Rey

Heb. y aram. 4428 mélekh, מֶלֶךְ, «rey», de la raíz semita noroccidental mlk, «avisar, aconsejar», cuya familia de palabras aparece más de 3.000 veces en el AT. En el Pentateuco hace referencia, con pocas excepciones, a Yahvé y a reyes no hebreos. Se usa sobre todo en Dt., más de 1.400 veces; gr. 935 basileús, βασιλεύς = «rey».
Hay testimonios de la raíz mlk en el temprano III milenio a.C., en la ciudad siria de > Ebla, donde aparece en nombres teóforos como Abu-malik, Ebdu-malik Gibil-malik, y construcciones semejantes, como en el abstracto malikuum, «monarquía», y el femenino malik-tum, «reina», frecuentemente antepuestos al nombre propio. Se encuentra en las derivaciones lingüísticas semitas amorreas, milk; ugaríticas, malk; cananeas, milk; acadias, malk(u).
1. Realeza sagrada.
2. Realeza sagrada en Israel.
I. REALEZA SAGRADA. En todas las lenguas se entiende por «rey» el jefe del estado, soberano o monarca. En sus orígenes, la realeza aparece identificada con lo sagrado. Al principio de la antigua civilización sumeria, la sociedad estaba dominada por los sacerdotes. En una segunda fase, la babilónica, el poder se distribuía entre los sacerdotes y el soberano. En la tercera, durante el período asirio, el soberano acapara todo el poder en detrimento de los sacerdotes.
Los antiguos pueblos orientales concebían el mundo bajo la forma de un mito cosmólogico, según el cual todo lo que en la tierra es ordenado lo es como imagen y parte del orden cósmico (que a su vez es proyección del orden divino) y, por lo tanto, trascendente, que irradia en la tierra por mediación de ciertos ritos, personas, lugares y objetos dotados de fuerza sagrada. Quien encarnaba el equilibrio y la integración entre el orden natural y el cósmico era el rey. Esta visión del orden político no difiere, en lo sustancial, entre egipcios, mesopotámicos e iranios. Para estas tres civilizaciones, el concepto de dignidad real está fuertemente ligado con su cosmología. El rey es el «dios encarnado», «la Puerta del Cielo», «quien descendió del Cielo».
Para los egipcios, el > faraón no era un mortal, sino un dios encarnado. Era fuente de toda autoridad y quien debía administrar el maat, el orden justo, la estructura inherente a la creación, de la que la justicia era una parte integrante. El faraón, como los dioses, era concebido como todopoderoso. Uno de los símbolos de su poder era la ceremonia de coronación, en la que se proclamaba la legitimidad del monarca. Los textos de las pirámides sugieren que las coronas eran colocadas en la cabeza del rey en las Dos Capillas. Las coronas, por consiguiente, eran objetos dotados de poder, de un poder personificado en la diosa «Ojo de Horus», madre y creadora del rey. Al parecer, al final de la coronación, se ponía el báculo en la mano del rey y los antepasados reales se hacían presentes en bellos estandartes. En este momento, se cantaban himnos tales como: «Alégrate, tú, tierra toda, han llegado los buenos tiempos. Ha sido nombrado un Señor en todas las naciones…»; expresión del profundo alivio del pueblo porque había pasado el interregno, había de nuevo un rey, y se podía confiar en que reino y naturaleza seguían su curso acostumbrado y prefijado. Los dioses transmitían su potencia divina al faraón, gracias a la cual todo era beneficioso. Por ejemplo, las crecidas del Nilo, debidamente reguladas y aprovechadas, producían excelentes cosechas porque la divinidad del río respetaba al faraón como dios. En numerosas inscripciones jeroglíficas, el nombre y títulos del monarca aparecen acompañados de los términos «vida, salud y fuerza». La monarquía egipcia constituía una «teocracia identificativa» (J. Assmann), que cumplía funciones de intermediaria entre el hombre, la naturaleza y la divinidad, abrazados íntimamente e identificados en la figura del faraón. Se entiende, de este modo, que el soberano pudiera concentrar en sus manos todo el poder.
El faraón era la síntesis simbólica de la unidad de Egipto, síntesis que se refleja también en la esposa del monarca, que ostentaba títulos como «La que une a los Dos señores», o bien «La que ve a Horus y a Set», y que tendrá un papel decisivo en la transmisión del poder. Toda la política y toda la civilización egipcia están condicionadas por la concepción de una monarquía divina, de un «dios-rey» —aunque a veces es solamente el hijo de Ra—, dueño de todo el país y de sus habitantes, que son el «rebaño del dios» y cuyo «pastor» es el rey. Aunque actúe por mediación de sus delegados, es él quien intercambia los dones o el que ofrece sacrificios a los dioses.
