Obediencia

Heb. 8086 shamá, שׁמע, raíz prim. que sign. «oír [inteligentemente], atender, obedecer»; gr. 5218 hypakoé, ὑπακοή = «obediencia», de hypó, «bajo», akúo, «oír»; lat. oboedíre = «oír, dar oídos, escuchar, obedecer», de ob, «enfrente de», y audire, «oír».
1. Obediencia y audición.
2. Alianza y don.
3. Obediencia y autoridad.
4. La obediencia de Jesús.
5. Obediencia cristiana.
6. Autoridades y gobiernos.
7. La obediencia de la creación.
I. OBEDIENCIA Y AUDICIÓN. A la luz de su etimología, la obediencia, tanto en los idiomas semíticos como en los indoeuropeos, está relacionada con palabra «oír», y su significado primario es la disposición a escuchar, y después, a seguir o dar cumplimiento a lo escuchado. Obediencia y audición, pues, se encuentran en relación directa, hasta el punto de que el apóstol Pablo dice: «La fe es por el oír; y el oír por la palabra de Dios» (Ro. 10:17).
La obediencia a Dios se encuentra en el centro de la conducta religiosa, que comienza por dejarse interpelar por la palabra divina: «Habla, que tu siervo escucha» (1 Sam. 3:10). En un sentido general, se presenta como respuesta a la exigencia del Ser Superior y como expresión de subordinación a su voluntad por parte de los hombres, que son sus hijos, súbditos y criaturas. En el AT, la moralidad consiste esencialmente en la obediencia a la voluntad divina (Dt. 1–4; Ecl. 12:13). La religión se manifiesta en la obediencia a los requisitos de Dios revelados en la Ley y los profetas (Is. 1:2; Jer. 2:4; 7:21–28). Así se exige siempre que se guarden las instituciones y las prescripciones del Señor (Gn. 17:9; Ex. 19:5ss; 24:7ss; Sal. 119). Esta obediencia es la condición para el cumplimiento de las promesas de la alianza (p.ej. Ex. 15:26; Lv. 20:22ss; Dt. 5:32ss; 6:1; 8:1; 28:1–14. Por el contrario, sobre la > desobediencia cae la amenaza de la > maldición (Dt. 28:15; Jer. 11:2ss). Es más, la esencia del pecado consiste en la desobediencia, como se ve en la narración del pecado original, que en esencia nos muestra la tergiversación de lo oído de parte de Dios para dar crédito a lo enunciado por un agente enemigo, el tentador (Gn. 3:1–7). La desobediencia de Adán a Dios arrastra a todos sus descendientes (cf. Ro. 5:19), sujetando la creación a la vanidad (Ro. 8:20). Aquella desobediencia original adánica muestra por contraste lo que es la verdadera obediencia: sumisión a la voluntad de Dios, cuyo sentido no siempre se puede entender, pero cuyo carácter es absoluto. Dios exige obediencia al hombre porque tiene un designio que realizar para el que necesita su libre colaboración, su adhesión de fe. La obediencia es el signo y el fruto de esa fe.
