Muerte

Heb. 4194 máweth, מָוֶת = «muerte», natural o violenta, de 4191 muth, מות, asirio mutu = «morir, perecer». Ocasionalmente se utilizan otras palabras: 5307 naphal, נפל, asirio napalu = «caer» (Gn. 25:18: «murió [cayó] en presencia de todos sus hermanos»); 7703 shadad, שׁדד, asirio sadadu, «destruir, desolar» (Jue. 5:27: «Allí cayó muerto [destruido]»); 1478 gawá, גוע= «expirar» (Gn. 6:17: «Todo lo que hay en la tierra morirá»; cf. 7:21; Nm. 20:3; 20:29; Job 27:5; 29:18; 36:12; Sal. 88:15; 104:29; Zac. 13:8). En la Sept. la palabra gr. 2288 thánatos, θάνατος = «muerte», se corresponde tanto con muth, מות, como con 1698 déber, דֶּבֶר= «pestilencia, mortandad».
La muerte es el fin de la existencia corporal al haber dejado de funcionar los órganos vitales del cuerpo. Las «puertas de la muerte» (Job 38:17; Sal. 9:13; 107:18) significan la tumba misma, mientras que la «sombra de muerte» (Jer. 2:6) denota el triste silencio del sepulcro.
En la Escritura se reconocen cuatro clases de muerte y en todas se da una separación, no una destrucción.
1. Muerte física.
2. Muerte espiritual.
3. Muerte segunda.
4. Muerte al pecado.
5. Salario del pecado.
I. MUERTE FÍSICA. Es la cesación irreversible de las funciones vitales del cuerpo. La muerte es física por cuanto nuestro organismo retorna al polvo (Gn. 3:19; cf. 2 Sam. 14:14; Ro. 6:23; Heb. 9:27). No se destruye la persona, sino que se separa el alma o espíritu del cuerpo y regresa a Dios (Ecl. 12:7).
II. MUERTE ESPIRITUAL. Es la que ocurre cuando el ser humano se separa de Dios por falta de interés o por expresa hostilidad. Adán murió el día en que desobedeció a Dios (Gn. 2:17), y por ende toda la humanidad nace en la misma condición espiritual (Ro. 5:12, 14, 17, 21), de la que, sin embargo, somos librados al creer en Cristo (Jn. 5:24; 1 Jn. 3:14). El hijo pródigo, alejado del hogar paterno, estaba espiritualmente muerto (Lc. 15:24). La muerte es lo opuesto a la vida; nunca significa inexistencia. Así como la vida espiritual es «existencia consciente en comunión con Dios», del mismo modo la muerte espiritual es «existencia consciente en separación de Dios».
Para el creyente no existe la muerte espiritual, pues ha recibido la vida eterna, habiendo pasado, por la fe, de la muerte a la vida (Jn. 5:24; 8:51; 10:28; 11:25–26). Desde el mismo instante de su muerte, el mendigo Lázaro fue llevado por los ángeles al seno de Abraham (Lc. 16:22, 25). Pablo podría decir: «Porque para mí el vivir es Cristo y el morir es ganancia». Para él partir y estar con Cristo es mucho mejor (Fil. 1:21–23). Es por esta razón que «más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor» (2 Co. 5:2–9). No se puede imaginar una victoria más completa sobre la muerte, en espera de la gloriosa resurrección del cuerpo. Así, el Espíritu puede afirmar solemnemente: «Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor» (Ap. 14:13).
En un texto de difícil interpretación, Jesús dijo a sus discípulos: «De cierto os digo que hay algunos de los que están aquí, que no gustarán la muerte, hasta que hayan visto al Hijo del Hombre viniendo en su reino» (Mt. 16:28; cf. Lc. 9:27). El objeto de este pasaje era preparar las mentes de los discípulos para la sorprendente verdad de que la muerte, que había sido hasta entonces el terror del mundo, iba a perder su sabor amargo o aguijón en el caso de aquellos que se unieran al Señor por la fe. El mismo Cristo tenía que morir, tenía que sufrir los dolores de la muerte, pero a través de su propio óbito él iba a vencer a aquel que tenía el poder de la muerte, y librar a aquellos que por temor a los terrores de la huesa estaban sometidos a servidumbre. Así, introducía con ello una nueva visión de la vida y de la muerte, diciendo a sus discípulos que quien salvara su vida negando al Señor, la perdería, en tanto que quien estuviera dispuesto a perder su vida por causa del Señor, la salvaría.
