POBRE, POBREZA

1. Vocabulario y uso.
2. Pobreza y opresión.
3. Pobres en la historia de Israel.
4. Pobres en el NT.
5. Revalorización de la pobreza.
I. VOCABULARIO Y USO. El AT no conoce el concepto de “pobreza” como tal, sino tan solo al hombre pobre, desdichado, desheredado, débil, humilde, para cuya descripción utiliza siete términos hebreos, de los cuales los más importantes son:
1. Heb. 6041 aní, עָנִי (aram. anyá) = «pobre, débil, afligido, deprimido», cuya raíz tendría como significado original «estar encorvado, humillado, abrumado»; pl. anawim, עָנָוּיִם; aparece unas 105 veces en el AT. Se usa a menudo en paralelismo con el sust. 34 ebiyón, אְבִיוֹן = «necesitado, menesteroso, mendigo», de la misma raíz y a veces sinónimo, término que enfatiza alguna clase de incapacidad o aflicción, p.ej., un jornalero que por una desgracia personal o colectiva se ve reducido a la miseria y desamparo totales. Las desdichas de Israel y sobre todo el exilio, hundieron al pueblo en su conjunto en la situación aflictiva de los aniyyim o anawim de Yahvé. A su condición de pobre, aní, se le añade la condición de ebiyón, necesitado. A este respecto la Ley es clara a favor de esta clase social: «No explotarás al jornalero pobre (aní) y necesitado (ebiyón), tanto de entre tus hermanos como de entre los forasteros» (Dt. 24:14–15). En Proverbios, el aní es el agobiado por el despojo y la opresión (Prov. 22:22), el abandonado y olvidado por la justicia, cuya causa es necesario defender (Prov. 31:9); el ebiyón es el necesitado, el débil, la víctima de la opresión (Prov. 14:31), devorado por sus angustiadores (Prov. 30:14)
2. Heb. 1800 dal, דַּל = «humilde, desgraciado, indigente», representa a la clase pobre del pueblo en contraste con los ricos y poderosos (cf. Rt. 3:10; Prov. 10:15). Dal es un término característico de la literatura sapiencial, que originalmente denotaba la apariencia física débil, flaca y enfermiza, característica del mendigo; por eso se contraponía a «gordo», sano. Se usa respecto al sueño de José: «He aquí que otras siete vacas subían detrás de ellas, delgadas, de muy feo aspecto y flacas de carne» (Gn. 41:19). En Prov. se presenta al dal en la misma situación del aní y del ebiyón: es oprimido (Prov. 14:31; 22:16; 28:3), abandonado hasta por sus amigos (Prov. 19:14) y sometido al poder del rico (Prov. 28:15). Pero Dios es el garante del dal, y quien lo oprime peca contra Dios mismo (Prov. 14:31); quien no se preocupa por él, no será escuchado por Dios (Prov. 21:23).
3. Gr. 4434 ptokhós, πτωχός, «pobre, miserable, mendigo» (p.ej. Mt. 11:5; 26:9, 11; Lc. 21:3; Jn. 12:5, 6, 8; 13:29; Stg. 2:2, 3, 5, 6); vb. ptokheúo, «ser tan pobre como un mendigo, ser menesteroso»; en este sentido se dice que Cristo «se hizo pobre» (2 Cor. 8:9); 4432 ptokheía, πτωχεία = «miseria, pobreza», de la misma familia semántica, indica la condición de pobreza de los santos de Judea (2 Cor. 8:2) y de la condición de la Iglesia de Esmirna (Ap. 2:9).
4. Gr. penes, πένης, «trabajador», jornalero que cada día tiene que ganarse el pan; 3998 penikhrós, πενιχρός = «necesitado, pobre», relacionado con el anterior. Indica aquella viuda «muy pobre» (Lc. 21:2, 3); en los LXX es la traducción de Ex. 22:25 y Prov. 28:15; 29:7.
