Revelación

1. Historia y concepto de la revelación.
2. La revelación en el AT.
2.1. Revelación como Palabra de Yahvé.
2.2. Revelación cósmica.
2.3. Revelación histórica.
2.4. Revelación y respuesta.
3. La revelación en el NT.
3.1. La revelación en los Sinópticos.
3.2. La revelación en los Hechos.
3.3. La revelación en el Evangelio de Juan.
3.4. La revelación en San Pablo.
3.5. Revelación y Trinidad.
I. HISTORIA Y CONCEPTO DE LA REVELACIÓN. El carácter escatológico de la historia de la salvación determina el sentido mismo de la revelación que, arrancando de las irrupciones de Dios en la historia de Israel, alcanzará su punto culminante con la venida del Hijo y la instauración de su obra, la Iglesia. Con Cristo llegaron a nosotros la «plenitud de los tiempos» que, vividos hoy en la fe, alcanzarán mañana su plena manifestación: «Al presente, nuestro conocimiento es imperfecto…, cuando llegue el fin desaparecerá eso que es imperfecto» (1 Cor. 13:9).
La historia de la revelación se realiza en dos procesos distintos entre sí, pero esencialmente referidos el uno al otro: la revelación del AT se desenvuelve en el futuro de la promesa dada por Yahvé a su pueblo; la revelación del NT se efectúa «en» la promesa ya realizada, «en Cristo Jesús», nos repetirá constantemente San Pablo.
Cuando se trata de determinar el concepto de revelación en la Biblia, es difícil atenerse a un vocabulario fijo, ya que la revelación bíblica se presenta como un fenómeno complejo, que abarca acciones y realidades diversas entre sí, aunque todas encaminadas a guiar la experiencia del pueblo elegido. Aunque el término «revelación» se ha convertido en vocablo técnico para designar la automanifestación y la autodonación de Dios, las fuentes bíblicas no se expresan mediante categorías abstractas, sino que remiten a hechos, lugares y encuentros revelantes, mientras que los términos «revelar-revelación» tienen un eco apocalíptico indiscutible y cubren tan solo parcialmente una realidad mucho más amplia.
Por la naturaleza del caso, la revelación, en cuanto manifestación de una realidad supraterrena, tiene su origen en la libre iniciativa de Dios —es Dios quien habla, incluso antes de que el hombre pregunte por él (cf. Is. 65:1; Ro. 10:20)—, que manifiesta su ser y su voluntad. Dios solo es conocido si él se da a conocer, si quiere revelarse (Dt. 4:32ss). Y cuando se revela, lo hace para darse a conocer en medio de un mundo cegado por la idolatría e inmerso en la confusión de los «falsos dioses»: «Que sepáis que yo soy Yahvé» (Ex. 10:2; cf. 7:5, 17; 8:6; 14:4; 16:7). O más explicitamente: «Para que sepas que no hay otro como yo en toda la tierra» (Ex. 9:13–14; Dt. 4:35). Israel será el pueblo elegido para llevar la luz del conocimiento del Dios veradero (Dt. 7:6; cf. Jer. 31:34; Ez. 36:38; 37:28; Is. 43:10).
Dios obra revelándose en una situación concreta, de modo que los actos divinos, máxime el rescate de la esclavitud de Egipto, son «palabra reveladora» en cuanto consignación y explicitación de unos hechos fundacionales para el pueblo. Por eso se dice que la revelación bíblica, lejos de ser atemporal, como en la mitología, es histórica y concreta: Dios ha hablado, y al hacerlo, lo ha efectuado en tiempos determinados (cf. Heb. 1:1–3); su palabra llega en un momento que se puede consignar con una fecha determinada; la palabra y la acción reveladora siempre llegan en tiempos de este o aquel monarca, en un tiempo datable históricamente (cf. Is. 1:1; Jer. 1:2; Ez. 1:1–3; Os. 1:1; Hag. 1:1; Lc. 1:5; 2:1). Esto explica por qué la Biblia concede tanto espacio a la historia y a los relatos. A la vez, la «palabra reveladora», que se recoje en la memoria del pueblo y se va consignando en las Escrituras Sagradas, es memoria, evocación y llamada a la obediencia y compromiso con Dios y su realidad, que ha de transmitirse de generación en generación (Ex. 10:2; Dt. 4:9; 6:7).
II. LA REVELACIÓN EN EL AT. La revelación se va introduciendo progresivamente con Abraham y los patriarcas, cuya experiencia del Dios que les habla y les llama a constituirse en el pueblo de la promesa, fundamenta la realidad de Israel como pueblo elegido. La segunda etapa decisiva de la revelación se manifiesta en la liberación de Israel de Egipto, que va acompañada de la manifestación del > nombre del Dios de Israel por medio de Moisés (Ex. 3:14). Al revelar su nombre, Yahvé toma partido por Israel, al que convierte en su elegido. La liberación, la elección, la alianza, la Ley, forman un todo indivisible y son vistos como punto de partida, modelo y promesa de los gestos futuros de Dios (cf. Miq. 7:14–17; Is. 10:20–26; Ez. 20:32–44). De ello se deduce que la revelación posee ya desde su principio y origen una estructura de «acontecimiento significante» (Latourelle). Dios se revela en la vida de los patriarcas, y luego en la historia de Israel, lo cual confiere a la revelación una dimensión histórica de significación universal. Esto explica que la Biblia conceda tanto espacio a historias y relatos. El conocimiento del Señor está precedido por su acción en la historia. Dios se revela obrando. Israel comprendió además que no solamente los acontecimientos excepcionales de su historia, como los llamados de Abraham y Moisés, la liberación de Egipto, o la promulgación de la Ley en el Sinaí, revelan un designio divino, sino también la historia en su totalidad. Toda la historia bíblica está sostenida por esta convicción.
Para que la historia o acontecimiento sea relevante, tenga significado revelador, tiene que ir acompañada de la palabra que la interpreta. Los gestos de Dios tienen necesidad de la palabra que los anuncia y los comenta. Sin la palabra permanecerían mudos. Por eso, los relatos bíblicos son un entrelazado inseparable de acción y palabra, historia e interpretación, acontecimiento y significante.
2.1. Revelación como Palabra de Yahvé. Como hemos anotado, el término revelación no se encuentra en el AT. Es significativo que el texto bíblico describe le revelación divina mediante verbos. Los más habituales son 3045 yadá, ידע, en hiphil, «hacer saber, señalar, revelar», y 1541 gelah, גלה (aram. galah, גלה), «quitar el velo», inf. cons. niphal, «revelarse, mostrar»; 2834 jasaph, חשׂף, «desnudar», en sentido indistinto, ya sea que se trate de una verdadera revelación de Dios, ya de una comunicación humana. 5046 nagad, נגד, que hace referencia a la revelación como proclamación o manifiesto. Un valor casi técnico tiene la expresión debar Yahweh, דְּבָר יהוה, «palabra de Yahvé». Esta «palabra» tiene no solo un valor meramente noético, sino también dinámico: «Y dijo Dios: Haya luz, y hubo luz» (Gn. 1:3). Se muestra omnipotente por sí misma, hace lo que dice.
Dios se revela formalmente como «palabra de Yahvé». En las > teofanías, las manifestaciones sensibles se encuentran siempre vinculadas a la «palabra de Yahvé». Así Dios «habla» a Abraham (Gn. 12:1ss). Moisés, que podía hablar con Dios como con un amigo (Ex. 33:11), no podía ver el rostro de Yahvé (Ex. 33:21–23). Por su «palabra» Dios promulga la Ley en el Sinaí (Ex. 20). Dios «habla» a los profetas y, por ellos, a su pueblo: «Así dice Yahvé». Esta palabra de Dios es imperativa, palabra de gracia a la fidelidad de su pueblo, y de castigo a la desobediencia (Dt. 27–28).
