Pedro

Gr. 4074 Petros, Πέτρος; lat. Petrus, «piedra, roca».
1. Nombre.
2. Pedro en los Evangelios canónicos.
2.1. Vocación.
2.2. Personalidad.
2.3. Confesión.
2.4. Singularidad.
2.5. Vaticinio de las negaciones.
2.6. El lavamiento de pies.
2.7. La negación.
2.8. Después de Pascua.
3. Pedro en las Epístolas canónicas.
4. Pedro en los Hechos.
5. Pedro en la literatura apócrifa.
I. NOMBRE. Apóstol cuyo nombre figura en el primer lugar de todas las listas canónicas (cf. Mt. 10:2; Mc. 3:16; Lc. 6:14; Hch. 1:13). Aparece no menos de ciento treinta veces con todas sus denominaciones: veinticuatro veces como «Simón Pedro», tres como «hijo de Jonás» y el resto con el nombre simplificado de «Pedro». Su nombre propio era Simón (Simeón), relativamente corriente en aquella época, por lo que era necesario añadir algún apelativo que facilitara su identificación. Lo normal es que se hiciera mediante algún dato de orden familiar o social. Podía sesr la mención del padre, como sucede en el caso de > Bartolomé, dado que bar es un término arameo que significa «hijo». Lo mismo sucede en el caso de Pedro. Jesús le impuso el sobrenombre de > Cefas al encontrarlo por primera vez. Kephâs es la transliteración griega del arameo kephá, כֵּיפָא, que significa «piedra, roca».
La transcendencia del personaje hizo que las narraciones de los Evangelios, las de los Hechos y las mismas cartas de Pablo le prestaran una atención que no tiene paralelo con ninguna otra figura del NT y de los principios del movimiento cristiano. El mismo Juan el Bautista, a pesar del testimonio de Jesús sobre la categoría del Precursor, mayor que la de ningún nacido de mujer (Mt. 11:11), queda eclipsado en el NT y en la historia cristiana por la personalidad de Pedro.
De los tres discípulos íntimos de Jesús, Pedro es nombrado en primer lugar (Mt. 17:1; Mc. 5:37; 9:2; 13:3; 14:33; Lc. 8:51; 9:28); es el portavoz de los apóstoles y el primero en confesar que Jesús es el Mesías enviado por Dios (Mt. 16:16; Mc. 8:29).
II. PEDRO EN LOS EVANGELIOS. Entre los detalles acerca de la vida y la personalidad de Pedro, Mateo recoge en primer lugar la escena de su vocación al apostolado tras el relato de las tentaciones de Jesús. Conocida la noticia de la prisión de Juan el Bautista, Jesús se retiró a Galilea, donde empezó a predicar el mensaje nuclear de su doctrina. Y sin solución de continuidad, prosigue la narración, paseando a lo largo del mar de Galilea, vio a dos hermanos pescadores a los que llamó a seguirle. «Ellos, al instante, dejando las redes, le siguieron» (Mt. 4:18–20 par.).
Simón Pedro era hermano de Andrés e hijo de Jonás, todos ellos pescadores en el lago de Genesaret (Mt. 4:18; Mc. 1:16; Lc. 5:3ss.). El llamado que les dirigió Jesús hacía referencia a su profesión, que a partir de ahora tendría una dimensión trascendente. El mar sería el mundo; sus redes, la palabra; su pesca, los hombres. Pedro era natural de > Betsaida, población situada a las orillas del lago de Tiberíades, pero pasó a residir en Capernaúm con su familia (Mt. 8:14; Lc. 4:38).
2.1. Vocación. Cada evangelista narra la vocación de Pedro con diferentes matices. Marcos repite la escena con palabras casi idénticas a las de Mateo (Mc. 1:16–18). Lucas cuenta la decisión de Pedro dentro del marco de la pesca milagrosa. La gente se agolpaba junto al lago «para oír la palabra de Dios». Jesús vio dos barcas, cuyos dueños estaban lavando las redes. Subió sin más a la de Simón Pedro, que le sirvió de cátedra para enseñar a las muchedumbres. Terminada la alocución, pidió a Simón que remara mar adentro y echara las redes para la pesca. Simón Pedro, fiel a su personalidad, replicó: «Maestro, toda la noche hemos estado faenando y no hemos pescado nada, pero en tu palabra echaré las redes». Así lo hicieron aquellos pescadores, y capturaron tal cantidad de peces que las redes se rompían. Llenas las dos barcas con la pesca, corrían el riesgo de hundirse. Simón Pedro, incapaz de contemplar el maravilloso suceso en silencio, se postró de rodillas ante Jesús. La respuesta de Jesús fue la equivalencia de la llamada en los relatos de Mateo y Marcos: «No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres. Y sacando a tierra las barcas, dejaron todo y le siguieron» (Lc. 5:1–11). El plural en la mención de las barcas incluye en el verbo «siguieron» a los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, que eran socios de Simón.
La escena de la vocación ofrece nuevos detalles en el texto del Evangelio de Juan. Dos discípulos del Bautista le oyeron decir mientras señalaba a Jesús: «He aquí el cordero de Dios». Uno de aquellos dos era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Andrés encontró en primer lugar a su propio hermano Simón y lo llevó a Jesús, el cual le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Jonás, tú te llamaras Cefas (que quiere decir Pedro)». Fue el primer encuentro de Pedro con el Maestro, quien anunció ya su cambio de nombre, un gesto que presagiaba un destino nuevo (Jn 1:40–42). En Cesarea de Filipo hará Jesús una exégesis explicativa de ese cambio. Así lo cuenta el Evangelio de Mateo, que habla ya desde la perspectiva de un tiempo muy posterior al contexto histórico de la vida y la predicación de Jesús.
