Matrimonio

Del lat. matrimonium que deriva de mater, que significa “madre”, y munium, “función, calidad legal de”, o sea, “función/oficio de madre legalmente reconocida”. Denota el derecho que adquiere la mujer para poder ser madre dentro de la legalidad. En este vocablo subyace la concepción romana de que la posibilidad que la naturaleza da a la mujer de ser madre quedaba subordinada a la exigencia de un marido al que ella quedaría sujeta al salir de la tutela de su padre, y de que sus hijos tendrían así un progenitor legítimo al que estarían sometidos hasta su plena capacidad legal.
1. Léxico.
2. El matrimonio entre los hebreos.
3. Rituales.
4. El matrimonio en el NT.
5. El matrimonio en la Historia de la Salvación.
6. El matrimonio cristiano.
I. LÉXICO. Tanto en hebreo como en griego falta una palabra que indique el concepto de matrimonio. Es solo en el período postexílico, cuando las leyes matrimoniales se habían desarrollado gradualmente, que se encuentran los términos abstractos ishuth, אִישׂוּת y ziwwug, זוִּוּג; gr. zeûgos, ζεῦγος (Jebanoth, 6, 5; Kiddushim, 1:2); denotan el aspecto natural y legal del matrimonio, respectivamente. Tampoco se encuentra el concepto moderno de matrimonio en el AT. La palabra berith, בְרִית, “pacto, alianza” (Mal. 2:14), es la que más se aproxima a la idea moderna que deriva del derecho romano: “La unión del hombre y de la mujer, que implica consorcio por toda la vida e igualdad de derechos divinos y humanos” (Dig. lib. xxiii, tit. 2, “De ritu nupt.”). Yahvé presentó la primera mujer al primer hombre (Gn. 1:28; 2:8–25; Tob. 8:7–10, 15), por lo que la unión conyugal es designada como pacto o alianza de Yahvé (Mal. 2:17). De este modo, el concepto de “alianza”, que es la espina dorsal de las relaciones entre Dios y su pueblo, se proyecta, y de alguna manera se encarna, en la familia. El matrimonio no es en Israel, como tampoco en el antiguo oriente, asunto religioso, ni tampoco público, sino puramente privado entre dos familias, es decir, entre el padre de la esposa y el padre del esposo, como representante de este (Gn. 24:2 ss; 38:6; Dt. 7:3; Jue. 14:2ss), o el esposo mismo (Ex. 22:15). El padre escoge la esposa para el hijo (Gn. 24:2 ss) y logra el consentimiento del padre de ella (Ex. 22:16) pagándole el precio convenido.
Esta relación se expresa en heb. con varios términos, en especial con la raíz verbal 2859 jathán, חתן= «dar, emparentar»; gr. 1062 gamos, γάμος = «boda»; gameo, γαμέω = «casarse», de la raíz *gem o *gam, «juntar, emparejar».
II. EL MATRIMONIO ENTRE LOS HEBREOS. El relato de la creación expresa con sus imágenes tan plásticas una realidad teológica muy profunda: el matrimonio o enlace entre en un hombre y una mujer pertenece al orden natural querido por Dios para la humanidad. Según Gn. 1 y 2, la mujer ha sido creada por causa del varón; este se presenta como necesitado de compañía, pues la “soledad” no es buena. La mujer es el complemento, «la contrapartida exacta del varón»; «ayuda idónea» (ézer kenegdó, עֵזֶר כְּנֶגְדּוֹ; Sept. boethós kat’autón, βοηθὸς κατʼ αὐτόν; Vulg. adjutorium simile sibi, Gn. 2:18). El uno es para el otro. Ambos son igualmente imagen de Dios (1:26); la diferencia sexual es buena por ser creación de Dios con vistas a la procreación (Gn. 1:28). Dios crea a la mujer a partir del hombre y se la presenta a este en una especie de desposorio primigenio. Dios aparece como el maestro de ceremonias que bendice y les entrega por dote toda la tierra (Gn. 1:28). Juntos deben realizar su vocación a través de la unión y de la procreación en perfecta armonía e igualdad. Pero el relato de la serpiente y la transgresión sirve para mostrar que la ausencia de armonía entre los cónyuges no se debe a la voluntad divina, sino que es consecuencia de un acto deliberado de la primera pareja para desobedecer a Dios, cuyas trágicas consecuencias son el dominio del hombre sobre la mujer: «Tu deseo te llevará a tu marido, y él se enseñoreará de ti» (Gn. 3:16). Esto explica que el heb. carezca de una voz que equivalga a > «esposo»; se lo designa comunmente como el baal, בַּעַל, pues ciertamente en la sociedad veterotestamentaria el marido era el dueño y señor de la esposa, y ella su beulath baal (Dt 22:22), es decir, su pertenencia.