Además de las teofanías y de las revelaciones proféticas, existen sin duda otras formas secundarias de revelación, como son la de los símbolos, sueños, visiones, etc. En estos casos, la «palabra de Yahvé» es también principio de intelección. Dios, junto con el símbolo (Is. 20:1–2; Jer. 1:11, 13; 13:1–7; 16:1–2; 18:1–4), manifiesta al profeta por medio de su «palabra» el sentido de lo significado (Is. 20:3–6; Jer. 1:12, 14–16; 13:8–16; 16:3–4; 18:5–11) y manda, de ordinario, que comunique el mensaje a su pueblo. Igual acontece con los sueños del faraón (Gn. 40:1ss; 41:1ss) o de Nabuconodosor (Dan. 2:1ss; 4:1–33), e igual en las visiones (Dan. 5:1–29). Junto, pues, con los acontecimientos suscitados por Yahvé: sueños, visiones, etc. (elemento material), se ofrece su verdadero sentido por medio de sus profetas, que eran la «boca de Dios» (Ex. 4:16; 7:1; Jer. 15:19), a quienes les estaba confiada «la palabra de Yahvé» (Jer. 18:18), el elemento formal. Lo dicho no impide que, a veces, sea el profeta el que manifieste el símbolo y lo interprete, sin que se advierta explícitamente en el texto la expresión «palabra de Yahvé» (Is. 5:1ss), pero en estos casos es manifiesto que el profeta pregona una revelación que le fue comunicada de modo inteligible por la «palabra de Yahvé» (Is. 5:9).
2.2. Revelación cósmica. La revelación de la «palabra de Dios» manifiesta, ante todo, la omnipotencia y soberano dominio del Creador. Moisés, Abraham, Jacob, David y los profetas se sintieron acogidos por ella y experimentaron que la «palabra de Yahvé» era omnipotente. Tal experiencia histórica, dice R. Latourelle, había de orientar al autor del Génesis hacia la revelación cósmica de la creación. Dios es el Señor absoluto: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra…» (Gn. 1:1). El universo tiene su origen en el «decir de Dios» (Gn. 1:3; Sal. 33:6, 9; etc). La revelación cósmica es, pues, cronológicamente posterior a la revelación histórica. Así, las cosas dichas por Dios en el Génesis le manifiestan como Creador, precisamente por la fuerza de su palabra. Manifiestan su presencia, omnipotencia y divinidad (Sal. 19:2–5; Sab. 13:1–9; Job 25:1–4; Prov. 8:23–31; Eclo. 42:15–43; etc). Nótese que hablamos de la «revelación cósmica» tal y como formalmente se encuentra en el AT, y que de momento, prescindimos de la «revelación puramente natural» a que la reflexión filosófica puede llegar. Tampoco ponemos en tela de juicio que en muchas partes del AT se hable de las obras de la Creación como manifestaciones de la omnipotencia de Dios, sin que se cite textualmente la «palabra de Yahvé». Pero esto en nada obsta a que la tónica de los escritos veterotestamentarios considere todas las manifestaciones intramundanas como obras de la «palabra de Yahvé», la cual, por otra parte, se identifica, en la concepción hebrea, con la obra misma, como el mismo término heb. dabar, דָּבָר, lo indica.
Pero la «palabra de Yahvé» no solo se manifiesta en la creación, estáticamente considerada, sino que tiene lugar con el mismo acontecer de la creación: Dios, en virtud de su palabra, se hace presente en todos los acontecimientos de la naturaleza (Sal. 107:23–25; 147:15–18; 148:8; cf. 19:2–5). La palabra de Yahvé es escatológica y está al servicio de su revelación histórica: por el imperio de su palabra, los astros y todos los elementos combaten por Israel (Jue 5:20; Sal 106:9–12), y las fuerzas de la naturaleza se someten a su mandato (Sal. 46:1–11). Hay que subrayar que, para los hebreos, tanto las manifestaciones de Dios en la naturaleza (> rayos, > terremotos, > truenos, etc.), como de su soberano dominio, son siempre manifestaciones «personales»: Israel nunca confunde a Dios con sus obras, pero estas lo hacen presente y manifiestan su grandeza. En cualquier caso, es obvio que las cosmologías de aquel entonces en modo alguno pueden identificarse con el aspecto formal de la revelación, y que consiguientemente tampoco pueden ser consideradas como independientes de su sentido veterotestamentario. Esto aclara que el cosmos, aun percibido desde el punto de vista meramente material de la ciencia actual, pueda ser considerado como creación de un Dios Omnipotente en sentido Israelita.
2.3. Revelación histórica. Si la revelación cósmica manifiesta la presencia y potencia de Dios, sin embargo, no «interpela» al hombre, ni lo emplaza en el dilema de oír su palabra o perderse. Esta revelación comienza cuando la «palabra de Dios» se hace inteligible. Así habló Dios a Abraham, Moisés y los profetas. Primero, como Dios temible (Gn. 22:1ss; Ex. 4:1ss); después, como aquel que quiere pactar con su pueblo (Ex. 19:5ss). Tras la violación del «pacto», Yahvé vuelve a ordenar a Moisés que suba a la montaña para renovarlo (Ex. 34:1–3). A la súplica que hace Moisés a Dios: «Señor, si he hallado gracia a vuestros ojos, tenga a bien mi Señor andar en medio de nosotros», responde Yahvé: «He aquí que pacto una alianza; realizaré ante todo tu pueblo maravillas… y todo el pueblo contemplará la obra de Yahvé» (Ex. 34:8–10). Junto a la «palabra de la Ley» se revela también la «promesa». Primero de modo confuso en el protoevangelio (Gn. 3:15); después en la descendencia de Abraham (Gn. 22:16); más tarde en la regia descendencia de David (2 Sam. 7:11–13). El profeta Isaías, después de lamentarse de la ruina de Jerusalén y del cautiverio del pueblo de Dios, anuncia la próxima llegada de la liberación: «Mi pueblo conocerá mi nombre, el día en que yo diga: Heme aquí» (Is. 52:6). Isaías se sitúa en un presente suprahistórico, y oye la voz de los centinelas que «ven cómo Yahvé regresa a Sión» para redimir a Jerusalén (Is. 52:8–9). Con el anuncio jubiloso de la salud traída por Yahvé, aparece inmediatamente el «Siervo de Yahvé» como revelación del poder divino (Is. 53:1): «He aquí que mi siervo tendrá éxito… ¡Cuántos se horrorizarán de él!… pues verán lo que no se les había referido, y contemplarán lo inaudito» (Is. 52:13–15). Lo inaudito es lo que se narra en el cap. 53, a saber, que la redención de Israel alcanzará su momento culminante en los padecimientos y muerte del Siervo de Yahvé; así se manifiesta el poder de Yahvé: «¿Quién ha creído nuestra noticia? y el brazo de Yahvé, ¿a quién se ha revelado?» Tal revelación manifiesta la misericordia de Dios para con nosotros y bosqueja la misteriosa magnitud del pecado en el que nos encontrábamos: «Fue transido por nuestros pecados, molido por nuestras iniquidades…» (Is. 53:5).
