ISRAEL, NACIÓN

ISRAEL, NACIÓN Desde muy temprano la anfictionía de las doce tribus se llamó indistintamente «hijos de Israel», «el pueblo de Israel» y «tribus de Israel». Pero también desde los comienzos existieron tradiciones separadas tanto del sur como del norte. En el sur, desde el mar Muerto hasta el límite con el territorio de los filisteos, quedaban las tribus de Judá y Simeón, que incluían clanes como los calebitas, otonielitas, jeramelitas y los ceneos. El resto de las tribus quedaron al norte a uno y otro lado del Jordán. Rubén estaba al este del mar Muerto sobre el límite norte de Moab, frente a Judá, pero formaba parte del norte. Al oeste del Jordán, y como un eslabón entre las tribus del sur y las del norte, quedaron Daniel y Benjamín. Los danitas decidieron emigrar al extremo norte y cedieron su territorio a los filisteos. Finalmente, Benjamín quedó asimilado en parte por el norte y en parte por el sur. Los moabitas, a la larga, conquistaron el territorio de Rubén.
Saúl, el primer rey, oriundo de Gabaa, de Benjamín, hizo un supremo esfuerzo por unir a todas las tribus bajo su gobierno central. Benjamín, tribu central, favorecía este propósito; pero circunstancias especiales echaron por tierra sus ambiciones. Sin embargo, David, del sur, lo logró. Durante los primeros siete años, David tuvo que limitarse a reinar únicamente en el sur. Las tribus del norte permanecieron fieles (más por sentimentalismo que por convicción) al heredero de Saúl. Pero al morir este, los del norte se sintieron peligrosamente huérfanos de autoridad y se sometieron gustosos al dominio davídico. Fue así, entonces, como por primera vez «los hijos de Israel» estuvieron todos bajo un solo gobierno central, cuya capital era Jerusalén. Es lamentable, pero esta unidad política solo se mantuvo durante los reinados de → DAVID y → SALOMÓN. De ahí en adelante dos naciones iniciarían su historia independiente aunque paralela: al norte, Israel, con su capital Samaria; al sur, Judá, con Jerusalén por capital.
La nación de Israel inicia su historia independiente con la rebelión de Jeroboam en el 931 a.C. La idea de ser gobernados indefinidamente por una dinastía sureña y desde una capital también del sur, no era nada atractiva para el núcleo norteño. Pasada la férrea dictadura salomónica, Jeroboam, que huyó de Salomón y se refugió en Egipto, regresó rápidamente y, apoyado por Egipto, organizó la rebelión de las tribus del norte contra Roboam, que ya gobernaba en lugar de Salomón, su padre. La falta de tacto de Roboam y la superioridad numérica del norte inclinaron la balanza en favor de los insurgentes. Ya en el trono, Jeroboam I estableció su capital en Siquem, ciudad central y religiosa pero indefensa. Luego se trasladó a Tirsa y esta fue la capital hasta la fundación de Samaria. Jeroboam I tomó todas las medidas políticas y religiosas necesarias para mantener la separación, se consagró al fortalecimiento de su reino como entidad permanente e independiente de toda influencia, e intentó la reconquista del sur. Puede decirse que esta fue la primera etapa, muy inestable por cierto, en la vida de la nueva nación. Durante los primeros cincuenta años tres dinastías fueron arrasadas por completo: Nadab, hijo de Jeroboam I, que pretendió sucederlo, fue asesinado por Baasa, un oficial, que reinó cuarenta y dos años. Más tarde cuando Ela, hijo de Baasa, quiso suceder a este, también fue asesinado con toda su familia por Zimri, uno de sus oficiales. Este último pereció pocos días después de haber ascendido al trono a manos del general Omri.

Turistas por el río Jaboc, en donde Jacob luchó con un ángel en la época de los patriarcas (Gn 32:22–32).

