida en el mundo de una palabra de salvación» (R. Latourelle). Se puede explicar como interferencia del Creador dentro de la acción ordinaria de las fuerzas de la naturaleza. El resultado es un acontecimiento no esperado, cuyo origen es atribuible a Dios. En un sentido estricto, no se da el nombre de «milagro» a cualquier hecho o acontecimiento debido a causas sobrenaturales ni a coincidencias extraordinarias (calificadas en ocasiones de «providenciales»). Para la Biblia, la naturaleza depende totalmente del Creador como su causa; no se trata de un universo puramente material gobernado por «leyes inmutables». Bien al contrario, todo acontecimiento natural es considerado sencillamente como un acto de la libre voluntad de Dios, sea la lluvia o el sol, los temblores de tierra o cualquier otra cosa. Así, la esencia del milagro no es que sea «sobrenatural», sino que constituye una prueba clara y singularmente notable de la intervención especial de Dios en un momento determinado de la historia a fin de llevar a cabo sus propósitos para con la humanidad.
El milagro se distingue del prodigio en que lo prodigioso tiende a destacar el carácter extraordinario y portentoso de un hecho, mientras que lo milagroso tiene carácter de signo, señal (semeîon); es una llamada a la fe para que se haga más genuina y reconozca la presencia de Dios.
En el AT el milagro se define por el efecto o impresión que produce en los hombres: asombro, sorpresa inesperada. Se concibe como un acto mediante el cual Dios interviene directamente en la vida de los hombres, sea inmediatamente bajo la forma de > ángel de Yahvé, o de manera mediata por la alteración del curso de la naturaleza empleando sus mismas leyes (p.ej., abrirse un camino en el mar gracias a que Dios envía «un viento que apartó las aguas» [Ex. 14:21]. El prodigio sobrepasa las fuerzas actuales del hombre, pero sin violar ninguna ley natural), o la utilización de animales que actúan de forma contraria a sus instintos.
En el NT, junto a los aspectos de admiración y asombro suscitados por un acto sorprendente cuya causa está por encima de las posibilidades humanas, destaca la terminología semeîon y ergon para indicar el milagro; es siempre una obra con un propósito realizada por el Hijo de Dios, que manifiesta de este modo el poder (dýnamis) recibido del Padre y su voluntad salvífica. Dýnamis, δύναμις, en pl. dynameis, δυνάμεις, «obras potentes», es el término más común en los > Sinópticos para referirse al poder curativo de Jesús manifestado en exorcismos o curaciones (cf. Mc. 6:4; 9:39; Lc. 4:36; 5:17; 6:19; 9:1).
III. JESÚS Y LOS MILAGROS. Los Evangelios presentan a Jesús actuando por su propio poder. Para obrar un milagro, él exige la fe, no en Dios creador y todopoderoso, sino en su propia persona y en su misión (cf. Mt 9:28–30; 14:1). Su imensa actividad taumatúrgica es atestiguada por una serie de 34 milagros particulares y por repetidos sumarios y resúmenes: «Recorría Jesús toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Su fama llegó a toda Siria; y le trajeron todos los que se encontraban mal con enfermedades y sufrimientos diversos, endemoniados, lunáticos y paralíticos, y los curó» (Mt. 4:23–24; cf. 9:35; 8:16; 12:15; 14:14, 35–36; 15:30–31; 19:2; 21:14; Mc. 1:32–34, 39; 3:10–11; 6:54–56; Lc. 4:40–41; 5:15, 17; 6:18–19; 7:21; 8:2; 9:6, 11; Jn. 2:23; 3:2; 6:2; 12:37; 20:30). Jesús prodiga sus milagros durante todo su ministerio evangélico, a partir de su bautismo en el Jordán hasta su muerte y resurrección.
Los testimonios post-pascuales insisten sobre la actividad taumatúrgica de Jesús. Los discípulos del camino de Emaús describen a Jesús como «un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo» (Lc. 24:17, 19). El día de Pentecostés, Pedro dio testimonio de Jesús diciendo que había sido un «varón acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales, que Dios hizo por su medio entre vosotros, como sabéis» (Hch. 2:22; cf. 10:38).
