Pacto

(heb. berit, gr. diatheke; estos términos son comúnmente traducidos como «pacto», aunque también en algunas ocasiones por «alianza» o «testamento»). Hay dos clases de ellos contemplados en las Escrituras: (1) El pacto de un hombre con su igual, o de nación con nación, en la que los términos del pacto, o alianza, son mutuamente considerados y consentidos, o bien impuestos. A continuación, es ratificado mediante juramento, o por alguna prenda, ante testigos. Es a este tipo de pacto al que se alude en Gá. 3:15: un pacto entre hombres, si está confirmado, no puede ser posteriormente manipulado mediante adiciones, ni abrogado. Cuando Abraham compró el campo del heteo Efrón en Macpela, pagó el dinero «en presencia de los hijos de Het» como testigos, y así quedó firmemente en su poder (Gn. 23:16). En el pacto llevado a cabo entre Jacob y Labán, hicieron ambos un montón de piedras como testimonio del pacto, y «comieron allí sobre aquel majano» (Gn. 31:46). Cuando los gabaonitas engañaron a Josué y a los príncipes de Israel, «los hombres de Israel tomaron de las provisiones de ellos, y no consultaron a Jehová, y … lo juraron» (Jos. 9:14, 15). Comer juntos era y sigue siendo considerado en Oriente como un pacto por el que los comensales se obligan mutuamente. El pacto de sal mencionado en 2 Cr. 13:5 sigue estando en uso en Oriente; comer sal juntamente es el sello de un pacto.
(2) Los pactos hechos por Dios son de un orden diferente. Los pactos que Él propone son propuestos soberanamente a los hombres. Dios hizo un pacto con Noé por el que no volvería a destruir el mundo con un diluvio; como prenda de este pacto, Él puso su arco en las nubes (Gn. 9:8–17). Este pacto tenía la forma de promesa incondicional. Este mismo carácter tenía también el pacto de Dios con Abraham, primero con respecto a su posteridad natural (Gn. 15:4–6), y después con respecto a su simiente, Cristo (Gn. 22:15–18). También le dio el pacto de la circuncisión (Gn. 17:10–14; Hch. 7:8), señal de la justicia de la fe (cfr. Ro. 4:11).
Por otra parte, el pacto con los hijos de Israel, en el Sinaí, era condicional. Dios afirmó a Israel que Él sería el Dios de ellos bajo la condición de que ellos observaran Sus leyes (Dt. 14:13, 23). Este pacto, del que el sábado iba a ser la señal (Éx. 31:16), fue celebrado en Horeb (Dt. 5:2; 29:1) y renovado después con la generación siguiente en los campos de Moab (Dt. 29:1). En caso de que fueran desobedientes, recibirían maldición (Dt. 27; 28).

“Capilla de Elías” en el monte Horeb, levantada en el sitio tradicionalmente considerado como el lugar de su cueva.
Hay también otro pacto que Dios hizo con los levitas (Mal. 2:4, 8), y especialmente con Finees, para darle a él y a sus descendientes un sacerdocio perpetuo (Nm. 25:12, 13,).
En el pacto de Jehová con David se promete un trono eterno a su posteridad (Sal. 89:20–30, 34–38; cfr. 2 S. 7:1–29 y 1 Cr. 17:1–27; 2 Cr. 7:18; Jer. 33:21). Los profetas anuncian un nuevo pacto de regeneración, que contrasta con el del Sinaí. Este nuevo pacto tiene carácter nacional para Israel (Jer. 31:31–34; He. 8:8–11), aunque también está destinado a todas las naciones (Mt. 28:19, 20; Hch. 10:44–47). Su dispensador es el Espíritu Santo (Jn. 7:39; Hch. 2:32, 33; 2 Co. 3:6–9) y se entra en él por medio de la fe (Gá. 4:21–31). Cristo es el Mediador de este nuevo pacto (He. 8:6–13; 9:1; 10:15–17; 12:24). Es posible que fuera preferible llamar al Antiguo y Nuevo Testamento el Antiguo y Nuevo Pacto, respectivamente. Las dos tablas de piedra en las que se grabaron los Diez Mandamientos, leyes fundamentales del pacto entre Dios e Israel, fueron llamadas «tablas del pacto» (Dt. 9:11), y el arca que contenía estas tablas recibió el nombre de «arca del pacto» (Nm. 10:33). El libro del pacto, posiblemente introducido por los Diez Mandamientos, se componía de las ordenanzas de Éx. 20:22 a 23:33. Moisés las consignó en un libro; los israelitas las aceptaron formalmente, y el pacto entre Jehová y Su pueblo quedó ratificado (Éx. 24:3–8). (Véase Teocracia.) La expresión «libro del pacto» vino a expresar más tarde el «libro de la ley» (2 R. 22:8, 11; 23:2), el cual comprendía Deuteronomio (Dt. 31:9, 26; 2 R. 14:6; cfr. Dt. 24:16).
Con respecto al pacto con Abraham, el apóstol Pablo argumenta, en la Epístola a los Gálatas, que la promesa hecha por Dios, «el pacto previamente ratificado por Dios para con Cristo, la ley que vino cuatrocientos treinta años después, no lo abroga, para invalidar la promesa» (Gá. 3:16, 17). Así, Israel no será restaurado en base al pacto mosaico, violado por ellos, pero sí lo será en base a la promesa de Dios a Abraham (cfr. Ro. 11:29 y su contexto). En cuanto a los creyentes procedentes de la gentilidad, siendo que la promesa había sido dada a través de Cristo, el apóstol puede añadir: «Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa» (Gá. 3:29). La relación entre la Iglesia y el Nuevo Pacto requiere una atención más especial. El Nuevo Pacto es un pacto incondicional que Dios prometió hacer con las casas de Judá y de Israel: Él pondrá sus leyes en sus mentes y las escribirá en sus corazones; Él será el Dios de ellos, y perdonará la maldad de ellos, y no se acordará más de sus pecados (Jer. 31:31–34ss.). El fundamento para esto fue establecido en la Cruz. En la institución de la Cena del Señor, Él habló de Su sangre como «la sangre del nuevo pacto» (Mt. 26:28; 1 Co. 11:25). Él es «el Mediador del nuevo pacto» (He. 9:15; 12:24). Así, es evidente que la concertación del nuevo pacto con Judá e Israel es aún futura. El principio del nuevo pacto, esto es, el de la gracia soberana, ya está actualmente en vigor, y Dios actúa en conformidad con esta gracia soberana al establecer las condiciones en base a las cuales Él mora en medio de Su pueblo, siendo el Señor Jesús el Mediador, por medio de quien se obtiene toda bendición. Ver, entre otros, los pasajes de Ro. 1:1–10 y de 2 Co. 3, donde Pablo se refiere a sí mismo y a aquellos con él como «ministros competentes de un nuevo pacto», no de la letra que mata, sino del espíritu, que vivifica (2 Co. 3:6).