Pecado

El heb. no tiene un término específico para el concepto «pecado», sino diversos vocablos tomados de la vida ordinaria del pueblo y de las relaciones humanas: tropiezo, falta, iniquidad, rebelión, injusticia, maldad, malicia, etc., que del terreno secular fueron pasando al religioso.
1. Terminología.
2. Naturaleza y alcance del pecado.
3. Origen y raíz del pecado.
4. Consecuencias del pecado.
5. Jesús y el pecado.
I. TERMINOLOGÍA. 1. Heb. 2403 jataah, חֲטָאָה = «pecado, culpa», omisión contraria a la Ley, aparece unas 293 veces en el AT. El matiz de este vocablo es perder el camino o no dar en el blanco (155 veces), de la raíz jatá, חטא = «errar». El deber es representado en la Escritura como un camino o senda a seguir; por tanto, el pecado es salirse de esa senda, transgredir el camino de los mandamientos divinos (Ex. 9:27; 1 Sam. 2:25; 2 Sam. 12:13), apartarse de ellos, casi siempre en el contexto de la alianza: «Israel ha pecado. Han quebrantado mi pacto que yo les había mandado» (Jos. 7:11).
2. Estrechamente relacionado con el vocablo anterior está el término: heb. 5753 awah, עוה, «torcer, desviarse del camino, pervertir»; indica una acción voluntariamente contraria a la norma recta (Sal. 31:1; 51:7; Miq. 7:19; Is. 65:7). El pecado es, por tanto, un acto de rebelión, que se expresa con los siguientes términos:
3. Heb. peshá, פְּשַׁע, que indica rebelión contra un superior (1 R. 12:19; 2 R. 8:20), es quizá el más fuerte y expresivo de todos. Implica una violación de los derechos ajenos. Utilizado en sentido profano expresa la rotura de un pacto, la violación de un contrato individual o colectivo (Gn. 31:36; 50:17; 1 R. 12:9; Am. 1:3, 6, 11, 13). Es un término característico de la predicación profética para designar la «rebelión» del individuo o de la nación contra Dios (Is. 1:2; 43:27; Jer. 2:29; 3:13; Ez. 18:31; 20:38; Os. 7:13; 8:1; Sal. 51:11). Predomina en él el aspecto volitivo del pecado, es decir, la libre decisión de la voluntad en el acto de pecar. Se aplica también a la rebelión contra Dios (Is. 1:2; Jer. 2:29; Am. 4:4; Os. 7:13; Prov. 28:2; 29:22).
4. Heb. 4784 marah, מרה, «contender, rebelarse» contra la autoridad divina (1 R. 13:21; Sal. 105:28; 107:11; Prov. 28:2; 29:22; Is. 1:2; Jer. 2:29; Am. 4:4; Os. 7:13). El pecado implica desconfianza de Dios, el Creador, y una voluntad de engaño, traición, amotinamiento (Sal. 2:1).
5. Heb. 205 awén, אָוֶן = «iniquidad, dolor, vanidad, esfuerzo sin resultado, ruina, miseria». En sentido despectivo se refiere a la > idolatría (cf. Is. 41:29). Como término general significa injusticia en sentido jurídico (cf. Miq. 2:1; cf. Is. 1:13), falsedad y engaño (Sal. 36:3; Zac. 10:2).
6. Heb. 817 asham, אָשָׁם = «pecado, ofensa», que conlleva culpa (Gn. 26:10; Jer. 51:5). En la mayoría de los casos se refiere a la compensación que se paga para satisfacer al damnificado, o bien la «ofrenda por la culpa» (Nm. 5:7–8; cf. Lv. 5:18; 7:5, 7; 14:12–13). Se aplica al Siervo sufriente de Yahvé, que pone «su vida como sacrificio por la culpa» (Is. 53:10).
7. Heb. 5999 amal, עָמָל = «mal, pena, daño, maldad, trabajo», hace referencia al sufrimiento que el pecado causa al pecador, o bien a los problemas que provoca en otros. «He visto que los que aran iniquidad [awen] y siembran sufrimiento [amal] cosechan lo mismo» (Job 4:8; cf. Dt. 26:7; Sal. 140:9; Jer. 20:18; Hab. 1:3).