Pero del conjunto de los relatos de la vocación de Pedro se obtiene abundante información sobre el personaje. Era, en efecto, pescador, hermano de Andrés, natural de Betsaida, socio de Santiago y Juan, de reacciones tan prontas como generosas, de difíciles silencios, de sinceridad sin condiciones. Se granjeó muy pronto la confianza de Jesús. A pesar de los riesgos de sus hipérboles y temeridades, le caía bien al Maestro, tanto que lo hizo testigo obligado de sus más secretas intimidades.
2.2. Personalidad. Los > Sinópticos notifican que Pedro estaba casado y que tenía su hogar en Capernaúm. En aquella casa yacía su suegra aquejada de fiebre, que fue sanada por Jesús (Mc. 1:29–31 par.). Si hemos de dar fe al relato de Marcos, aquella casa era la vivienda de Simón y de Andrés. El dato indicaría que Andrés era soltero y vivía con su hermano, con quien compartía las labores de la pesca. Según la más estricta literalidad del relato de Lucas, ambos hermanos, junto con los hijos de Zebedeo, compartieron la decisión de dejarlo todo y seguir a Jesús (Lc. 5:11).
Después de la muerte del Bautista y de la primera multiplicación de los panes, el Evangelio de Mateo refiere la escena de Jesús caminando sobre la superficie del mar. Los discípulos iban solos en la barca cuando se levantó una de las tempestades que turban con frecuencia la placidez habitual del lago de Galilea. Jesús vino hacia ellos caminando en la noche sobre el mar. Los apóstoles, pensando que era un fantasma, se pusieron a gritar. Pero Jesús los tranquilizó identificándose. Entonces Pedro le dijo: «Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas». Pedro caminó, en efecto, sobre la superficie del agua hasta que sopló el viento con fuerza. Tuvo entonces miedo y comenzó a hundirse. Jesús lo salvó no sin reprocharle su falta de fe (Mt. 14:24–33). La escena dejaba en pocas pinceladas el perfil de la personalidad de Pedro, su generosa disponibilidad y sus cambios de humor.
2.3. Confesión. En una ocasión hablaba Jesús de la pureza interior con palabras un tanto misteriosas: «Lo que entra en la boca no es lo que hace impuro al hombre, sino lo que sale de la boca eso es lo que hace impuro al hombre» (Mt. 15:11). Los discípulos comentaban la reacción de los fariseos, pero Pedro interpeló a Jesús diciendo: «Explícanos esta parábola». Este afán de Pedro de no dejar sin respuesta las preguntas de Jesús está en la base de su confesión solemne en los territorios de Cesarea de Filipo y en la no menos solemne intervención de Jesús, al menos según el tenor literario del texto. Al preguntar Jesús, primero, sobre la opinión de la gente sobre su persona, después sobre la de sus discípulos, una vez más fue Pedro el que respondió: «Tú eres el Cristo, el hijo de Dios vivo». Las palabras de Pedro agradaron a Jesús hasta el punto de provocar una solemnísima promesa introducida por un macarismo: «Dichoso eres, Simón, hijo de Jonás, porque la carne y la sangre no te lo han revelado, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán [katiskhísousin] contra ella. Te daré las llaves del reino de los cielos: lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt. 16:13–19 par.). Esta escena tiene más de reflexión teológica que de crónica de sucesos. Pero el concepto de Pedro como cabeza de la Iglesia estaba ya bien arraigado cuando se escribía el Evangelio de Mateo, que es único de los Sinópticos que recoge la reacción de Jesús a la confesión del apóstol.
Inmediatamente después, prosigue el texto de Mateo con el primer anuncio de la pasión. No debió de ser del agrado de los discípulos, pero Pedro rompió su silencio expresando una opinión no solicitada. Y el mismo que en Cesarea de Filipo calificaba a Pedro de iluminado por el Padre, ahora lo califica nada menos que de Satanás. Tanto la reprensión de Pedro a Jesús como la de Jesús a Pedro fueron de tono subido. La cuestión suscitada quedaba zanjada por Jesús con términos inequívocos: «Apártate de mí, Satanás, me escandalizas, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres» (Mt. 16:21–23).
2.4. Singularidad. Pedro estuvo presente en la escena de la > transfiguración de Jesús, descrita por los tres evangelistas sinópticos con abundancia de detalles y buena carga teológica (Mt. 17:1–9 par.). El acontecimiento era lo suficientemente importante como para que Jesús se lo reservara a sus tres discípulos predilectos, Pedro, Santiago y Juan. Ante el silencio de sus dos condiscípulos copartícipes de confidencias, Pedro tomó la palabra para proponer una estancia continuada en la cumbre con sendas tiendas para Jesús y los aparecidos Moisés y Elías. Marcos comenta el detalle diciendo que Pedro “no sabía lo que decía porque estaban espantados” (Mc 9:6). El tenor de los textos produce la impresión de que el apóstol reacciona en consonancia con sus sentimientos primarios. La trascendencia de su propuesta y sus lógicas consecuencias no hallaban acomodo en los parámetros de su reflexión.
En Capernaúm los cobradores del impuesto se dirigieron a Pedro para preguntarle: “¿Es que vuestro maestro no paga la didracma?” Era un asunto propio del grupo, pero los perceptores abordaron a Pedro, como Pedro fue también con el que Jesús debatió la cuestión. Se trataba de un tributo que todo israelita cabeza de familia tenía que pagar “para la obra de la casa de Dios” (Neh. 10:33–34). Pedro fue también el gestor de la operación, culminada con la moneda encontrada milagrosamente en la boca de un pez (Mt. 17:24–27), que sirvió para que Jesús y Pedro cumplieran con la obligación del tributo.