¿Quién es este «Siervo de Yahvé»? ¿Es aquel vástago de Abraham en quien serán benditas todas las naciones de la tierra? ¿Es aquel descendiente del rey David, cuyo reino consolidará Yahvé de una vez para siempre? Si de una parte es incuestionable que en el AT existen diversas formas mesiánicas, sin embargo, no es tan claro y aún resulta un enigma pretender armonizarlas entre sí, a la sola luz de la literatura preevangélica. Esto resulta tanto más evidente si se tiene en cuenta que la «forma mesiánica» del rey davídico tiene unos caracteres políticos que son aparentemente irreconciliables con los rasgos del «Siervo de Yahvé» descrito por Isaías. Solo una ulterior revelación de Dios, que en el AT conserva siempre la iniciativa, podía esclarecer este enigma. La misma dificultad encontramos cuando se trata de la revelación que del «Hijo del hombre» nos hace Daniel (Dan. 7:13ss). ¿Es este «Hijo del hombre» el descendiente de la casa de David? La revelación veterotestamentaria nos plantea un enigma que solo puede encontrar, según la Escritura, una respuesta definitiva en la «palabra de Yahvé». Dios, pues, irrumpe en la historia de Israel de modo inesperado y sorprendente. Así como el sentido de la historia de los demás pueblos se desenvuelve de modo continuo y en función de las voluntades humanas que determinan el ritmo de los acontecimientos, para Israel, sin embargo, también aquí al sentido lineal y profano y aun científico que podemos descubrir en su historia hay que añadir otro religioso, que viene determinado por la sorprendente presencia de Yahvé, que, según la Escritura, decide sus destinos. De aquí que cuando Israel pacta con los demás pueblos, Dios castiga su traición por no haber esperado su fuerza de Yahvé, su Dios (Is. 8:5ss; Jer. 2:17–18). Dios se revela precisamente como aquel que misericordiosa y libérrimamente ha elegido a Israel como pueblo suyo (Dt. 7:6–8), y no así a los otros pueblos. Esta elección tiene su norma en la Ley y su sentido en la promesa. Pero con la palabra de la Ley y la promesa, Yahvé no dice, según el NT, su palabra definitiva: el pueblo elegido debe esperar de Yahvé el cumplimiento de la Ley y el sentido último de la promesa.
2.4. Revelación y respuesta. Dios habla al hombre de suerte que este debe «escuchar» su palabra (1 Sam. 3:10). Dios habla a todo hombre y es todo hombre el que debe responder con debilidad (Miq. 6:8) e incondicional obediencia (Gn. 22:2). El pueblo de Israel debe ser fiel en cumplir la palabra de Dios. El carácter, pues, de la fe veterotestamentaria es de fidelidad y obediencia a la palabra de Yahvé, a saber, la palabra de la Ley y de la promesa. De aquí el carácter escatológico de la fe veterotestamentaria: Israel debe esperar de Yahvé el cumplimiento de sus promesas. Según esta interpretación bíblica, Dios elige a su pueblo libérrima y gratuitamente, dirige su historia, que es una historia de castigo a la infidelidad de su pueblo y de misericordia por el arrepentimiento de Israel (Ez. 36:22ss). Yahvé promete su salvación en un futuro que solo él tiene determinado. La palabra de Yahvé lo manifiesta como omnipotente (Jer. 10:7–13), santo (Am. 2:7; Jer. 23:9), misericordioso (Ez. 33:11). La palabra de Yahvé es «personal», en razón de su origen (Dt. 5:22), pero en el AT no se revela en sí misma como persona. Dos elementos son esenciales en esta revelación: la irrupción de Dios en la historia de Israel (presencia de Yahvé) y el imperio de su palabra (palabra de Yahvé). Como elemento específico de esta revelación hay que destacar su carácter múltiple e imperfecto, que espera su adimpleción de la iniciativa de Yahvé (escatología veterotestamentaria).
III. LA REVELACIÓN EN EL NT. Si la revelación histórica del AT se presenta como estadio escatológico intermedio entre la revelación veterotestamentaria y la revelación neotestamentaria, esto en modo alguno quiere decir que la revelación del NT no tenga también un carácter escatológico propio. En efecto, la revelación del NT no debe ser considerada de modo indiferenciado. Según el NT, la revelación de Dios a los hombres alcanza su plenitud solo al fin de la obra redentora de Cristo, ya que solo con su muerte y glorificación se hace posible la misión de su Espíritu (Jn. 16:7), que inaugura el comienzo de su segunda venida (Jn. 14:18–19), la permanencia de Cristo en su Iglesia (Jn. 14:20; Mt. 28:20), el pleno conocimiento de las enseñanzas de Jesús (Jn. 16:13), que sus discípulos, hombres «de poca fe» (Mt. 6:30; 8:26; 14:31), no llegaron a comprender (Jn. 14:25–26; 16:12–15) durante la vida terrena del Maestro. Glorificado Jesús, se cumplen sus promesas con la venida del Espíritu (Hch. 2:1ss) y el comienzo de la predicación apostólica (Hch. 2:4). El objeto de esa predicación se centra sobre la muerte y glorificación de Jesús, Hijo de Dios, muerto por nuestros pecados y en quien se han cumplido las profecías (Hch. 2:14ss; 3:12ss; 4:8ss). En Jesús ha alcanzado la revelación su plena universalización y consumación definitiva (Heb. 1:1–4). De lo dicho se sigue que no todos los actos de Jesús narrados en el NT deben ser considerados como culminación definitiva de la revelación. Sin embargo, el hecho de haber sido escritos bajo la acción del Espíritu Santo, en cuya virtud los discípulos entendieron el alcance verdadero de las palabras que oyeron a Jesús (Jn. 14:16), hace que los episodios neotestamentarios que se refieren a la vida de Jesús, pierdan, con frecuencia, su carácter imperfecto y transitorio, y adquieran la plenitud evangélica de sentido que, de ordinario, les caracteriza. Esto no obsta a que podamos considerar el concepto de revelación del NT en dos estadios sucesivos, a saber, el de los documentos que tratan de la vida anteascensional de Jesús, y los que se refieren al anuncio de la Buena Nueva debido a los apóstoles. Aquí habría que subrayar que junto a la historia religiosa que muestra a Jesús y especialmente su Resurrección, está la historia de su Iglesia como una nueva creación y una nueva manifestación comunitaria de la Ley y los profetas, no como una sociedad civil; aquí – decimos— habría que subrayar la distancia abismal que hay entre esta historia de salvación y la historia profana del mundo, de sus gobiernos y de sus creencias. De nuevo, lo repetimos, nada tiene que ver la historia profana, que tiene sus propias reglas científicas, con la Historia de la Salvación que se nos ha revelado por la fe en la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, Hijo de Dios. Dado que el carácter específico del Evangelio de San Juan se sitúa en un plano de reflexión teológica postascensional mucho más elaborado que los Sinópticos, y teniendo en cuenta que la narración evangélica joánica no difiere sustancialmente de las narradas por los Sinópticos, limitaremos nuestro estudio de Juan a la doctrina del «Logos», colocándola entre los documentos del kerygma apostólico primitivo.
3.1. La revelación en los Sinópticos. Las términos empleados en los Sinópticos para describir la revelación son: keryssein, κηρύσσειν, «anunciar, predicar»; keryssein to euangelion, κηρύσσειν τὸ εὐαγγέλιον, «anunciar el evangelio»; euangelízesthai, εὐαγγελίζεσθαι, «evangelizar»; didaskein, διδάσκειν, «enseñar»; apokalyptein, ἀποκαλύπτειν, «revelar» y matheteúein, μαθητεύειν, «hacer discípulos, instruir».