8. Heb. 5771 awón, עָוֹן = «perversidad, iniquidad», derivado de la raíz 5753 awah, עוה, «torcer, actuar perversamente»; árabe awa. Awón presenta el pecado como perversión, tanto de la voluntad como de la Ley (Is. 59:12; Ez. 36:31). El Siervo de Yahvé «carga con los pecados», es decir, con las iniquidades y perversiones (Is. 53:11).
9. Heb. 5674 abar, עבר = «transgredir, quebrantar, sobrepasar». Frecuentemente hace referencia a la infracción de las condiciones de la alianza: «¿Por qué traspasáis el mandato de Yahvé?» (Nm. 14:41; cf. 1 Sam. 15:24; Os. 8:1).
10. Heb. 7451 rá, רַע = «mal, adversidad, calamidad», de la raíz 7489 raá, רעע, «arruinar, quebrar». En casiones hace referencia a los aspectos destructivos del pecado. En la mayoría de los casos significa algo que es moralmente malo o dañino (1 Sam. 30:22; Est. 7:6; Job 35:12; Sal. 10:5).
11. Heb. 7563 rashá, רָשָׁע, «malo», a menudo en sentido jurídico (1 R. 8:47; Job 9:29; 10:7, 15); designa al impío, al criminal, al malvado (Gn. 18:23, 25; Ex. 23:1; Prov. 19:28; 25:5; Jer. 12:1; Ez. 3:18ss). En general expresa la turbación y desasosiego (cf. Is. 57:21) en que viven los malvados y causan a otros (Girdlestone). En los libros sapienciales es el término más empleado para indicar a los pecadores, en oposición a los justos y a los sabios (Sal. 1:4, 6; 3:8; 7:9; 10:2; Prov 3:33; 4:14; etc.). La LXX traduce este grupo de términos hebreos con el vb. gr. hamartano, ἁμαρτάνω, y nombres derivados 540 veces.
Los principales términos usados en el NT son:
1. Gr. 266 hamartía, ἁμαρτία, lit. la acción de errar el blanco, utilizado especialmente en plural para indicar diversas acciones culpables. Común en las expresiones «confesión de pecados» (Mt. 3:6; Mc. 1:5; 1 Jn. 1:9) y «perdón de los pecados» (Mt. 26:28; Mc. 1:4; Lc. 1:77; 3:3; 24:47; Heb. 5:1; Col. 1:14). A menudo San Pablo lo usa en singular para indicar una fuerza o fuente interna de ciertos actos (p.ej. Ro. 3:9; 5:12, 13, 20; 6:1, 2; 7:7, 8, 9, 11, 13), un poder que actúa por medio de los miembros del cuerpo, aunque el asiento del pecado esté en la voluntad (Ro. 5:21; 6:6, 12, 14, 17; 7:11, 14, 17, 20, 23, 25; 8:2; 1 Cor. 15:56; Heb. 3:13; 11:25; 12:4; Stg. 1:15). En el Cuarto Evangelio, el término en singular designa una disposición interior permanente del hombre y de la humanidad (Jn. 8:21; 9:41). El vb. 264 hamartano, ἀμαρτάνω, «pecar», describe la acción de Judas para con Cristo (Mt. 27:4); del hijo pródigo contra su padre (Lc. 15:18, 21); de varios personajes del Evangelio de Juan (Jn. 5:14; 8:11; 9:2, 3); de la humanidad en general y de los cristianos en particular (Ro. 2:12; 3:23; 5:12, 14, 16; 6:15; 1 Cor. 7:28–36; 15:34; Ef. 4:26; 1 Ti. 5:20; Tit. 3:11; Heb. 3:17; 10:26; 1 Jn. 1:10; 2:1; 3:6, 8, 9; 5:16) y de los ángeles respecto a Dios (2 Pd. 2:4). El adjetivo hamartolós, ἁμαρτωλός, «pecador», se usa muy frecuentemente como nombre. En los Evangelios Sinópticos aparece utilizado con cierta frecuencia por los fariseos referido a los > publicanos o cobradores de impuestos, y a las mujeres de mala reputación (cf. Lc. 7:37; 19:7).
2. Gr. 265 hamártema, ἁμάρτημα, indica un acto de desobediencia a la Ley divina. Gral. se usa en pl. (Mc. 3:28; Ro. 3:25; 1 Cor. 6:18; 2 Pd. 1:9); en singular se utiliza para el pecado imperdonable contra el Espíritu Santo (Mc. 3:29).
