Mundo

En hebreo y griego, tanto como en castellano, este término no solo comporta sentidos distintos, sino que son varios los vocablos que lo definen en adición al término general > «tierra».
1. Vocabulario y uso.
2. Origen del mundo.
3. Conocimiento del mundo.
4. El mundo en relación con Dios.
5. Mundo presente.
6. Mundo venidero.
7. Fin del mundo.
I. VOCABULARIO Y USO. La palabra heb. gral. traducida por «mundo» es 8398 tébel, תֵּבֵל, que significa, en primer lugar, el material sólido sobre el que mora el hombre, y que fue formado, fundado, establecido y dispuesto por Dios; y en segundo lugar, sus habitantes; equivale al asirio tabulu, «tierra seca». Por lo general, la Sept. lo traduce por oikumene, οἰκουμένη, que significar «la tierra habitada». En el NT 3625 oikumene indica todo el mundo habitado (Mt. 24:14; Lc. 4:5), la «tierra» (Lc. 21:26; Ro. 10:18; Heb. 1:6; Ap. 3:10; 16:14), sus habitantes (Hch. 17:31; 19:27; Ap. 12:9) o el Imperio romano (Lc 2:1).
Hay pocas alternativas al heb. tébel, תֵּבֵל, para designar el mundo, entre ellas 2309 jédel, חֶדֶל, de una raíz que sign. «reposar, descansar», y de ahí «lugar de reposo, sepultura». Este término es utilizado en el libro de Isaías con ocasión de la recuperación de una enfermedad de > Ezequías, rey de Judá, cuando dijo: «Ya no veré a Yahvé en la tierra de los vivientes. Ya no contemplaré a ningún hombre entre los habitantes del mundo». Se cree que refleja una idea tomada de Egipto respecto al mundo sombrío de los difuntos (cf. Job 10:21, 22). Vuelve a aparecer en el Sal 17:14. Otra es 2465 jéled, חֶלֶד, de una raíz que sig. «deslizarse», referencia a lo efímero y transitorio de la vida (Sal. 49:1). Se traduce «vida» en Job 11:17; «edad» en Sal 39:5; «tiempo» en Sal 89:47. Y la tercera y última, 5769 olam, עוֹלָם, escrito también עֹלָם, prop. «escondido» en el sentido de «remoto»; tiene como sentidos derivados el adverbio «siempre», el adjetivo «perdurable» y el sustantivo «siglo» (Sal 73:12; Ecl. 3:11); correspondiente al gr. 165 aión, αἰών = «edad, período de tiempo, siglo, era», presente o futura (Mt. 12:32; Mc. 10:50; 3:28, 29; Lc. 18:30), con sus peligros y tentaciones (Mt 13:22; Lc. 16:8; 20:34; Ro. 12:2; 1 Cor. 1:20; 2:6, 8; 2 Cor. 4:4; 2 Ti. 4:10; Tit. 1:12; Gal. 1:4).
La lengua hebrea no tenía una palabra para la totalidad del mundo o universo, como el gr. kosmos, κόσμος; cuando quería expresar la totalidad del mundo visible, hacía uso de la expresión «cielos y tierra» (Gn. 1:1; 2:1; Ex. 31:17; Prov. 8:26; Jer. 10:12; 51:15; 1 Mac. 2:37); en ocasiones, «cielo, tierra y mar» (Ex. 20:11; Judit 9:17). La mentalidad hebrea presupone una cosmología dispuesta en varios estratos: de una parte, la tierra rodeada de agua sobre la que descansa; por encima, el firmamento o cielo, considerado como una cúpula sólida sobre la cual se extienden de nuevo las aguas.
