MONTAÑA, MONTE

Heb. 2022 har, הַר, «monte» o «[cordillera de] colinas», forma abrev. de 2042 la raíz inusitada harar, הרר, sign. «surgir» hacia arriba, de ahí «monte, montaña, collado»; gr. 3735 oros, ὄρος = «monte»; adjetivo 3714 oreinós, ὀρεινός = «montañoso». Otro término que designa una montaña individual es bamah, בָּמָה, «altura» o «lugar alto», generalmente de menos entidad, como gibeah, גִּבְעָה, «colina, monte, collado».
1. Geografía.
2. Simbolismo.
3. Montaña y templo.
I. GEOGRAFÍA. El término har aparece con frecuencia en relación con un nombre propio, p.ej., monte Sinaí, monte Tabor, monte de los Olivos, etc. La frase «montaña de Dios», har haelohim, הַר הָאֱלהִים, se dice del monte Sinaí, donde la Ley fue dada (Ex. 3:1; 4:27; 18:5); del monte de Sión (Sal. 24:2; Is. 2:3), que también es llamado a menudo «monte o montaña santa», har qadshí, הַר קָדְשִׁי y qadshó, קָדְשׁוֹ, «monte de mi» o «su santidad», que puede traducirse correctamente «monte de mi santuario» (Is. 11:9; 56:7; 57:13; Sal. 2:6; 15:1; 43:3; Ab. 1:16; Ez. 20:40).
La tierra de Canaán es un país de montañas y valles (Dt. 11:11; 11:11; Ez. 34:13; cf. Ex. 15:17; 1 R. 20:23), pero que presenta pocas cumbres importantes. Se suceden tres cadenas orientadas de norte a sur de una forma más o menos paralela; partiendo de occidente, son:
a) Las montañas de Judea, que se prolongan por Samaria y la cadena del Carmelo. En particular se hallan hacia el sur las colinas de Jerusalén, el monte de Sión, Moria y el monte de los Olivos (Sal. 125:1–2; 48:3; Gn. 22:2; 2 Cro. 3:1; Zac. 14:4); los montes de Efraín (Jos. 17:15) con el monte Ebal al norte y el Gerizim al sur (Dt. 11:29; Jos. 8:33); después se halla, en dirección al oeste, la cadena que termina con el monte Carmelo (1 R. 18:19).
b) Las montañas de Galilea, a partir del monte Gilboa (1 Sam. 31:8); el monte Tabor se levanta, aislado, por encima de la llanura del Esdraelón (Jue. 4:6). Unas colinas bordean al oeste el lago de Galilea y se prolongan al norte por la cadena mucho más elevada del Líbano.
c) Una cadena montañosa al este del Jordán presenta, a partir del sur del mar Muerto: el monte Seír Gn. 36:8) y el monte Hor (Nm. 20:22–25), los montes Abarim (Nm. 27:12; 33:48) y el monte Nebo (Nm. 33:47; Dt. 32:49); después de seguir todo el curso del Jordán, frecuentemente en forma de elevada meseta, la cadena termina en el Hermón (Dt. 3:8).
II. SIMBOLISMO. En sentido figurado, los montes simbolizan la eternidad (Dt. 33:15; Hab. 3:6), la estabilidad (Is. 54:10), o bien las dificultades y peligros de la vida (Jer. 13:16), los obstáculos aparentemente insuperables (Zac. 4:7; Mt. 21:21).
En la fenomenología religiosa, los montes y montañas han jugado, y juegan, un papel muy importante por su simbolismo. Brotan de la tierra hacia el cielo, al cual parecen unirse en un día cubierto de nubes. En tanto que alta, vertical y elevada, la montaña se aproxima al cielo y participa del simbolismo de la trascendencia. Manifiesta las hierofanías atmosféricas y numerosas teofanías. Por otra parte, la montaña es punto de encuentro del cielo y de la tierra, morada de los dioses y término de la ascensión humana. Así se ha creído en muchas culturas antiguas, donde nunca falta la «montaña sagrada», el lugar donde habitan las divinidades.
Con los ruidos misteriosos provocados por el viento al soplar por simas y barrancos, daban la sensación de estar vivas y llenas de espíritus poderosos. Al desconocerse su formación, se creía que habían sido generadas por los dioses de un modo especial y distinto a lo demás.