El matrimonio aparece en la tradición del Antiguo Testamento como una institución que sirve a la conservación de la estirpe del varón mediante una descendencia de hijos legítimos (Gn. 1:27–28). En los primeros tiempos la familia es endógama, los matrimonios se producen entre los miembros del clan del marido, de manera que la nueva pareja no pretende fundar una nueva familia o linaje, sino continuar lo ya existente. Los hijos se conciben como don y bendición de Dios, en tanto que la esterilidad es un oprobio y castigo divino (Gn. 30:1; 1 Sam. 1:6ss; Is. 47:9; Jer. 18:21). Así, en interés de la estirpe y en vistas a las circunstancias sociales y económicas del momento, se permiten algunas formas de poligamia, levirato y matrimonios simultáneos con esclavas, que pasan a ser concubinas. A causa de la extraordinaria importancia de las necesidades de la estirpe, el matrimonio podía ser disuelto por el varón, y no solo por causa de esterilidad, sino también por falta de atracción, incompatibilidad y, finalmente, adulterio.
El matrimonio antiguo nunca es asunto privado entre las partes interesadas: por encima del derecho de los individuos se encuentra el de la casa paterna. Es el padre del novio, o la madre, o ambos, por un lado, y los padres de la novia, los que conciertan la boda con todos sus detalles, especialmente el mohar, מֹהַר, o «dote», lit. «precio pagado por una esposa» (Gn. 34:12; Ex. 22:17; 1 Sam. 18:25); pero no se trataba de comprar la esposa como una esclava, sino más bien una especie de compensación por los daños y perjuicios hechos a su persona o a sus bienes (Gn. 21:21; 24; 38:6). En ocasiones, el hijo manifestaba sus preferencias, pero el padre era el que se encargaba de formalizar el asunto (Gn. 34:4, 8; Jue. 14:1–10). El joven no podía ocuparse de ello directamente más que en circunstancias excepcionales (Gn. 29:18). No siempre se consultaba a la joven; la voluntad de su padre y de su hermano mayor decidían el asunto (Gn. 24:51, 57–58; 34:11). A veces, un pariente lejano buscaba marido para la hija o la ofrecía a un buen partido (Ex. 2:21; Jos. 15:17; Rt. 3:1, 2; 1 Sam. 18:27). Se daban regalos a la parentela de la futura esposa, y en ocasiones a ella misma (Gn. 24:22, 53; 29:18, 27; 34:12; 1 Sam. 18:25). El matrimonio se contraía a temprana edad. Una vez pagado el precio de la dote, la esposa era entregada al marido como propiedad, pero esto no la convertía en esclava, ni él podía hacer con ella lo que quisiera; la mujer seguía siendo una persona libre y debía ser respetada como esposa. Algunos episodios de la vida cotidiana nos revelan la afectuosa armonía de pensamientos y deseos que reinaba en las familias en que el marido escuchaba y atendía a su mujer (cf. Gn 21:9–14; 27:46–28:5). Cuando entraba a su nuevo hogar bajo la autoridad del esposo, la mujer estaba legalmente casada (Gn. 24:65; Ez. 16:18). Se celebraba una fiesta que solía durar hasta siete días (Tob. 11:18; Gn. 29:27; Rut 3:9). El hecho de pasar la mujer a poder del marido podía expresarse simbólicamente extendiendo la orla del vestido sobre ella. La esposa quedaba obligada a guardarle fidelidad so pena de muerte (Dt. 22:20). La Ley protegía a la esposa contra las calumnias, que castigaba con multas de hasta 100 monedas de plata, y perdía el marido el derecho al divorcio (Dt. 22:15ss).