Está claro que según la literalidad de los textos, una condición esencial de la profesión apostólica era la generosidad. Las escenas de la vocación en los Sinópticos insisten en constatar que los llamados seguían a Jesús abandonando la profesión, la barca y hasta a su padre (los hijos del Zebedeo). Lucas lo resume en el término panta (todo). Pedro, siempre Pedro, hace a Jesús la pregunta pertinente: “Nosotros lo hemos dejado todo (panta) y te hemos seguido, ¿qué habrá, pues, para nosotros?”. Jesús les augura tronos, el ciento por uno y la vida eterna. Como los buenos alumnos, Pedro logra oportunos complementos a la enseñanza del maestro.
2.5. Vaticinio de las negaciones. Una escena en la que Pedro se manifiesta a corazón abierto es la del vaticinio de las negaciones. Mateo y Marcos la sitúan en el contexto de Getsemaní. Iban de camino cuando Jesús les habló del escándalo que se cernía sobre todos los apóstoles. El ambiente era de pesadumbre, pero Pedro no aceptaba ni siquiera la posibilidad del escándalo: «Aunque todos se escandalicen de ti, yo jamás me escandalizaré». Como siempre, hablaba más el sentimiento y el deseo que la razón. La respuesta de Jesús agravaba y personalizaba los presagios. El cariño de Pedro hacia su maestro se adelantó al frío funcionamiento de la razón: «Aunque tenga que morir contigo, de ningún modo te negaré» (Mt. 26:30–35 par.). Marcos recoge el detalle de que Pedro insistía más y más en su actitud.
Para Lucas la escena tiene lugar durante la sobremesa de la cena pascual. Jesús se dirige a Pedro para augurarle una prueba, de la que se verá libre gracias a la plegaria de su maestro. Pedro refleja una vez más en su reacción su personalidad: «Señor, estoy dispuesto para ir contigo no solo a la cárcel sino a la muerte». A estas generosas palabras sigue el vaticinio de sus negaciones (Lc. 22:31–34), que ocupaban un amplio espacio en el recuerdo y la preocupación de los primitivos cristianos, tanto como para que el mismo Juan se hiciera eco del suceso en el relato de su Evangelio.
Lo mismo que Lucas, Juan recoge también la escena en medio de la larga alocución que siguió a la Última Cena. Jesús dejaba entender que se estaba despidiendo de los suyos. Una vez más, Pedro expresa su voluntad de morir por su Señor, pero este reitera su vaticinio con exactitud matemática y cronológica (Jn. 13:36–38).
2.6. El lavamiento de pies. En el contexto de la cena de Pascua, Jesús realizó un gesto conmovedor, el lavamiento de los pies. Cuando Jesús, jofaina y toalla en mano, se disponía a lavar los pies a Pedro, este rechazó el servicio con una mezcla de sorpresa e indignación. Jesús le respondió: «Lo que yo hago no lo comprendes ahora, pero lo entenderás más adelante». Quizá ninguna escena refleje el carácter maximalista de Pedro y su lealtad incondicional a la voluntad de su maestro (Jn. 13:1–11).
Otro suceso, común a los cuatro evangelistas, fue el anuncio de la traición de Judas (Jn 13:21–27), algo que llenó de tristeza a los apóstoles. Simón Pedro hizo señas para que se investigara la identidad del traidor. Jesús se lo indicó al discípulo amado mediante el gesto de dar a Judas un bocado de pan mojado en la salsa.
2.7. La negación. Las escenas de Getsemaní debieron de impresionar profundamente a los primeros cristianos. Jesús aparecía en su vertiente humana, dominado por un terror que le hizo sudar sangre según advierte el médico Lucas (22:24). Los discípulos, incluidos los más íntimos Pedro, Santiago y Juan, se sintieron vencidos por el sueño a pesar de las repetidas advertencias de Jesús. El que se manifestaba dispuesto a morir por su maestro, tuvo que oír de él un reproche directo (Mc. 14:37). Todos dormían, pero la advertencia iba dirigida al que tanto había presumido de valiente.
Sigue la escena del prendimiento. Los tres Sinópticos cuentan que uno de los que estaban con Jesús echó mano de la espada e hirió a un criado del sumo sacerdote cortándole una oreja. Es Juan quien declara el nombre del atrevido. El carácter y la buena voluntad de Pedro iban ordinariamente por delante de su reflexión. La acción de Pedro revestía una inexcusable gravedad. Jesús ordenó a su impetuoso discípulo que metiera la espada en la vaina (Jn 18:10–11).
Consumado el prendimiento de Jesús, «todos los discípulos lo abandonaron y huyeron» (Mt. 26:36). Pedro siguió de lejos tras la comitiva hasta el palacio del pontífice. Los tres evangelistas sinópticos refieren detalladamente las negaciones de Pedro. Los tres fuerzan el suceso un tanto artificialmente para que se cumplan las tres negaciones vaticinadas por Jesús. Según Mateo y Marcos, el canto del gallo fue el detalle que refrescó la memoria de Pedro. En el relato de Lucas, fue la mirada del Señor la que hizo que Pedro se acordara del preciso vaticinio. Y «saliendo fuera lloró amargamente».
Los cuatro evangelistas coinciden en referir el anuncio de las negaciones de Pedro. Y coinciden también en el relato de su cumplimiento. Los Sinópticos constituyen una versión con ligeras variantes entre ellos. El Evangelio de Juan conocía el vaticinio de las tres negaciones previas al canto del gallo. En consecuencia, lo acomoda a la narración de los sucesos. Una novedad que añade es la noticia de que el «otro discípulo», que acompañaba a Pedro en su peripecia, era conocido del pontífice. Por ello intervino para facilitar a Pedro la entrada en el palacio. La portera fue la primera que se encaró con el impetuoso pescador señalándolo como seguidor del prisionero. Pedro protestó sin titubeos: «No soy», y así tres veces. Entonces «el gallo cantó» (Jn. 18:15–17, 25–27).