3. Gr. 3900 paráptoma, παράπτωμα, prim. «paso en falso, caída». En sentido moral denota infracción, desviación, transgresión (cf. Mt. 6:14, 15; 18:35; Mc. 11:25; Ro. 4:15; 5:15, 17; 2 Cor. 5:19; Gál. 6:1; Ef. 1:7; 2:1; Col. 2:13).
4. Gr. 3845 parábasis παράβασις, lit. «pie que traspasa», siempre en relación con la Ley; de ahí «transgresión, quebrantamiento» o «violación de la Ley». Este término se encuentra en las epístolas paulinas (Ro. 2:23; 4:15; 5:14; Gal. 3:19; 1 Ti. 2:14) y en la carta a los Hebreos (Heb 2:2; 9:15).
5. Gr. 3783 opheílema, ὀφείλημα, «deuda», se deriva del lenguaje legal del judaísmo tardío. Indica metafóricamente el pecado como deuda, por cuanto exige expiación y por ello pago mediante castigo. Se encuentra en una de las cláusulas del > Padrenuestro (Mt. 6:12).
6. Gr. 458 anomía, ἀνομία, lit. «carencia de ley, desorden» en el sentido de rechazo del principio mismo de la Ley o de la voluntad de Dios; también «iniquidad (1 Jn. 3:4), injusticia», aparece frecuentemente en la LXX para designar un estado general de hostilidad contra Dios, especialmente en los Salmos, donde se encuentra unas 70 veces. Denota iniquidad o maldad en general (Mt. 7:23; 13:41; 23:28; 24:41; Ro. 6:19; 2 Cor. 6:14; 2 Tes. 2:3; Heb. 1:9).
7. Gr. 93 adikía, ἀδικία, término afín al anterior, indica un estado de injusticia, lit. «injusticia», de a, privativo y dike, «derecho». Denota la falta de rectitud (Lc. 13:27; 16:8; 18:6; 1 Cor. 13:6; 2 Tes. 2:10; Heb. 1:8; 2 Pd. 2:13, 15; 1 Jn. 5:17); es frecuente en la carta a los Romanos (Ro. 1:18, 29; 2:8; 3:5; 6:13; 9:14).
II. NATURALEZA Y ALCANCE DEL PECADO. A la luz de la cantidad y la variedad de términos, expresiones y figuras, es fácil advertir que el pecado ocupa un lugar de primer orden en el pensamiento bíblico. En última instancia siempre constituye una ofensa contra el carácter santo de Dios y sus mandamientos, los cuales no solo remiten a las obligaciones del hombre para con el Señor, sino también para con el prójimo. Luego el pecado es siempre y a la vez un atentando contra Dios, el Creador, y contra el hombre, la criatura. En la fenomenología de las religiones antiguas, el pecado abarcaba un campo más amplio que el estrictamente religioso y ético. En muchos casos era una falta o infracción del orden del culto o ejecución de los ritos, pero era también un contacto con lo impuro, humano o animal, ser vivo u objeto, como las transgresiones en relación con el vestido o los alimentos. En este contexto, donde lo > sagrado y lo > profano se dan la mano a la vez que se diferencian, se podía incurrir en pecado involuntariamente, sin mediar la conciencia del mal realizado o del tabú quebrantado. La violación externa de una norma, aunque inadvertida, y el contacto accidental con un objeto o animal clasificados como impuros, acarrean impureza; la infracción de un rito por descuido es considerada pecado (cf. Gn. 12:17–19; 20:5–9; 26:10; Nm. 22:34). El Levítico recoge los casos más frecuentes de faltas «involuntarias», para cuya remisión se requerían determinados sacrificios expiatorios (4:1–5, 13). Los soldados de Saúl quebrantaron sin saberlo un precepto ritual y algunos de ellos se apresuraron a advertir al rey de que el pueblo estaba pecando contra Yahvé por comer carne con sangre (1 Sam. 14:33–34). Jonatán fue considerado culpable por haber quebrantado un voto hecho por su padre sin que él lo supiera (1 Sam. 14:24–30; 36–45). Uza cayó muerto por haber tocado simplemente el arca (2 Sam. 6:6–7). Los habitantes de Bet Semés fueron castigados con llagas mortales por el simple hecho de haber mirado con curiosidad dentro del arca. A esta categoría de pecados puede que haga referencia el salmista en su petición: «Líbrame de los que me son ocultos» (Sal. 19:13). Cananeos, egipcios y babilonios tenían una concepción «material» del pecado semejante a la de los hebreos, pero en Israel prontó se desarrolló la idea del pecado como un acto voluntario que supone culpa y acarrea pena. Los antiguos códigos legales distinguen entre actos deliberados y actos involuntarios, con la consiguiente distinción de grados de culpabilidad (Ex. 21:12–24; Nm. 35:9–34; Dt. 19:1–13). A esto aluden también las expresiones «pecar con mano alzada» y «pecar por inadvertencia» (Nm. 15:30–31).