Una nueva etapa muy próspera y distinguida comienza para la nación israelita con el ascenso de → OMRI al trono. En adelante, las referencias a esta nación quedarían consignadas en los anales de los asirios mencionándola no como el «reino de Israel», sino como la «casa de Omri». Omri fundó la ciudad de Samaria y estableció allí su capital. Samaria sería luego tan famosa para Israel como lo fue Jerusalén para Judá. La dinastía de Omri duró apenas cuarenta y tres años (884–831 a.C.), pero hubo en ella cuatro reyes, tres de ellos fueron mundialmente famosos por sus actividades y valentía: Omri, Acab y Joram. Fueron días en que los reinos de Judá e Israel mantuvieron una estrecha amistad; celebraron alianzas y pelearon juntos guerras victoriosas. Fueron también los días en que profetas de la talla de Micaías, Elías y Eliseo ejercieron su ministerio.
Durante este período menudearon los triunfos de Israel sobre sus vecinos inmediatos, pero al mismo tiempo empezó a cernirse sobre la vida de la nación la fatídica sombra de los → ASIRIOS. Estos habían arreglado sus problemas intestinos, y se sentían capaces de conquistar las naciones del Occidente. Entonces, → ACAB reunió una coalición de reyes vecinos, a la que él mismo contribuyó con mil carros de guerra y diez mil soldados de infantería (muestra indudable de su poderío), y salió al paso de los asirios. Logró apagar los ímpetus conquistadores de estos en la famosa batalla de Qarqar (853).
Con la sangrienta revolución de → JEHÚ, a quien Eliseo ungió en secreto como rey de Israel, terminó la dinastía de Omri y comenzó para Israel un nuevo período que va del 842 al 745, todo bajo la nueva dinastía iniciada por Jehú. Este período se caracterizó, en su primera parte (842–786), por lo siguiente:

La fortaleza de Masada en la cumbre de una montaña, en donde un grupo de rebeldes judíos resistió hasta la muerte contra el ejército romano en 73 d.C. Cuando los romanos escalaron finalmente la montaña y traspasaron las defensas, los judíos se suicidaron para que no los capturaran.

1. La aniquilación de toda la descendencia de Omri, la cual se extendería hasta el reino de Judá.
2. La abolición del sistema de alianzas que había logrado conseguir la dinastía de Omri, y con el que dicha dinastía estuvo a punto de aunar nuevamente a las dos naciones.
3. La subordinación de Asiria bajo Salmanasar III.
Toda esta decadencia sucede bajo Jehú, quien estaba más interesado en la venganza que en la estabilidad y el fortalecimiento del reino.


Ramsés II de Egipto se postra ante sus dioses con una ofrenda. Muchos eruditos creen que este Ramsés fue el faraón gobernante en el tiempo del éxodo.

Los siguientes dos reyes, Joacaz (814–798) y Joás (798–782), poco pudieron hacer dentro de las condiciones que heredaron de Jehú. No obstante, la nación de Israel resurgió vigorosamente bajo la próspera, pacífica y larga administración de Jeroboam II (782–753) y bajo el corto reinado de su hizo Zacarías (753–752), con quien terminó la dinastía de Jehú y comenzó el trágico fin de la nación. Las profecías de Amós y Oseas muestran claramente la gran administración de Jeroboam II.
Después de esto, lo que restaba a Israel como nación eran escasos treinta años. Una serie de crímenes palaciegos (Salum mató a Zacarías, Manahem a Salum y Peka a Pekaía, el hijo de Manahem) y la deposición de Peka por Tiglat-pileser III de Asiria, para colocar en su lugar a su favorito Oseas (732–723), condujo a Israel rápidamente a su fin. A la muerte de Tiglat-pileser III, Oseas creyó poder independizarse de Asiria, y esto solo provocó la ira de Salmanasar V. Este sitió a Samaria, la cual finalmente cayó en manos de Senaquerib en el 722 a.C. Los israelitas fueron llevados al cautiverio y la nación desapareció definitivamente.