III. MUERTE SEGUNDA. Mencionada solo en el libro de Ap. 2:11; 20:6, 14; 21:8, se trata de una condición de cosas que sigue a la resurrección de los muertos. Aquellos que vencen y son fieles hasta la muerte no sufrirán el daño de ella. Aquellos que tengan parte en la primera resurrección no se verán sometidos a su poder. Así, se describe en Ap. 20:14, 15 que «la muerte y el Hades [esto es, quizá aquellos espíritus malignos que tienen el poder de la muerte y del Hades] fueron lanzados al lago de fuego. Ésta [esto es, ser lanzados al lago de fuego] es la muerte segunda. Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego». En contraste, el que venza heredará todas las cosas (21:8). Luego la «muerte segunda» es una expesión retórica para describir la separación permanente de Dios, en la que incurren los incrédulos. En esta vida hay remedio contra esta muerte por medio de la conversión. Dios no niega su gracia a nadie, ni las oportunidades para ello, pero con la muerte física se acaba el período de prueba y no queda una segunda oportunidad (cf. Mt. 10:28; Heb. 9:27–28).
Al mismo tiempo, esta segunda muerte es sinónimo de infierno, o en la gráfica expresión del vidente de Patmos, «el lago de fuego» (Ap. 20:14; 21:8). Allí los impenitentes, vueltos a la vida en sus cuerpos, pero sin admisión a la gloria, serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos (Ap. 14:10–11; 20:10). Es por ello que se habla de «sufrir daño de la segunda muerte» (Ap. 2:11). Queda en pie el hecho de la gracia del Señor, que no desea la muerte del pecador, sino su salvación. Así, la Escritura insiste en numerosas ocasiones: «No quiero la muerte del que muere… convertíos, pues, y viviréis» (Ez. 18:23, 31–32). En este caso también se trata de una separación, no una destrucción.
IV. MUERTE AL PECADO. La entrada en una nueva vida que tiene lugar por la fe en Cristo involucra la muerte en otro sentido. Es un corte de la naturaleza humana en relación con sus viejos modos y principios de existencia; en otras palabras, es «muerte al pecado». Así como en la disolución física el cuerpo deja de sentir, el corazón de latir, las manos de trabajar y los pies de andar, así en esta muerte mística el cuerpo y todos sus miembros ya no deben ser más siervos del pecado. El creyente es bautizado en la crucifixión de Cristo, muere con Cristo, es hecho conforme a su muerte, es crucificado con Cristo (Ro. 6:5; 2 Cor. 5:14; Gal. 2:19, 20; Col. 2:20; 3:3). En 1 Pd. 2:24, la palabra traducida «muertos» y que solo aparece en este pasaje, 581 apogenómenos, ἀπογενόμενος, significa «separación», en este caso del pecado, consistente en dar muerte de una vez (gr. nekrósate) a los miembros (inclinados hacia las cosas) de sobre la tierra: fornicación, robo, etc. (Col. 3:5), señales evidentes de una verdadera conversión; ir dando muerte continuamente (gr. thanatute) a las obras de la carne (Ro. 8:13), tarea de purificación con la ayuda del Espíritu Santo.
V. SALARIO DEL PECADO. La muerte, en cualquiera de los sentidos anteriormente citados, se considera siempre como consecuencia penal del pecado; por ello, la humanidad pecadora está sometida a la muerte desde los días de Adán (Ro. 5:12). El Señor Jesús, el segundo Adán o renovador de la condición humana, se sometió a la muerte, llevando los pecados del mundo en la cruz para así anular su aguijón (Jn. 1:29; 1 Cor. 15:55; 1 Pd. 2:14). Y en tanto que la muerte física del Señor Jesús fue la esencia de su sacrificio, no fue la totalidad. Las tinieblas simbolizaron, y su clamor expresó, el hecho de que gustó por todos la amargura de la separación que representa la muerte en pecado; gráficamente se registran las palabras de Cristo en las que se considera «abandonado» o «desamparado» (Mt. 27:46). «Vemos a Jesús, quien por poco tiempo fue hecho menor que los ángeles, coronado de gloria y honra por el padecimiento de la muerte, para que por la gracia de Dios gustase la muerte por todos» (Heb 2:9).
Notemos que se puede escapar, aunque indignamente, de la vida mediante el > suicidio; pero nadie puede escapar de la muerte (Ap. 6:16; 20:14). La misma imposibilidad de huir de la muerte se ve en Heb. 9:27: «está establecido para los hombres morir una sola vez». Y en un contexto sobre las vaciedades de esta vida, Ecl. 3:2 nos dice que hay un tiempo (gr. kairós) señalado para dar a luz, y un tiempo señalado para morir. «Mejor es el prestigio que un buen perfume; y el día de la muerte, que el día del nacimiento. Mejor es ir a casa de duelo que a casa de banquete, porque aquello es el fin de todo hombre, y al que vive le sirve para reflexionar. Mejor es la tristeza que la risa, porque con un rostro triste se mejora el corazón. El corazón del sabio está en la casa del duelo; el corazón del necio, en la casa del jolgorio» (Ecl. 7:1–4). Véase HADES, INMORTALIDAD, SHEOL, RESURRECCIÓN, SUICIDIO.