II. ALIANZA Y DON. Para Israel, la obediencia a Dios no es el resultado de un sentimiento religioso general de sumisión ante un Ser Supremo que demanda el cumplimiento de sus preceptos, sino la consencuencia de un pacto o alianza entre Dios y su pueblo. Primero Dios interviene a favor del pueblo y su liberación (Ex. 20:2), luego el pueblo se somete a la voluntad divina expresada en leyes y decretos, que después de haberlos recibbido, responde: «Haremos todas las cosas que Yahvé ha dicho» (Ex. 24:3, 7; Jos 1:16). Este episodio se convierte en un momento privilegiado de la historia de la salvación. La obediencia a Dios se hace posible en virtud del don divino por el que el Señor se entrega al pueblo mostrando su voluntad salvífica y liberadora. Es un signo de su amor libre y soberano por el que escoge a Israel para que viva delante de él como un pueblo privilegiado, lo que califica el carácter y naturaleza de la obediencia: «Porque tú eres un pueblo santo para Yahvé tu Dios; Yahvé tu Dios te ha escogido para que le seas un pueblo especial, más que todos los pueblos que están sobre la faz de la tierra» (Dt. 7:6). Dios aparta a Israel para sí, para educarlo como a un hijo, para que respete la Ley y para elevarlo a una condición de intimidad. La alianza implica un tratado, la Ley, una serie de mandamientos e instituciones que encuadran la existencia de Israel y que están destinados a hacerle vivir como pueblo santo de Dios. La fidelidad a la Ley no es genuina sino en la adhesión a la palabra y a la alianza de Dios; la obediencia a sus preceptos no es una sumisión de esclavos, sino un proceso de amor: «Muestro misericordia por mil generaciones a los que me aman y guardan mis mandamientos» (Ex 20:6; cf. Dt. 11:13–22; Sal. 19:8–11; 119). «Que améis a Yahvé vuestro Dios, que andéis en todos sus caminos, que guardéis sus mandamientos, que le seáis fieles y que le sirváis con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma» (Jos. 22:5). Así, el amor a Dios consiste en la obediencia amorosa a la Ley, que tiene más valor que los sacrificios (1 Sam. 15:22; Jer. 7:21ss).
La alianza pone de manifiesto un nuevo rostro de la obediencia, al proponerla como condición de una relación de amor entre Yahvé y su pueblo: «Entonces te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en la justicia y el derecho, en la benignidad y en el amor; te desposaré conmigo en la fidelidad y tú conocerás a Yahvé» (Os. 2:21–22). Los israelitas tienen que practicar la obediencia como una manera de atestiguar que son el pueblo elegido de Dios.
III. OBEDIENCIA Y AUTORIDAD. En la época posterior al destierro, el cumplimiento exacto de la letra de la Ley desplaza a la relación inmediata de Dios con su pueblo. Con ello se pretende conquistar el beneplácito divino y garantizarse el éxito futuro. Los escribas y fariseos convencieron al pueblo de la necesidad de mostrarse respetuosos con la ley de Moisés como un modo de evitar las desgracias pasadas, cuando el pueblo fue desobediente y, por consiguiente, castigado sin miramientos: Israel se había convertido en «una casa rebelde» (Ez. 2:5), eran «hijos rebeldes» (Is 1:2).
El loable intento de atenerse a la Ley se fue abandonando lentamente y se cayó en una situación lamentable: los judíos ya no buscaban unirse amorosamente con su Dios a través de la Ley, sino que se detuvieron en la letra de la prescripción legal. Israel había dejado de buscar el rostro de Dios, pues ponía sus complacencias en el representante de su autoridad; no expresaba ya la intención de conocer la voluntad del Señor, pues le bastaba con escuchar los dictámenes preceptivos formulados en la Torah; no se esforzaba en convivir en la intimidad de Yahvé, porque consideraba suficiente vivir dentro del orden sancionado por la autoridad. La relación inmediata con Dios no era prioritaria, sino el cumplimiento literal de la Ley. Los judíos comenzaron a sentirse satisfechos con sus prescripciones legales, seguros de conquistar la salvación en virtud de sus propias obras; no tenían ya necesidad de suplicar a Dios para que les manifestara su voluntad salvífica.
A esto se debe la dura valoración de la religiosidad farisaica por parte del apóstol Pablo: «Gloriándose en su ley, deshonra a Dios infringiéndola» (Ro. 2:23); no puede hacer valer superioridad alguna sobre el pagano, pues como él, Israel cae en la desobediencia (Ro. 3:10; 11:32).
