MARÍA MAGDALENA

Gr. María he Magdalené, Μαρία ἡ Μαγδαληνή, así llamada prob. por ser de > Magdala, ciudad de pescadores de la costa del mar de Galilea, entre Cafarnaúm y Tiberíades (Mt. 27:56, 61; 28:1; Mc. 15:40, 47; 16:1, 9; Lc. 8:2; 24:10; Jn. 19:25; 20:1, 18). Los autores del Talmud, en su desdén hacia los nazarenos [cristianos], se refieren a Miriam Megadela, Megadelá, מְגַדֵלָא, haciendo derivar su nombre de gadal, גָּדַל, que significa «cabello crespo de mujer», en el sentido de «adúltera».
María Magdalena aparece en la tradición cristiana como una figura especialmente vinculada con Jesús. Cierta literatura > gnóstica la ha convertido en su amante, pero en un sentido espiritual, no físico, porque la gnosis suele ser contraria a la experiencia y cultivo del amor sexual. El hecho de que no llevara unido el nombre (apellido) de su padre o su marido, sino el de su ciudad, indica que era independiente: no estaba sometida a otras personas y tenía autonomía para formar parte del grupo de Jesús. No sabemos cómo conoció a Jesús. Lc. 8:2 dice que él la había liberado de siete demonios. Algunos han dicho que podía ser pagana, pero es muy improbable, no solo por su origen (Magdala era una ciudad judía, aunque debía ser lugar de encuentro con pescadores y comerciantes paganos), sino porque los primeros discípulos de Jesús fueron judíos. De todas maneras, el hecho de que fuera judía o pagana es secundario. Lo que importa es su función mesiánica, como discípula-compañera de Jesús, y especialmente como iniciadora de la experiencia pascual.
María formó parte del círculo más íntimo de los discípulos de Jesús, formado por > doce varones, que simbolizaban las tribus de Israel, pero que tenía también otros componentes, varones y mujeres, quizá más importantes que los Doce. Todos los seguidores itinerantes, varones y mujeres, eran íntimos de Jesús: con él andaban, comían y dormían en los campos y aldeas.
La tradición más tardía ha pensado que esta mujer había sido prostituta y que los demonios que Jesús había expulsado de ella estaban vinculados con tal oficio. Pero los Evangelios no dicen nada de eso, a no ser que la identifiquemos con la mujer de Lc. 7:37–39, lo que es casi imposible. De todas maneras, aunque la Magdalena hubiera sido prostituta, ello no sería deshonroso en sentido cristiano, pues el mismo Jesús dijo a los sacerdotes y escribas de Jerusalén: «Las prostitutas os precederán en el Reino de los cielos» (cf. Mt. 21:31–32). Solo desde el siglo II se le llama prostituta, para destacar la misericordia de Jesús con ella.
La temprana tradición cristiana se dividió en dos bloques a la hora de diferenciar las distintas Marías que aparecen en los Evangelios. Los Padres griegos distinguieron tres personas: 1) la pecadora de Lucas 7:36–50; 2) la hermana de Marta y Lázaro (Lc. 10:38–42; Jn. 11:3) y la propia María Magdalena. Por otro lado, la mayoría de los latinos sostuvieron que estas tres personas fueron una y la misma. Posteriormente, los reformadores protestantes creyeron que eran dos, y tal vez tres personas distintas.
La primera mención de María Magdalena (Lc. 8:2) sigue poco después del relato de la unción de los pies de Jesús por una «pecadora» en una ciudad de Galilea (Lc. 7:36–50). Tal es la razón para creer que estos dos pasajes se refieren a la misma persona y hacer pasar a María Magdalena por una mujer de mala vida, pero de la forma en que Lucas la introduce y caracteriza, después de la escena de la mujer «pecadora», tiene necesariamente que desprenderse la conclusión de que las distingue entre sí. En cuanto a la posesión de la que habla Lucas, «siete demonios», no sabemos qué forma habría tenido.
Al principio del ministerio de Jesús en Galilea, empezó a acompañar a los Doce y a las mujeres que ayudaban al Señor y sus discípulos con sus bienes, o parte de ellos (Lc. 8:1–3), para el sostenimiento de su vida ambulante. «Con ello hace Jesús caso omiso, sin preocuparse por el juicio de la opinión pública, del punto de vista del judaísmo, según el cual las mujeres no podían ser objeto de la misma instrucción religiosa que los hombres, por ser seres espiritual y moralmente inferiores» (J. Schmid).