2.8. Después de Pascua. El que había estado activamente presente en distintas escenas de la vida de Jesús tenía que estarlo igualmente en las jornadas de su muerte y resurrección. El ángel dijo a las mujeres junto al sepulcro vacío que fueran a anunciar la resurrección de Jesús a los apóstoles, especialmente a Pedro (Mc. 16:7). Lucas señala que cuando las mujeres contaron a los apóstoles los detalles de la tumba vacía, ellos pensaron que se trataba de desatinos. Pero Pedro se levantó y fue corriendo al sepulcro, donde comprobó la verdad de lo que ellas habían anunciado (Lc. 24:9–12). Este detalle recuerda la reacción de Pedro y Juan ante el anuncio de María Magdalena. La mujer regresó corriendo desde el sepulcro, y hacia el sepulcro salieron también a la carrera los dos apóstoles. El cuarto evangelista, escondido tras el la expresión «el otro discípulo», cuenta que corría más rápido que Pedro y que llegó antes al monumento, pero no entró hasta que este se presentó (Jn. 20:1–8). El primero por definición fue en esta ocasión el segundo por imperativos excusables de la edad. Pero «el otro» le cedió el privilegio de entrar el primero en la tumba vacía y comprobar la verdad del anuncio hecho por las mujeres.
Ciertamente, el cuarto Evangelio contiene relatos exclusivos que enriquecen con subidos quilates el conocimiento que tenemos de Pedro por los textos. El capítulo 21 sigue a un colofón y remate de la obra que tiene todo el aspecto de un final absoluto. Los dos versículos finales del capítulo 20 hacen referencia a «otros signos» realizados por Jesús, pero que «no están escritos en este libro». Lo escrito tiene la finalidad explícita y confesa de proporcionar las bases para una fe en la mesianidad de Jesús y su filiación divina, como preludio y presupuesto para “la vida”.
Pero después de este evidente final, viene un capítulo muevo unido con poca fortuna al texto del Evangelio por un vago metá taûta = «después de estas cosas». Los acontecimientos están presentados en una narración estructurada en tres escenas, de las que Pedro es el protagonista indiscutible. Después de una referencia cronológica de tan escasa precisión, el evangelista señala a los actantes, a los que sitúa en un marco geográfico inconfundible: Jesús, los discípulos, el mar de Tiberíades, la playa, la mañana. Los discípulos habían estado trabajando durante la noche, pero no habían pescado nada. De pronto, allí mismo, en la playa, aparece Jesús. El crucificado, ya resucitado, estaba otra vez con ellos. Los reparos en reconocerlo se disiparon cuando se identificó a su manera. Lo hizo con una señal de su poder, un semeîon, que corregía y compensaba la incapacidad de los discípulos, pescadores de profesión.
En la primera escena, deja el evangelista claro el absoluto protagonismo de Pedro. No solamente figura a la cabecera de los siete discípulos presentes, sino que es quien lleva la iniciativa en los gestos comunes. Pedro toma la decisión de salir a pescar. Los demás lo siguen. El discípulo a quien amaba Jesús interpretó la señal de la pesca sobreabundante y se la tradujo a Pedro: «Es el Señor». Pedro, genio y figura, no tuvo paciencia para llegar a la orilla en la barca, y eso que solo estaban a doscientos codos de distancia, es decir, a menos de cien metros. Se vistió la túnica y se arrojó al mar para llegar antes a tierra, donde estaba Jesús.
Pedro volvió a subir a la barca y realizó la operación de arrastrar la red con la abundante pesca. Cuando bajaron a tierra, encontraron la sorpresa del desayuno (áriston) que Jesús les tenía preparado. Sobre unas brasas se asaba un pescado que el mismo Jesús les repartió con el pan correspondiente. Al parecer, todos sabían ya con quién estaban comiendo. Las dudas y las sorpresas habían dejado lugar a una gozosa certidumbre. De forma un tanto artificial, el narrador cuenta que los discípulos no se atrevían a preguntarle sobre su identidad, pues estaban convencidos de que era el Señor.
La segunda escena viene a ser un mano a mano de Jesús con Pedro. El esquema del texto tiene todas las trazas de una réplica de las negaciones, aunque en sentido contrario. Allí había negado Pedro tres veces todo conocimiento y trato con Jesús. Ahora era el momento de invalidar y neutralizar aquel gesto mediante una triple protesta de fidelidad, exigible a quien había de ser el nuevo pastor del rebaño de Cristo. La versión literal del pasaje contiene algunos pequeños detalles no registrados por las versiones:
“Cuando desayunaron, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas (agapâs, diligis) más que éstos?» Le contesta: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero (philô, amo)». Le dice: «Apacienta (boske) mis corderillos (arnía). Por segunda vez le dice: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas? (agapâs)». Dícele: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero (philô)». Le dice: «Pastorea (poímaine) mi rebaño (próbata)». Por tercera vez le dice: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? (phileîs)». Se entristeció Pedro porque le había dicho por tercera vez «¿me quieres? (phileîs)» y le dice: «Señor, tú lo sabes todo, tú conoces que te quiero (philô)». Le dice Jesús: «Apacienta (boske) mi rebaño (próbata)». De los distintos verbos que en griego significan «amar», se emplean aquí agapao y phileo. El primero es el que ha pasado al griego moderno con el significado de «amar»; el segundo, «amar con amor de amistad», con el sentido de «besar».
Sigue un solemne vaticinio (amén, amén), en el que Jesús contrapone la juventud con la vejez de Pedro: cuando era joven, se ceñía y caminaba adonde quería; cuando envejezca, extenderá sus manos para que otro lo ciña y lo lleve adonde no querrá. La perícopa termina con un imperativo programático: «Sígueme» (en presente de sentido habitual).