Según los Sinópticos, Jesús predica y enseña. Ambos términos se fusionan, a veces, en una misma frase sentenciosa (Mc. 1:38; 6:2; Mt. 4:23; 11:1; Lc. 19:47; 20:1; Hch. 4:2; 5:42). Insinúan aspectos distintos: keryssein, κηρύσσειν significa el anuncio de la proximidad del Mesías (Mc. 1:1–8 y par.), de la ceremonia del Reino (Mt. 3:2; 4:17; Mc. 1:15), o de la presencia misma del Mesías (Mt. 11:1b–6; Lc. 7:22–23); didaskein, διδάσκειν (Mt. 5:2; 7:29; 13:54; 26:55) tiene más bien un carácter doctrinal, que se encuentra indisolublemente unido al acontecimiento de la llegada del Reino mesiánico, inaugurado con el advenimiento de Cristo.
Si en el AT Dios habló por medio de los profetas, en los Sinópticos es Jesús de Nazaret el que anuncia el cumplimiento de la Ley y los profetas (Mt. 5:17; Lc. 4:21). La predicación de Jesús se encuentra en la línea de la tradición profética. Según esta tradición, los profetas son pregoneros de Dios e intérpretes de su voluntad (Ex. 4:15–16; 7:1; Jer. 1:9). Keryssein, κηρύσσειν es usado por Joel y por Jonás (Jn. 3:4–7) en orden a predicar la penitencia. Juan Bautista, profeta del Altísimo (Lc. 1:76), es «la voz del que clama en el desierto» (Is. 40:3–6), predicando [kerysson, κηρύσσων] bautismo de penitencia (Mt. 3:1; Mc. 1:4; Lc. 3:3). De modo semejante, Jesús predica el Evangelio (Mt. 17:23; 9:35; Mc. 3:1; Lc. 4:43; 8:1) y es tenido por el pueblo como uno de los profetas (Mt. 16:14; 21:46; Lc. 7:16; 24:19), como el profeta de los tiempos escatológicos (Mc. 6:14; 8:28; Mt. 21:10). Él mismo se atribuye a sí esta denominación de modo indirecto (Lc. 4:24; Mt. 13:57; Mc. 6:4), a pesar de que tiene conciencia de ser el anunciado por el mayor de los profetas (Lc. 7:27–28; Mt. 11:9–10), Juan el Bautista, el profeta escatológico (Mt. 17:12; Mc. 9:13), así como de la incomparable excelencia de su persona: es mayor que Jonás (Mt. 12:41), que Moisés y Elías (Mc. 9:2–10), que David (Mc. 12:35–37) y que Juan el Bautista (Lc. 7:18–23). En la parábola de los pérfidos viñadores se establece la relación entre Cristo y los profetas como la del Hijo con respecto a los siervos (Mc. 12:1–12). Jesús no vino «a destruir la Ley o los profetas… sino a consumarla [pleosai, πληῶσαι]» (Mt. 5:17). «Dios, que en los tiempos pasados muy fragmentaria y variadamente había hablado a los padres por medio de los profetas» (Heb. 1:1), ahora con el profeta de los tiempos escatológicos, en la persona del Hijo, nos habló a nosotros. Jesús, pues, no solo revelará el cumplimiento de todas las profecías, sino también la coherencia inteligible y alcance de todas y cada una de ellas.
En los Sinópticos, las palabras de Jesús, profeta de los tiempos escatológicos, se encuentran igualmente en la línea del profetismo apocalíptico. Estos profetas revelan el sentido de los misterios contenidos en los hechos y profecías veterotestamentarias ya acontecidas. Así, Daniel revela el «cumplimiento» de la maldición y juramento que se hallan escritos en la Ley de Moisés» (Dan. 9:11), manifestando el carácter profético que en tales maldiciones se ocultaba. De igual modo, Daniel (Dan. 9:2) estudia el oráculo de Jeremías (Jer. 25:11–12) y describe la revelación que Dios le hace por medio de «aquel hombre Gabriel» (Dan. 9:21), descubriéndole el alcance de las palabras de Jeremías (Dan. 9:22). Lo mismo acontece en el Comentario de Habacuc de la comunidad de Qumrán (QpHab 7, 1–15), en donde el Maestro de Justicia penetra, gracias a una nueva revelación, la significación profunda del texto de Habacuc, insospechada para este mismo profeta. Estos ejemplos manifiestan que el carácter deficiente de la revelación veterotestamentaria no solo es de orden cuantitativo, sino también cualitativo: es la Palabra de Dios «del» AT la que está en vías de manifestarse como revelación de Dios al final de los tiempos. Un eco de lo dicho lo encontramos en las palabras de la samaritana: «Sé que va a venir el Mesías… cuando venga nos manifestará todas las cosas» (Jn. 4:25). Jesús tiene conciencia de ser él el Mesías esperado (Jn. 4:26). Él revela los misterios del Reino a quienes quiere (Mt. 13:11 y par.). La explicación de los símbolos parabólicos que Jesús hace, tiene sus antecedentes en el estilo profético del AT (Is. 5:1ss; Ez, 17:3ss, 12) y, sobre todo, en el profetismo apocalíptico, cuando se ocupa de las parábolas que se refieren a los misterios del fin de los tiempos (Dan. 2; 4; 7–9; 4 Esd. 3–4; 9–12; Baruc. 36–40; 53–72; Enoc 37–71). El mismo estilo apocalíptico se manifiesta cuando Jesús comenta a Daniel. En efecto, Jesús comenta a este profeta, como lo hiciera ya el propio Daniel, tratándose de Jeremías o el Maestro de Justicia a propósito de Habacuc. La acción de gracias del «himno» de Mt. 11:25 (y par.), recuerda la de Daniel (Dan. 2:23); «estasa cosas» (taûta, ταῦτα) ocultas de Mateo (Mt. 11:25; cf. 13:11) tienen su correlato en el pronombre hosa, ὅσα de Dan. 2:29 (LXX), que es empleada en un contexto que trata de los misterios que han de acontecer; estas cosas las ocultó Dios a los «sabios y prudentes» (Mt. 11:25; cf. 13:11), como acontece en Dan. 2:10–14 con los sophoí, σοφοί de Babilonia, y las reveló a los pequeños (Mt. 11:25; cf. 13:11–15), de los cuales nos habla también Daniel (Dan. 1:17; 2:23), entre los que se cuenta él mismo. Solo si se tiene presente que este modo que Jesús tenía de enseñar debió ser habitual en él (Lc. 4:18, 21; 16:16; Mt. 7:12; cf. Lv. 19:9–11, 13; 18:33–36; Mt. 11:5 cf. Is. 35:5 y 61:1), se explica que sus discípulos, después de su glorificación, continuasen haciendo referencia constantemente al cumplimiento de las Escrituras. Lo dicho no obsta a que el carácter escatológico de las revelaciones de Jesús no encuentre su plenitud de sentido y su unidad interna hasta que se consuma su obra, es decir, en su muerte y glorificación. También el sentido interno de este acontecimiento se encuentra bajo el imperio de su palabra reveladora de la «nueva Alianza» (Mt. 26:26–28 y par). De aquí que, en modo alguno, deba ser tenido como «ocasional» que los discípulos descubran el sentido pleno de las Escrituras (Lc. 24:25–27, 45; Jn. 20:9) y de las pretéritas palabras de Jesús (Lc. 24:6b–44; Jn. 2:22), precisamente después de la «exaltación» del Maestro; ni que San Juan considere esta «exaltación» como la obra suprema de la revelación divina; ni que el kerygma apostólico tenga el anuncio de la muerte y resurrección de Jesús como la esencia de la revelación de Dios a los hombres, transmitida por la Iglesia; ni que finalmente San Pablo centre toda su predicación en el anuncio de la «sabiduría de Dios», sophía tu Theû, τοῦ Θεοῦ, a saber, Cristo crucificado.
