NABOT

Heb. 5022 Naboth, נָבוֹת = «frutos» o «eminencia»; Sept. Nabuth, Ναβούθ, v. Nabuthaí, Ναβουθαί, Nabotha, Ναβόθα; Josefo, Nábuthos, Νάβουθος (Ant. 8, 13, 7). Israelita de la ciudad de > Jezreel que rehusó vender la viña de sus antepasados a > Acab, rey de Israel. Al parecer, aquella viña estaba junto a la residencia de verano de Acab (1 R. 18:46; 2 R. 8:29; 9:5–37). Desde > Omrí, padre de Acab, los reyes de Israel reinaban en Samaria (1 R. 16:24) y Jezreel entraba en su dominio.
El monarca pretendía convertir la propiedad de Nabot en un huerto para hortalizas, y estaba dispuesto a pagar por ella o darle una viña mejor; pero este rechazó la oferta con vehemencia, ya que se trataba de la herencia de sus padres (v. 4). Mientras el rey veía la propiedad como una simple > viña, Nabot la llamaba «herencia», heb. nahalah, que designa una porción de terreno considerado propiedad inalienable, permanente, que se ha conseguido por herencia, sorteo o reparto. A veces designa el territorio de Israel en su conjunto (Dt 4:21, 38; Jue. 20:6; 1 R. 8:36; Jer. 3:18) para caracterizarlo como un don de Yahvé, que el pueblo ha recibido como su “heredad”, sin merito ni trabajo alguno por su parte. En ese sentido, se resalta la relación entre tierra y pueblo superando cualquier localismo. Nabot se consideraba heredero de un regalo recibido, en última instancia, de Dios. Vender, cambiar o ceder su propiedad equivaldría a denigrar su condición de israelita y renunciar a su situación de hombre libre, convirtiéndose él y su familia en siervos del rey. La Torah estipulaba que las tierras ancestrales habían de permanecer bajo la propiedad de la familia o del clan como derecho inalienable (Nm. 27:8–11; 36:1–12). Acab conocía la legislación israelita; sin embargo, actuó movido por criterios mercantilistas cananeos. A sus ojos, era lícito comerciar con el derecho y la justicia, y por encima de ello estaba su codicia inmoderada. Como la posesión de la tierra estaba protegida por leyes sagradas, desposeer a un campesino de sus predios implicaba una gravísima conculcación del derecho de Yahvé y, en el fondo, una actitud idolátrica.
El soberano quedó muy disgustado con la negativa de Nabot (1 R. 21:4). La reina consorte > Jezabel, dialogó con su esposo para indagar la causa de su depresión y ofrecerse a solucionar la situación (vv. 6 y 7). Ideó y puso en marcha un cuidadoso plan para eliminar a Nabot. Con el fin de que sus tierras pasaran a la corona, escribió instrucciones, las grabó con el sello real y las envió a quienes debían ejecutar sus órdenes. La misiva no podía ser más terrible: «Proclamad un ayuno y haced sentar a Nabot a la cabeza del pueblo. Haced que se sienten frente a él dos malvados que le acusarán diciendo: Has maldecido a Dios y al rey y le sacaréis y le apedrearéis para que muera». Es Jezabel, por tanto, quien desencadenó el drama, aunque la responsabilidad sea de su esposo. Ella provenía de otras tradiciones culturales y económicas, estaba formada en las prácticas absolutistas de las ciudades-estado fenicias, y obraba por su cuenta, según la costumbre de los monarcas sidonios, prescindiendo de la ley de Israel.
Jezabel asumió literalmente la autoridad real para generar una ficción de justicia que iba a implicar a distintas esferas de la sociedad israelita en el asesinato de Nabot. Ordenó organizar un juicio falso contra Nabot con sentencia de muerte (vv. 8–16).
Las cartas enviadas por Jezabel, escritas en nombre, selladas y enviadas en nombre del rey, eran documentos oficiales que conservaban todas las formalidades jurídicas y administrativas.