La tercera escena (Jn. 21:20–23) recoge unos hechos que dejaron un recuerdo muy señalado en la piedad cristiana. El mismo texto da testimonio de ese impacto, provocado por las misteriosas palabras de Jesús referidas al «discípulo que Jesús amaba, el que durante la cena se recostó sobre el pecho» del Señor. Pedro quiere indagar sobre él, pero Jesús responde con un lenguaje críptico: «Si quisiera que permaneciera hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme». Unas palabras misteriosas y la longevidad de Juan testimoniada por los apócrifos dieron margen para que surgieran sospechas de una eventual inmortalidad. El que estaba por encima del tiempo y de la historia podía convertir a una criatura pasajera en un ser inmortal.
Los Evangelios, con sus numerosas referencias a Pedro, dejaban preparada su figura para nuevas exaltaciones. Las noticias o tradiciones, recogidas tanto en los Hechos canónicos como en los apócrifos, no hacen sino confirmar la sensación de los datos de su convivencia y trato con Jesús. Y ello al margen de la discutible historicidad de muchos datos bíblicos.
III. PEDRO EN LAS EPÍSTOLAS CANÓNICAS. Es lógico suponer que una persona tan importante en los orígenes de la Iglesia debe aparecer de algún modo en las epístolas del NT. Y aunque los focos de interés de estas apuntan a situaciones distintas, es Pedro el que en ellas aparece con los perfiles de persona referencial y paradigmática. Lo que Pedro hace o piensa es argumento importante en cualquier clase de debate.
La primera de las cartas a los corintios habla en cuatro pasajes de Pedro, identificado siempre con el nombre de Cefas. Pablo expresa su preocupación por una situación preocupante en la iglesia de Corinto, en la que se dan actitudes contrarias al espíritu cristiano. Pablo habla de cismas (skhísmata) y discordias (érides). Todo está provocado por la tendencia a banderías y partidismos (1 Cor. 1:12). Pablo reprende estas conductas, que minan la unidad que debe reinar entre los hermanos. Un caso similar es el reflejado un poco más adelante (1 Cor. 3:22). Todos los predicadores de la fe son de Cristo, y Cristo es de Dios. Frente a las discordias y a las disensiones, concordia y unidad.
La primera carta a los Corintios es de las más entrañables de Pablo. Se nota que escribía a unos destinatarios de quienes conocía tanto virtudes como defectos. Necesitaba, además, hacer su propia apología, término utilizado por el mismo Apóstol en un pasaje en el que pone como en una balanza sus méritos y derechos frente a los de otros apóstoles. Es entonces cuando informa que Pedro y otros apóstoles viajan acompañados por sus mujeres. Pablo da a entender que en aquel momento él lleva una vida célibe (1 Cor. 9:5). Cefas le sirve a Pablo como referencia para el desarrollo de su argumentación.
El primer testimonio bíblico sobre la resurrección es el contenido en 1 Cor 15. Cronológicamente es anterior a las relaciones de los Evangelios con una carga intencionada de doctrina. Pablo habla de transmitir lo que a su vez ha recibido. La esencia de su testimonio queda cifrada en cuatro verbos: Cristo murió, fue sepultado, resucitó, se apareció. Resume los relatos evangélicos de la pasión de Jesús y sus consecuencias. Pero amplía el verbo dedicado a la expresión de las apariciones. Y ahí señala en primer lugar que «se apareció a Cefas» (1 Cor 15:5). Después, solo después, se apareció a los Doce. Y luego a más de quinientos hermanos de una sola vez; después se apareció a Santiago, y luego a todos los apóstoles; después de todos, se apareció también a Pablo. Nada dice la carta de las mujeres, protagonistas en la mañana de la resurrección. Pero Pablo da claro testimonio de que entre los que tenían que ser testigos de la resurrección de Jesús, Pedro tenía el privilegio de haber sido el primero.
Otra de las epístolas paulinas que hacen referencias a Pedro es la dirigida a los fieles de Galacia, considerada por los críticos como auténticamente paulina. El Apóstol de las gentes se siente obligado a hacer una apología de su persona, su misión y su evangelio. Recuerda su faceta de perseguidor de la Iglesia, de la que se convirtió en apóstol por la gracia de Dios. Reconocía que para los fieles de Judea era un perfecto desconocido, del que comentaban que el antiguo perseguidor era ahora predicador de la fe que antes pretendía destruir. Necesitaba por lo tanto rehabilitar su memoria y buscar la recomendación de los apóstoles más conocidos. Ésa fue la finalidad de su viaje a Jerusalén, donde tuvo buen cuidado en visitar (historesai) a Cefas, con quien permaneció quince días. Después fue a ver a Santiago, el hermano del Señor. Con todo, Pablo se esfuerza en demostrar que el Evangelio por él predicado no es cosa de hombres, sino que lo recibió por revelación del mismo Jesucristo (Gal. 1:11–19).
Pablo reconocía que el tema era importante y merecedor de cuidadoso trato y detenida atención. Se alarga, pues, en detalles del viaje en el que buscaba el apoyo de los otros apóstoles. Recordaba que de la misma forma que Pedro había recibido el encargo de difundir el Evangelio entre los de la circuncisión, lo había recibido él para predicarlo entre los gentiles. Quería, sin embargo, contrastar su evangelio con los que parecían ser algo en la comunidad. Logrado su propósito, proclama con satisfacción que «cuando Santiago, Cefas y Juan, los que parecían ser las columnas, conocieron la gracia que me había sido concedida, nos dieron a Bernabé y a mí la mano en signo de comunión, para que nosotros nos dirigiéramos a los gentiles, y ellos a los de la circuncisión» (Hch. 2:9). Pedro era cabeza y representante de una forma de entender el Evangelio, como Pablo se consideraba mentor de la actitud de apertura y cambio.
