NOMBRE

Heb. 8034 shem, שֵׁם = «apelación, fama, renombre»; gr. 3686 ónoma, ὄνομα, se utiliza en general para indicar el nombre con el que se designa a una persona o cosa (cf. Mc. 3:16, 17; 14:32) y todo lo que implica de autoridad, carácter, rango, majestad, poder, excelencia, etc.
1. Naturaleza y esencia del nombre.
2. Sentido y elección del nombre.
3. Cambio del nombre.
4. Apellidos.
I. NATURALEZA Y ESENCIA DEL NOMBRE. En las culturas antiguas, el nombre de una persona no era un mero formalismo o convencionalismo social para designar y distinguir a unos individuos de otros, sino que además era un elemento esencial de su personalidad. Lo que no tiene nombre no existe (Eclo. 6:10). Personas insignificantes y despreciables son semejantes a hombres sin nombre (Job 30:8). El nombre determina la naturaleza de lo nombrado. Responde esesencialmente a la naturaleza del que lo lleva «porque como su nombre, así es él» (2 Sam. 12:25). Conocer el nombre de alguien supone ya un cierto poder sobre él. Jacob pregunta el nombre al ángel de Yahvé: «Declárame ahora tu nombre». La respuesta es: «¿Por qué me preguntas por mi nombre?» (Gn. 32:29; cf. Jue. 13:17–18). En el momento de llevar a cabo grandes actos redentores, Dios hace comprender a Moisés que se va a revelar no solo ya como el Todopoderoso, sino «en mi nombre Yahvé» (Ex. 6:3). Donde está el nombre está también la persona, el nombre hace próxima la presencia de la persona: no se puede resistir al ángel de Yahvé, pues el nombre de Dios está en él (Ex. 23:21). El santuario donde Dios es adorado es sagrado, pues allí hace morar su nombre (Dt. 12:11). Recibir a alguien en nombre de otro es como recibirlo a él. «Cualquiera que en mi nombre reciba a un niño como éste, a mí me recibe», dice Jesús (Mt. 18:5).
Invocar el nombre equivale a contar con la presencia de la persona invocada: «Tú estás entre nosotros, oh Yahvé, y nosotros somos llamados por tu nombre» (Jer. 14:9). «Donde dos o tres están congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos», promete Jesús a sus discípulos (Mt. 18:20). «Ser llamados por el nombre de Yahvé» es situarse en la línea de los piadosos como Set y Enós, a partir del cual se dice que «los hombres comenzaron a llamarse del nombre de Yahvé» (az hujal liqerá bashem Adonay, אָז הוּחַל לִקְרא בַּשֵׁם יְהוָֹה, Gn. 4:26), lo cual significa que eran seguidores del Dios verdadero revelado en ese nombre. En cierto sentido, Jesús justifica su misión diciendo al Padre que él ha «manifestado su nombre a los hombres» (Jn. 17:6), es decir, la naturaleza y esencias divinas. Juan nos habla de Cristo, a fin de que al creer tengamos vida en su nombre (Jn. 20:31), o sea, en su persona. El nombre pronunciado actúa con el mismo poder que la persona (Hch. 3:16; 4:10, 12, etc.) y el nombre del Salvador está, por definición, por encima de todo otro nombre (Ef. 1:21).
Ya que el nombre es como el doble de la persona, conocerlo e invocarlo debidamente equivalía a ejercer dominio sobre ella. De ahí todas las singulares precauciones y restricciones que deben observarse en el uso de los nombres. El primer mandamiento del Decálogo está destinado a evitar el uso profano y mágico del nombre de Dios. Invocar debidamente el nombre de alguien asegura su protección y bendición: «Así invocarán mi nombre sobre los hijos de Israel, y yo los bendeciré» (Nm. 6:27).
A pesar de esto, se teme pronunciar el nombre personal de Dios: «Calla; no hay que mencionar el nombre de Yahvé» (Am. 6:10), lo cual en tiempos posteriores se expresa entre los judíos en una prohibición absoluta de pronunciarlo, de forma que cuando se leía en voz alta era sustituído por el título Adonay, «mi gran Señor». Algunos escritores judíos modernos mantienen la reverencia tradicional escribiendo D-os en lugar de Dios.