IV. LA OBEDIENCIA DE JESÚS. En el NT vemos que Jesús, a través de su palabra y su vida, propone de nuevo la obediencia dentro del espíritu de la alianza, que él renueva perfeccionándola. Jesús replanteó dentro del contexto de la alianza renovada en su sangre el tema de la obediencia a Dios, a su Ley y su palabra. Toda su existencia tuvo como única intención cumplir la voluntad del Padre, no la suya propia (Jn. 4:34; 6:38; 8:29; 9:4; 10:18; 12:49; 15:10; 16:32; 17:4). La obediencia se vuelve a inscribir en el plano de la fe, el amor y la gratitud. Jesús pone su vida, desde «su entrada en el mundo» (Heb. 10:5) y «hasta la muerte de cruz» (Flp. 2:8), bajo la obediencia a Dios (Mt. 5:17; 17:24ss; 26:39, 42; Lc. 2:49), que se acredita asimismo y precisamente en la tentación (Mt. 4:1–11; Mc. 8:33). Jesús obedece a sus padres y a las autoridades legítimas con toda naturalidad (Lc. 2:51; Mt. 17:27). Es el Siervo que ha venido ha cumplir la voluntad de Dios (Sal. 40:8; cf. Heb. 10:9). Siendo él mismo obediente a Dios, los demonios (Mc. 1:23ss; 5:12), las enfermedades y hasta la muerte (Mc. 5:41) y la naturaleza le obedecen a él (Mt. 8:27), en una serie de actos que lo colocan en el mismo plano el Creador en su batalla contra el caos y las tinieblas.
Como Yahvé en el Sinaí, Jesús entrega autoritativamente la Ley de Dios a los hombres (Mt. 5:21–48; cf. 7:21; Mc. 3:31ss), invita a su seguimiento y a la entrega voluntaria a él mismo (Mc. 8:34ss). La aceptación de su mensaje exige el cumplimiento de la voluntad de Dios en la tierra como se cumple en el cielo (Mt. 6:9–13). De este modo, la obediencia de los cristianos queda libre de todo legalismo, actitud que predominaba entre los fariseos y que Jesús combatió durante toda su vida (cf. Mc. 2:27; Lc. 14:1ss; etc.). Se profundiza la relación personal con Dios de un modo inusitado y personalizado en el seguimiento de Jesús (Mt. 6:9ss; Mc. 14:36).
La obediencia de Jesús va más allá del cumplimiento moral. En la perspectiva teológica de Pablo adquiere dimensiones soteriológicas, que revierten el curso de la historia iniciado en el primer pecado del hombre: «Así como por la desobediencia de un solo hombre, muchos fueron constituidos pecadores, así también, por la obediencia de uno, muchos serán constituidos justos» (Ro. 5:19; cf. Gal. 4:4). La obediencia de Jesucristo implica la salvación del mundo, y por ella a este le es dado volver a la obediencia a Dios. En su muerte, Jesús lleva al máximo su acatamiento de la voluntad del Padre, al entregarse sin resistir a poderes inhumanos e injustos, «haciendo a través de todos estos sufrimientos la experiencia de la obediencia» (Heb. 5:8), de manera que según la carta a los Hebreos, la vida y la muerte de Cristo constituyen el sacrificio más precioso a Dios (Heb. 10:5–10; cf. 1 Sam. 15:22). La salvación lograda por Cristo se comunica a los hombres en la «obediencia de la fe» (Ro. 1:5; 10:16; 2 Cor. 7:15; 2 Tes. 1:8), de modo que los cristianos son obedientes (Ro. 2:7; 2 Cor. 9:13; 10:5), y todo lo que representa la vida y la palabra de Cristo es su única ley, epítome de la nueva alianza (1 Cor. 9:21).