En el NT la palabra 2889 kosmos, κόσμος, tiene varias acepciones principales. Primero, designa el universo en su totalidad, equivalente al «cielo y tierra» hebreo (Mt. 13:35; 24:21; Lc. 11:50; Jn. 17:5, 24; Hch. 17:24; Ro. 1:20). Segundo, los habitantes de la tierra (Mt. 5:14; Jn. 1:29; 3:16; 17:14, 25; Ro. 3:6, 19; 1 Cor. 4:9; Heb. 11:7; 2 Pd. 2:5; 1 Jn. 2:2). Tercero, la tierra, el lugar donde se desarrolla la vida humana (Mt. 24:14; Lc. 4:5; Heb. 1:6; Ap. 3:10). En su origen, kosmos se utilizaba solo para indicar orden, disposición, ornamento o adorno; los filósofos la aplicaron al mundo y desde los estoicos se extendió al lenguaje general. Por eso, en la época del NT ya había adquirido este nuevo significado de mundo ordenado (Mt. 13:35; Jn. 21:25; Hch. 17:24; Ro. 1:20), y por metonimia, la humanidad (Mt. 13:38; Mc. 16:15; Jn. 1:9; 3:19; 6:14; 16:21, 28; 21:25; Heb. 10:5). Pero también se utiliza para designar el mundo en contraste con el Reino de Dios (Mt. 16:26; Mc. 8:36; Jn. 18:36; 1 Cor. 3:22; 5:10; Ef. 2:2; Gal. 6:14; Stg. 4:4) y para la dispensación judía inaugurada en el Sinaí y clausurada en el Calvario (Ef. 1:4; 1 Pd. 1:20; Heb. 9:26).
II. ORIGEN DEL MUNDO. Contrariamente a las mitologías mesopotámicas, egipcia o cananea, la representación bíblica de los orígenes del mundo es de una gran sobriedad. No se sitúa en el plano del mito, sino en el del > tiempo. Dios crea el mundo mediante su palabra (Gn. 1:1; cf. Sal 8; 104; Prov 8:22–31; Job 38s), «habla y las cosas son» (Sal. 33:6–9). El mundo es una realidad distinta a su persona y en relación de dependencia frente a su Creador. Dios habita en el cielo (Sal. 2:4; 14:2); allí está situado su trono (Sal. 11:4; Sab, 18:15; Heb. 8:1); la tierra es el «estrado de sus pies» (Sal. 99:5; Mt. 5:35).
En el NT la creación del mundo-universo se atribuye al Padre y al Hijo (Jn. 1:10; Heb. 1:2), quien existía juntamente con el Padre desde antes de todo (Jn. 17:5). El mundo es resultado de la palabra divina (Heb. 11:3; Jn. 1:10), y por tanto, pertenece a su Creador (Sal. 24:1; 50:12). No se alterará en tanto que el Señor reine (Sal. 93:1; 96:10; 1 Cro. 16:30). Constituye a los ojos de todos los hombres una demostración de las perfecciones invisibles de Dios, y es suficiente para establecer la responsabilidad del hombre ante la realidad divina (Ro. 1:20).
III. CONOCIMIENTO DEL MUNDO. Por lo general, se ha supuesto que el conocimiento que se tenía del mundo, en cuanto tierra habitada, en los tiempos antiguos era muy limitado (Gn. 10). Esto parece ser cierto en referencia a la mayoría de la población, pero hay evidencias de que ciertos círculos preservaban y explotaban comercialmente un conocimiento mucho mayor que el del común de la gente, e incluso de los mismos comerciantes. La tierra comúnmente conocida en tiempos de los patriarcas y de Moisés parecía extenderse desde el golfo Pérsico hasta Libia, y desde el mar Caspio hasta el Alto Egipto. Es posible que se conocieran las tierras de Italia e incluso de España (Tarsis). También se tenía cierta noción del sur de Arabia, aunque se ha argumentado que en realidad las flotas de Salomón llegaban hasta la India por una parte, y hasta las Canarias por otra. Así, el marco y eje de la historia del mundo antiguo estuvo en el Oriente Medio.