Revelación cósmica. La perspectiva sinóptica viene encuadrada en el acontecer de la vida de Jesús de Nazaret y de sus enseñanzas, que se orientan en el sentido de restablecer las relaciones del hombre con Dios. En la genealogía de Jesús, Mateo supone la elección del pueblo de Israel (Mt. 1:1ss), mientras que Lucas, que escribía para los gentiles, se remonta a Adán, «hijo de Dios» (Lc. 3:38). Con ello queda sobreentendido que los orígenes de la creación tienen su punto de partida en la libérrima voluntad divina. En conformidad con el AT, la acción de Dios se continúa en su paternal providencia (Mt. 6:25ss.; Lc. 12:22–31). Creemos que cuando Jesús habla aquí de la paternidad de Dios (Mt. 6:26, 32), hay que entenderlo en sentido propio; lo cual supone que vino a restablecer la paternidad de Dios en la historia y a través de ella, con respecto a los hombres, una paternidad perdida y olvidada por el hombre pecador. Así se convierte la providencia de Dios sobre la creación en un signo «paternal» de su providencia con respecto a los hombres que buscan el Reino de Dios (Mt. 6:32–33; Lc. 12:30–31), inaugurado con Jesús y revelado por él.
Revelación histórica. Jesús es presentado por los Sinópticos en continuidad con lo anunciado ya en el AT por los profetas. Juan el Bautista, el profeta de los últimos tiempos, del que habló ya Isaías (Mt. 3:3; Mc. 1:2–3; Lc. 3:4–6), anuncia la venida inminente del Mesías (Mt. 3:11; Mc. 1:7–8; Lc. 3:16). Reiteradamente, la palabra de Dios, anunciada por los profetas del AT, se va exponiendo y cumpliendo a lo largo de todas las tradiciones sinópticas. En el bautismo de Jesús, la venida del Espíritu sobre él y las palabras que se dejaron oír de los cielos (Mt. 3:16–17 y par) revelan el cumplimiento de la profecía de Isaías (Is. 42:1). A lo largo del Evangelio se van realizando en Jesús las profecías mesiánicas. Primero como instaurador del Reino de Dios en la tierra (Mt. 4:17; Mc. 1:15; Lc. 4:18–21) y promulgador de la nueva Ley (Mt. 5–7); después como el «Hijo del hombre» en su misión altísima y humilde (Mc. 2:10 y par; 2:28 y par; Lc. 6:5; Mt. 8:20; 9:19; 13:37 y par), que recuerda a Isaías (Is. 42:1ss), y su predicación por ciudades, aldeas y sinagogas (Mt. 9:35; Mc. 6:6); más tarde, después de la confesión de Pedro (Mt. 16:16), se describe el viaje de Jesús a Jerusalén, durante el cual instruye a sus discípulos acerca de su pasión y muerte (Mc. 8:32 y par.; 9:31 y par.; 10:33 y par), como «está escrito» en las Escrituras (Is. 53:1ss); finalmente, el > secreto mesiánico, que Jesús había ido revelando progresivamente a los suyos, adquiere su plena manifestación y sentido en su pasión, muerte y resurrección. A partir de esta, los enigmas que encerraban la vida y enseñanzas de Jesús y aun su misma muerte, se disipan en sus discípulos. Jesús había profetizado su muerte y resurrección, pero era más que un profeta, porque sus predicciones eran la expresión de su libérrima entrega (Lc. 22:19–20 y par; Mt. 26:53–54; Jn. 18:1ss). En él se cumplieron las profecías de Isaías acerca del «Siervo de Yahvé», pero este «Siervo» era infinitamente más de lo que el profeta pudiera sospechar: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc. 15:39b; cf. Mc. 1:1). Como doctor hablará Jesús como el mismo Yahvé (Mt. 5:22, 28; cf. Ex 20:1, 13, 14).
Revelación y respuesta. En los Sinópticos, la fe es también correlativa de la revelación de Jesús, aunque sus discípulos no la comprendieran durante la vida mortal del Maestro. Razón por la cual sus discípulos son llamados hombres de “poca fe”. Solo llegado el momento de la plena revelación, esta provoca en ellos una entrega incondicional que les impulsa a predicar y dar testimonio del gran acontecimiento hasta la muerte (Hch. 5:28–32), en conformidad con el mandato del Señor (Mt. 28:16–20; Mc. 16:15–18; Lc. 24:46–47; Hch. 13:18), exigiendo a sus seguidores una adhesión incondicional a la palabra de Dios.
3.2. La revelación en los Hechos. Los Hechos de los Apóstoles manifiestan el lenguaje de la Iglesia primitiva. Jesucristo había dado a sus discípulos la misión de proclamar el Evangelio a todo el mundo (Mt. 16:16), de enseñar (Mt. 28:20) y hacer adeptos (Mt. 28:19): «Vosotros seréis testigos míos» (Hch. 1:8). Palabra y testimonio histórico vuelven aquí a asociarse de modo inseparable. La proclamación del Evangelio podría ser entendida en sentido extrínseco, como si el hombre hiciera de intermediario entre la revelación de Dios y los demás mortales. Esta interpretación supondría un olvido absoluto de la conciencia que con la revelación adquirieron los apóstoles de ser los pregoneros de «la palabra de Dios»; testigos, elegidos por Dios de antemano, de la resurrección; escatológica manifestación histórica de la acción salvífica de Dios en Cristo Jesús.
El kérygma, κήρυγμα («predicación») apostólico (12:14ss; 3:12ss; 5:29ss; 17:22ss) testifica que la salvación en Jesucristo viene de Dios (3:26; 13:23; etc) y es llevada a término por él (2:23; 3:18; 4:27–28; etc) al resucitar a Jesús (2:24, 32; 3:15), su Hijo (3:13); el cual se manifestó a los testigos elegidos por Dios de antemano (10:41), y fue exaltado por Dios habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo (2:33). Dios enviará al Mesías Jesús, y por él restaurará todas las cosas (3:20–21), ya que ha sido constituido por Dios Juez de vivos y muertos (10:42). Toda la obra de la salud en Cristo viene de Dios: el perdón de los pecados (5:31; 10:43), la conversión (5:31; 11:18), la efusión del Espíritu Santo (2:17; 5:32; 10:44–45; 11:15–17), la salvación (4:12), la vida (11:18).