II. SENTIDO Y ELECCIÓN DEL NOMBRE. El nombre de las personas humanas se corresponde con su misma concepción. En la Biblia no se deja el nombre al capricho de los padres, ni al solo hecho de la filiación. Expresa la naturaleza, o al menos las cualidades del que lo lleva, y su elección queda influida por circunstancias del nacimiento o por un voto de los padres con respecto al hijo. Se dejaban también guiar por la asonancia general o la consonancia de las sílabas, lo que permite un acercamiento en el sentido, o una etimología popular consustancial al genio hebreo, aunque algunas veces nos resulte sorprendente. Veamos algunos ejemplos: Eva (vida, Gn. 3:20), Noé (reposo, Gn. 5:29), Isaac (risa, Gn. 17:19), Esaú (velludo, Gn. 25:25), Edom (rojo, Gn. 25:30), Jacob (suplantador, Gn. 25:26); los nombres de los hijos de Jacob comportan siempre un significado (Gn. 30), como los de sus nietos: Fares (brecha, Gn. 38:29), Manasés (olvido, Gn. 41:51), Efraín (fértil, Gn. 41:52), etc.
El nombre debía ser, si era posible, de buen augurio. Raquel, moribunda debido al parto, llama a su último hijo Ben-Oni («hijo de mi dolor»), pero de inmediato Jacob se lo cambia por Benjamín («hijo de mi diestra», Gn. 35:18).
Frecuentemente, los nombres comportan un significado religioso y una mención del mismo Señor («El» para Dios, o «Jah» para Yahvé). De esta manera, tenemos una serie de nombres teóforos que son una declaración de fe en sí mismos: Natanael (Dios ha dado), Jonatán (Yahvé ha dado), Elimelec (Dios es mi rey), Ezequiel (Dios es fuerte), Adonías (Yahvé es señor), y muchos más.
Hay otros nombres que son sencillamente tomados de la naturaleza o inspirados en imágenes de la vida corriente: Labán (blanco), Lea (vaca salvaje), Raquel (oveja), Tamar (palmera), Débora (abeja), Jonás (paloma), Tabita (gacela), Peninna (perla), Susana (lirio).
Hay nombres surgidos de circunstancias históricas: Icabod (sin gloria, 1 Sam. 4:21), Zorobabel (nacido en Babilonia).
El nombre parece que era impuesto al recién nacido por lo general en el octavo día de su vida, al ser circuncidado (cf. Gn. 17:12; 21:3–4; Lc. 1:59; 2:21).
III. CAMBIO DE NOMBRE. A causa del sentido sumamente personal unido al nombre, se daba en ocasiones una nueva onomástica a quien había experimentado una transformación de carácter, cf. p.ej.: Abram, Abraham; Sarai, Sara (Gn. 17:5–15); Jacob, Israel (Gn. 32:27, 28); Noemí, Mara (Rt. 1:20). En ocasiones, el segundo nombre es una traducción del primero: Cefas (aram.), Pedro (gr.); Tomás (aram.), Dídimo («gemelo» en gr.); Mesías (heb.), Cristo (gr.). Un día, todos los creyentes recibirán un nombre nuevo adecuado a la naturaleza de los redimidos del Señor (Ap. 3:12).
IV. APELLIDOS. Los apellidos no eran habituales entre los hebreos, pero se añadía al nombre una indicación de origen: Jesús de Nazaret, José de Arimatea, María de Magdala, Nahúm de Elcos.
Podía ser también un patronímico: Simón hijo de Jonás (Bar-Jonás), Jacobo y Juan, hijos de Zebedeo. También se podía hacer referencia a la profesión: Natán el profeta, José el carpintero, Simón el zelota, Mateo el publicano, Dionisio el areopagita. Véase INVOCAR, LLAMAR, MAGIA.