Debido a su carácter divino, el rey actuaba como un monarca absoluto. Conservaba el «nombre de Horus» mientras vivía, puesto que era un título que solo correspondía al monarca vivo y que era adoptado por su sucesor a la muerte del rey. La sucesión estaba garantizada por la reina de primer rango, la «Madre de los Hijos del Rey», como se la denominaba en ocasiones. El soberano ejercía su poder desde la «Casa del Rey», ayudado por una especie de secretario general, el «Jefe de los Secretos de los Decretos». Se trataba de un sistema centralizado de tipo feudal que convergía en el rey, quien ejercía su autoridad, aunque fuera relativa, también sobre los sacerdotes, técnicos del culto a su servicio. Al frente de Egipto siempre estaba el mismo dios, Horus, encarnado en los distintos reyes que se sucedían en el trono, único mediador entre el mundo humano y el divino.
En Mesopotamia, como en Egipto, se reconocía la majestad de la realeza y existía un temor reverencial respecto a la sacralidad del que simbolizaba a la comunidad y la representaba ante los dioses. No obstante, el rey, a diferencia de Egipto, no es un dios, aunque la monarquía siga siendo de origen divino. Y hasta que la monarquía no se convierte en hereditaria, con 1a introducción del principio dinástico, el lugal o «rey» es tal en cuanto esposo de la diosa Inanna (Isthar en semítico), la «Señora del cielo». Pero el «matrimonio sagrado» no supone para el rey ni un status divino ni la inmortalidad. Hasta la llegada del Imperio de > Acad no se encuentra una divinización manifiesta del rey en Mesopotamia, quizá por influencia del modelo egipcio. El primer monarca divinizado es Naram-Sin (2254–2218 a.C.).
La representación del poder sagrado del rey se expresaba en la ceremonia de consagración. Esta ocurría cuando el nuevo rey era conducido al templo del dios > Asur, en su trono portátil. Entraba, besaba el suelo, quemaba incienso, y subía a una alta plataforma, donde estaba la estatua del dios. Allí tocaba el suelo con la frente y depositaba sus regalos: una jofaina de oro con valioso aceite, plata y un vestido bordado. El punto culminante era el ritual de la coronación. El sacerdote llevaba la corona y el cetro en almohadones de fieltro hacia el rey para coronarlo solemnemente, cantando un himno a Asur y Ninlil, señores de la diadema. El primer contacto entre el nuevo gobernante y las insignias reales no era sino el signo exterior de una unión en la que los poderes inmutables de la realeza celeste tomaban posesión de su persona y le capacitaban para gobernar. Estas insignias, entre las que se contaba como más importante la corona, eran imaginadas como la condensación material de la luz (inteligencia) y del poder cósmico sobre los que se asentaba la firmeza y la legitimidad del orden político.
En el mundo iranio, el rey era sagrado puesto que descendía de los dioses. Su persona tenía un carácter divino. Era considerado Hermano del Sol y de la Luna, y su hogar lo constituían las estrellas. Algunos reyes eran mirados más como Reyes-Sol y otros como Reyes-Luna. Su real naturaleza era el fuego, ya que había descendido del cielo luminosamente a través de una columna ardiente. Esta naturaleza resplandeciente era simbolizada por el nimbo o aureola de fuego celestial que rodeaba su cabeza.
La coronación del rey se realizaba el día conmemorativo de su nacimiento. Y era visto como un nuevo ser, asumía un nuevo nombre que se unía con el de su trono. Se vestía con los colores rojo y blanco, que simbolizaban la virtud guerrera y sacerdotal, respectivamente. Otro punto importante de la ceremonia era la presencia de la Corona de la Luz, característica de la cultura irania, en la que el poder santo antes de materializarse se expresaba etéreamente en una aureola de fuego y su potencia mística. Sin embargo, de la coronación mística del nimbo se llega a la coronación ritual y material con preciosas coronas que intentaron hacer de simil perfecto de aquella.