La obra de la salvación se manifiesta al mundo por la predicación apostólica, que es anuncio de la «palabra de Dios» (4:31; 5:42; 6:2; 7:8; 8:14; 11:1) y el testimonio de aquellos que convivieron con el Señor (1:21–22; 2:33; 3:13–15: etc) y fueron elegidos por Dios como testigos de su resurrección (10:39–40). Con el anuncio de la Buena Nueva, se han cumplido las Escrituras, no solo por lo acontecido con Jesús (1:16, 20; 3:14–18, 22; 4:25–28; 12:23–25), sino también por lo que acontece con su obra, la Iglesia (2:16–33; 4:24, 28; 13:40–41). Con lo dicho queda sobreentendido que la revelación de tal «cumplimiento» es objeto de la revelación neotestamentaria. La «palabra de Dios» que nos fue «dada» en Cristo Jesús, decide el sentido del pasado veterotestamentario, presente y futuro de la revelación. A la predicación de la «palabra de Dios» debe responder la fe de sus oidores. Los Hechos de los apóstoles narran el aumento progresivo de los que creen por la predicación (2:41; 4:4; 4:14; 6:7; 9:42). Creer es acoger la «palabra de Dios» (2:41; 11:1), la Buena Nueva (8:12, 35; 10:21–22; 15:7). La fe es descrita como una adhesión incondicional a Cristo (9:42; 11:17; 16:31). Es una fe en el Señor Jesús, cuya soberanía se extiende a todos y cada uno de los hombres, a todas y cada una de las circunstancias. Tal fe en el Señor implica una metánoia, μετάνοια, una «conversión» de todo el hombre (2:38; 11:21) al Señor. De aquí que el anuncio del Evangelio es también revelación del hombre pecador (2:38; 3:19; 5:31), que puede aferrarse a su parecer y resistir a la palabra de Dios (4:6; 7:57; 17:18). Esta fe es, no una respuesta humana a un mensaje humano, sino la acción gratuita de Dios en el corazón del hombre (16:14), por la que este acoge la «palabra de Dios», la predicación de los testigos elegidos por Dios y fecundada por el Espíritu Santo, para acrecentamiento de la Iglesia (9:31). La pluralidad expresiva del kerygma y la diversidad de los acontecimientos de la Historia de la Salvación, que no de la mera historia secular, encuentran su unidad fundamental en el acontecimiento de la revelación de Dios mismo en Jesús de Nazaret; y tienen su razón de ser en el hecho de que tal acontecimiento y Palabra de Dios es la revelación de Dios a los hombres, es decir, se da a un ser esencialmente histórico y discursivo. Nadie como San Juan y San Pablo ahonda en el conocimiento teológico de esta revelación originaria, que es el «Hijo hecho hombre», el Verbo de Dios, la Sabiduría de Dios, Cristo crucificado, para salud de los creyentes.
3.3. La revelación en el Evangelio de Juan. Los términos de «sabiduría» y «palabra de Dios» los encontramos ya en el AT. Pero tales denominaciones, si bien tienen un carácter personal, en razón de su origen, sin embargo, no son concebidas como predicados propios de una determinada persona divina. Para San Juan, el Verbo es aquel que estaba ya cabe Dios Padre (Jn. 1:1) antes de todos los siglos. Por él fueron hechas todas las cosas: la creación, la intervención salvífica en la historia. de Israel, la salvación de toda la humanidad. El Evangelio de San Juan comienza con la preexistencia del Verbo en el seno de Dios Padre (1:1). Este prólogo expone de modo sintético la revelación de Dios a los hombres por el Verbo.
Revelación cósmica. Por la Palabra que estaba con Dios y era Dios, realmente distinta del Padre (vv. 1–2), han sido hechas todas las cosas (v. 3). La Palabra de Dios que en el Génesis se revela como personal en razón de su origen, se manifiesta ahora como aquella persona que, siendo Dios, estaba cabe el Padre y es coprincipio de todas las cosas (v. 3). La creación que tiene su origen en el «Logos» creador, a él se ordena, es decir, se encuentra esencialmente abierta a la relación sobrenatural del «Logos». Por eso, «en el mundo estaba y el mundo fue hecho por él y el mundo no le conoció» (v. 10).
Revelación histórica. Por este Verbo de Dios fueron dados al pueblo judío la Ley y los profetas (vv. 3, 17). La revelación veterotestamentaria tiene también su origen en el Logos de Dios, y a él se ordena, es decir, se encontraba esencialmente abierta a su propia revelación sobrenatural. Pero aunque «vino a lo que era suyo, los suyos no le recibieron» (v. 11): pecado del pueblo elegido y de cada hombre en particular. Al pecado universal de gentiles y judíos, Dios responde con la inmediata, plena y definitiva manifestación de su Palabra: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y vimos su gloria, gloria cual del Unigénito del Padre, plenitud de gracia y de verdad» (v. 14). Esta plenitud tiene como nota esencial el ser comunicable (v. 16) y consiste en el conocimiento perfecto de Dios que «solo el Hijo Unigénito lo da a conocer» (v. 18). Tal conocimiento se lleva a cabo en virtud de la fe en Jesucristo, que no es un mero conocimiento especulativo, sino una acogida total de su Palabra (v. 12), en virtud de la cual somos configurados por el Hijo, como hijos de Dios.
Revelación como palabra de Jesús. El Logos joánico no tiene solo un carácter noético, sino también dinámico, como en el AT. Para los profetas veterotestamentarios, el «verbo de Dios» era personal, pero no se dio a conocer como «persona». Para los Sinópticos, las palabras de Jesús de Nazaret se dieron a conocer como «palabras del Señor, del Maestro»; pues bien, ahora Juan da a conocer al Hijo como Palabra de Dios. Cristo es el principio que revela (1:18: cf. Mt. 11:27) y el contenido de esa revelación. De aquí que las cosas que se dicen de su doctrina se hayan de decir también de la persona de Jesús: venir a Cristo (5:40; 6:35, 44, 66; 7:37) equivale a aceptar su doctrina (5:24; 7:37); creer y acoger a Cristo (1:12; 5:43) equivale a creer y oír su palabra (5:24); permanecer en Cristo (15:4, 7) equivale a permanecer en su enseñanza (8:31, 51). El fundamento de lo dicho se encuentra ya tanto en los Sinópticos, como en el Evangelio de Juan, a saber, Cristo es el Hijo de Dios. Pero Juan desarrolla este testimonio. Jesús es el Hijo del Padre porque viene de Dios (6:46; 7:28), conoce al Padre como el Padre le conoce a él (10:15). El Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre (10:30). Por esta razón no se limita a enseñar lo que oyó al Padre, ni a dar solo testimonio de la verdad (Sinópticos), sino que él mismo es la Verdad (14:6), la Luz (8:12; 12:46), la resurrección y la vida (11:25). Él mismo es la revelación del Padre (14:9). Cristo no solo da testimonio del Padre, sino que él es este testimonio. Quien rechaza su doctrina y su testimonio lo rechaza a él (3:33; 12:48). Pero Cristo no solo dice lo que él «es», sino que el Padre obra y habla por el Hijo (5:37–39; 17:21) y da testimonio de él (10:36–38).
Las palabras de Jesús y su testimonio manifiestan lo que él «es», la Palabra del Padre, su indeclinable testimonio a los hombres. Y aquí nos encontramos con la dimensión eclesial del Evangelio de Juan: Jesucristo indisociablemente unido a su obra. Los Sinópticos nos presentan al Mesías como el anunciador del Reino de Dios; Juan acentúa el carácter salvífico y cristocéntrico de este Reino. La Palabra de Dios, que determina el sentido de la creación, el comercio de Dios con su pueblo y se manifiesta en Jesús de Nazaret, no se cierra sobre sí misma circunscribiéndose a la existencia histórica de Jesús, sino que por el Hijo, a quien el Padre dio todas las cosas (3:35; 10:29), lleva a cabo Dios la reconciliación de todos los hombres (3:17; 1 Jn. 1:7; 2:2), elevándolos, por el Hijo, a la dignidad de hijos de Dios (1:12; 1 Jn. 3:1).
Revelación y compromiso. Tal dignidad es propia de aquellos que creen en el nombre del Señor (1:12). Así como la «Palabra de Dios» a los hombres es obra de su amor (13:16), así la respuesta del hombre a esa Palabra, la fe viva, es obra del amor (1 Jn. 4:7b–8), que tiene su origen y su permanencia en Dios (1 Jn. 4:7). La fe joánica no tiene solo el carácter de una aceptación puramente intelectual, sino que incluye la entrega de todo el hombre, la puesta en marcha del mandato del Señor. «Y éste es el mandamiento, que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y nos amemos los unos a los otros, según el mandamiento que Él nos dio» (1 Jn. 3:23). Por el amor fraterno en la fe, el cristiano se va realizando escatológicamente como hijo de Dios, hasta que se nos muestre, por la visión, lo que él es y lo que nosotros seremos, a saber, hijos de Dios, semejantes al Hijo (1 Jn. 3:1–2).