El gr. penes, como el heb. aní, alude al status de una familia campesina que vive toda su vida en la línea de la pura subsistencia; ptokhós, y la correspondiente palabra heb. ebiyón, indica la situación de esa misma familia cuando, víctima de la enfermedad o de las deudas, de una sequía o de una muerte, es expulsada de sus tierras y se ve reducida a la miseria y obligada a vivir de la mendicidad. El pobre está obligado a trabajar, pero posee siempre lo suficiente para sobrevivir en tanto tenga trabajo o pueda desarrollarlo, mientras que el mendigo no tiene nada en absoluto. Cuando Jesús dice: «Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de Dios» (Lc. 6:20), la palabra ptokhós es la que aparece en el original griego, lo que literalmente significa que Jesús no declara bienaventurados a los pobres, penes, clase en la que se incluiría prácticamente a todo el campesinado, sino a los miserables, a los mendigos, a los que no tienen nada (J.D. Crossan).
II. POBREZA Y OPRESIÓN. La pobreza es siempre considerada un mal en las Escrituras, resultado de una situación de injusticia. Son innumerables los textos bíblicos que relacionan la pobreza con la > opresión. Por esta razón, es un estado escandaloso que de ningún modo tendría que existir en Israel. Lo contrario de los pobres no son simplemente los ricos, sino los «poderosos», los «malvados», los «orgullosos». Se trata de los que explotan, engañan, devoran, oprimen, aplastan, roban, persiguen, venden como esclavos e incluso matan a los pobres. «Los pobres no son simplemente los que no tienen, sino los que son imposibilitados de tener y de ser» (J. Comblin). Son los oprimidos, los humillados, los explotados, los marginados, los reducidos a la impotencia, los condenados a mendigar.
No hay libro bíblico, ya sea poético, sapiencial o profético, que no afirme como parte del credo de la fe de Israel, que Dios toma partido por los pobres, reivindica sus derechos, defiende su causa, exige justicia, y librará a los hijos de los necesitados, al mismo tiempo que aplastará al opresor (cf. Sal. 72:4, 14; Am. 2:6–8; 4:1–3; 5:7–12; 8:4–6; Miq. 2:1–3; 3:1–4; 6:9–16; Is. 1:16–18; 3:13–15; 5:1–7; 10:1–4; 14:6–7).
III. POBRES EN LA HISTORIA DE ISRAEL. La pobreza, según la Biblia, no es de modo alguno una situación resultante de la ley natural o de la voluntad del Creador, sino de la violencia y la injusticia. La solidaridad casi orgánica vivida por el antiguo Israel hacía que los individuos vivieran y actuaran en función del conjunto social, de modo que cada persona era, con respecto al grupo, lo que los miembros son con respecto al cuerpo. El bienestar prometido por Yavhé a los antepasados > nómadas debía ser compartido por todos. Podía haber familias más ricas o más pobres, pero no se dividían en diferentes clases sociales en el interior de la tribu. En los primeros tiempos de la sedentarización, todos los israelitas disfrutaban, poco más o menos, de la misma condición social. Con la monarquía la situación comienza a cambiar, pero no al principio. Los dos primeros reyes de Israel pertenecían a familias sencillamente acomodadas y se desenvolvían en un nivel de vida bastante modesto. Se puede decir que en el llamado «período del nomadismo y de sedentarización» no hubo desniveles sociales tan grandes que fuesen capaces de dividir a los israelitas en dos clases: ricos y pobres (R. de Vaux).
El Deuteronomio, que se inspira en el tiempo de la vida nómada en el desierto, trata de reconstruir el pueblo de Israel sobre sus moldes originales, según una intención auténticamente mosaica, evocando el ideal de un pueblo fraternal, en el que no debería haber pobres. La pobreza es presentada como un escándalo intolerable, porque Yahvé ha dado a su pueblo una «tierra buena» (Dt. 1:15, 35; 3:25; 6:18), dotada de muchas riquezas (Dt. 8:7–10), para que no hubiese pobres entre ellos (Dt. 8:7–10). «Henos aquí, siervos en la tierra que diste a nuestros padres para que comiesen su fruto y su bien» (Neh. 9:36), se quejan los exiliados que regresaron de Babilonia, sometidos a las exacciones persas.
