NIÑO

Persona que no ha llegado a la pubertad.
1. Vocabulario y uso.
2. Crianza y vida familiar.
3. Minusvaloración del niño en el mundo antiguo.
4. El amor de Dios por los pequeños.
5. Los niños en el pueblo de Dios.
I. VOCABULARIO Y USO. Heb. 3206 yéled, יֶלֶר, «nacido, niño, muchacho, hijo», de 3205 yalad, ילד = «tener hijos, engendrar»; gr. 5043 teknon, τέκνον knon = «niño, hijo» relacionado con 5088 tikto, τίκτω, «producir, engendrar, dar a luz», se usa tanto en sentido natural como figurado; en lo que respecta a la edad, se dice paidíon, παιδίον, «niño pequeño, niño de pecho», y 3816 paîs, παῖς, niño entre 7 y 14 años. Con referencia a Cristo, se traduce «niño Jesús» en Lc. 2:43, aunque sería más adecuado traducir «el joven Jesús». Nepios, νήπιος, literalmente «que no habla», designa en principio al bebé, pero también al niño en tanto que criatura desamparada, menor de edad y sin experiencia. Es un término utilizado principalmente por San Pablo (1 Cor. 13:11; 1 Tes. 2:7).
Paidíon es el diminutivo de paîs e indica un bebé (Jn. 16:21), un varón recién nacido (p.ej. Mt. 2:8; Heb. 11:23), un niño más crecido (Mc. 9:24), un hijo (Jn. 4:49) o una niña (Mc. 5:39, 40, 41). Se utiliza metafóricamente para señalar a creyentes deficientes en su entendimiento espiritual (1 Cor. 14:20). Es la forma afectuosa y familiar de dirigirse el Señor a sus discípulos, casi como en el castellano «chicos» (Jn. 21:5).
II. CRIANZA Y VIDA FAMILIAR. Las madres amamantaban a sus hijos durante un período de treinta meses, que podía alargarse hasta los tres años. El día que el niño era destetado se celebraba con una gran fiesta (cf. Gn. 21:8; Ex. 2:7, 9; 1 Sam. 1:22–24; 2 Cro. 31:16; Mt. 21:16). Cuando la madre moría, lo que era frecuente en la antigüedad, o carecía de leche, se buscaba el servicio de una nodriza, que con el paso del tiempo era contada entre los miembros principales de la familia. Se mencionan nodrizas con cierta frecuencia en la Escritura (Gn. 35:8; 2 R. 11:2; 2 Cro. 22:11). Los niños permanecían hasta los cinco años bajo el cuidado de las mujeres; entonces pasaban a las manos del padre y eran enseñados en los trabajos y deberes de la vida, y en los mandamientos de la Ley (Dt. 6:20–25; 11:19). Los que tenían medios e interés en una educación superior para sus hijos contrataban un maestro privado o los enviaban a algún sacerdote o levita, quienes a veces tenían varios muchachos bajo sus cuidado (cf. 1 Sam. 1:24–28).
Las niñas raramente se separaban de su hogar, excepto para buscar agua o para trabajar en el campo en la cosecha (cf. Gn. 24:16; 29:9; Ex. 2:16; 1 Sam. 9:11; Rut 2:2; Jn. 4:7). Pasaban el tiempo aprendiendo las faenas domésticas asignadas a su sexo, hasta que llegaba el momento que eran dadas en matrimonio, o, en caso de necesidad, vendidas (Prov. 31:13; 2 Sam. 13:7). Las hijas de los ricos y poderosos pasaban gran parte de su vida dentro de los muros de sus casas o palacios; raramente salían fuera, pero siempre recibían con cordialidad las visitas femeninas.
La patria potestad facultaba a los padres para poder vender como esclavas a sus hijas menores de doce años, pero siempre a un judío, con el fin de poder rescatarlas en el caso de que el comprador o su hijo no quisieran desposarlas. En tiempos de penuria económica, los judíos vendieron a sus hijos “para poder comer” (Neh 5:2ss).
