CELO

CELO La palabra «celo» en griego se dice que proviene de una raíz que nos remite a los significados de caliente, ferviente, entrar en ebullición. Celos traduce bien la palabra hebrea qin˓ah cuya raíz «designa el rojo que sale al rostro de un hombre apasionado». Según su motivo, el celo puede ser bueno (Sal 69:9; 2 Co 7:7), o malo (Nm 5:14; Hch 5:17).
En el Antiguo Testamento Jehová dice de sí mismo que es un Dios celoso (Éx 20:5; 34:14; Dt 5:9; Nah 1:2). En su celo por Israel, su pueblo, se autocompara a un esposo celoso por la conducta de su compañera. Esta perspectiva acerca de Dios nos indica que Él no actúa fríamente ante las situaciones. Su amor lo lleva al celo.
Jehová «se enciende» por el amor a los seres humanos y a su creación. Sus acciones, aun las más violentas, tienden a no mostrar su propio interés, sino su amor espontáneo.
Pero el eje del celo de Dios es su decidida oposición a la → IDOLATRÍA. No se encela por proteger su honor, como lo haría una persona engañada que trata de defender su dignidad lastimada tomando algún tipo de venganza. Dios exige la obediencia a la Ley no por el contrato en sí que denominamos → PACTO, sino porque cuando el pueblo rompe con la Ley y adora a otros dioses, esto produce innumerables víctimas.
El Nuevo Testamento no menciona que Dios es celoso, sino que el Hijo de Dios lo es (Jn 2:17). Sus hijos espirituales demuestran «celo santo» hacia la santidad de Dios y su reino (2 Co 7:11; 9:2; 11:2). Más frecuente en el Nuevo Testamento, sin embargo, es la mención del celo pecaminoso, que estorba las relaciones entre un cristiano y Dios (1 Co 3:3; Gl 5:20; Stg 3:14, 16).
El peligro en cuanto al celo humano por las cosas de Dios está en que podemos reproducir con mucha facilidad, bajo el manto de la defensa de la santidad de Dios, las prácticas que llevaron a Jesús a la cruz. Esto nos debe llevar a valorar las intenciones más profundas que nos mueven a actuar con celo. El celo santo por Dios y su obra debe mostrarse en una actitud flexible, autocrítica, de discernimiento de nuestros corazones. Y sobre todo, debe alimentarse con un profundo amor a Dios, a nosotros y al prójimo.