Al otorgar la tierra de Canaán a su pueblo (Ex. 6:4, 8), Dios asegura desde el principio una distribución equitativa de las tierras, el principal medio de la producción de bienes en la economía antigua, agrícola. La Ley de Moisés permitía a los israelitas vender sus bienes, pero con respecto a las tierras exigía que al cabo de cada período de 50 años, cada familia pudiera retornar libremente a la propiedad que tenía como herencia. Así, la tierra no podía ser vendida, sino solo su usufructo hasta el final del período jubilar (cf. Lv. 23:13, 23). Esta ordenanza, que tenía la intención de impedir el acaparamiento de las tierras, no suprimió enteramente la pobreza, debido a factores externos e internos: malas cosechas causadas por desastres naturales, como plaga o sequía, o puramente humanos, como guerras y saqueos; también por enfermedad o indolencia y mala administración y, sobre todo, por la codicia de los que buscaban enriquecerse a costa de su prójimo. Todos los indigentes, especialmente las viudas, los huérfanos y los extranjeros, eran objeto de la especial atención de Yahvé y de los israelitas piadosos, según las instrucciones precisas de la Ley. Toda persona que tuviera hambre tenía derecho a satisfacerla con las uvas o espigas recogidas en la propiedad de otros, pero se le prohibía llevárselas (Dt. 23:24, 25). Los pobres estaban autorizados a espigar detrás de los segadores, a recoger las espigas dejadas en las lindes del campo que el propietario disponía para ellos (Lv. 19:9). Igualmente sucedía con la recolección de la vid (Lv. 19:11; cf. 23:22; Dt. 24:19–21).
La tierra no debía ser cultivada ni cosechada durante el año séptimo ni en el del jubileo. Lo que produjera de suyo durante aquel reposo pertenecía por derecho a la colectividad, que se alimentaba de ella gratuitamente (Lv. 25:4–7, 11, 12). El israelita caído en la miseria podía vender su trabajo a un patrón durante cierto número de años, pero en el año del jubileo recobraba su libertad (Lv. 25:38–42). El préstamo solicitado por un pobre tenía que serle concedido, incluso al acercarse el año sabático, que permitía al deudor cancelar su deuda (Dt. 15:7–10). Cuando se efectuaba un censo, cada israelita de veinte o más años, varón rico o pobre, tenía que pagar un rescate por su persona de medio siclo de plata, destinado en principio al Tabernáculo (Ex. 30:11–16) y posteriormente al mantenimiento del Templo (2 R. 12:4–5). En cuanto a las ofrendas presentadas en el Santuario por los pobres, podían ser en algunas ocasiones inferiores a las de los ricos (Lv. 12:8; 14:21; 27:8).
La Ley exhortaba a los israelitas a invitar a sus mesas a los menos privilegiados durante las solemnidades religiosas y en las ocasiones de regocijo (Dt. 16:11, 14), al tiempo que prohibía la opresión de los débiles (Ex. 22:21–27). Se pedía a los jueces que en los tribunales nunca hicieran caso a la condición social de los encausados, especialmente de los pobres, generalmente desprotegidos, sino que examinasen objetiva e imparcialmente la acusación lanzada contra ellos. La exigencia de justicia debía prevalecer sobre la condición económica (Ex. 23:3; Lv. 19:15). Los períodos de decadencia religiosa coincidieron frecuentemente con la violación de los preceptos caritativos de la Ley, lo que constituyó motivo para las reclamaciones de los profetas en contra de la indiferencia y la injusticia (Is. 1:23; 10:2; Ez. 22:7, 29; Mal. 3:5). Los profetas son coherentes en su mensaje e insisten en la imposibilidad de separar religión y ética, culto y responsabilidad social. La explotación del pobre es siempre una ofensa a Dios, que no puede borrarse ni con una multitud de sacrificios. El Dios de Israel hace justicia al huérfano y a la viuda, ama al extranjero, le da pan y vestidos (Dt. 10:17) y protege a los indefensos (Prov. 22:22). «El que oprime al necesitado afrenta a su Hacedor, pero el que tiene misericordia del pobre lo honra» (Prov. 14:31; cf. 29:7; Sal. 41:1). Burlarse del pobre en su calamidad es igual a mofarse de Dios y tiene su castigo (Prov. 17:5); por el contrario, el que practica la caridad con el pobre hace un préstamo al Señor (Prov. 19:17; cf 11:25); el que da generosamente al pobre será bendecido con la abundancia y con el éxito (Prov. 22:9; 28:27). El que da con generosidad su pan al indigente será honrado y bendecido no solo por los hombres, sino también por Dios (Prov. 22:9). Igualmente, el rey que juzga con equidad a los pobres consolida su trono (Prov. 29:14). Por el contrario, el que cierra los oídos al grito del pobre, en la desgracia llamará, pero no obtendrá respuesta (Prov. 21:13). El justo se distingue claramente por el amor a los pobres; por eso cuida de la causa de los miserables (Prov. 29:7; Sal. 112:9). De modo análogo, la mujer sabia y perfecta se distingue también por su generosidad y por el amor a los indigentes (Prov. 31:20).