Dado que Dios es el dador originario de la Ley y el legislador supremo, toda transgresión de sus mandamientos, sean de orden moral, religioso, civil, ritual, litúrgico y hasta higiénico, era considerada un acto pecaminoso contra él (Gn. 13:13; 20:6; 38:9–10; 39:7; Ex. 10:16; 32:33; Nm. 14:9; Dt. 28:15; Jos. 7:11, 20; Jue. 2:11; 3:7; 1 Sam. 2:12–25; 7:6; 12:16; 2 Sam. 11:27; 12:9 ss.); por esta razón, transgredir la Ley supone «hacer lo malo a los ojos de Yahvé» (Gn. 13:13; 38:10; 39:9; Jue. 2:11; 4:1; 2 Sam. 6:1; 10:6; 11:27; 15:1, etc.) y «pecar contra Dios» (Gn. 39:9; Ex. 32:33, etc.). El pecado es siempre un atentado contra Dios, cualquiera que sea su objeto inmediato, el prójimo, las leyes morales, las prescripciones rituales, o las leyes cívicas. Después de su adulterio con Betsabé, el asesinato bien planificado de su esposo y la consiguiene reprensión del profeta Natán, David reconoce su pecado y confiesa a Dios: «Contra ti, contra ti solo he pecado y he hecho lo malo ante tus ojos» (Sal. 51:5).
En el contexto de la > alianza, el pecado de Israel es una «prevaricación» o «perfidia» (Dt. 32:51; 2 Cro. 26:18; 29:6), una «infidelidad» comparable a la infidelidad de la esposa, a la prostitución y al adulterio (Jer. 3:20; 5:11; Os. 5:7; 6:7; Is. 5:18).
Hay pecados que, aunque sean cometidos por un individuo, sus consecuencias afectan a sus allegados y su posteridad. El pecado de Cam, padre de Canaán, afecta a toda su descendencia (Gn. 9:20–27). De Yahvé se dice que es el Dios que castiga «la maldad de los padres sobre los hijos, sobre la tercera y sobre la cuarta generación» (Ex 20:5; 34:7; Num. 14:18; Dt. 5:9; Jer. 32:18). El pecado de > Acán, heb. jatá, חָטָא, «yerro», le condujo a la ruina a él, a su familia y todas sus posesiones: «Josué y todo Israel con él tomaron a Acán hijo de Zéraj, la plata, el manto, el lingote de oro, sus hijos, sus hijas, sus bueyes, sus asnos, sus ovejas, su tienda y todo lo que tenían; y los llevaron al valle de Acor», donde les dieron muerte (Jos. 7:24–25). Los profetas del exilio siguieron hablando de la responsabilidad colectiva del pecado, pero introdujeron un matiz muy importante al enseñar que, si bien las consecuencia del pecado afectan a toda la comunidad, la culpa pertenece al individuo, y es a él y solo a él al que hay responsabilizar y castigar: «Cada cual morirá por su propio pecado» (Jer. 31:30). «El alma que peca, ésa morirá. El hijo no cargará con el pecado del padre, ni el padre cargará con el pecado del hijo. La justicia del justo será sobre él, y la injusticia del impío será sobre él» (Ez. 18:20).