Los críticos han querido negar la posibilidad del milagro, pero, según Jesús Peláez, «los milagros ocupan un lugar tan importante en el relato evangélico que cuesta mucho admitir que sean pura ficción literaria. Baste con pensar que en el Evangelio de Marcos los relatos de milagros representan el 31% del total del texto, es decir, 209 versículos de los 666 que tiene. En los diez primeros capítulos, consagrados al ministerio público de Jesús, la proporción se eleva a 209 de 425 versículos, es decir, el 47%. Es imposible concebir en los Evangelios la enseñanza de Jesús sin los milagros que la acompañan».
Los milagros de Jesús narrados en el NT se pueden clasificar en:
1) Exorcismos: liberan del poder del maligno y ponen en oposición los dos reinos, el de Belcebú y el de Dios; este último es capaz de destruir al primero, rescatando a la persona poseída y restituyéndola a su ambiente natural: los posesos en la sinagoga de Cafarnaúm (Mc. 1:21–28; Lc. 4:31–37), el endemoniado de Gerasa (Mc. 5:1–20; Mt. 8:28–34; Lc. 8:26–39), el endemoniado mudo (Mt. 9:27–31), el endemoniado mudo y ciego (Mt. 12:22–24), los siete espíritus de María Magdalena (Lc. 8:1–3).
2) Curaciones: son acciones realizadas sobre las personas que tienden a restituir la salud; en estos casos se requiere la mediación de la persona enferma, que con su fe en Jesucristo hace posible el prodigio: el muchacho lunático (Mt. 17:14–21; Mc. 9:14–21), la hija de la mujer cananea (Mt. 15:21–28; Mc. 7:24–30), los dos ciegos en Cafarnaúm (Mt. 9:27–31), el ciego de Betsaida (Mc. 8:22–26), el ciego o ciegos de Jericó (Mt. 20:29–34; Mc. 10:46–52; Lc. 18:35–43), el ciego de nacimiento (Jn. 9:1–41), el hombre de la mano seca (Mt. 12:9–14; Mc. 3:1–6; Lc. 6:6–11), el paralítico de Cafarnaúm (Mt 9:1–8; Mc. 2:1–12; Lc. 5:17–26), el paralítico de la piscina (Jn. 5:1–18), un leproso (Mt. 8:14; Mc. 1:40–45; Lc. 5:12–16), los diez leprosos (Lc. 17:11–19), el hombre con hidropesía (Lc. 14:1–6), la mujer con flujo de sangre (Mc. 5:24; Lc. 8:42), la mujer inclinada (Lc. 13:10–17), el hombre sordo con defecto en el habla (Mc. 7:31–37), el siervo del centurión (Mt. 8:5–13; Lc. 7:11), el hijo del noble (Jn. 4:46–54), la suegra de Pedro (Mt. 8:14–15; Mc. 1:29–31; Lc. 4:38–39), la oreja de Malco (Mt. 26:51; Mc. 14:47; Lc. 22:49–51; Jn. 18:10).
3) Sobre la naturaleza: interviene directamente la voluntad de Jesús para aliviar y favorecer al pueblo y a sus discípulos sobre aspectos que conciernen al entorno; tal es el caso de la pesca milagrosa (Lc. 5:1–11; Jn. 21:11) y de la multiplicación de los panes y los peces (para los cinco mil: Mt. 14:13–21; Mc. 6:31–44; Lc. 9:10–17; Jn. 6:11; y para los cuatro mil: Mt. 15:29–39; Mc. 1:1–10), el cual es uno de los acontecimientos decisivos de la vida pública de Jesús y tiene una gran riqueza de significados; el agua convertida en vino (Jn. 2:1–11), la tempestad calmada (Mt. 8:23–27; Mc. 4:35–41; Lc. 8:22–25), el caminar del Señor sobre las aguas (Mt. 14:22–33; Mc. 6:45–52; Jn. 6:16–21), el estatero encontrado en la boca del pez (Mt. 17:24–27), y el agostamiento de la higuera maldecida (Mt. 21:18–22; Mc. 11:12–14).
4) Resurrecciones: son acciones en las que interviene Jesús para devolver la vida a una persona fallecida; deben distinguirse de la resurrección gloriosa del Señor, que es un volver a la vida para no morir jamás: la hija de Jairo (Mt. 9:18–26; Mc. 5:22–43; Lc. 8:41–56), el hijo de la viuda de Naín (Lc. 7:11–17), y Lázaro (Jn. 11:1–44).