1. Procreación y amor conyugal. El objetivo fundamental del pacto matrimonial era garantizar la continuación de la estirpe, del linaje. El amor y el placer sexual estaban subordinados a ese fin primordial. A pesar de todo, se dan a veces enlaces espontáneos propios y verdaderos, ya que es el amor, y no solo por parte del hombre, el que precede, desea y obtiene el matrimonio, como el caso de > Jacob, que se enamora de su prima > Raquel (Gn. 29:17–19) y para poder casarse con ella ofrece servir a > Labán durante siete años, «que le parecieron unos días; tan grande era el amor que le tenía» (v. 20); y después del engaño de su suegro Labán, acepta servirle durante otros siete años (vv. 27–28). Tobías, al enterarse de su derecho a casarse con > Sara como su pariente más próximo, «se enamoró de ella» (Tob. 6:18). También sabemos de un caso, que podía ser ejemplo de muchos otros, donde la mujer toma la iniciativa: se trata de > Mical, la hija menor de Saúl, que «se había enamorado de David» y obtuvo del padre el permiso para casarse con él (1 Sam. 18:20, 27). Y también después del matrimonio, lo amó (v. 28) y lo libró de la muerte (19:11–17). Sin embargo, de ordinario la iniciativa partía del hombre. También el matrimonio concertado y pactado por los respectivos padres tenía en cuenta el factor amor, no como algo previo, sino subsiguiente al encuentro de la pareja. Se operaba en la presuposición de que el amor surgiría con el conocimiento y el trato. P.ej., Isaac «amó» a Rebeca, que le había elegido su padre (Gn. 24:67); y en Guerar lo sorprendieron «acariciando» a su esposa (26:8). Elcaná amaba a su esposa Ana con un amor intenso y tierno, pese a que era estéril (1 Sam. 1:5, 8). La Ley dispensaba de ir a la guerra tanto al novio como al esposo en el primer año de su matrimonio, para «alegrar a su mujer que tomó» (24:5).
2. Desposorio. Una vez concertado el matrimonio, se establecía un compromiso más preciso y formal que nuestros compromisos modernos, y que ya tenía ciertas consecuencias legales. Si la prometida se dejaba seducir, era castigada con la muerte, pena reservada al > adulterio, y su cómplice también, «porque humilló a la mujer de su prójimo» (Dt. 22:23–24). Esto explica que en Mt. 1:18–25 se empleen simultáneamente los términos de desposados y de marido y mujer acerca de María y José antes de la consumación de su matrimonio. Un joven desposado con una mujer con la que todavía no había consumado la unión era dispensado de ir a la guerra (Dt. 20:7), para evitar su muerte en el combate y que otro hombre tomase su ya considerada legalmente esposa.
3. Endogamia. Durante el período patriarcal, la familia es endogámica, los enlaces se producen entre los miembros del mismo clan que el marido. Es propia de sociedades predominantemente pastoriles. Los patriarcas hebreos solo casan a sus hijos con mujeres de su mismo clan. Ya anciano, Abraham manda buscar para su hijo Isaac una mujer de su tierra y de su parentela, después de hacer jurar solemnemente a su siervo que no tomaría para su hijo «una mujer de las hijas de los cananeos entre los cuales habito» (Gn. 24:3–4). Abraham mismo estaba casado con una medio hermana suya por parte de padre. Jacob tuvo dos esposas, que eran sus primas y hermanas entre sí (Gn. 20:12; 29:26). En Egipto no era raro casarse con una hermana de padre y madre; los persas lo permitían (Heródoto, Hist. 3, 31). Los atenienses podían casarse con una medio hermana del mismo padre, en tanto que los espartanos podían casarse con sus medio hermanas nacidas de la misma madre.