III. ORIGEN Y RAÍZ DEL PECADO. Los pecados del hombre en su devenir histórico no son sino la repetición de un primer pecado, que está en el origen y raíz de todos ellos. Tal es la respuesta hebrea al misterio del comienzo del pecado. Los pecados y el mal que de él se derivan no provienen de Dios, que todo lo creó «bueno». La primera pareja fue creada buena por Dios y tampoco en ella se encuentra el origen del mal, sino en una causa extrínseca en forma de serpiente (Gn. 3), identificada más tarde con el > diablo (Sab. 2:24; cf. 1 Jn. 3:8). Los primeros padres, Adán y Eva, cada cual a su manera, sucumben al engaño y la sugerencia de la serpiente de llegar a ser como Dios, conocedores del bien y del mal, y por tanto pecan (Gn. 3:5). Es el mismo pecado en el que incurrieron los constructores de la torre de Babel (Gn. 11:1–9), y que los profetas atribuyen al rey de Babilonia, que se proponía escalar el cielo y ser igual al Altísimo (Is. 14:12–15), asi como al rey de Tiro (Ez. 28:1–19).
Pero el cariz más insidioso del pecado no reside en esa tendencia tan humana a la soberbia, sino en ese otro aspecto que los autores bíblicos llaman > «idolatría», acto por el cual la criatura usurpa lo que no es suyo y pervierte lo que está llamado a reconocer como superior a sí mismo. Al creer a la serpiente en lugar de creer a Dios, Adán y Eva incurren en la forma original de la idolatría. La serpiente manipula el mandamiento divino, tal como los hombres tenderán a manipular el culto y los mandamientos sagrados en su beneficio y provecho.
Basado en el relato de Gn. 3, San Pablo argumenta que la transgresión de los primeros padres es lo que introduce el pecado en la humanidad, y con él la muerte y la corrupción: «El pecado entró en el mundo por medio de un solo hombre y la muerte por medio del pecado» (Ro. 5:12–21; cf. 1 Cor. 15:21). Por su falta, Adán transmite el pecado a su descendencia. Creado «a semejanza de Dios» (Gn. 5:1), engendra «a su semejanza, conforme a su imagen» (v. 3), es decir, transmite su naturaleza a imagen de Dios afectada por el pecado, con la mortalidad como signo más elocuente. El pecado de Adán pervierte para la humanidad la > imagen divina, trastornándola radicalmente, de forma que se inclina al pecado (Sal. 51:7; 58:4; Job 14:4) y a la dureza de corazón, lo que la hunde en una actitud de rechazo hacia Dios. Esta situación se expresa mediante diversas figuras: corazón embotado (Is. 6:10), incircunciso (Dt. 10:16; Jer. 4:4; 9:25; Ez. 44:9), de piedra (Ez. 11:19; 36:26). Un ejemplo clásico es el del faraón, que no quiere dejar partir a Israel de Egipto y se endurece a sí mismo (Ex. 7:13s., 17; 8:15; 9:7, 34s), endurecido por Dios (Ex. 4:21; 7:3; 9:12; 10:1, 20, 27).
Los autores hebreos constatan que «la inclinación del corazón es mala desde su juventud» (Gn. 8:21), algo que parece inscrito en la naturaleza humana, como tendencia fundamental y espontánea que necesita ser reprimida. «Engañoso es el corazón, más que todas las cosas», constata el profeta (Jer. 17:9). Tanto judíos (Jer. 6:7; 13:23; Os. 5:4) como gentiles (Jer. 3:17; 9:25) padecen esta enfermedad congénita, sin exepción, como dirá San Pablo: «Como está escrito: No hay justo ni aun uno» (Ro 3:10; cf. 1 R. 8:46; Prov. 20:9; Ec. 7:20; Is. 53:6; 1 Jn. 1:8; 5:19). «El pecado de Adán no solo ha producido en la humanidad un castigo: la muerte, sino un verdadero estado de pecado» (García de la Fuente). El pecado se propaga como una potencia maligna que engendra más pecado, como se pone de manifiesto en el asesinato de Abel perpetrado por Caín (Gn. 4:8) y en el canto vengativo de Lamec (Gn. 4:23–24).
IV. CONSECUENCIAS DEL PECADO. La más inmediata es el sentimiento de culpa que lleva a la primera pareja a ocultarse avergonzada y temerosa de Dios (Gn. 3:18). Ese sentimiento de culpa y temor, asociado a la acción pecaminosa, se expresa en heb. con los términos jet, awón y peshá, que indican no solamente el pecado, sino también sus efectos, entendido como algo gravoso, pesado (cf. Gn. 4:13).