V. OBEDIENCIA CRISTIANA. La vida de obediencia de Cristo se ofrece como modelo para todos los hombres, pero no de un modo externo, sino mediante un proceso de interiorización alcanzado por la fe que se apropia del misterio del sacrificio de Jesús, de tal manera que el creyente queda capacitado para vivir conforme a la voluntad del Padre en amor y confianza. Es necesario que el pecador sea transformado en su propio yo y en su propia vida, de manera que se convierta en espíritu participante de Cristo. La obediencia cristiana se enraíza en el ser de Cristo para ser experimentada como libertad (cf. Gal. 4:31; 2 Cor. 3:17). Más aún: la obediencia en el Espíritu es el signo escatológico de la Nueva Alianza, predicha por los profetas (Jer. 31:33; cf. Heb. 8:10; 10:16).
Incorporado a Cristo mediante el bautismo, el yo del creyente experimenta una transformación radical; muere a la vieja vida de rebeldía para resucitar a una nueva vida de obediencia en Cristo (cf. Ro. 6:6). Adquiere capacidad para vivir en intimidad con su Señor, y a medida que crece en el Espíritu, tiene la posibilidad de obedecer los deseos del Padre en amor y libertad, en total sintonía con la voluntad divina.
VI. AUTORIDADES Y GOBIERNOS. El deber de obediencia a las autoridades, a los padres y superiores, se reconoce universalmente, y de alguna manera está inscrito en la naturaleza humana, pero la Palabra de Dios lo incorpora a la Alianza, elevándolo a la categoría de obediencia en la fe, dentro del marco global de la obediencia a Dios. Acatar el orden sociopolítico humano responde a la voluntad de Dios manifestada en el orden de la creación, pues las autoridades participan de la autoridad divina (Ro. 13; cf. 1 Pd. 2:13ss). Para el cristiano esta aceptación del orden se inscribe en el tenor de una vida de obediencia universal «en el Señor» (Ef. 5:22; 6:1; 6:5; Col. 3:18ss). El creyente acoge con respeto los preceptos terrenos, pero con espíritu de fe los ve como si estuvieran dictados por Cristo, como si fueran preceptos utilizados por Dios para comunicarse con él. Se resalta especialmente la obediencia debida en la familia (Ef. 5:22; Col. 3:18, 20), la de los esclavos (Ef. 6:5; Col. 3:22; Tit. 2:9) y la que se debe al Estado (Ro. 3; Tit. 3:1; cf. Mc. 12:13–17; 1 Pd. 2:13ss).
Pero la autoridad secular no hace las veces de Dios; no lo sustituye, pues ejerce el dominio sobre sus súbditos según criterios humanos. Está sujeta a los deberes de la justicia y la verdad inscritas por Dios en su creación, por lo que puede valorarse de forma crítica. Los límites de esta obediencia se compendian en la formulación apostólica: «Se ha de obedecer antes a Dios que a los hombres» (Hch. 5:29; cf. Mt. 12:46ss; Mc. 12:17ss; Lc. 2:48; Jn. 2:4; Hch. 4:19; 1 Pd. 2:17).
VII. LA OBEDIENCIA DE LA CREACIÓN. La creación misma anticipa la obediencia particular del cristiano y de su gozo. El Señor somete las fuerzas del > caos, el > mar y sus monstruos, > Behemot y > Rahab (Job 40:24; Sal. 89:11) como prueba de su realeza y dominio soberano. Jesús calma la tempestad y anda sobre las aguas: «los vientos y el mar le obedecen» (Mt. 8:27; Mc. 1:27), señal inequívoca de que la naturaleza reconoce a su dueño. Las criaturas acuden a la voz de Dios: «Hace a los vientos sus mensajeros, y a las llamas de fuego sus servidores» (Sal 104:4). Es el tema predilecto de la literatura sapiencial: «Los astros brillan… complacidos; él los llama y dicen: Henos aquí, y brillan con gozo para el que los creó» (Bar. 3:34s; cf. Eclo 42:23; 43:13–26). Las criaturas cumplen la misión que Dios les asigna en el mundo. La creación gime y sufre dolores de parto por causa de la desobediencia humana (cf. Ro. 11:32) y aguarda con ardiente anhelo la manifestación de los hijos de Dios, cuando será librada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios (Rom 8:19–22).