Posteriormente, la legislación mosaica, en el contexto de una sociedad más compleja, prohibió tales uniones e incluso matrimonios con parientes más alejados (Lv. 18:6–18; 11:20; 17; Dt. 27:22), aunque hay pruebas de que se dieron casos aceptables hasta la época de David (2 Sam. 13:13). Se impone la exogamia o matrimonio fuera del grupo. La Ley también prohibió el matrimonio de dos hermanas con el mismo marido (Lv. 18:18), que había sido el caso de Jacob con Lía y Raquel. El mismo estatuto matrimonial regía entre los romanos, que denunciaban como incesto la unión de parientes próximos (por ejemplo, entre hermano y hermana) o entre parientes políticos (como suegro y nuera).
4. Levirato. El matrimonio por levirato existió en el Antiguo Oriente como un medio de asegurar la herencia familiar, estableciendo que la viuda debía pasar siempre a la familia del marido. Según el AT, la viuda de un hombre que muere sin hijos debe casarse con su cuñado a fin de conseguir descendencia para el difunto (cf. Gn. 38:8; 35:22; 49:4). El primogénito de los hijos de esta nueva unión debía heredar los bienes y el nombre del fallecido (Dt. 25:5–6). El interesado se podía librar de esta obligación, pero en tal caso debía soportar una reprensión pública (Dt. 25:7–10); el deber de casarse podía entonces transmitirse a un pariente más alejado (cf. Rt. 4:1–10). Estas disposiciones legales buscaban mantener la integridad patrimonial de la familia e impedir la extinción de la estirpe y del nombre de un hombre muerto prematuramente o privado de descendencia. La costumbre del matrimonio por levirato existía todavía en tiempos de Jesús (Mt. 22:24).
5. Monogamia y poligamia. La monogamia es el ideal que aparece en el frontispicio de la Escritura (Gn. 2:18–24; cf. Mt. 19:5; 1 Cor. 6:16). Solo ella permite la comunión y armonía de los dos cónyuges, en tanto que la poligamia la hace imposible. Adán, Caín, Noé y sus tres hijos fueron monógamos. Según el autor bíblico, la poligamia se origina con Lamec (Gn. 4:19), personaje dominado por impulsos carnales en la elección de sus compañeras (Gn. 6:1–2), por lo que esta costumbre queda así desautorizada y se explica por la preocupación de tener una familia numerosa. Cuando Abraham tomó para sí una segunda mujer, propiamente una concubina, para conseguir el cumplimiento de la promesa, no deja de presentarse como un acto insensato que introduce la discordia en la pareja (Gn. 16:4). Isaac tuvo una sola esposa, pero Jacob fue polígamo, en parte debido al engaño de Labán (Gn. 29). Moisés reprimió los abusos, pero no los abolió de golpe. Los israelitas estaban poco maduros moralmente y encadenados a los usos y costumbres de la época. Jesús se refirió a esta situación como «dureza de corazón» (Mt. 19:8–9). Con todo, la Ley desalentó la poligamia (Lv. 18:18; Dt. 17:17); aseguró los derechos de las esposas de condición inferior (Ex. 21:2–11; Dt. 21:10–17); reglamentó el divorcio (Dt. 22:19, 29; 24:1); exigió el respeto al vínculo matrimonial (Ex. 20:14, 17; Lv. 20:10; Dt. 22:22). Después de Moisés, siguieron dándose casos de poligamia: Gedeón, Elcana, Saúl (Jue. 8:30; 1 Sam. 1:2; 2 Sam. 5:13; 12:8; 21:8), y sobre todo los monarcas David, Salomón, Roboam, y otros, cuando un harén numeroso era señal de poder político y prosperidad (1 R. 11:3). Sin embargo, la Escritura expone los males inherentes a la poligamia, las míseras rivalidades que se daban entre las esposas (cf. 1 Sam. 1:6); en cambio, se destaca la belleza de las familias felices de naturaleza monogámica (Sal. 128:3; Prov. 5:18; 31:10–29; Ec. 9:9). Después del cautiverio, hay una clara tendencia a la monogamia, al menos como ideal, entre los judíos (cf. Eclo. 26:1–27; Tobías 8:5–8). El Sumo Sacerdote no podía tener más que una sola esposa. Los > esenios, al parecer, condenaban la poligamia, acusando y excusando la trasgresión poligámica de David, diciendo que no había leído ni, por tanto, entendido la Ley divina monogámica encerrada en el arca de Noé al ser incluidos en ella solo parejas (Documento de Damasco, IV, 20; V, 6).