La importancia y la influencia de Pedro fue el motivo y la raíz del episodio conocido como «incidente de Antioquía» (Gal. 2:11–14). Cuando fue Pedro a Antioquía, Pablo se enfrentó a él cara a cara porque lo juzgó digno de reproche. La razón era su actitud cambiante, que podía sembrar dudas entre los cristianos. No había tenido reparos en comer con los gentiles, pero empezó a retraerse porque habían llegado algunos fieles de parte de Santiago, ante los que sintió miedo. La autoridad de Pedro podía deshacer la obra de Pablo y Bernabé. Así era Pedro y lo seguía siendo. Pero Pablo le echó en cara con toda la razón su peligrosa conducta, poco coherente con la doctrina que «había parecido bien al Espíritu Santo y a los apóstoles» (Hch. 15:28).
Por lo demás, el nombre de Pedro aparece en la dedicatoria de las dos cartas canónicas que se le atribuyen. Pero ambas son tardías y abrigan una mentalidad ajena a los postulados conocidos por el propio apóstol. Pero su atribución es una prueba más de la importancia del personaje en los orígenes del cristianismo. El detalle indica que su autor pretendía dar a su texto garantías de una autoridad creciente en la comunidad cristiana. El confidente de Jesús era una figura suficientemente apreciada para que sus enseñanzas fueran aceptadas como las de un maestro con las más valiosas credenciales.
IV. PEDRO EN LOS HECHOS. Los Evangelios tienen una continuación natural en los Hechos de los Apóstoles, considerados como la segunda parte de la obra del tercer evangelista. El título de los Hechos no responde en realidad a su contenido. De la mayoría de los apóstoles no existe en ellos otra noticia que el registro de sus nombres en la lista o catálogo de Hch 1:13. En la primera parte, apenas se cuentan otros detalles que los discursos de Pedro y ligeras alusiones a los hijos de Zebedeo y a Santiago el hermano del Señor. Luego, aparece de forma insistente y casi exclusiva Pablo. Sus viajes, su predicación, sus problemas ocupan la segunda parte de la obra. Pero en los capítulos primeros, sigue Pedro estando presente y activo como figura indiscutible.
El que fuera protagonista de los Evangelios, sujeto y objeto de sus relatos, había desaparecido de la escena para convertirse en objeto referencial de la nueva sociedad. Jesús el Mesías es ahora el Señor, cuyo recuerdo constituye el tema nuclear de la evangelización. La tarea que los apóstoles tienen por delante queda definida en los textos de la misión. Para Marcos era la voluntad expresa de Jesús que fueran por todo el mundo para predicar el Evangelio a toda criatura (Mc. 16:15). Lo que Marcos y Mateo expresaban en los epílogos de sus Evangelios, lo precisa Lucas en el umbral de los Hechos: «Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra» (Hch. 1:8). La evangelización era fundamentalmente un testimonio. Así lo entendía Pedro y así lo expresó en su discurso del día de Pentecostés (Hch. 2:32).
Desaparecido, pues, Jesús de la escena de los Hechos, el protagonismo pasa a los apóstoles, pero con unos horizontes muy limitados. Porque la realidad es que dos personajes ocupan la atención de Lucas de una manera preferencial. En la primera parte de la obra, es indiscutiblemente Pedro el protagonista de los sucesos. Todas las iniciativas de alguna trascendencia corren de su cuenta, y es él quien las ejecuta.
La primera fue la elección del sucesor de Judas. La lista de los Doce había sufrido la merma de uno de sus miembros, el traidor. Los once mencionados en Hch 1:13, encabezados siempre por Pedro, debían recuperar la cifra sacralizada. La gestión del proceso fue obra de Pedro en su planteamiento, su justificación y su ejecución. El corto pero denso discurso de Pedro acabó en el sorteo de los candidatos, cuyo resultado fue la designación de > Matías (Hch. 1:15–26).
En el gran día de Pentecostés, Pedro dirigió a los «judíos y a todos los habitantes de Jerusalén» un discurso con amplias resonancias (Hch. 2:14ss ). Un nuevo discurso de Pedro a los israelitas tuvo su marco en la visita que Juan y él hicieron al Templo (Hch. 3). Allí encontraron a un tullido de nacimiento que les pidió limosna. Pedro y Juan actuaban en común, según el texto: Subían al Templo, entraban en su recinto, fijaban los ojos en el tullido. Pero fue Pedro el que respondió a la súplica del mendigo (Hch. 3:6). El milagro fue argumento suficiente para que acudiera una muchedumbre, a la que Pedro dirigió otro discurso lleno también de alusiones bíblicas, basado en los datos fundamentales de la vida de Jesús. La conclusión quedaba condensada en el llamado profético a la conversión (Hch. 3:4, 12; 4:8).
El discurso de Pedro al pueblo provocó el revuelo suficiente como para que las autoridades tomaran cartas en el asunto y detuvieron a los apóstoles. Sometidos a interrogatorio, se vieron obligados a dar explicaciones sobre el milagro realizado en la persona del tullido. Pedro les dio cumplida respuesta con un breve discurso que venía a ser un testimonio sobre la misión salvadora del Nazareno (Hch. 4:15–19).
En el contexto de la vida común de los fieles, que depositaban todo a los pies de los apóstoles para que lo repartieran entre los necesitados, aparece la historia de los esposos > Ananías y > Safira, que habían vendido una propiedad (ktema). Al entregar a los apóstoles el producto de la venta, reservaron parte de su precio con engaño. Aunque el texto explica que los esposos habían depositado el dinero a los pies de los apóstoles, fue Pedro el que les abordó para echarles en cara su mentira. Podían vender el campo y guardar para ellos todo el dinero, pero no «engañar al Espíritu Santo». Tal engaño tuvo la trágica consecuencia de la muerte. Y el testigo de cargo había sido una vez más Pedro (Hch. 5:3–9).