En el curso del desarrollo de la historia del AT, los límites de este mundo no cambiaron demasiado, a pesar del ligero agrandamiento del horizonte geográfico. Antes del final de esta época, Media y Persia ascendieron a naciones de primera importancia. El Indo vino a ser el limite de la tierra conocida (Est. 1:1). Se conocía la existencia de Sinim (Is. 49:12). Al oeste, y bajo el reinado del faraón Necao, hubo navegantes que dieron la vuelta a África, sin por ello darse cuenta de la importancia de su expedición, que duró dos años. Lo que les pareció muy extraño fue ver que el sol se levantaba a su derecha (Heródoto, Geog. 4, 42). En Italia y en África del norte iba aumentando la población y se iba desarrollando lentamente la organización de la sociedad. Los mercaderes eran los que daban alguna noticia de los diversos pueblos. Ya hacia el final del período del AT, Grecia, con su resistencia a los persas, emergió a la luz de la historia.
Alejandro Magno contribuyó enormemente a incrementar los conocimientos geográficos de sus contemporáneos. Al este, sus ejércitos cruzaron el río Oxus (el Amu Daria actual), llegando a Afganistán y al sur de la India septentrional. Los romanos siguieron sus huellas. En la época de Cristo, el mundo conocido se extendía desde las Islas Británicas y España hasta el Irán y el Indo; de las Canarias y el Sáhara hasta los bosques de Alemania y las estepas rusas y Siberia. Se sabía que más allá de estos límites había regiones habitadas, pero no suscitaban demasiado interés por la falta de medios de comunicación. Cuando César Augusto ordenó el censo «de todo el mundo», quería decir de todo el Imperio romano (Lc. 2:1). No obstante, a pesar de la ignorancia humana, la Biblia nunca ha dejado de considerar todo el conjunto de la tierra. Dios la ha dado entera como don a la humanidad (Gn. 1:28); asegura al Mesías «los confines de la tierra» (Sal. 2:8), de la misma manera que promete al creyente «la herencia del mundo» (Ro. 4:13). De la misma manera, los discípulos de Cristo son llamados a ir «por todo el mundo y predicar el evangelio a toda criatura» (Mc. 16:15).
IV. EL MUNDO EN RELACIÓN CON DIOS. El mundo es bueno por ser creación de Dios (Gn. 1:28–31), razón por la cual proclama la bondad (Sal 8 y 104) y la sabiduría del Creador (Prov. 8:22–31). El hombre, cúspide de la creación, recibe de Dios el mandato de gobernar y someter el mundo, pero la situación se trastoca casi al instante por culpa del pecado, y entonces el mundo se torna en instrumento de la ira y el castigo divinos: el trabajo dejaría de ser un mero placer (Gn. 3:17–19); la tierra sería una maldición para los que desobedecen a Dios (Dt. 28:15–46).
Cristo vino par salvar al mundo caído (Jn. 3:17; 6:51), pero fue rechazado por él (Jn. 1:10; 14:17; 17; 25) y así se juzgó a sí mismo (Jn. 12:31; 16:33). El mundo, es decir, sus pobladores, la humanidad, crucificó al Señor de la gloria (1 Cor. 2:8), por quien había sido creado (Jn. 1:10). Pero en la sabiduría misericordiosa de Dios, que al mundo le parece necedad, la cruz de Cristo es la expresión más profunda del amor divino y de la salvación (1 Cor. 1:18–31; 3:19). «Porque de tal manera amó Dios al mundo [ton kosmon], que ha dado a su Hijo unigénito» (Jn. 3:16). Jesús quita el pecado del mundo (Jn. 1:29). Pone su vida en propiciación por los pecados de todo el mundo (1 Jn. 2:2). Es verdaderamente el Salvador del mundo (1 Jn. 4:14; Jn. 4:42). Se ofrece en sacrificio por la vida del mundo (Jn. 6:33, 51). La caída de los judíos ha llegado a ser la riqueza y la reconciliación del mundo (Ro. 11:12, 15). Dios estaba en Cristo, reconciliando consigo al mundo (2 Cor. 5:19).