Jesús también es claro respecto al matrimonio monogámico, querido por Dios «desde el principio», que él ha venido a restablecer en su calidad de recapitulador (cf. Col. 1:20). En el caso especial de los polígamos convertidos al Evangelio, se aceptaba la situación familiar de hecho; sin embargo, el polígamo quedaba excluido de la posibilidad de ejercer cargo alguno de autoridad o responsabilidad en la Iglesia (cf. 1 Ti. 3:2, 12; Tit. 1:6).
6. Matrimonios mixtos. Los matrimonios con extranjeros son reprobados porque constituyen un peligro para la existencia nacional y para la pureza de la fe y de la ética yahvista. La unión con personas paganas conduce a la idolatría y a la inmoralidad (Ex. 34:15–16; Dt. 7:3–4; Jos. 23:12–13). La propia historia les servía de advertencia (cf. Jue. 3:5–7). > Sansón fue debilitado por culpa de la hetea > Dalila; > Salomón pervirtió su corazón contra la voluntad de Yahvé por culpa de las mujeres extranjeras (1 R. 11:2). > Acab, hijo de Omri, sirvió a Baal y lo adoró por culpa de su mujer sidonia > Jezabel (1 R. 16:31–32).
Con todo, las mujeres de Moisés fueron de pueblos no israelitas. Séfora era madianita (Ex. 2:21), y la otra, cuyo nombre se desconoce, era cusita o etíope (Nm. 12:1). Caleb, que era miembro de una tribu no israelita, los cenezeos (Nm. 32:12), casó con mujeres israelitas. Otros casos registrados en la Biblia son > Rahab (Mt. 1:5) y los hijos de Noemí (Rt. 1:4). Pero después del exilio, y a partir de la época de Esdras, se reforzaron las antiguas leyes referentes a la prohibición de contraer matrimonio con personas de otros pueblos, hasta el punto de anular los ya existentes (Esd. 9:1–2; 10:2–3).
En el NT esta ley está representada por el texto paulino de 2 Cor. 6:14–7:1, donde se prohíbe al cristiano casarse con una persona inconversa, que rechaza la fe, pues introduce un factor disgregador en el pacto matrimonial. La única seguridad y dicha está en casarse «en el Señor» (1 Cor. 7:39).
III. RITUALES. No se dan detalles en la Biblia sobre ninguna ceremonia especial para el acto del matrimonio. Se hace referencia a él mediante las expresiones «tomar por esposa» (Ex. 21:8; Lv. 21:13) o «tomar por mujer» (Dt. 24:1). Pero ese día especial conllevaba una alegre celebración. Tenía lugar sin ceremonia religiosa, con la posible excepción de la ratificación por juramento (Prov. 2:17; Ex. 16:8; Mal. 2:14). Después del exilio, se concertaba y sellaba un contrato (Tob. 7:14).