Todos los relatos de milagros presentes en los Evangelios se caracterizan por una intención teológica del evangelista, que quiere expresar con ellos algún aspecto de la personalidad de Jesús. Así pues, se ve claramente que para Marcos los milagros están destinados a mostrar el poder de Jesús con el que establece su Reino; para Mateo deben interpretarse más bien como signos que revelan la misericordia de Dios con los afligidos y con los que lloran por el sufrimiento y la enfermedad; para Lucas son sobre todo signos que manifiestan a Jesús como profeta del Altísimo, que ha venido a liberar a su pueblo; para Juan, finalmente, son signos de la gloria que resplandece ya en la actividad terrena del Maestro.
IV. EFECTO Y OBJETIVO DE LOS MILAGROS. Teológicamente hablando, los milagros tienen una finalidad: se dan para impresionar al hombre y para ayudarle a creer. Es un signo que provoca la reflexión y el discernimiento; pero para cumplir su propósito no tiene que quedarse solamente en el orden de la naturaleza o en la psicología de la persona —asombro, admiración—, sino que también debe alcanzar su interior y operar la transformación del corazón que se abre a la fe. El milagro por sí solo no basta; siempre tendrá necesidad de un serio discernimiento para que se valore la densidad de su contenido como revelación. Después de haber dado señales patentes de su naturaleza y misión divinas, Jesús afirma a sus interlocutores que debían creer a causa de las obras mismas (Jn. 10:25, 37–38). Afirma que ellas dan suficiente testimonio de su autoridad, y lanza reproches contra aquellos que no lo aceptan (Mt. 11:3–5, 20–21; 12:28; Jn. 5:36; 14:11; 15:24; 20:30–31). Sin embargo, los milagros no pueden sustituir a la fe en modo alguno. El faraón, que había exigido un milagro para creer, rehusó dejarse convencer a pesar de todas las evidencias (Ex. 7:9, 13, 22–23; 11:9–10, etc.). Los contemporáneos de Cristo, que habían visto y demandado tantas señales sobrenaturales, endurecieron sus oídos y cerraron sus ojos a fin de no ser ganados (Jn. 12:37–40; Mt. 13:13–15). Hay una búsqueda de milagros que procede de la carne y no de la fe, la de los judíos anteriormente citados (Mc. 8:11, 12; Jn. 2:18; cf. 1 Cor. 1:22) y la de Herodes, por ejemplo (Lc. 23:8). A estos les dice Jesús en tono de reproche: «Si no viereis señales y prodigios, no creeréis» (Jn. 4:48).
En el caso del creyente se dan para que reconozca la obra de Dios, y no porque tenga que creer por la fuerza del prodigio. El objetivo del milagro es ante todo mostrar el amor, el cuidado y la misericordia de Dios. Entonces es de provecho espiritual: «Si crees, verás la gloria de Dios» (Jn. 11:40; Mt. 9:29). Se trata, por tanto, de un signo que mueve a ver la acción ininterrumpida del Padre por el bien de sus hijos. En este sentido, anticipa ya desde ahora la situación del futuro escatológico: allí no habrá enfermedad, ni sufrimiento, ni muerte, sino solo vida. Los milagros atestiguan, finalmente, la presencia del Reino de Dios en medio de nosotros y sus frutos; tienen, por tanto, un valor de revelación, en la medida en que expresan el poder y la gloria del Hijo de Dios sobre la creación.
Por lo que se refiere a los milagros que suceden después de la resurrección de Jesús por manos de sus discípulos, hay que tener presente ante todo que también ellos deben insertarse en el mismo horizonte de significación que los milagros de Cristo; por tanto, deben ser signos para la fe, y no prodigios para la curiosidad o productos de magia. La posibilidad de los milagros se basa en el carácter personal de Dios, y están íntimamente ligados a su revelación, por lo que se trata de acontecimientos contados y significativos; en caso contrario, se banalizaría la revelación y el carácter trascendente de Dios.