La importancia de la Magdalena está en su presencia a los pies de la cruz (Mc. 15:40; Mt. 27:56; Jn. 19:25; Lc. 23:49). Ella, con otras mujeres y con el Discípulo Amado, ha visto morir a Jesús, aunque no ha podido enterrarle (pues no tiene autoridad para hacerlo, cf. Mc. 15:40, 47; 16:1–8). Estuvo sentada ante el sepulcro cuando fue depositado en él el cuerpo de Jesús (Mc. 15:47; Mt. 27:61), y fue el primer testigo reconocido de la resurrección (Mc. 16:9; Jn. 20:11–17). Según el Evangelio de Juan, la Magdalena se acerca dos veces al sepulcro de Jesús. Primero sola, ya que quizá ha dejado atrás a «la otra María» y demás compañeras, que según Mateo iban con ella (Mt. 28:1), entretenidas con la búsqueda de perfumes. Se adelanta sola, pero actúa como representante de todos los discípulos que aman a Jesús. Cuando encuentra que la piedra de entrada del sepulcro ha sido quitada, con una mirada al interior se da cuenta de que el cadáver ya no está allí y no piensa que Jesús haya resucitado, sino que su cuerpo ha sido robado por manos desconocidas. Regresa entonces presurosa a Jerusalén a advertir de ello a Pedro y al discípulo amado (Jn. 20:1, 2), representantes oficiales de la comunidad, que corren hacia el sepulcro y descubren que está vacío y se marchan. La Magdalena se queda en el huerto del sepulcro, con la intención de honrar a un muerto (a un cadáver), cuando Jesús se le muestra como vivo, jardinero del nuevo jardín de la vida y que le llama por su nombre (Jn 20, 16–18). Ella tiene el honor de ser el primer testigo del Jesús resucitado (Mc. 16:9; Jn. 20:11–17), en contraste con lo que dice Pablo: que se apareció primero a Pedro (1 Cor 15:5). Pablo escribe desde una perspectiva masculina que no recoge la presencia de las mujeres. Ella es, según eso, la primera portadora del mensaje cristiano y resulta lógico que, en sentido simbólico, haya sido identificada con la mujer de la unción de Mc. 14:3–9.
En un primer momento, María ha ido al sepulcro para honrar a un cadáver, como han hecho a lo largo de los siglos las mujeres de todo el mundo. Pero su búsqueda de un cuerpo se transforma en el encuentro con una persona amiga que la acoge y se deja tocar, aunque le ruega que no lo retenga, que es el sentido de las palabras de Jesús: «No me toques» (Jn. 20:17), pues tiene una misión para ella: «Ve a mis hermanos, y diles…» (Jn. 20:17).
Respondiendo a las interpretaciones sesgadas de algunos exegetas, parece claro que María amó a Jesús, pero también le amaron otros, pues, como dice Josefo, «aquellos que le amaron le siguieron amando tras la muerte» (Ant 16, 3, 63), de manera que no tenemos fundamento para decir que ella hubiera sido la mujer secreta o la amante de Jesús, pues se hubiera sabido. La Magdalena fue, sin duda, de los que amó a Jesús, pero hacer de ella la novia o la esposa de Jesús es pura fantasía.
Ciertamente, el Evangelio apócrifo de Felipe afirma que «el Señor amaba a María más que a todos los discípulos y la besaba en la boca repetidas veces» (Ev. Felipe 55). Pero ese mismo texto interpreta a María como Sophía, es decir, como expresión del aspecto femenino de Dios, no como persona de carne y hueso, con lo cual excluye todo matrimonio carnal entre Jesús y María. Más aún, ni este Señor del Ev. de Felipe, que besa a María en la boca, es el Jesús histórico, ni María es la persona real de la que hablan los Evangelios canónicos. Ambos son figuras del amor eterno, expresión y signo de la hierogamia original. Por eso, los que toman este pasaje para poner de relieve los supuestos amores carnales de Jesús, no saben entender los textos. Las relaciones entre Jesús y María Magdalena fueron, sin duda, mucho más carnales que lo que supone este pasaje, pero nada nos lleva a suponer que han de entenderse en sentido matrimonial. El > celibato de Jesús nos sitúa en otra línea. Sea como fuere, la figura de María Magdalena fue muy importante en la Iglesia, como mujer capaz de amar y de entender las implicaciones del amor de Jesús, y no como una simple figura de lo femenino que debe perder su feminidad y convertirse en varón para ser discípula de Jesús, como supone el otro pasaje básico de los evangelios de línea gnóstica que tratan de ella: «Simón Cefas les dice: Que María salga de entre nosotros, pues las hembras no son dignas de la vida. Jesús dice: He aquí, le inspiraré a ella para que se convierta en varón, para que ella misma se haga un espíritu viviente semejante a vosotros varones. Pues cada hembra que se convierte en varón, entrará en reino de los cielos» (Ev. Tomás 114; cf. Gn. 3:16).