Con todo, hay una parte del mundo que por su pecado, ceguera e ignorancia, se aleja de Dios y rechaza su gracia, quedando así a merced de Satanás, el «dios» de este mundo en sentido moral (Jn. 12:31; 14:30; 16:11; 1 Jn. 5:19). Los pecadores andan «según la corriente de este mundo» y no según Dios, verdadero Señor y Soberano (Ef. 2:2). La sabiduría del mundo, es decir, ajena y enemiga de Dios, considera el Evangelio una necedad, y a la inversa (1 Cor. 1:20–21), por cuanto el espíritu del mundo está enfrentado al Espíritu de Dios (1 Cor. 2:12). El mundo en su pecado aborrece abiertamente a Cristo y a sus discípulos en tanto que ama y escucha a los que son suyos (Jn. 7:7; 15:18, 19; 17:14; 1 Jn. 3:13; 4:5). Se ha cerrado para no recibir a Cristo, Palabra y luz de Dios (Jn. 1:5, 10; 3:19). Pero Jesús ha venido para iluminarlo y salvarlo (Jn. 12:46–47), por lo que el Espíritu actúa para convencerlo de pecado (Jn. 16:8). Finalmente, será juzgado junto a su príncipe (Jn. 16:8–11; 12:31). No puede recibir el Espíritu de verdad (Jn. 14:17; 17:9). Al no aceptar al Salvador, queda entonces reconocido como enteramente culpable ante Dios (Ro. 3:19). Esto tiene profundas consecuencias en cuanto a la actitud del creyente ante el mundo, que tiene dos aspectos:
Uno, la separación moral. De la misma manera que Jesús, sus discípulos no son de este mundo (Jn. 8:23; 17:16). Deben guardarse de sus contaminaciones (Stg. 1:27; 2 Pd. 2:20). Les es preciso huir de todo aquello que es del mundo y que no es del Padre: la concupiscencia de la carne, la de los ojos y la soberbia de la vida; así, no podemos amar al mundo, que pasa, pues equivaldría a un adulterio espiritual y a una rebelión contra Dios (1 Jn. 2:15–16; Stg. 4:4). Hay que estar en guardia para no ser condenados con él (1 Cor. 11:32). Por su carácter distinto, los creyentes sufren el odio del mundo y son objeto de tribulación, pero se sienten alentados porque Cristo lo ha vencido (Jn. 15:19; 16:33; 1 Jn. 4:4). El que ha nacido de Dios triunfa sobre el mundo por la fe (1 Jn. 5:4–5). Sin embargo, ello implica que el mundo esté crucificado para el cristiano, y él para el mundo (Gal. 6:14).
El segundo aspecto se refiere a la misión del creyente. La actitud cristiana respecto al mundo no puede ser negativa; su separación y desprendimiento no nace del desamor, sino del amor al mundo, pues el mundo presente no es lo que está llamado a ser, y es preciso trascenderlo para llevarlo a Dios, sabiendo que tendrá una transformación y restitución finales. El mundo actual tiene que creer mediante la unidad de los creyentes (Jn. 17:21), de quienes es campo de operaciones (Mt. 13:38). Las tinieblas son densas, pero los creyentes deben brillar como luminares en el mundo, llevando la Palabra de Vida (Fil. 2:15). Si cumplen su misión, serán semejantes a Noé, que por su fe «condenó al mundo» (Heb. 11:7): en efecto, mediante su predicación de justicia advirtió a sus contemporáneos de la catástrofe inminente (2 P. 2:5). El mundo en su conjunto —natural, animal, humano— será llevada a su plena perfección cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas (Hch. 3:21). Las criaturas gimen entre dolores de parto hasta el presente, en espera de la manifestación de los hijos de Dios (cf. Ro. 8:19–22). Mientras tanto, el cristiano tiene que dar testimonio, «a tiempo y fuera de tiempo; convence, reprende y exhorta con toda paciencia y enseñanza» (2 Ti. 4:2), practicando la justicia y haciendo el bien, compartiendo lo que tiene con los necesitados, «porque tales sacrificios agradan a Dios» (Heb 13:16; cf. Gal. 6:9; 2 Tes. 3:13).