Antes de la boda, la novia se bañaba (cf. Jud. 10:3; Ef. 5:26, 27), se revestía de ropas blancas, adornadas frecuentemente con preciosos bordados (Ap. 19:8; Sal. 45:13, 14), se cubría de joyas (Is. 61:10; Ap. 21:2), se ceñía la cintura con un cinturón nupcial (Is. 3:24; 49:18; Jer. 2:32), y se velaba (Gn. 24:65). El novio, ataviado también con sus mejores ropajes, y con una corona en su cabeza (Cnt. 3:11; Is. 61:10), salía de su casa con sus amigos (Jue. 14:11; Mt. 9:15), dirigiéndose, al son de la música y de cantos, a la casa de los padres de la novia. Si se trataba de un cortejo nocturno, había portadores de lámparas (1 Mac. 9:39; Mt. 25:7; cf. Gn. 31:27; Jer. 7:34). Los padres de la desposada la confiaban, velada, al joven, con sus bendiciones. Los amigos expresaban sus deseos de felicidad (Gn. 24:60; Rt. 4:11; Tob. 7:13). El novio invitaba a todos a su casa, o a la casa de su padre, en medio de cánticos, música y danzas (Sal. 45:15, 16; Cnt. 3:6–11; 1 Mac. 9:37). Los acompañaban jóvenes (Mt. 25:6). Se servía un banquete en la casa del esposo o de sus padres (Mt. 22:1–10; Jn. 2:1, 9), o en casa de la joven, si el marido vivía lejos (Mt. 25:1). Él mismo, o los padres de la novia, hacía los agasajos (Gn. 29:22; Jue. 14:10; Tob. 8:19). La novia aparecía por vez primera al lado del esposo (Jn. 3:29). Al caer la noche, los padres acompañaban a su hija hasta la cámara nupcial (Gn. 29:23; Jue. 15:1; Tob. 7:16, 16). El esposo acudía acompañado de sus amigos o de los padres de su mujer (Tob. 8:1). Las fiestas se reanudaban al día siguiente, y duraban una o dos semanas (Gn. 29:27; Jue. 14:12; Tob. 8:19, 20).
IV. EL MATRIMONIO EN EL NT. Es un dato histórico que Jesús nunca contrajo matrimonio, es decir, permaneció soltero frente a la costumbre generalizada entre los judíos y la creencia que proscribía la soltería y exigía el matrimonio. A pesar esto, introduce con su predicación y con su vida un nuevo ideal y concepto del matrimonio y, por ende, de la familia.
Por un lado, lo revaloriza al restituirlo a su condición original. Cristo considera misión suya esta empresa frente a los fariseos. Su pensamiento es absolutamente claro. Es Dios quien crea al «hombre» precisamente en cuanto «pareja», para que como varón y hembra sean uno en el matrimonio. La apelación farisea al repudio otorgado por Moisés no le vale. Moisés condescendió, transigió ante sus corazones duros, «pero al principio no fue así». La misión cristiana, que es novedad radical, incluye paradójicamente como parte importante la vinculación con el origen (Mt. 19:3–10; Mc. 10:2–12; Lc. 16:18). En el plan original, varón y hembra constituyen entre sí una unión más íntima e inseparable que la que se tiene con el padre y la madre: «por eso dejará a su padre y a su madre y serán los dos una sola carne» (Mt. 19:5); por tanto, «lo que Dios unió, el hombre no lo separe» (v. 6).
Por otro, relativiza el matrimonio como estado obligatorio del hombre o la mujer. Jesús considera claramente el matrimonio como forma de vida de este mundo o siglo presente, destinado a dejar lugar al estado celestial, cuando «ni los hombres tomarán mujeres ni las mujeres tomarán marido, sino que serán como los ángeles en el cielo» (Mt. 22:29; Mc. 12:2). La importancia del matrimonio ha de considerarse secundaria de cara al Reino de Dios que se aproxima, de modo que habrá hombres y mujeres que por causa del Reino de los Cielos renunciarán voluntariamente a ello (Mt. 19:11); por otra parte, debido a las tribulaciones del último día, conviene abstenerse de él (cf. Lc. 14:20; Lc. 17:27; Mt. 24:28).