Las consecuencias del pecado también se hacen patentes en las relaciones personales, introduciendo la desconfianza ante los demás como una cuña entre personas, lo que se puede traducir, cuando los resultados son negativos, en un intento de eludir la propia responsabilidad inculpando a los otros. Nadie asume su culpa, sino que uno acusa al otro, Adán a Eva —e indirectamente a Dios—, y Eva a la serpiente. A partir de entonces es imposible construir una sociedad armoniosa en la tierra: los hijos se levantan contra los padres, los pueblos contra los pueblos, las naciones pelean entre sí. Rota la comunión con Dios, que sustenta toda relación, tanto vertical como horizontal, la humanidad se hunde en la división, la discordia y el enfrentamiento, incapaz de ponerse de acuerdo en un punto de referencia común que unifique sus esfuerzos y sus deseos.
Esto da lugar a situaciones y sistemas de dominio y sometimiento, comenzando por el ámbito familiar: el varón domina a la mujer (Gn 3:16), los hermanos compiten entre sí y tratan de imponer su voluntad.
Otra consecuencia, impuesta por Dios como castigo, es la muerte, tal como había advertido, y con la ella la fatiga y la enfermedad. «La paga del pecado es muerte» (Ro. 6:23), tanto física como espiritual y moral: «Muertos en delitos y pecados» (Ef. 2:5). Los profetas anuncian como consecuencia de los pecados del pueblo las desgracias naturales y los reveses militares, la destrucción de Jerusalén y del Templo, así como el destierro en Babilonia (cf. Dt. 27:15–26).
La consecuencia final es la condenación, la > ira de Dios (Nm. 11:1; 12:9; 18:5; Dt. 1:34; 9:8, 19; Jos. 9:20; 22:18; Os. 5:10; 13:11; Is. 47:6; 54:9; 57:17; Jer. 4:4, 8, 26; 7:20; 17:4; 36:7; Ez. 6:12; 14:19; 16:38). Las iniquidades del hombre alzan una barrera de separación entre él y Dios, de modo que este esconde su rostro del pecado para no escucharlo (Is. 59:2); en lugar de ello, se constituye en juez de todos los pecadores y todas sus acciones, incluso las más secretas (Ec. 12:1, 14; Ro. 2:16).
Dicho todo esto, hay que advertir que en el mismo relato de la caída se encuentra la promesa de salvación futura por parte de la simiente de la mujer; de este modo, la historia bíblica no es una historia de pecado y derrota, sino de salvación y triunfo. La gracia del Dios que sale al encuentro del pecador, no solo para juzgarle y condenarle, sino todo lo contrario, para rescatarle y liberarle, es el hilo conductor que guía la acción divina a lo largo de todos los períodos de la historia bíblica: «Venid luego, dice Yahvé, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos: si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana» (Isa 1:18). «Yo perdonaré su iniquidad y no me acordaré más de su pecado» (Jer. 31:34).
V. JESÚS Y EL PECADO. La vida y la muerte de Jesucristo no se entienden sin la gravedad del pecado humano como transfondo. La predicación del Reino de Dios no se puede disociar del llamamiento al arrepentimiento y la conversión. Marcos comienza su Evangelio presentando a Jesús desde el principio como un predicador que clama ante todo el pueblo, comenzando desde Galilea: «¡Arrepentíos y creed en el evangelio!» (Mc. 1:15). La llegada del Reino de Dios guarda una estrecho lazó de unión con el perdón de los pecados (cf. Mt. 9:1–8; Mc. 2:1–12; Lc. 5:17–26; 7:36–50).
Jesús mismo no aporta nada nuevo sobre la naturaleza y el origen del pecado, da por sentado que el pecado aleja al hombre de Dios y le deja en una posición peligrosa bajo el poder del diablo (Mt. 13:38; Lc. 13:16; 22:31). Jesús nunca habla del pecado en términos generales, sino que lo hace en términos concretos según el caso; denuncia por nombre y separado el orgullo, la mentira, la hipocresía, el apego a las riquezas, el robo, el adulterio, el odio, el homicidio, la falta de amor, etc. (Mt. 23:1–26; Mc. 7:20ss; 12:38ss; Lc. 11:37–52; 16:14ss; 19:9–14; 20:45ss). El pecado es para él una perversión interior del > corazón, entendido como sede de los pensamientos y de los deseos, y como agente activo del comportamiento exterior (Mt. 15:10–20; Mc. 7:14–23).