3.4. La revelación en San Pablo. Si para San Juan la revelación de la Palabra de Dios es más la manifestación de lo que se posee que de lo que se espera, para San Pablo la revelación es primariamente la manifestación escatológica de los «nuevos tiempos» (cf. Heb. 1:1). El juicio sobre judíos y gentiles, que San Juan sitúa en un presente supratemporal (Jn. 3:18; 12:31), es para San Pablo algo que está aconteciendo en la Historia de la Salvación (Ro. 2:1–3; 1 Cor. 11:29–34; etc). De igual modo, la revelación salutífera, que en San Juan adquiere el carácter de una posesión contemplativa (1 Jn. 1:8), es presentada por San Pablo como manifestación escatológica de la obra de Cristo, la Iglesia, el misterio de «Cristo en nosotros», como nos dice el Apóstol (Col. 1:27). La Iglesia es un cuerpo que se está desarrollando (Ef. 4:7ss), un edificio que está siendo construido (Ef. 2:20–22), y sus miembros, fieles que se van configurando como hijos de Dios por él (Gal. 4:4–7), hasta que un día alcancen la plenitud de la filiación divina (Ro. 8:23–24).
Los términos empleados por el Apóstol y el modo que tiene de agruparlos, manifiestan la dinámica de su pensamiento a propósito de la revelación. Dios quita el velo (apokalyptein, ἀποκαλύπτειν), manifiesta (phanerûn, φανεροῦν), da a conocer (gnorizein, γνωρίζειν), ilumina (photizein, φωτίζειν); y los apóstoles hablan (laleîn, λαλεῖν), predican (keryssein, κηρύσσειν), enseñan (didaskein, διδάσκειν), testimonian (martyreîn, μαρτυρεῖν), anuncian (katangellein, καταγγέλλειν) la Buena Nueva y así comunican la palabra (logos, λόγος), la predicación (kérygma, κήρυγμα), el testimonio (martyrion, μαρτύριον), el misterio (mysterion, μυστήριον) y el Evangelio (euangelion, εὐαγγέλιον) (cf. 1 Cor. 2:6–10; Ro. 16:25–26; Col. 1:25–26; Ef. 3:2–12). La Palabra de Dios, que se encuentra en la base de toda revelación, tiene como objeto el misterio y es a su vez este mismo misterio. El misterio es en su origen una realidad oculta e inaccesible, encerrada en Dios (Ro. 16:25; Col. 1:26), pero dado a conocer en la revelación de Cristo y en la predicación de la Iglesia (Ef. 3:10). De nuevo «palabra» y acontecimiento se encuentran indisociablemente unidos, tanto en la revelación cósmica, como histórica. Aunque, como ya dijimos, San Pablo acusa el carácter escatológico de la revelación, es asombrosa la identidad de fondo que tiene con el concepto de revelación joánico, y esto, tanto por lo que se refiere a la revelación cósmica como a la histórica.
Revelación cósmica. La «palabra» por la cual fueron hechas todas las cosas es el Hijo (Heb. 1:2). Por él y para él y en él tienen todas las cosas su cohesión estable (Col. 1:16–17). La revelación de Dios no excluye la revelación natural (to gnostón tu Theû phanerón estin en autoîs, τὸ γνωστὸν τοῦ Θεοῦ φανερόν ἐστιν ἐν αὐτοῖς «lo que se conoce de Dios se halla claro en ellos», Ro. 6:19), sino que la supone (1 Cor. 1:21) como razón por la cual los gentiles son también culpables (Ro. 2:21). De lo cual se sigue que la revelación cósmica tiene una ordenación «de hecho» a la revelación histórica, sin que esto tenga nada que ver con el concepto de mera creación natural.
Revelación cósmica. La «palabra» por la cual fueron hechas todas las cosas es el Hijo (Heb. 1:2). Por él y para él y en él tienen todas las cosas su cohesión estable (Col. 1:16–17). La revelación de Dios no excluye la revelación natural (to gnostón tu Theû phanerón estin en autoîs, τὸ γνωστὸν τοῦ Θεοῦ φανερόν ἐστιν ἐν αὐτοῖς «lo que se conoce de Dios se halla claro en ellos», Ro. 6:19), sino que la supone (1 Cor. 1:21) como razón por la cual los gentiles son también culpables (Ro. 2:21). De lo cual se sigue que la revelación cósmica tiene una ordenación «de hecho» a la revelación histórica, sin que esto tenga nada que ver con el concepto de mera creación natural.
Revelación cósmica. La «palabra» por la cual fueron hechas todas las cosas es el Hijo (Heb. 1:2). Por él y para él y en él tienen todas las cosas su cohesión estable (Col. 1:16–17). La revelación de Dios no excluye la revelación natural (to gnostón tu Theû phanerón estin en autoîs, τὸ γνωστὸν τοῦ Θεοῦ φανερόν ἐστιν ἐν αὐτοῖς «lo que se conoce de Dios se halla claro en ellos», Ro. 6:19), sino que la supone (1 Cor. 1:21) como razón por la cual los gentiles son también culpables (Ro. 2:21). De lo cual se sigue que la revelación cósmica tiene una ordenación «de hecho» a la revelación histórica, sin que esto tenga nada que ver con el concepto de mera creación natural.
Revelación histórica. Por la revelación entiende San Pablo la manifestación del misterio oculto en Dios desde toda la eternidad (Ro. 16:25) a toda criatura (Ef. 3:5, 9–10). Tal es el designio universal (Ef. 3:5–6; Col. 1:25–28) de Dios de recapitular todas las cosas en Cristo (Ef. 1:8–11). Esta revelación tiene sus antecedentes en las promesas hechas por Dios a su pueblo (Ro. 11:26–27). Dios había hablado a los Padres de Israel por medio de los profetas, pero de modo fragmentario y múltiple (Heb. 1:1); en los «nuevos tiempos» nos ha hablado a nosotros en la persona de su Hijo (Heb. 1:2). Es el mismo Jesucristo (apokalýpseos Iesû Khristû, ἀποκαλύψεως Ἰησοῦ Χριστοῦ) quien lo revela a San Pablo (Gal. 1:12–16), como a los demás apóstoles (Ef. 3:5). Esta revelación es esencialmente soteriológica (Ef. 1:7–9), anuncia la cólera de Dios sobre gentiles (Ro. 1:18, 23) y judíos (Ro. 2:1–24), todos bajo pecado (Ro. 3:9), pero también revela la voluntad de Dios, que quiere que todos los hombres se salven por Cristo Jesús (1 Ti. 2:4–6). Se trata de la progresiva manifestación del «juicio de Dios», que se supone ya dado (Ef. 1:5–11; Ro. 1:18) sobre la humanidad, que adquirirá su momento decisivo el «día postrero» (Ro. 2:5ss, 16), que ha de venir en fuego (1 Cor. 3:13) para probar las obras de cada cual. Cristo es constituido juez de vivos y muertos (2 Cor. 5:10). Si el juicio definitivo, manifiesto ahora con la venida de Jesucristo, fue ya ejercido de modo definitivo en las generaciones pasadas, no es cosa que quede clara en San Pablo; pues hasta ahora el mundo estaba bajo la anokhé, ἀνοχή, «paciencia» de Dios, la cual, en razón de la redención que en Cristo Jesús había de manifestarse, concedió una suerte de «no imputación» (máresis, μάρεσις) a los pecados precedentes (Ro. 3:25–26). La escatológica revelación de Jesucristo (apokalypseis Iesû Khristû, ἀποκαλύψεις Ἰησοῦ Χριστοῦ, 1 Cor. 1:7; 2 Tes. 1:7), que dinámicamente se ordena a la revelación de la gloria de Cristo (cf. 1 Pd. 4:13) y de los que en él creen (Ro. 8:18–19), es a su vez revelación del juicio de Dios contra toda impiedad (Ro. 1:18) y de su gracia, ya sea en los tiempos de su condescendencia en vistas a Cristo, ya sea en los tiempos de la revelación expiatoria de Cristo, mediante la fe en su sangre (Ro. 3:25).