V. MUNDO PRESENTE. Gr. hutos ho kosmos, οὗτος ὁ κόσμος, «este mundo». Corresponde al término gr. aión, αἰών, que significa «era, período de tiempo, siglo». En este sentido, el «fin del mundo» (Mt. 13:39; 24:3) no significa el fin del kosmos, que vendrá más tarde, sino el fin de la era presente. Un cierto pecado no será perdonado en este mundo, gr. aión, αἰών, «siglo», ni en el venidero (Mt. 12:32). Los cuidados de este siglo impiden que la semilla dé fruto (Mt. 13:22). La misma expresión «siglo» muestra el carácter breve y pasajero del mundo actual. El creyente tiene que considerar cuidadosamente la dicha de pertenecer a aquel cuyo Reino no participa del carácter de este mundo (cf. Jn. 18:36).
VI. MUNDO VENIDERO. Más correctamente «siglo venidero», conforme al original gr. aión, αἰών, que hace referencia al mundo futuro, a la nueva dispensación divina que se avecina, en la que el tiempo se subsume en la eternidad. Tendrá lugar a la segunda venida de Cristo, cuando los muertos resucitarán (Lc. 20:35; Ef. 1:21; 2:7; Heb. 6:5). Habiendo ya gustado del poder del mundo venidero, el creyente sabe adónde se dirige (2 Cor. 1:22; 5:1, 5; Heb 6:5).
VII. FIN DEL MUNDO. Según la concepción bíblica, el mundo viene de Dios y a Dios se encamina (Ro. 1:32; 1 Cor. 8:6). Ha tenido un principio (Lc. 11:50; Ro. 1:20) y se dirige hacia un fin (Mt. 13:40), no hacia la nada o el aniquilamiento, sino hacia la > recapitulación de todas las cosas en Cristo, un mundo nuevo, una transformación de la creación, un universo renovado. Esta creencia corresponde a la revelación cristiana anclada en esperanza del triunfo definitivo de Cristo como parte integrante de su misión salvífica. El triunfo de Cristo consiste en la manifestación plena del Reino de Dios con su victoria total sobre el pecado, el diablo y la muerte. Esta creencia no pertenece solamente al futuro escatológico, sino que es ya presente. Con Cristo ha llegado el Reino (Mt. 4:17; 11:2–6; Lc. 4:17–21; 7:22); la salvación ya se ha operado (Ro. 5:9; 11:14ss.; Ef. 2:13; 3:5; Col. 1:26; 2 Cor. 5:14ss.; 6:2); la muerte ha sido vencida (1 Cor. 15:20). Los cristianos poseen ya el Espíritu Santo como arras de la transformación gloriosa del ser humano en la resurrección (Ro. 8:23; 1 Cor. 1:22; 2 Cor. 5:5); Dios les da la victoria por medio de Jesucristo (1 Cor. 15:57). Sin embargo, el Reino de Dios en su forma plena y definitiva pertenece al futuro; ahora se encuentra presente en forma incipiente, espiritual, interna, como la levadura en la masa (cf. Mt. 13:33); en lucha, pero confiado en la victoria final. «Porque todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo; y ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe» (1 Jn. 5:4).
El «fin del mundo» aparece descrito con las imágenes del género > apocalíptico judío, a saber, trastornos cósmicos y sociales (Mt. 24:29), momentos de angustia semejantes a los dolores de parto de la mujer (Jn. 16:21), previos a «un cielo nuevo y una tierra nueva» (2 Pd. 3:11–13; Ap. 20–21). Entonces se habrá consumado la historia de la salvación, pero «el día o la hora nadie la conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre» (Mt. 24:36; cf. Hch. 1:7; 1 Ts. 5:1; 2 Pd. 3:10). Véase CIELO, CREACIÓN, ESCATOLOGÍA, ETERNIDAD, SIGLO, TIEMPO, TIERRA, UNIVERSO.