A diferencia de los maestros fariseos, Jesús asumió una actitud benévola para con aquellos que no practicaban las prescripciones rabínicas y eran despreciados y considerados como pecadores. En su defensa, Jesús proclama que ha venido a llamar a la conversión, no a los justos, sino a los pecadores (Mt. 9:13; Mc. 2:17; Lc. 5:32). Todas sus parábolas tienden a destacar su comportamiento respecto a los pecadores —los perdidos: la oveja, la dracma, el hijo pródigo, etc.—, a quienes ofrece gratuitamente el perdón mediante la fe y el arrepentimiento. Los pecadores son los destinatatarios de su prédica y de su solicitud. Para Jesús, los pecadores están más cerca del Reino de Dios que los fariseos y maestros de la Ley. Llega a decir que no es tanto el pecado en sí lo que constituye un obstáculo para la salvación, sino la obstinación en rechazar la invitación divina a la conversión y la fe. En este sentido hay que entender el pecado imperdonable contra el Espíritu Santo, que no es otra cosa que la negativa obstinada a creer en Jesús.
Cristo busca a los pecadores y los pecadores le buscan a él. En tono el reproche, sus adversarios le llaman «amigo de publicanos y de pecadores» (Mt 11:19; Lc. 7:34), que para él es un timbre de gloria. Pero es consciente de que su acercamiento a los pecadores, al no ser por la via legal o ritualista, le acarrea la enemistad de las autoridades religiosas, que ven en él un peligro e intentan eliminarle. Será el precio último y máximo a pagar por su amor a los pecadores. Su muerte tendrá un valor expiatorio (Mt. 26:28; Mc. 14:24; Lc. 22:20). No será un sacrificio inútil, sino la victoria final sobre el poder del pecado y las fuerzas diabólicas. En el Calvario se manifiesta como el cordero de Dios quita el pecado del mundo (Jn. 1:29; cf. Heb. 9:26).
La reflexión apostólica posterior dirá que Jesús fue «hecho pecado» por nosotros (2 Cor. 5:21), expresión sorprendente, mediante la que se da a entender que Cristo no solo tomó sobre sí en la cruz todos los pecados del mundo, en calidad de sustituto (cf. Lv. 16:21; Is. 53:5–6, 8, 10; 1 Jn. 2:1), sino que además vino a ser, a los ojos de Dios, como la expresión misma del pecado, hecho maldición por nosotros (Gal. 3:13). «El castigo de nuestra paz fue sobre él; y por su llaga fuimos nosotros curados… Yahvé cargó en él el pecado de todos nosotros» (Is. 53:5, 6). No puede haber una entrega más absoluta del Hijo por parte del Padre en su amor por los pecadores (Jn. 3:16).
A la luz de la Pascua se entiende mejor el misterio de la persona de Jesús, desde su mismo nombre hasta su glorificación celestial a la derecha del Padre. Tal como se había anunciado, su nombre sería Jesús, «porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt. 1:21). Para el apóstol Pedro, «todos los profetas dan testimonio de él, y de que todo aquel que cree en él recibirá perdón de pecados por su nombre» (Hch. 10:43). En Cristo, Dios echa los pecados tras de sí, y los deshace como una nube (Is. 38:17; 44:22); los arroja al fondo del mar (Miq. 7:19); los olvida (Mal. 3:18); en suma, ya no existen más delante de él (Jer. 50:20).
Para el apóstol Pablo, Jesucristo es el antitipo de Adán. Si con este el pecado entró en el mundo, con Cristo, que asume la naturaleza humana, aunque sin pecado, «la justicia realizada por uno alcanzó a todos los hombres para la justificación de vida. Porque como por la desobediencia de un solo hombre, muchos fueron constituidos pecadores, así también, por la obediencia de uno, muchos serán constituidos justos» (Ro. 5:18–19). Véase CAÍDA, JUSTIFICACIÓN, MAL, PERDÓN, SANTIFICACIÓN.