V. ÉPOCAS DE MANIFESTACIONES MILAGROSAS. Es notable observar que en la Biblia los milagros aparecen de una manera casi exclusiva en períodos muy señalados, que coinciden literalmente con épocas de revelación, es decir, con aquellos momentos en que Dios se revela a su pueblo de una manera nueva y significativa, confirmando así la percepción teológica del milagro como signo. En la época de los > Patriarcas, la Biblia ofrece escasas narraciones milagrosas, pero contiene, sin embargo, abundantes > teofanías o apariciones de Dios o de su > ángel. Los tiempos de milagros parecen concentrarse en las etapas siguientes:
1) En la época de Moisés y de Josué, período de fundación de Israel, para confirmar la liberación del pueblo elegido, la promulgación de la Ley y del Pacto, el establecimiento del culto a Yahvé, Dios único y verdadero, y la conquista de la Tierra Prometida. Encontramos aquí los episodios de la zarza ardiente y los tres milagros que acreditan la misión de Moisés (Ex. 3–4); la vara convertida en serpiente y las diez plagas de Egipto (Ex. 7–12); el paso del mar Rojo (Ex. 14); la provisión de alimento (maná y codornices) y agua para el pueblo (Ex. 16; Nm. 11; Ex. 15:17; Nm. 20); los castigos enviados por Dios a los israelitas desobedientes (Lv. 10:2; Nm. 11:16; 16; 21); las teofanías del Sinaí y de la nube y la columna de fuego (Ex. 19ss.; 13ss.); la travesía del Jordán (Jos. 3–4); la destrucción de los muros de Jericó (Jos. 6), y el milagro del sol en la batalla de Gabaón (Jos. 10).
2) Durante el ministerio de Elías y Eliseo, para rescatar al pueblo elegido de la atracción que ejercían sobre él los cultos cananeos, y para contrarrestar la acción de los gobernantes empeñados en introducir el culto a Baal, insistiendo en la centralidad y el poder superior de Yahvé. En total se relatan cerca de 20 milagros de carácter personal en torno a realidades sencillas y cotidianas, tales como la multiplicación del pan y del aceite; o extraordinarios, como resurrecciones de muertos.
3) Al comienzo del cristianismo, para acreditar la persona del Hijo de Dios y su obra de salvación; para confirmar el fundamento de la Iglesia y la misión de los apóstoles; para apoyar el paso del Antiguo al Nuevo Pacto, y para demostrar la excelencia del Evangelio en medio del mundo antiguo, idólatra y corrompido (Heb. 2:3–4; Ro. 15:18–19; 2 Co. 12:12).
Fuera de estos períodos, vivieron notables siervos de Dios sin que llevaran a cabo milagros concretos, como Abraham, David y muchos otros. Del mismo Juan el Bautista se llega a decir a la vez que él fue el más grande de los hombres del Antiguo Pacto, y sin embargo no había llevado a cabo milagro alguno (Mt. 11:11; Jn. 10:41).
VI. FALSOS MILAGROS. La Biblia relata cómo los magos de Egipto se mostraron capaces de imitar hasta cierto punto algunos de los milagros llevados a cabo por Moisés (Ex. 7:11, 22; 8:3, 14). En el NT se dice que Simón el Mago tenía atónita a toda Samaria por sus actos de magia (Hch. 8:9–11), y Lucas cita a otro mago llamado Elimas (Hch. 13:6–12). Menciona también libros empleados para el ejercicio de las artes mágicas (Hch. 19:19). Es evidente que entonces, como ahora, se daba una buena parte de superchería en estas prácticas. Pero Cristo y sus apóstoles hablan abiertamente acerca de los grandes prodigios y de los milagros llevados a cabo por los falsos profetas, con el objetivo de seducir incluso, si fuera posible, a los mismos elegidos (Mt. 24:24). Estas señales engañosas serán una característica clara de la carrera del Anticristo y del fin de los tiempos; ahora, como entonces, son suscitados por el poder de Satanás (2 Tes. 2:9–12; 1 Ti. 4:1–2; Ap. 13:13–15).
Para discernir los milagros verdaderos de los falsos, en la Escritura se ofrecen dos notas esenciales. Si se ajustan o no a la Palabra de Dios: si un supuesto milagro contradice los mandamientos divinos, tiene que ser rechazado resueltamente (Dt. 13:1–5). Es decir, el milagro está subordinado a la revelación. Desde el punto de vista de sus resultados, si con los milagros se busca la gloria y la ventaja personal del hombre, no ha sido dado en el Espíritu de Cristo, que nunca efectuó un solo prodigio para su beneficio personal (1 Cor. 12:6). Los milagros auténticos manifiestan la grandeza y la santidad de Dios, por lo que de él no pueden venir prodigios absurdos y pueriles. La aparente capacidad de obrar milagros no es evidencia suficiente de un corazón convertido al Reino de Dios (Mt. 7:22–23), ni implica la seguridad de estar inscrito en el libro de la vida: «No os regocijéis de esto, de que los espíritus se os sujeten; sino regocijaos de que vuestros nombres están inscritos en los cielos» (Lc. 10:20). Véase SEÑALES.