III. MINUSVALORACIÓN DEL NIÑO EN EL MUNDO ANTIGUO. En el mundo grecorromano de la época de Jesús, los padres tenían poder absoluto sobre su prole a la hora de reconocer o rechazar al recién nacido; el niño no era nadie, no contaba como persona, y menos aún si era hembra. Podía ser expuesto o arrojado en un arroyo o en un basurero para que muriera o lo recogiera el primero que estuviera dispuesto a criarlo como esclavo. Cuando Jesús dice: «Dejad que los niños vengan a mí y no los estorbéis, porque de ellos es el Reino de Dios» (Mc. 10:13–16), toma posición contra la bárbara costumbre del abandono de infantes, y llama a su comunidad a adoptarlos, como sabemos que fue habitual en los primeros siglos de la Iglesia cristiana. Por eso se dice que Jesús, «abrazándolos los bendijo imponiéndoles les manos». «Se trata de los gestos oficiales que realiza un padre cuando dicta sentencia y decide que el recién nacido viva y que no muera, cuando decide admitirlo en el seno de la familia y no exponerlo en un basurero» (J. D. Crossan). A la luz del desamparo del infante, se entiende en toda su radicalidad el mandamiento de acoger a un niño como al mismo Jesús (cf. Mc. 9:37). Desde el principio, la comunidad cristiana puso en práctica la enseñanza de Jesús de protección a los menores.
Los niños se encontraban en la posición más baja de la escala social de la época, junto a las mujeres y los esclavos. Por ello, paîs puede significar también «siervo» o «esclavo». Los pequeños necesitan ayuda, dependen totalmente del cuidado de sus padres. Jesús puso como condición de entrada en el Reino de los Cielos «hacerse como niños» (Mt. 18:3), es decir, «hacerse poca cosa», «humildes», «al servicio de los demás» (cf. Mt. 23:11).
El niño, hasta que no llegaba a la mayoría de edad, era igual que un esclavo; la fecha de su emancipación dependía de la voluntad del padre. «Mientras el heredero es niño [nepios] en nada se diferencia de un esclavo» (Gal. 4:1). De hecho, se emplean indistintamente las palabras «niño» (paîs) y «esclavo» (dulos) en el relato del oficial de Cafarnaúm que en Mt. 8:6 pide a Jesucristo la curación de su niño y en Lc. 7:2 pide la de su esclavo. Esta misma identidad de significado aparece en Mt. 12:18, que traduce por «niño» (paîs) el hebreo ébed («esclavo») de Is. 42:1.
Todo esto no significa que los niños fueran despreciados, abandonados a su propio destino, o que no fueran queridos. Todo lo contrario. El amor de los padres a los hijos está muy constatado en la Biblia. El deseo de tener un hijo es lo más esencial en el matrimonio judío. Ahí está la ley del > levirato, que certifica la enorme desgracia de pasar a la otra vida sin tener un hijo. El inmenso amor materno está presente en las narraciones, más o menos míticas y legendarias, de Agar y la madre de Moisés, que no pueden ver morir al hijo de sus entrañas (Gn. 21:16; Ex. 2:2). Y ahí están las bellísimas metáforas de los poetas y de los sabios: “Los hijos son plantas de olivo alrededor de la mesa” (Sal. 128:6). “La corona de los ancianos son sus nietos, la gloria de los padres son sus hijos” (Prov. 17:6).
IV. EL AMOR DE DIOS POR LOS PEQUEÑOS. Dios aparece en la Biblia con una especial predilección por los niños. Los elige para grandes misiones, como sucede en el caso de Samuel (1 Sam. 1–3) y en la ternura con que prodiga su amor a Israel: «Cuando Israel era un niño, yo lo amaba y de Egipto llamé a mi hijo» (Os. 11:1).
Dios cuidaba de Israel «como de un niño en el regazo de su madre» (Sal. 131:2); «como el padre se complace de sus hijos» (Sal. 103:13). De hecho, era un niño, un recién nacido, pues acababa de salir del país de la muerte (Egipto) a los espacios de la vida, empezaba a vivir como pueblo independiente y libre. Israel fue siempre para Dios un niño muy querido: «Podrá una mujer olvidarse del niño que cría, no tener compasión del niño de su vientre. Pues, aunque ella se olvidara, yo nunca me olvidaré de ti» (Is. 49:15).
A Dios le agradan el culto y la alabanza de los niños: «Reunid al pueblo, convocad a la comunidad, juntad a los ancianos, congregad a los pequeños y a los niños de pecho» (Jl. 2:16).