En la mitología babilónica aparece la «montaña del mundo» como lugar de nacimiento de los grandes dioses. En Asiria, la «montaña de la Asamblea» era concebida como la morada de los dioses, estando situada en el remoto norte, es decir, en algún lugar de las altas montañas asiáticas que cierran el lado septentrional de la llanura mesopotámica. La misma mentalidad aparece en Fenicia, como se aprecia en los poemas de Ras Samra, especialmente en los mitos de > Baal y Anat.
Debido a esa relación especial con la divinidad, la montaña se convirtió en el lugar preferido para el culto a los dioses. Unas veces se hace simplemente sobre la cima; otras en santuarios a cielo abierto, con primitivos altares de piedra (altar viene del lat. altus, que etimológicamente significa «elevado» y queda asimilado a la cima sagrada), hasta evolucionar a verdaderos templos. Las excavaciones arqueológicas han descubierto infinidad de ruinas de tales santuarios. En Canaán eran frecuentes los llamados «lugares altos», tan condenados por los profetas en cuanto centros de culto idolátrico (Jer. 2:23; Ez. 6:2–6; Miq. 4:1; cf. Dt. 12:2; Jer. 2:20; 3:16; Ez. 6:3).
En Mesopotamia se elevaba la montaña Nisir, donde Ut-Napishtim ofreció un sacrificio de suave olor (cf. Noé después del diluvio, Gn. 8:20–21). Sobre el monte Safón, Anat construyó un templo para Baal, según las mitologías ugaríticas. Esta misma montaña se convierte en el monte Casios de la época greco-romana, donde se veneraba a Zeus Casios, heredero de Baal. La cima y pendientes del monte Hermón conservan las ruinas de varios santuarios que eran frecuentados aún en el s. IV a.C.
Incluso las montañas no consideradas especialmente sagradas, potencialmente son tenidas por lugares teofánicos, donde Dios puede aparecerse. Así, p.ej., se aparece a Moisés en el > Sinaí (Ex. 13:3, etc.) y desde allí se comunica con los ancianos (Ex. 24:9–11).
También en el NT aparece el simbolismo de la montaña o monte, pues Jesús pronuncia su famoso sermón en la cima de uno (Mt 5:1ss). Sobre un monte constituye el nuevo Israel, representado por los Doce (Mc 3:13; Lc. 6:12). En «un monte alto» tiene lugar la > transfiguración de Jesús, donde se aparecen Moisés y Elías (Mc. 9:3).
III. MONTAÑA Y TEMPLO. La montaña es como la cima de la humanidad, el punto a donde desciende la divinidad y se encuentra con el hombre; por ello se la toma como símbolo de reunión, y es, por tanto, el primero y más sagrado de los santuarios, el arquetipo de todos los templos.
En las tierras desérticas y poco montañosas, como Mesopotamia, solían construirse los templos a imitación de la montaña sagrada, los > zigurat, para recordar el montículo de tierra mítico que surgía de las aguas primordiales. La palabra babilónica zigurat designaba un pico montañoso. Por otro lado, en Egipto, la pirámide era la morada del alma del rey, donde se unía a la de Ra, es decir, era la casa del propio creador; en su vecindad estaba amarrada una barca solar, en la que viajaba el alma. Al pie de la pirámide se encontraba el templo consagrado al culto funerario del rey.
Antes de que los israelitas tuvieran un templo o santuario propio, el monte Sinaí, considerado como la «montaña de Dios» (har haelohim, הַר הָאֱלהִים, Ex. 3:1; 4:27; 18:5), fue el primer santuario (miqdash) natural que conocieron, levantado por las mismas manos de Yahvé (Ex. 15:17), y como tal, el precursor y prototipo de los santuarios israelitas, el modelo a copiar. Fue en el Sinaí donde Dios reveló y ordenó a Moisés la construcción del > Tabernáculo, santuario (miqdash) o tienda de la reunión, auténtico Sinaí móvil, que acompañaba al pueblo allí donde iba, conforme al prototipo divino. Tan sagrado como el Sinaí, nadie podía acercarse a él ni tocarlo, so pena de muerte (cf. Nm. 1:51), solo podían hacerlo los sacerdotes autorizados, y no sin previa purificación (Ex. 19:22, 24). El Sinaí, en su parte más elevada, solo es accesible a Moisés (Ex. 19:20; 20:21; 34:2), donde entra en comunión con Dios; del mismo modo, el lugar Santísimo en el interior más secreto del Tabernáculo está reservado para el Sumo Sacerdote. Una nube cubría el Sinaí (Ex. 20:21), y otra cubría el Tabernáculo sobre la tienda del testimonio (Nm. 9:15).
