MARÍA de Betania

Hermana de Marta (Lc. 10:38), ambas amigas de Jesús residentes en el pueblo de Betania (Jn. 11:1; 12:1). La cumbre del monte de los Olivos se halla a 1,5 km. de este lugar. La primera vez que se menciona una visita del Señor a esta familia (Lc. 10:38–42), María parecía ávida de escucharlo. Marta se quejó a Jesús de que su hermana descuidara el servicio, y el Señor le respondió: «Solo una cosa es necesaria; y María ha escogido la buena parte, la cual no le será quitada» (Lc. 10:42). El cap. 11 de Juan relata la resurrección de Lázaro, el hermano de María. Cuando Jesús llegó cerca de Betania, cuatro días después de la muerte de Lázaro, «María se quedó en casa» (Jn. 11:20). Marta le dio el mensaje de que Jesús quería verla (Jn. 11:28). Al verlo, María exclamó: «Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano.» El dolor de las hermanas conmovió profundamente al Salvador, que obró en favor de ellas uno de los milagros más grandes que registran los Evangelios. Más tarde, Jesús acudió a Betania, seis días antes de su última Pascua (Jn. 12:1). En casa de Simón el leproso le ofrecieron una cena (Mc. 14:3. Juan no menciona el nombre del dueño de la casa). Durante la comida, María (los textos paralelos de Mateo y Marcos no indican su nombre) trajo un vaso de alabastro lleno de nardo puro (nardu pistikés) y, tras quebrarlo, derramó el caro perfume sobre la cabeza y los pies de Jesús (Mc. 14:3), que acto seguido enjugó con sus cabellos (Jn. 12:3). Fue un gesto de adoración, de gratitud, de testimonio dado a la grandeza de Cristo. Judas y algunos de los discípulos lo reprocharon, calificándolo de desperdicio, pero Jesús declaró: «De cierto os digo que dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que ésta ha hecho, para memoria de ella» (Mt. 26:6–13; Mc. 14:3–9). El Señor vio en esta unción, de la que la misma María indudablemente no acababa de comprender el verdadero sentido, el sello de su próximo sacrificio (Jn. 12:7, 8).
El gesto de María anuncia prolépticamente la sepultura de Jesús, inseparable, por otra parte, de su resurrección. A diferencia de los otros relatos de Juan donde aparecen mujeres, aquí no existe ningún diálogo entre Jesús y ella. Solo queda el gesto realizado como palabra reveladora, al entrar en escena de improviso. Jesús la amaba (11:5). El amor de Jesús, experimentado por esta mujer en distintas ocasiones y, de un modo singular, en la resurrección de su hermano Lázaro, la mueve a realizar un gesto gratuito de amor. «Ella encarna a todos los que aman a Jesús con corazón sincero y agradecido» (N. Calduch). El amor como vinculación personal con Jesús es la señal de los auténticos discípulos. La unión es tan profunda que, con este gesto, María anticipa el hecho fundante de la fe de la Iglesia: la muerte y la resurrección del Hijo amado del Padre. Su acto anuncia y testifica de forma anticipada para el resto de los comensales el amor entrañable del Padre. Al secar con sus cabellos los pies de Jesús, queda empapada del mismo perfume, es decir, queda envuelta en ese misterio de amor que ha de ser Buena Noticia para todo el que cree. También la > casa, símbolo de la comunidad creyente, experimenta la presencia permanente del resucitado. Una vez más, la mujer es reconocida con el más alto grado por parte de la tradición del Discípulo Amado: su vinculación al Maestro por medio del amor es lo que le confiere dignidad e igualdad en la estructura comunitaria. María, con su amor, ha participado por intuición en la Pascua de Jesús. El suyo es un acto de fe comparable a la solemne profesión de fe de su hermana Marta. Véase LÁZARO, MARTA, NARDO, PERFUME.