En la estela dejada por Jesús, San Pablo está de acuerdo en que el célibe se halla menos implicado en los asuntos de esta vida y menos limitado por el deseo de complacer a su cónyuge, de modo que puede así consagrarse al servicio del Señor sin distracciones de ningún tipo; pues el que se casa tiene que ocuparse de las cosas del mundo y cómo agradar a su mujer (1 Cor. 7:32–35). Con ello no se está colocando el celibato en un nivel más elevado en la escala de la santidad que el matrimonio. Cada uno tiene que discernir el llamamiento particular y el don personal que haya recibido del Señor (1 Cor. 7:7). Personalmente, el Apóstol desearía que todos los hombres fueran como él y que se ahorraran muchos dolores (1 Cor. 7:7, 26–31); pero afirma que no hay mal alguno en el matrimonio, sino todo lo contrario (1 Cor. 7:27, 28, 36, 39). Cada cual debe buscar la voluntad de Dios de manera individual (1 Cor. 7:7–9). Si alguien se siente llamado al celibato, es que el Señor se lo ha dado como don; su soltería podrá quedar ricamente compensada, como en el caso del propio Pablo, con una gran familia espiritual (1 Cor. 4:14–15). Pero si alguien cree que está llamado al matrimonio, es porque en tal estado glorificará verdaderamente a Dios, ya que no es solamente un pacto o acuerdo entre los contrayentes, sino que queda subsumido, como todas las demás realidades terrenales, en el misterio de Cristo y su Iglesia (Ef. 5:22–23), de modo que la relación conyugal debe estar regida por los mismos principios de respeto y amor que gobiernan las relaciones entre Cristo y su Iglesia (cf. 1 Cor. 7:3–4). Así deben entenderlo los conversos venidos de la gentilidad, cuyas costumbres chocaban con las doctrinas de un nuevo orden moral más elevado e igualitario. Frente a la anarquía sexual de unos y el menosprecio de la unión conyugal y la prohibición del matrimonio de otros (1 Ti 4:3), la enseñanza apostólica en estas cuestiones es clara: «Honroso es para todos el matrimonio, y pura la relación conyugal» (Heb. 13:4). Cristo no viene solo a salvar al individuo, sino a la «casa»; la reintegración de la pareja constituye, precisamente, el centro de su redención y salvación, esto es, el sentido cristiano del matrimonio. De ahí se sigue que la vida matrimonial según el proyecto original y salvífico de Dios, es una condición humana que no todos pueden comprender, sino solo aquellos a quienes se ha concedido (cf. Mt. 19:10–11).
V. EL MATRIMONIO EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN. Desde el principio, la revelación presenta al Dios Creador en relación con el matrimonio (Gn. 1:27–28; 2:23–24), desligado de mitos y ritos mesopotámicos que sacralizaban la sexualidad y la fecundidad. Yahvé no está ligado a la naturaleza ni a los ciclos de la fecundidad de la tierra; es un Dios que interviene en la historia del pueblo para liberarlo y salvarlo, de modo que la experiencia humana es en todo guiada por la revelación de aquel que convierte el devenir humano en Historia de la Salvación. Es a la luz del dinamismo de esta historia que hay que comprender la doctrina bíblica del matrimonio. La unión del hombre con la mujer es utilizada por los profetas para ilustrar y hacer comprender la alianza de Dios con su pueblo (cf. Os. 1:3; Is. 54:4–8; 62:4; Jer. 2:3, 3:1–13; Ez. caps. 16 y 23; Mal. 2:14–15). Son ricas y expresivas las afirmaciones matrimoniales con las que se describe la alianza de Yahvé, con alusiones también a las bodas mesiánicas. Ningún pueblo explicará al igual que Israel el matrimonio como símbolo de alianza al mismo tiempo humana (entre el hombre y la mujer) y divina (entre Dios y su pueblo). La imagen y la realidad matrimonial elevadas a la categoría de símbolos hablan del amor gratuito de Dios a su pueblo y de los adulterios con que este responde. Yahvé es el «esposo», o también el «novio» de Israel, siempre fiel; mientras que Israel es la «esposa» o la «novia», que con frecuencia cae en la infidelidad, el equivalente del adulterio y la prostitución (Is. 1:21; Jer. 3:1–20; Ez. 16:24; Os. 2), que llevan al divorcio (Sal. 73:27; Jer. 2:20; Os. 4:12). Con todo, el Dios de Israel no repudia a la infiel, ni la abandona, sino que guía a su pueblo al desierto, como antaño, «donde hablaré a su corazón» (Os. 2:16). «Entonces me casaré contigo para siempre, me casaré contigo en la justicia y el derecho, en la ternura y el amor; me casaré contigo en la fidelidad, y tú conocerás al Señor» (Os. 2:21–22). Jeremías recoge este mismo tema de Yahvé-esposo, recordando sobre todo las efusiones del primer amor (Jer. 2:2). Ezequiel presenta a Israel bajo la imagen de una muchacha abandonada, de la que Dios se enamora hasta hacerla suya: «Pasé junto a ti y te miré, y he aquí que estabas en tu tiempo de amar. Entonces extendí sobre ti mis alas y cubrí tu desnudez. Te hice juramento y entré en pacto contigo; y fuiste mía, dice el Señor Yahvé» (Ez. 16:8; cf. Is. 54:4–6; 62:4–5; etc).