En el segundo período monárquico, a partir de Salomón, se produce un grave cambio en Israel. La construcción de suntuosos palacios reales, el peso de los impuestos y las diversas implicaciones internacionales (comercio, guerras, alianzas), empobrece a gran parte de los pequeños propietarios y enriquece a la clase gobernante latifundista (cf. Is. 5:8–12; Os. 8:14; Am. 4:1ss.; 5:7–13; Miq. 2:1ss., etc.). El mismo pueblo se divide en dos reinos enfrentados y desaparece el viejo ideal de la solidaridad orgánico-social. Males todos presentes en la primera diatriba antimonárquica que se lee en la Biblia (1 Sam. 8:10–18).
Surge una clase de funcionarios en torno al monarca que saca partido de su administración y de los favores reales. Otros, aprovechando la ocasión, realizan grandes lucros haciéndose con más y más tierras. Las transacciones comerciales e inmobiliarias rompieron la igualdad entre las familias, algunas de las cuales llegaron a ser muy ricas, mientras que otras empobrecieron. Desde entonces comenzaron a existir en Israel los débiles, los pequeños, los pobres, que sufren las exacciones de los ricos, que comienzan a ser defendidos por los profetas (cf. Is. 3:14s; 10:2, etc.).
IV. POBRES EN EL NT. En el último período de la historia de Israel, principalmente en los tiempos posteriores al exilio, se produce una «espiritualización» del pobre, según de Vaux. El «pobre» no sería ni una calificación moral ni religiosa, sino tan solo indicaría una relación especial para con Yahvé. Pues, como los ricos generalmente oprimían a los pobres y así se convertían en impíos y malvados, los necesitados eran los amados por Dios (Dt. 10:18; Prov. 22:22–23).
Esta es la mentalidad que subyace en los escritos del NT. Sus autores insisten más en la > avaricia de los ricos que en la opresión que ejercen. Con todo, los textos del AT están siempre presentes en el trasfondo de los textos del Nuevo. «La inversión anunciada en el evangelio de Lucas entre los ricos y los pobres, no se explicaría si no fuese la justa retribución del mal que los ricos hicieron a los pobres. La pobreza es un mal. Está ligada al pecado. La intervención de Dios tiene por finalidad eliminarla» (J. Comblin).
En el contexto del dominio de Roma sobre todo los territorios que tienen que ver con la historia evangélica, la Pax Romana que comienza con Augusto se asienta sobre un sistema de explotación esclavista, que no afecta única y exclusivamente a los esclavos, sino a toda la población del Imperio que no tiene la suerte de pertenecer a la élite, o sea, a la inmensa mayoría. Por culpa de la pesada carga de impuestos y tributos, la mayoría de los trabajadores libres (artesanos independientes, pequeños campesinos y pescadores, pastores, etc.) solo se mantenía en un régimen de subsistencia, siempre con la amenaza pendiente del hambre, la miseria y la esclavitud. La vida de la mayoría de la gente se movía en un horizonte de incertidumbre. La pobreza y la miseria acechaban a cada instante. El número de pobres creado por la depredadora política imperial era realmente elevado.