Ordenaban irónicamente que en el juicio Nabot fuera puesto en primera fila. Ubicado en un sitio de honor, podría pensarse que iba a desempeñar un oficio importante durante el proceso. Es muy posible que fuera una figura representativa de la sociedad jezreelita, quizás el varón más conocido de una familia influyente, a juzgar por la insistencia en llamarlo «el de Jezreel» (21:1, 4, 6, 7, 15, 16). La firme negativa a ceder por cualquier medio su herencia al rey insinúa que representaba a una familia de Jezreel que no comulgaba con la política real. Como persona de importancia social, estaría acostumbrado a hablar en público; de ahí que ni a él ni a sus conciudadanos les resultara extraño el sitio de honor que, de acuerdo con la petición real, le había sido concedido.
El proceso se desarrolló en todo según la ley, que exigía la presencia de dos testigos (Dt. 17:6). Comprobada la acusación: «ha maldecido a Dios y al rey», la sentencia se ajustó a lo estipulado en el Levítico para la blasfemia: la pena de muerte (Lv. 24:16).
Por último, la lapidación se llevó a cabo fuera de la ciudad, para no contaminarla (Lv. 24:14; según 2 R. 9:25 tuvo lugar en la propia viña). Quien blasfemara contra el Señor debía morir apedreado (Lv. 24:16). Pero en 1 R. 21 no queda claro cómo, a partir de la respuesta de Nabot, llegó a configurarse tal delito. Lo que resulta evidente es todo lo contrario: que Nabot bendijo (respetó) al Señor con una conducta del todo coherente con la bendición que había recibido de él, es decir, al mantener la propiedad sobre la herencia como don de Dios.
Es posible que Acab o Jezabel recurriesen a alguna artimaña con el fin de tergiversar las palabras de Nabot. El fondo de la cuestión reside en que la codicia desbordante del rey le llevó a igualarse con el Señor, como si una supuesta ofensa conferida contra él equivaliera a una blasfemia contra Dios; y ese camino le condujo a convertirse en asesino de un inocente.
Lapidado Nabot, el rey pudo tomar posesión de las codiciadas tierras: el impedimento había sido eliminado. Más tarde, se sugerirá que Nabot no solo había sido asesinado, sino que además le fue negado el honor mínimo de una sepultura (v. 19). De acuerdo con 2 R. 9:26, los hijos de Nabot también habrían sido asesinados. Hay aquí una observación bastante precisa respecto de la costumbre semita de librarse de herederos con derechos sobre la propiedad, que pudieran impedir una confiscación. Entonces, el Señor ordenó a Elías salir al encuentro de Acab, que estaba en la viña de Nabot, adonde había bajado para tomarla en posesión (vv. 17–26).
El uso del verbo yr, «heredar/tomar posesión», enfatiza la dimensión teológica del crimen de Acab. Cuatro veces se emplea en el relato, que, según el modo en que aparece, significa «heredar», «tomar posesión» o «desheredar». En la literatura deuteronomista se usa de manera técnica para decir que el Señor desposeyó a otros pueblos y entregó el país en herencia a los israelitas (el doble uso se observa en textos como Dt. 9:4 y 9:5). Él es el dueño de la tierra y la da en herencia a Israel. Todos los israelitas, incluido el rey, son únicamente administradores de la propiedad del Señor.
Elías, como profeta, emite una dura sentencia contra el culpable en nombre de Dios, pronunciada con los mismos términos con los que ha sido narrado el crimen de Nabot: «En el mismo sitio donde los perros han lamido la sangre de Nabot, también los perros lamerán tu propia sangre» (19b). Pareciera ceñirse al principio de nivelación o ley del talión (cf. Dt. 19:21), que consiste en aplicar al culpable un castigo similar al delito cometido, con el objetivo de salvar la justicia. La narración de la muerte de Acab, en 22:37–38, da cuenta del cumplimiento del oráculo profético. El castigo se anuncia para toda la descendencia de Acab, incluidos su esposa e hijos (vv. 21–24). Los términos tan duros en que se anuncia el castigo a la dinastía de Acab son una repetición de la sentencia que el Señor ha dado sobre las dos familias reales que les habían antecedido (1 R. 14:10–11; 16:4). Acab quiso favorecer su casa (palacio), y por eso su «casa» (descendencia) perecerá; asesinó a Nabot y a su familia, y por ello su propia familia perecerá. Había desafiado el derecho divino asesinando y usurpando, y ahora el Señor emite sentencia. Véase ACAB, HERENCIA, JEZABEL, TIERRA, VIÑA.