La imagen del Sinaí como «montaña santa» está presente en el pensamiento israelita a la hora de dar culto a Dios. Ezequiel convoca a toda la casa de Israel a servir a Dios en el «santo monte, en el alto monte de Israel… allí demandaré vuestras ofrendas, y las primicias de vuestros dones, con todas vuestras cosas consagradas» (20:40; cf. Sal. 68:16; 99:9; Is. 2:3). «Monte santo» y «tabernáculo» aparecen como términos sinónimos en el Sal. 15:1 (ver también Sal. 43:3–4). El Tabernacúlo de Moisés y el Templo de Salomón son, pues, considerados copias del «monte santo» del Sinaí, copias artificiales y a escala menor, sin duda.
Sión-Jerusalén, antigua fortaleza de los jebuseos conquistada por David (1 R. 8:1; 1 Cro. 11:5; 2 Cro. 5:2), se convierte a partir de entones en la «ciudad de David», y en «ciudad santa», que después del exilio adquiere un marcado matiz escatológico. La santidad pertenecía primero al arca y luego al Templo, pero ahora abarca a la ciudad entera, entendida como «monte santo» (Sal. 2:6; 3:4; 15:1; 48:1–2, 11–12; 132:13), «ciudad de Dios» (Sal. 87:2–3; cf. 48:2; 76:2; Ez. 43:7; Jl. 3:21). De esta forma, Jerusalén toma un tono más religioso y espiritual que político, es el centro del culto al cual todos los fieles son llamados para «subir» y «adorar» (Sal. 3:4; 15:1; 47:1; etc.). La nota escatológica se une a la salvífica cuando Miqueas anuncia: «Acontecerá en los postreros tiempos que el monte de la casa de Yahvé será establecido por cabecera de montes, y más alto que los collados, y correrán a él los pueblos. Vendrán muchas naciones, y dirán: Venid, y subamos al monte de Yahvé, y a la casa del Dios de Jacob; y nos enseñará en sus caminos, y andaremos por sus veredas; porque de Sión saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Yahvé. Y él juzgará entre muchos pueblos, y corregirá a naciones poderosas hasta muy lejos; y martillarán sus espadas para azadones, y sus lanzas para hoces; no alzará espada nación contra nación, ni se ensayarán más para la guerra» (4:1–3). Aquí, Jerusalén asume dimensiones teológicas más profundas, es la ciudad de la era salvífica escatológica. «En aquel día, que se tocará con gran trompeta, y vendrán los que habían sido esparcidos en la tierra de Asiria, y los que habían sido desterrados a Egipto, y adorarán a Jehová en el monte santo, en Jerusalén» (Is. 27:13); «en aquel tiempo llamarán a Jerusalén: Trono de Yahvé, y todas las naciones vendrán a ella en el nombre de Yahvé en Jerusalén; ni andarán más tras la dureza de su malvado corazón» (Jer. 3:17; cf. Sal. 102:23).
En el NT se ve claramente cómo los autores apostólicos se contemplan a sí mismos como el cumplimiento escatológico de todo este simbolismo del «monte santo», del que desciende la salvación de las naciones y en el cual se congregan los fieles: «Os habéis acercado al monte de Sión, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles» (Heb. 12:22). La misma idea está presente en el autor del Apocalipsis, quien presenta la imagen de la Jerusalén celestial como la plenitud escatológica ya realizada en Cristo. En ella se resumen la imágenes previas del «tabernáculo de Dios con los hombres» (Ap. 21:3), de la «ciudad santa» toda ella convertida en Templo por la presencia divina (21:22), del «árbol de la vida», cuyas hojas son «para la sanidad de las naciones» (22:2; cf. Ez. 47:1–12; Zac. 14:18; Sal. 46:5). Y presidiéndolo todo, «el Cordero en pie sobre el monte de Sión» (14:1), pues para Juan el monte Sión es el lugar ideal de la presencia de Cristo resucitado ejerciendo su acción mesiánica en la historia. Véase ALTAR, CARMELO, EBAL, GERIZIM, HERMÓN, JERUSALÉN, LUGAR ALTO, MORIA, SINAÍ, SIÓN, TEMPLO, TEOFANÍA, TABOR.