El alto nivel de vida y la fastuosidad de la élite romana, tan insensible como derrochadora, se alimentaba de la acaparación de casi todos los excedentes de producción, lo que significa que la ración disponible para la mayor parte de la población fuera apenas la suficiente como para asegurar su subsistencia. La economía del Imperio favoreció la concentración de riqueza en la capital y algunos otros centros urbanos de mayor desarrollo, pauperizando para ello al grueso de la población. Los > impuestos abusivos hacían imposible que una familia tuviese lo suficiente para vivir. La preocupación por el pago del impuesto de capitación, presente en los Evangelios, habla a las claras de la situación. Es a esta gente a la que se dirige Jesús. Anuncia el advenimiento del Reino de Dios como una buena noticia para los pobres, los miserables y los desposeídos (Mt. 11:5, 9; Lc. 4:18; 6:20; 7:22; 14:21–23). Ellos, los marginados y excluidos, los pobres y necesitados, son los preferidos de Dios (Mt. 11:30; Lc. 7:22). Jesús entiende que la fuerza de los pobres es su fe; por eso su palabra no es una llamada a la revuelta, sino a la salvación que se alcanza mediante esa fe en Dios, el último punto de apoyo de los vencidos, de los enfermos, de los oprimidos, de los pecadores, lo que abre las puertas de la esperanza y otorga la capacidad de resistir confiados en la victoria final del Reino, ya presente en la vida de los que creen (cf. Mat. 6:33). La «Paz de Cristo», no es como la del mundo, busca la reconciliación de todos y no da por perdida a ninguna oveja. Para el Reino de Dios que anuncia y vive en su persona, no existen las barreras y diferencias sociales levantadas por el poder o la religión, la clase o la raza. Jesús come tanto con pecadores (Mc. 2:15ss; Lc. 15:2) como con fariseos observantes (Lc. 14:1) y con ricos de mala fama (Lc. 19:1–10). La pax evangelica incluye también la reconciliación con los otros, el perdón mutuo de las deudas (Mt. 6:12).
Los pobres son objeto de la solicitud del amor salvífico de Dios, no porque sean mejores moralmente, sino por su peculiar situación de abandono y desamparo social y religioso, que los convierte en fácil presa de injustos y opresores, así como de su propia imagen de fracasados y olvidados de Dios. El Reino de Dios se presenta como una buena noticia, por medio de la cual se invita a entrar a los que no tienen nada que ofrecer, sino su marginación y angustia. Los desplazados por la sociedad son invitados a entrar en el nuevo mundo que Dios crea a partir del mensaje de Jesús. Los ricos y poderosos perciben este mensaje como mala noticia, pues pone en peligro sus creencias y lo que estas justifican, a saber, sus posesiones, adquiridas no siempre en buena lid (Lc. 6:24–26; Mc. 10:17–27). Ricos y pobres por igual están necesitados de conversión como paso previo para la reconciliación, pero unos y otros no la consideran con la misma solicitud y urgencia. La pobreza en sí no lleva a nadie a la salvación y a la elevación moral, antes bien, todo lo contrario, pero la situación de dependencia y necesidad generada por la pobreza y la miseria dispone psicológicamente al pobre a aceptar la ayuda de Dios, el último recurso del que puede disponer frente a los están confiados y seguros en sus riquezas (Lc. 18:24–27).
Al decir «bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de Dios» (Lc. 6:20), Jesús no está exaltando la pobreza material como un bien en sí mismo, ni la pobreza espiritual como una virtud moral (Mt. 5:3), sino que transmite un mensaje de esperanza para aquellos que no la tienen; es una palabra de dignidad para los que han sido despojados de ella. No son los miserables que el mundo imagina, pues su pobreza es causada por situaciones de injusticia o por desgracias personales que no suscitan la solidaridad necesaria para acudir en su socorro. Pero Dios no es como el hombre, no mira la apariencia, sino que conoce causas y razones. No hay justicia en maldecir al pobre por su pobreza y tenerle por maldito y abandonado de Dios. La justicia del Reino de Dios comienza por levantar al caído, sin olvidar que en un sistema de opresión política y económica el pobre es una víctima. Es pobre porque es despojado por un sistema injusto. Su miseria se debe a la injusticia de los poderosos.
Mediante el llamamiento a la > conversión y > reconciliación con Dios, la persona se siente aceptada, reconocida y acogida en el seno de la familia de Dios. El perdón de sus pecados tiene el valor de otorgarle la paz, mediante la cual puede inaugurar una vida de justicia y liberación.
V. REVALORIZACIÓN DE LA POBREZA. La Iglesia primitiva consideró desde el principio como uno de sus deberes más sagrados el socorrer a sus miembros sin recursos y ayudar asimismo, en la medida de lo posible, a los pobres que no pertenecieran a ella (Hch. 2:45; 4:32; 6:1–6; 11:27–30; 24:17; 1 Cor. 16:1–3; Gal. 2:10; 1 Tes. 3:6). Los autores apostólicos exhortan de una manera expresa a no hacer acepción de personas y a no menospreciar a los pobres, que Dios ha elegido para que sean ricos en fe y herederos del Reino (Stg. 2:1–5). El cristiano debe ser siempre consciente de que cualquier cosa que tenga en propiedad no le pertenece de manera absoluta, sino que le ha sido dado para su fiel administración en bien el prójimo según la voluntad de Dios (cf. Mt. 25:15–28; Lc. 19:13–25; 1 Cor. 4:7 y Ef. 4:28).