En la epopeya de Judit, «todos los israelitas se dirigieron fervorosos a Dios y ayunaron rigurosamente. Los hombres y sus esposas, sus hijos, incluso pequeñitos, todos los israelitas, hombres, mujeres y niños y se postraron en el templo» (Jdt. 4:9, 11; cf. Sal. 8:2).
Esta predilección de Dios por los pequeños, por los débiles y por los de segundo orden, es una constante en la Biblia. Dios elige a los que menos cuentan, a los últimos, a los olvidados, para hacerlos importantes, para ofrecerles su consideración, para encargarles grandes misiones y nombrarlos guías y dirigentes. San Pablo, expresando este concepto, escribe: «Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para humillar a los sabios; lo débil para humillar a los fuertes; lo vil, lo despreciable, lo que es nada, para anular a los que son algo» (1 Cor. 1:27–28).
Elige a la mujer estéril, para hacerla madre de un hijo de gran relevancia. Prefiere a Ana que se siente humillada por Penena (Gn. 25:21); a Sara, despreciada por Agar (Gn. 11:31; 16:1); a Rebeca, madre de Jacob (Gn. 25:21) y a Raquel, humillada por Lía (Gn. 29:31). Las esposas de los tres grandes patriarcas —Abraham, Isaac y Jacob— eran estériles, y en ellas se cumplió el salmo: «A la estéril, le da un puesto en la casa, como madre feliz de sus hijos» (Sal. 112:9).
Elige a los menores: a Isaac y no a Ismael; a Jacob y no a Esaú; a Gedeón, «el último de la familia» más humilde de la tribu de Manasés; a David, y no a sus hermanos mayores; a Salomón, el hijo más joven de David; José es el preferido de Jacob y Efraim se antepone a Manasés. Protege al débil contra el fuerte, al pequeño David contra Saúl, poderoso y de gran consideración; al humilde pastor, que es David, contra Goliat, el gigante.
V. LOS NIÑOS EN EL PUEBLO DE DIOS. Desde el pacto de Abraham narrado en Génesis 17, los niños forman parte del pueblo de Dios. La circuncisión como señal en la carne de esa alianza se debía aplicar sobre el prepucio de los varones a los ocho días de haber nacido, acto que conformó la religiosidad de los israelitas de tiempos bíblicos (Jos. 5:2) y sigue siendo todavía hoy propio de los judíos. A los trece años, el joven israelita adquiere su madurez ante la sagrada Torah por medio de la ceremonia que en hebreo actual recibe el nombre Bar Mitsvah, בַר מִצְוָה —Bath Mitsvah, בַת מִצְוָה en el caso de las niñas, que se efectúa cuando tienen doce, aunque solo se da entre los judíos menos conservadores—, práctica que no existía en tiempos bíblicos ni durante los primeros siglos de la Era cristiana, pero que se ha convertido en una fiesta de gran importancia entre los israelitas actuales. En el Nuevo Testamento leemos acerca de la circuncisión de Jesús a los ocho días de haber nacido (Lc. 2:21), pero también de la superación de esta práctica en las epístolas de San Pablo (Gal. 5:2; 6:12; Col. 2:11; 3:11; Tit. 1:10), sustituida por el bautismo, que aplicado indistintamente a niños o niñas, los incluye dentro del nuevo pacto divino en Cristo. En las denominaciones cristianas históricas que mantienen el bautismo de infantes, práctica atestiguada desde la Iglesia antigua y que hunde sus raíces en el mismo Nuevo Testamento, los adolescentes suelen ingresar como miembros de la congregación en una especial celebración que recibe el nombre de «confirmación», elevada por los católicos romanos a la categoría de sacramento. Aquellas otras que rechazan esta forma de bautismo, han tendido a reemplazarlo por una breve ceremonia llamada «presentación de niños», que no cuenta con la simpatía ni la adherencia incondicional de todos, ya que en ocasiones se vive como si fuera un bautizo popular y no cuenta con un evidente respaldo bíblico. Por otro lado, se constata la tendencia en estas iglesias a rebajar la edad del bautismo, que ha pasado en algunos casos a aplicarse en la preadolescencia e incluso en niños de siete u ocho años, algo que no siempre se ha aceptado bien. Sea como fuere, lo cierto es que el mundo cristiano tiene plena conciencia de que los niños forman parte también de la familia de Dios. Véase FAMILIA, HIJO, JUVENTUD, NODRIZA.