INFIERNO

INFIERNO Término de origen latino (infernus que significa la parte de abajo) con que se traduce la voz hebrea Seol, y las griegas Hades, Gehenna y Tártaros (→ INMORTALIDAD).
Seol aparece en el texto hebreo del Antiguo Testamento sesenta y cinco veces. Se traduce en la RV por «sepulcro», «sepultura», «infierno», «profundo», «sima» y otras palabras. En la LXX se traduce por → HADES, nombre que los griegos aplicaron primero al rey del mundo invisible y posteriormente al lugar de los espíritus. El uso de Hades en vez de una transcripción de → SEOL demuestra que las dos palabras se consideraban como sinónimos, aunque siempre había una diferencia: para los griegos, al Hades lo gobernaba un dios independiente de los dioses del cielo y de la tierra; los hebreos creían que el Seol era parte del reino de Jehová (Sal 139:8; Pr 15:11). Los griegos pensaban que no existía salida del Hades, pero los piadosos hebreos, si bien contemplaban el Seol con cierto temor, esperaban salir de allí pues creían en la resurrección del cuerpo (Dn 12:2; Hch 26:6–8). Sin embargo, las ideas hebreas acerca del estado futuro siempre eran vagas; Pablo afirma que fue Cristo el que «sacó a luz la vida y la inmortalidad» (2 Ti 1:10).
Hades aparece once veces en el Nuevo Testamento. Cristo librará a su Iglesia del Hades (Mt 16:18). La doctrina del Nuevo Testamento en cuanto a la morada después de la muerte difiere mucho de la del Antiguo Testamento. El Nuevo Testamento afirma repetidas veces que los espíritus de los muertos redimidos se separan del cuerpo para estar con Cristo (Jn 14:2, 3; 17:24; 2 Co 5:8; Flp 1:23).
Para explicar esta diferencia entre los testamentos, algunos han sostenido que Cristo al bajar al Hades (Hch 2:27, 31) o a «las partes más bajas de la tierra» (Ef 4:9), proclamó allí las buenas nuevas de la redención efectuada en la cruz (1 P 3:18–20, → DESCENSO AL INFIERNO). Habiendo preparado un lugar en la casa de su Padre, «llevó cautiva la cautividad» (Ef 4:8), es decir, llevó al mismo cielo los santos redimidos que se hallaban en el Hades. Estos no habían ido antes al cielo porque si bien habían sido redimidos mediante el sacrificio de animales según la Ley del Antiguo Testamento, lo habían sido solo por promesa porque «la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados» (Heb 10:4). No hubo salvación completa sino hasta que Cristo derramó su propia sangre en la cruz. Desde entonces no hay redimidos en el Hades, sino solamente injustos en tormento.
Gehenna aparece unas doce veces en el Nuevo Testamento. Es la transcripción griega de → HINNOM, adoptada por los judíos después de la cautividad, y posteriormente por Jesús, para designar el lugar de tormento donde serán arrojados las personas reprobadas y los espíritus malignos. El Señor habla del Gehenna en términos solemnes y terribles (Mt 5:22, 29, 30; 10:28; 18:9; 23:15, 33; Mc 9:43–48; Lc 12:5; Stg 3:6). El Gehenna de los Evangelios y de Santiago se asemeja en mucho al Seol del Antiguo Testamento (Job 26:6), y parece ser sinónimo del «horno de fuego» de Mt 13:42; del «lago de fuego» de Ap 19:20; 20:10, 14, 15 y de la «perdición» de Ap 17:8, 11.
El «tártaros» que se traduce por incienso en 2 P 2:4, era el lugar de castigo según la mitología griega.
Bajo el gobierno de un Dios infinitamente santo, justo, sabio y amoroso, obligado por su propia naturaleza y por el cuidado que tiene del bienestar de su universo a expresar su aborrecimiento hacia el pecado, la existencia del infierno es una necesidad (Ro 6:23; 2 Ts 1:6–11; Ap 20:11–15). Los que son castigados en el infierno son criaturas libres, responsables, pecadoras e impenitentes, que han empleado mal el tiempo de prueba que se les ha concedido y rechazado la gracia que Dios les ha ofrecido. El gran deseo divino de librar a los hombres del infierno se manifiesta en la muerte de Cristo y en las amonestaciones dirigidas a los pecadores en la Biblia. Ninguna exégesis concienzuda de la Biblia puede hacer caso omiso del infierno.
Las penas del infierno consistirán en la privación de la presencia y del amor de Dios, la ausencia de toda felicidad, la perpetuidad del pecado, el remordimiento de conciencia por las culpas pasadas, la convicción íntima de ser objeto de la justa ira de Dios, y todos los demás sufrimientos del cuerpo y el alma que son los resultados naturales del pecado o los castigos estipulados en la Ley de Dios (Mt 7:21, 23; 22:13; 25:41; 2 Ts 1:9). Parece que el grado de los tormentos se medirá según el grado de la culpa (Mt 10:15; 23:14; Lc 12:47, 48). Este castigo será eterno, como lo será también la felicidad en el cielo. La →IRA DE DIOS nunca dejará de existir sobre las almas perdidas (Mt 25:46). Nada en todo el universo debe temerse tanto como una eternidad en el infierno.