El prestigio de Pedro llegaba hasta el extremo de que los creyentes sacaban a la calle a los enfermos en sus lechos para que su sombra los cubriese, con lo que todos quedaban curados (Hch. 5:16). A pesar de las advertencias y amenazas de las autoridades, los apóstoles, que habían sido liberados de la prisión por el ángel, volvieron a las andadas. El mismo ángel les había ordenado que «predicaran al pueblo todas las palabras de esta vida» (Hch. 5:20). Llevados nuevamente a la cárcel, tuvieron que oír la reprimenda correspondiente, a la que respondieron: «Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch. 5:29).
El diácono Felipe llevó el mensaje evangélico a Samaria con notable éxito. Al enterarse de ello, los apóstoles enviaron allí a Pedro y a Juan. Al ver > Simón el mago los maravillosos efectos de la comunicación del Espíritu Santo por obra de los apóstoles, quiso adquirir con dinero aquellos poderes. Pedro se encaró con Simón para recriminar su idea de adquirir con dinero el poder de Dios (Hch. 8:20). Fue el primer encuentro entre Pedro y Simón el mago, lo que se repetirá de forma reiterada a lo largo del ministerio de Pedro, según el testimonio de los Hechos apócrifos. El detalle es tan destacado que los editores clásicos de los Hechos apócrifos de los Apóstoles titulan los Hechos de Pedro como Hechos de Pedro con Simón.
Los Hechos canónicos de Lucas refieren detalladamente dos milagros realizados por Pedro. Uno, en la persona de un paralítico, llamado Eneas, que llevaba ocho años postrado en una camilla (Hch. 9:34). El otro fue la resurrección de la joven discípula > Tabita en Joppe, donde luego permaneció Pedro durante varios días (Hch. 9:36–43).
Un episodio narrado con abundancia de detalles y clara intención doctrinal es la conversión del centurión > Cornelio (Hch. 10). Pedro tuvo una visión que le mostró la necesidad de abrir las puertas a la gentilidad en la persona de Cornelio. Así lo comprendió el apóstol y así se lo explicó a los presentes, primero dando los detalles de su venida, luego en una sencilla alocución en la que una vez más repasaba los puntos esenciales del kerigma. Las circunstancias de la conversión de Cornelio fueron conocidas por otros hermanos, que no pudieron evitar el sentirse escandalizados por algunos detalles del suceso. Cuando Pedro subió a Jerusalén, tuvo que mostrar los términos de aquella sorprendente conducta. Después de sus minuciosas explicaciones, los que habían promovido el debate callaron y glorificaron a Dios (Hch. 11:18).
La persecución desencadenada por Herodes Agripa (Hch. 8) dio con Pedro en la prisión, de la que fue liberado por «el ángel del Señor». La última aparición de Pedro en los Hechos de Lucas tiene lugar en el denominado Concilio de Jerusalén, durante el cual defendió la tesis de la apertura del Evangelio a la gentilidad (Hch. 15:11).
La historia no añade mucho a lo que se sabe de Pedro por el NT. Hay buenas razones para admitir la tradición que afirma que fue crucificado en Roma en la época en que Pablo fue decapitado, hacia el año 68 d.C.
V. PEDRO EN LA LITERATURA APÓCRIFA. Es un hecho que la tan conspicua presencia de Pedro en los Evangelios, se esfuma cuando la personalidad de Pablo hace su aparición en la historia de la Iglesia naciente. Lucas sigue entonces la estela de Pablo desde sus primeros viajes hasta su llegada a Roma. Pero era lógico que la piedad cristiana siguiera apegada al recuerdo del jefe de sus maestros, al primero y más autorizado testigo de la obra de Jesús. Las leyendas de la literatura apócrifa son el desarrollo natural de los Hechos canónicos de los Apóstoles. Como en otros casos de los libros apócrifos, los autores de esta literatura ofrecen a la piedad cristiana material abundante para su curiosidad.
En este sentido, la figura de Pedro está reflejada en las numerosas obras que glosan su vida apostólica y su martirio. Si todos los apóstoles eran dignos de aprecio y atención, lo era con mayor razón el primero de todos, el preferido de Jesús, el verbo señero de la comunidad primitiva, la piedra sobre la que Jesús prometió edificar su Iglesia (Mt. 16:18).
La literatura apócrifa llena los silencios de los libros canónicos. Carecía oficialmente del carisma de la inspiración y del reconocimiento de escritos sagrados. La etiqueta de apócrifos les añadía una mayor dosis de descrédito. A pesar de todo, fueron la fuente de tradiciones que reflejaban las creencias corrientes de la comunidad cristiana en una época de signo constituyente. Esta afirmación es válida particularmente en el caso de los primeros Hechos apócrifos de Pedro, unos de los cinco primeros Hechos apócrifos de los Apóstoles, junto con los de Andrés, Juan, Pablo y Tomás.
Los Hechos apócrifos de Pedro (HchPe) fueron compuestos con toda probabilidad entre los años 170 y 190. Una razón apodíctica es que su autor conocía los Hechos de Pablo (HchPl), mencionados por Tertuliano en su obra De baptismo, publicada en el año 197. No mucho después fueron traducidos del griego original al latín, lengua en la que los conoció y usó el poeta cristiano Commodiano, que escribía alrededor del año 250 (Carmen apologeticum, vv. 626 y 629s.). Los HchPe se han conservado en la versión latina de los Actus Uercellenses (AV), hallados en el monasterio italiano de Vercelli. Del original griego se conservan los capítulos del martirio en los códices A (Athos, monasterio de Vatopedi, del s. XI) y P (Patmos, del s. IX). El inicio del ms. A se corresponde con el c. 30 de los AV; el del ms. P con el c. 33 de los AV. El uso litúrgico de los martirios explica que se hayan conservado en la lengua original.