II. REALEZA SAGRADA EN ISRAEL. Israel accede tardíamente a la monarquía. Durante el primer período de su historia, los israelitas se gobernaron por medio de caudillos individuales llamados > «jueces», personajes de naturaleza carismática, suscitados para enfrentar circunstancias concretas del pueblo. La realeza se contempla como una intromisión en las tradiciones tribales y la fe en Yahvé, verdadero rey de Israel. En palabras de > Gedeón: «No seré yo el que reino sobre vosotros, ni mi hijo; Yahvé será vuestro rey» (Jue. 8:23; cf. Ex. 15:18; Nm. 23:21; 1 Sam. 8:7; 12:11, 1 R. 22:19; Is. 6:5). Yahvé es quien ha constituido a Israel como pueblo, estableciendo su orden jurídico, dándole su tierra y ejerciendo su gobierno. Las consecuencias políticas de esta creencia tienen un significado transcendental en medio de las culturas del entorno, ya que toda la comunidad tiene carácter sagrado (Lv. 26:46).
Sin embargo, el deseo de imitar a sus vecinos empujó a los israelitas a pedir un rey, contraviniendo la tradición (cf. Dt. 17:14–20). > Saúl fue el elegido, quien inició el período monárquico hebreo, continuando la obra de los jueces y efectuando la transición entre el gobierno carismático y el poder real hereditario, que se consuma en > David. Desde sus comienzos, el reinado de David estuvo caracterizado por la existencia de un fuerte y decisivo principio dinástico, sancionado por una intervención divina: la profecía de Natán promete a David una casa y una realeza que subsistirán para siempre. Pero la realeza divina nunca llegará a adquirir el carácter que tuvo en los pueblos vecinos egipcios y mesopotámicos.
La consagración del rey se realizaba en el Templo, «cerca de la columna» (2 R. 11:14; 23:3), lugar reservado especialmente al rey. En la coronación, el rito por excelencia era la > unción, comenzando por Saúl (1 Sam. 9:16; 10:1), y siguiendo con David (2 Sam. 2:4; 5:3). Todos los reyes de Judá fueron ungidos, y probablemente también los de Israel. Era propiamente un rito religioso, animado por la venida del Espíritu Divino (1 Sam. 10:10; 16:13). Consagraba la persona del rey, que participaba así de ciertas prerrogativas divinas y, en principio, era inviolable (cf. 1 Sam. 24:1–8). Después de la unción se aclamaba al monarca. Se tocaba el cuerno y la trompeta, el pueblo aplaudía y gritaba: «¡Viva el Rey!» (1 R. 1:34, 39; 2 R. 11:12, 14). Luego de esta aclamación, salían del Santuario y entraban en el palacio, donde el nuevo rey se sentaba en el trono. Dado que Yahve era considerado como el verdadero rey de Israel, el trono real se llamaba «el trono de Yahve».
En ocasiones, la realeza adquiere un tinte mesiánico: «Él hará justicia a los humildes del pueblo, salvará a los hijos de los pobres y aplastará al opresor» (Sal. 2, 72, 110). En cuanto a las prerrogativas religiosas del soberano, se limitan a la reglamentación y vigilancia del culto, y solo en ciertas ocasiones a presidir los ritos, como por ejemplo, en el traslado del Arca, la dedicación de un altar y las fiestas anuales. El rey cumplía también con frecuencia con el cometido de general en jefe (Gn. 14:5; Nm. 21:23; 1 Sam. 8:20; 14:20), concluía tratados (Gn. 21:22–32; 1 R. 15:19), promulgaba las leyes y las hacía cumplir (Est. 3:12, 13; 8:7–12; Dn. 3:1–6, 29; 6:6–9), impartía justicia (2 Sam. 15:2; Is. 33:22), con pleno derecho de vida y muerte (2 Sam. 14:1–11; 1 R. 1:51, 52; 2:24–34; Est. 4:11; 7:9, 10). El temor de Dios y del hombre podían regular esta autoridad, que en ocasiones tenía que tener en cuenta la voluntad popular (1 Sam. 14:45; 15:24), por cuanto era peligroso oprimir al pueblo (1 R. 12:4). Los sacerdotes y los profetas, independientes en su esfera religiosa, no dudaban en reprender a los reyes (1 Sam. 13:10–14; 15:10–31; 2 Sam. 12:1–15; 1 R. 18:17, 18; 21:17–22; 2 Cro. 26:16–21).
Era necesario que el rey estuviera dotado de discernimiento y de un juicio certero. Salomón cumplió estas condiciones en tal alto grado que obtuvo desde el principio el favor de sus súbditos (1 R. 3:28). Igual de necesarias que la perspicacia eran la fuerza de carácter y la imparcialidad. El rey contaba, para su protección y asistencia, con una guardia, cuyo > capitán ejecutaba sus órdenes (2 Sam. 15:18; 20:23; cf. 1 R. 1:43, 44; 2:25, 29). Ciertos soberanos se rodearon de un lujo inaudito (1 R. 10). Véase JUECES, MONARQUÍA, REINO DE DIOS, TEOCRACIA.