Al lado de esta preocupación por los pobres de la comunidad, el cristianismo predica a la vez la inaudita concepción de la pobreza como «bendición». En la mentalidad hebrea se había desarrollado el concepto de la riqueza como bendición (cf. Prov. 3:10; 15:6) y la pobreza como castigo y retribución de Dios; en consecuencia, el rico es el piadoso (cumple con los diezmos y demás obligaciones litúrgicas) y el pobre el pecador (incapaz en muchas ocasiones de cumplir los preceptos legales y rituales). Desde el principio, Jesús se enfrenta a esta mentalidad y se presenta a sí mismo como el «pobre de Yahvé», aquel que no tiene dónde recostar la cabeza (Mt. 8:20; Lc. 9:58). En clave teológica posterior: «siendo pobre, se hizo rico por vosotros, para enriqueceros con su pobreza» (2 Cor. 8:9; cf. Flp. 2:6–7). Pobre fue el nacimiento de Jesús (Lc. 2:6–7); y fue la suya la ofrenda de los pobres en el Templo (Lc. 2:22–24; cf. Lv. 12). En vida no tuvo hogar propio ni dinero (Mt. 17:27), y en muerte fue despojado de sus vestiduras, muriendo en la indigencia más absoluta (Mc. 15:24; Jn. 19:23–24) y siendo sepultado en una tumba prestada (Jn. 19:41). También la madre de Jesús comparte esa humilde condición social (tapeínosis, Lc. 1:47), en absoluta y plena disponibilidad ante Dios. Otro personaje clave del Evangelio, Juan el Bautista, es el prototipo de la pobreza del Reino: «¿Qué salisteis a ver? ¿Un hombre cubierto de vestidos delicados? He aquí, los que están en vestido precioso, y viven en delicias, en los palacios de los reyes están», pero Juan era profeta y aun más que profeta, el primero más pequeño en el Reino de Dios (Lc. 7:25–26; Mt. 11:8–9).
Seguir a Jesús supone renunciar a las riquezas (Mt. 6:19–21; 25–33), pues estas suponen un peligro para los intereses del Reino (Lc. 12:16–21; Mc. 10:17–25). Sus discípulos tienen que vivir humildemente, libre de los cuidados de este siglo en espera de la pronta venida de su Señor. Los evangelistas relatan que sus primeros seguidores eran pescadores y que abandonaron su oficio y su familia para seguir al Maestro (Mt. 4:20, 22); Lucas observa que lo dejaron todo (Lc. 5:11). Pedro dice a Jesús que lo había abandonado todo, como hicieron sus compañeros (Mc. 10:28). La misión de los apóstoles tiene que desarrollarse en la pobreza más completa y radical (Mc. 6:8s). Ciertamente, no todos los seguidores y discípulos de Jesús abandonaron sus bienes por completo, ni vendieron sus posesiones, porque entre ellos se contaban también personas ricas que proveían al sustento de Jesús y de los apóstoles (Lc. 8:3; 19:3s; Mc. 14:3; 15:43); con todo, el principio permanece: ante el dinero y las riquezas debe prevalecer el desprendimiento y la libertad de las mismas. No se puede separar la pobreza espiritual de la material, pues la pobreza de espíritu, cuando es verdadera, tiende a cristalizar en pobreza efectiva. De este modo, los seguidores de Jesús se podían considerar los herederos o descendientes espirituales de los anawim Yhwh o «pobres de Yahvé» (Sof. 3:11–13); mansos, humildes, desprendidos, solidarios, que tienen todo en común como signo de confianza en el Señor y amor a los hermanos (cf. Hch. 2. También en el judaísmo la secta de > Qumrán practicó la comunidad de bienes). En el Reino predicado por Jesús, la pobreza ya es considerada un mal debido a la injusticia de los hombres, sino un ideal de vida religiosa, una condición para realizar eficazmente la tarea misionera y poder gustar anticipadamente los bienes de la vida venidera. Véase ANAVIM, DINERO, JUBILEO, JUSTICIA, LIBERACIÓN, LIMOSNA, RIQUEZA.