Los HchPe son la fuente de la que dependen muchas de las tradiciones recogidas y ampliadas en la literatura apócrifa posterior. En la terminología de la investigación se ha extendido la denominación de Hechos apócrifos «menores» para los Hechos posteriores y dependientes de los cinco primitivos. Pero esa etiqueta nada tiene que ver ni con sus méritos literarios ni con su extensión. Algunos de ellos, como los de Felipe o los de Juan, presuntamente escritos por su discípulo Prócoro, son de una notable longitud y poseen páginas de indudable valor estético. En la concepción de Erbetta, se trata de un tercer anillo concéntrico, después del primero que es la Sagrada Escritura y el segundo formado por los referidos cinco Hechos antiguos.
Obras posteriores reflejan tradiciones contenidas en las primitivas y las amplían con gran libertad. Un dato que los apócrifos tienen interés especial en destacar es la unión de Pedro y Pablo, tan esencial que las fiestas de ambos acabaron celebrándose en el mismo día. Los HchPe empiezan con tres capítulos en los que Pablo es el único protagonista. El detalle ha hecho pensar a algunos investigadores, entre ellos A. Harnack, que podría tratarse de fragmentos desplazados de su lugar original. Otro aspecto característico de los HchPe es el enfrentamiento de Pedro con Simón el mago, tan destacado por R. A. Lipsius en su edición de estos Hechos, hasta el punto de que les pone como título Actus Petri cum Simone (Hechos de Pedro con Simón), aunque el debate entre el apóstol y el mago no es, ni con mucho, el único episodio de la obra.
El primer fragmento considerado como componente de los originales HchPe es el contenido en el papiro 8502, 4 de Berlín, que trata sobre el episodio de la hija de Pedro. Refiere el texto que un domingo llevaban a Pedro multitud de enfermos para que los curara. Uno de los presentes se encaró con el apóstol y le preguntó cómo era que curando a tanta gente, no se preocupara de su hija, enferma de parálisis. Tenía, en efecto, uno de los costados totalmente paralizados. Los Hechos apócrifos de Nereo y Aquiles conocen el caso y saben que el interpelante era un discípulo fiel, de nombre Tito (HchNerAq 5, 1).
Pedro respondió exponiendo la teoría de que nada hay imposible para Dios, pero realizó luego la práctica de curar a su hija haciéndola levantarse y caminar. Hecha la demostración, mandó a su hija que volviera a su lugar y permaneciera enferma, porque eso era útil para todos. No lo creían así los presentes, que se echaron a llorar y suplicaban a Pedro que le devolviera la salud. Pedro tuvo que justificar su actitud contando la visión que había tenido el mismo día en que su hija vino al mundo. El Señor le dijo entonces que la niña causaría mucho daño si permanecía sana. Cuando fue mayor, se prendó de ella un hacendado de nombre Ptolomeo. La falta de un folio en el papiro nos priva de conocer el desarrollo de los acontecimientos. Cuando se reanuda el relato, los criados de Ptolomeo traían a la muchacha y la depositaban a la puerta de la casa de Pedro. Estaba paralítica de todo un costado de su cuerpo.
No quedó ahí la historia. Ptolomeo tuvo tanta pena y derramó tantas lágrimas que se quedó ciego. Estaba pensando en ahorcarse cuando vio un gran resplandor y oyó una voz que le recomendaba ir a casa de Pedro para resolver su problema. Y mientras contaba todo lo que le había sucedido, recobró la vista tanto del cuerpo como del alma. Convertido a la fe de Pedro, comunicó a otros el don de Dios. Luego, cuando murió, legó en su testamento un lote de campo a nombre de la hija de Pedro. En franca alusión a la historia de Ananías y Safira (Hch. 5:1–11), Pedro decía: «Yo vendí el campo, y del producto no me he quedado con nada». El texto del papiro explica luego que Dios da a cada uno lo que le conviene. Y termina con el dato de que Pedro dirigió una exhortación a los presentes y distribuyó a todos el pan.
Otro fragmento, considerado como perteneciente a los primitivos HchPe, es el conocido como «la hija del hortelano». Forma parte de la epístola del Pseudo Tito, en la que se trata de la hija única de un jardinero que pidió a Pedro rogara por ella. Pedro dijo al padre que Dios le otorgaría lo que fuera más conveniente para el alma de la muchacha. Pero la joven cayó muerta al instante. El anciano padre suplicó a Pedro que la resucitara. Y así sucedió. Pero no muchos días después entró en la casa un hombre que se fingió creyente, sedujo a la joven y desapareció con ella; la pareja no volvió a aparecer (D. De Bruyne, “De dispositione sanctimonii”, Rev. Bén. 37 [1925] 48–74).
El martirio de Pedro fue provocado por su predicación sobre la castidad, que apartó a mujeres importantes de la convivencia con sus maridos. Una de ellas dio aviso a Pedro del peligro que le acechaba. El apóstol trataba de huir de Roma cuando le salió al encuentro Jesús, que se dirigía a la ciudad para ser otra vez crucificado. La escena está recordada en la iglesia del Quo vadis? junto a la Vía Apia, no lejos de las catacumbas de San Calixto. Pedro comprendió la intención de Cristo y regresó a Roma, donde fue detenido por el prefecto Agripa y condenado a morir en una cruz.
Considerándose indigno de morir como su Maestro, pidió a sus verdugos que lo crucificaran cabeza abajo (HchPe 37). El detalle está recogido en otros apócrifos, como en los Hechos de Pedro y Pablo atribuidos a Marcelo, conocido por los HchPe. El autor de este apócrifo refiere cómo unos varones ilustres, junto con el mismo Marcelo, “tomaron a escondidas el cuerpo de San Pedro y lo depositaron debajo del terebinto, cerca del arsenal, en un lugar llamado Vaticano” (HchPePl 84, 1).
Unidos en vida, ambos apóstoles acabaron unidos en una fiesta común. Este apócrifo termina recordando que «se terminó la carrera de los santos apóstoles y mártires de Cristo, Pedro y Pablo, el día 29 del mes de junio».