El modo como se comunica la revelación de Jesucristo es en virtud de la predicación. Los Sinópticos y San Juan nos presentan a Jesús predicando. En la base de esta predicación se encuentra el Hijo de Dios, el Verbo hecho carne «por nosotros, pecadores». Jesús predica lo que él es e instituye su obra, la Iglesia, en virtud de «su palabra». El Verbo de Dios se manifiesta no como un puro nóema, νόημα, «inteligencia», sino en la existencia histórica de Jesús de Nazaret, muerto y glorificado, y cuya virtud real se extiende a toda la historia de la Iglesia, la configura, le comunica su mismo Espíritu. La predicación de Jesús se continúa por la predicación de la Iglesia y sus padecimientos, y su glorificación se prolonga en la de sus miembros, y esto en razón de la «virtud» de la palabra de Cristo, de su muerte y glorificación. El kerygma apostólico pertenece, pues, como estadio escatológico, a la historia de la revelación cristiana. Dios dirige la historia en orden a que el Evangelio se manifieste en la fe por la acción divina y la predicación humano-divina (1 Tes. 2:13–15). El mensaje (predicación) pertenece a la revelación de Jesucristo, de quien recibe su virtud, y su eficaz ordenación y aceptación. La comunicación de este mensaje no acontece al modo humano, como pura exposición especulativo-doctrinal. Sin duda, puede y debe formularse una doctrina, abstrayéndola de la realidad que nos es dada en la historia de la revelación, y ser, como tal, considerada y ofrecida: didaskein, διδάσκειν (Ro. 6:17; 16:17; Col. 2:7; Ef. 4:20), paradidonai, παραδιδόναι, paralambanein, παραλαμβάνειν (1 Cor. 15:1ss), pero tal doctrina solo puede ser entendida por aquellos que tienen el Espíritu de Dios (1 Cor. 2:10–16). La exposición doctrinal es, según el Apóstol, necesaria (1 Ti. 4:6–11), pero a su vez pertenece a la Historia de la Salvación que solo pueden alcanzar los que poseen el Espíritu de Cristo, formando con él un cuerpo que orgánicamente se está desarrollando «hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del pleno conocimiento del Hijo de Dios, en la madurez del varón perfecto» (Ef. 4:7, 11–13). Tal crecimiento de la comunidad no es solo especulativo, «sino que andando en verdad, crezcamos en todos sentidos para ser como él que es cabeza, Cristo, por quien todo el cuerpo…, según la actividad correspondiente a cada miembro, va obrando su propio crecimiento en orden a su plena formación en virtud de la caridad» (Ef. 4:15–16).
El carácter escatológico de la revelación paulina es revelación en Cristo y de Cristo. Aun cuando San Pablo hable de un conocimiento «pneumático» (1 Cor. 2:10–13), que muy bien pudiera recordar la mística griega, dista infinitamente de esta porque tal conocimiento está esencialmente referido a la vida, muerte y glorificación de Jesucristo (Gal. 4:4; 1 Cor. 1:23–24; 15:12), solo alcanzable por y en la fe (Ef. 3:12, 17), concebida como entrega progresiva de todo el hombre, que ha de culminar, tras los padecimientos de esta vida (Col. 1:24), en la muerte en Cristo, iniciada ya en el bautismo (Ro. 6:4), y que ha de consumarse en nuestra resurrección (1 Cor. 15:20–21, 51–53), para ser en todo semejantes a él (Flp. 3:10, 21; Ro. 6:5, 8–11).
San Pablo no aplica el término apokálypsis, ἀποκάλυψις, a la vida terrestre de Jesús, que considera, al igual que los Sinópticos (Lc. 17:30), como ocultamiento (Ro. 8:3; Flp. 2:7; Gal. 4:4). La revelación de su ser oculto (Flp. 2:8) se inicia con la glorificación del Señor. San Pablo acusa fuertemente que el sentido de la vida de Jesús adquiere su plenitud en su muerte redentora, propter quod de su resurrección y de la nuestra. En la muerte y resurrección de Cristo «por nosotros», adquiere la palabra de Dios su suprema virtud reveladora.
A la predicación de la palabra de Dios debe responder por parte del oyente la fe (Ro. 16:26). Al igual que el kerygma, la fe pertenece a la misma revelación de Dios: él ha querido manifestar a los siglos venideros la riqueza extraordinaria de su gracia (Ef. 1:1–14; 2:4–7).
En resumen, San Pablo entiende aquella acción libre y graciosa, por la cual Dios, en Cristo y por Cristo, manifiesta su voluntad de recapitular todas las cosas en él. Tal revelación fue dada de modo imperfecto y fragmentario a los padres y profetas de Israel, como promesa aún oculta en el seno de Dios; a los apóstoles y profetas del NT de modo pleno que, sin embargo, está aún en vías de su plena manifestación por la virtud de la predicación de la palabra de la Cruz que nos fue dada en Jesús, Mesías e Hijo de Dios. En este sentido, la escatología neotestamentaria es la progresiva manifestación (aspecto paulino) de lo ya poseído (aspecto joánico) por la fe en virtud de la predicación de Jesucristo, muerto y resucitado por nuestros pecados (aspecto evangélico).
3.5. Revelación y Trinidad. Las Escrituras remiten al Padre por el Hijo que nos comunica su Espíritu de santidad. Este aspecto trinitario fue ya fundamental en las enseñanzas de los primeros Concilios ecuménicos. Comprenderlas como Trinidad de Personas en la unidad de su Naturaleza, no es posible, pero sí podemos descubrir el principio de una lógica cristiana que no puede ser reducida a la lógica del mero conocimiento formal o científico, a no ser de modo muy imperfecto.. Si pensamos que Dios es Padre en verdad por el amor que tiene a su Hijo, dado que ningún padre que no ame a su hijo puede realizarse como tal; y si pensamos que el Hijo es Hijo por el amor que tiene a su Padre, por la misma razón anterior; entonces es coherente pensar que la relación paterno-filial de la que estamos hablando, solo se puede dar allí donde está el Amor, es decir, el Espíritu. Sin amor no hay ni paternidad verdadera, ni filiación que pueda considerarse como tal. También podemos pensar que Dios Padre lo es por su amor al Hijo, y el Hijo lo es también por su amor al Padre. Pues bien, tratándose de una paternidad infinitamente perfecta y de una filiación también infinitamente perfecta, hemos de concluir que el Amor interpersonal del Padre y del Hijo tiene que ser, como infinito que es, el mismo que está en el Padre y el Hijo. Nos referimos al Espíritu, que es uno con el Padre y el Hijo. Estas relaciones nos permiten pensar y creer que la Revelación es obra del Padre por el Hijo en virtud del Amor, es decir, en virtud de su Espíritu. La relación a la que nos referimos no se da si no es en el mundo interpersonal y, por analogía, en el divino. Véase APOCALIPSIS, BIBLIA, INSPIRACIÓN, KERIGMA, MISTERIO, PALABRA, PROFECÍA, VERDAD.