Reina del Cielo

Heb. melekheth hashshamáyim, מְלֶכֶת הַשָּׁמַיִם (Jer. 7:18; 44:17, 18, 19, 25). Se cree que esta expresión designa la Gran Madre del Cielo, un tipo de >Ashera, cuyo culto se practicó en Jerusalén al lado del culto oficial a Yahvé. Pese a la reforma de > Josías (en torno al 621 aC.), se siguió adorando a la Reina Celeste, como cuando responden las mujeres diciendo que ellas y sus maridos seguirán ofreciendo libaciones y quemando incienso a la Reina del Cielo (Jer. 44:16–19).
Estas mujeres se opusieron a la reforma de Josías, negándose a aceptar la estricta fe monoteísta en Yahvé, por cuanto esto suponía rechazar a las diosas de Jerusalén; se justificaban dicendo que tras dejar de adorar a la diosa les habían llegado todos los males.
Es evidente que desde la muerte de Josías (609 a.C.) en el campo de batalla de > Meguido, los habitantes de Jerusalén sufrieron infinidad de males. La cuestión es saber si el culto de la diosa les podía haber liberado de aquellas calamidades, y, sobre todo, si ese culto les hubiera ayudado a entender y reinterpretar su experiencia de fracaso, como harán los profetas del exilio y del primer postexilio apelando al Dios que les ayuda precisamente en la derrota.
Se ha dicho que esta Reina del Cielo fue importada desde Mesopotamia y que se identifica sin más con Isthar. Ciertamente, sus relaciones con esta divinidad parecen claras, pero todo nos permite suponer que ella y su culto (libaciones y unas tortas peculiares: heb. kawwanim, כּוָּנִים; Sept. khauones, χαυῶνες, Jer. 7:18; 44:17, 18, 19) tienen origen cananeo y pueden vincularse con la figuras de Anat/Astarté. En este contexto, resulta significativo el hecho de que el culto a la Reina del Cielo se encuentre vinculado con mujeres (y quizá con mujeres de cierto status social), lo que podría indicar la poca importancia que tenían en el culto yahvista oficial.
A los ojos de Jeremías, la injusticia social (robar, matar) va unida al gesto de los que ofrecen incienso a los baales/asheras. La idolatría no es solamente mala porque desconoce a Dios, sino, de un modo especial, porque ratifica la injusticia social (robar, matar, no liberar a los siervos). En ese contexto se sitúa su condena del culto a la Reina del Cielo como elemento central del pecado de Israel.
Ciertamente, parece que, a su juicio, el templo oficial de Jerusalén está dedicado solo a Yahvé (según la reforma deuteronomista), pero la devoción real del pueblo se dirige más bien a la Reina del Cielo, que actúa como divinidad superior (celeste) de la vida y el alimento, una deidad familiar en cuyo culto participan los diversos miembros de la casa: «los niños recogen la leña, los padres encienden el fuego, las mujeres amasan la pasta para hacer las tortas a la Reina del Cielo» (Jer. 7:16–20).
Frente al culto de Yahvé, que parece cerrado en un tipo de sacralidad oficial, masculina, propia de unos especialistas religiosos, hallamos aquí un tipo de culto integral, centrado en el pan (la cosecha, el hogar), donde interviene toda la familia reunida en torno a la memoria de la Reina del Cielo, a la que parece interesar menos el reinado social de Yahvé, que se vincula al Templo de Jerusalén y al cumplimiento de unas normas radicales de justicia.
Ese culto a la Reina del Cielo constituye un elemento resistente de la religiosidad israelita, vinculado de un modo especial con las mujeres. Así lo muestra el final del libro de Jeremías, donde el profeta, refugiado en Egipto con otros muchos hombres y mujeres de Judá (mientras otros han sido desterrados a Babilonia) tras la caída de Jerusalén (587 a.C.), se alza contra aquellos que siguen haciendo lo que hacían en Jerusalén antes de la destrucción del Templo (ver Jer. 44:15–29). Estos judíos suponen que el pueblo de Jerusalén y Judá (con reyes, jueces y ancianos) había rendido culto a la Reina del Cielo y que el abandono de esta práctica había motivado precisamente la caída y la ruina de la ciudad en manos de los babilonios. Los adversarios de Jeremías optan por retornar a la Reina del Cielo, a la que pueden adorar como refugiados en Egipto, pues es una diosa universal. Ese retorno les situaría en la línea de una religiosidad abierta, centrada en la Gran Madre, en diálogo con otros pueblos del entorno, que podrían haber hecho una opción semejante (abandonando el culto al Dios-Rey del Estado o del imperio), en la que faltaría la radicalidad del Dios israelita y su exigencia de justicia.
Contra eso, Jeremías opta por retornar a Yahvé, que debía ser el único Dios israelita. En esa línea afirma que la caída de Judá y Jerusalén no ha sido causada por el abandono de la diosa, sino todo lo contrario: proviene del juicio de Yahvé, que ha condenado a los judíos «por el incienso que quemasteis (a la Reina del Cielo) en las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén… Yahvé no pudo soportaros más… Por tanto, vuestra tierra ha sido convertida en ruinas, en horror y en maldición, hasta no quedar habitantes, como en este día» (Jer. 44:22–23).
No es la diosa la que ha castigado a los judíos porque le han abandonado, sino que les ha castigado Yahvé porque habían adorado a la diosa. La destrucción de Judá y Jerusalén no proviene del abandono de la Gran Madre, sino de su culto, y por eso Yahvé ha tenido que «castigar» a su pueblo. Solo tras ese castigo y destrucción, cuando mueran los que han adorado a la Gran Madre, podrá haber un nuevo comienzo para Israel: «Todos los hombres de Judá que están en la tierra de Egipto serán exterminados por la espada y por el hambre, hasta que perezcan del todo… Los que escapen de la espada sabrán de quién es la palabra que ha de prevalecer: si la mía o la de ellos» (Jer. 44:27–28).
Así queda abierta la gran alternativa. Por una parte, se eleva la Reina del Cielo, signo astral sagrado parecido a Ishtar (Astarté), divinidad única de tipo femenino que puede vincularse también con Deméter, la que da el pan, según el mito griego. Por otra, queda el Dios Yahvé, con sus grandes valores, vinculados a la justicia. Véase ASHERA, ASTARTÉ, IMAGEN DE CELO, JUSTICIA.