Los Evangelios transfieren a Cristo el título de Esposo dado por los profetas a Yahvé (Mt. 9:15; Jn. 3:29), mientras que los apóstoles dan a la Iglesia el título de esposa (2 Co. 11:2; Ap. 19:7; 21:2, 9; 22:17). Una vez más, la imagen matrimonial sirve para ilustrar la naturaleza del Reino de Dios como las bodas que el Rey prepara para su Hijo con la humanidad (Mt. 22:2ss.; Lc. 14:18), de modo que la Historia de la Salvación se puede representar bajo la imagen de un matrimonio, del matrimonio de Cristo, el segundo Adán, con la Iglesia, la nueva Eva, la humanidad caída y restaurada. Cristo, el esposo y cabeza de la Iglesia, la ama y la cuida en su santificación (Ef. 5:23–32). Con ello, el trato entre los esposos no solo se compara a la relación de Cristo con la Iglesia, sino que se fundamenta en ella. Así pues, si los maridos aman a sus esposas como a su propia carne, hacen simplemente lo que Cristo realiza con su Iglesia.
VI. EL MATRIMONIO CRISTIANO. En los primeros siglos de la Iglesia no existía una liturgia nupcial específica. Los cristianos empleaban las ceremonias tradicionales propias de su cultura, convencidos de que en definitiva era el consentimiento lo que hacía legítimas las bodas y de que el acto que realizaban quedaba consagrado desde dentro en virtud del bautismo. Pero a partir del siglo IV se fueron dibujando progresivamente los elementos característicos de la celebración litúrgica del matrimonio. Sobre todo, se impuso la bendición de la esposa. Este rito fue escogido como expresión litúrgica de las bodas, mientras que se continuó haciendo consistir su valor jurídico en el intercambio de consentimiento, que solo más tarde habría de insertarse en la liturgia. Frente a la postura de los reformadores, el concilio de Trento declaró que el matrimonio es un sacramento instituido por Cristo y que por eso mismo confiere la gracia (sesión XXIV, año 1563). Véase ADULTERIO, BODA, CELIBATO, CONCUBINA, DESPOSORIO, DIVORCIO, ESPOSA, LEVIRATO, POLIGAMIA, SEXUALIDAD.
Bibliografía: A. Andreu, “Matrimonio”, en EB IV, 1379–1383; J.B. Bauer, “Matrimonio”, en DTB, 616–623; D. Borobio, Inculturación del matrimonio. Ritos y costumbres matrimoniales de ayer y de hoy (San Pablo 1993); G. Campanini, “Matrimonio”, en DTM, 1109–1123; S. Cipriani, “Matrimonio”, NDTB, 1157–1170; G. Cornfeld, “Familia”, en EMB I, 384–397; A. Edersheim, Usos y costumbres de los judíos en los tiempos de Cristo, pp. 168–172 (CLIE); G. Fregni, Matrimonio, en DC, 541–544; W. Günther, “Matrimonio”, en DTNT III, 45–54; C.M. Fernández Molina y J.L. Larrabe, “Matrimonio”, en GER 15, 296–303; E.W. Heaton, La vida en tiempos del AT (Taurus, Madrid 1959); W. Kasper, Teología del matrimonio, cristiano (ST 1980); H. Rondet, Introducción a la teología del matrimonio (Herder 1962); E. Schillebeeckx, El matrimonio, realidad terrena y misterio de salvación (Sígueme 1970); L.A. Schökel, Símbolos matrimoniales en la Biblia (EVD 1996); M. Thurian, Matrimonio y celibato (Zaragoza 1966).