Profecía

En el sentido restringido de predicción inspirada del porvenir (para un examen de los diversos sentidos de este término, véase Profeta), tiene un lugar singular en las Escrituras. La Biblia es esencialmente una palabra profética. Dios trasciende el tiempo y el espacio, y puede hablar a la vez del pasado, del presente y del porvenir. De los treinta y nueve libros del AT, diecisiete de ellos son «proféticos» (los judíos consideran a otros más con este carácter), y en el NT hay varios pasajes de los Evangelios, muchos de las Epístolas, y el libro de Apocalipsis, que presentan este carácter. Sólo la Biblia contiene verdaderas profecías, por cuanto es la Palabra de Dios eterno y omnisciente. Él sólo es el que anuncia «lo por venir desde el principio» (Is. 46:10).
Las características de la profecía bíblica son magistralmente descritas por Pedro (1 P. 1:10–12; 2 P. 1:16, 19–21). (1) El gran tema tratado por todos los profetas es Jesucristo: Su persona, Su venida, Sus sufrimientos expiatorios, Su retorno, gloria y reino (1 P. 1:11). (2) A ellos les fueron reveladas por adelantado la época y las circunstancias de las dos apariciones de Cristo (v. 11). (3) Hay una perfecta armonía entre los profetas del AT y los del NT (v. 12). (4) El Espíritu Santo es el único autor de la profecía (vv. 11–12; 2 P. 1:21). (5) Los mismos profetas, sobrepasados por sus mensajes, intentaron escudriñarlos (1 P. 1:10; cfr. v. 5). (6) Los mismos ángeles desean también mirar en estas cosas (v. 12). (7) Consideramos segura la palabra profética, y es deseable prestarle atención (2 P. 1:19). Los que la descuidan cometen una insensatez. (8) La profecía es «como una antorcha que alumbra en lugar oscuro», en espera del despuntar del gran día del Señor. No lo dice todo, no muestra toda la escena; pero es plenamente suficiente para mostrar el camino a través de los precipicios. (9) Ninguna profecía puede ser objeto de una interpretación particular, o sea, separada del contexto de toda la Escritura.
En la Biblia tiene el creyente todo lo que le es preciso saber hasta su recogimiento con el Señor para andar de manera perfecta (2 Ti. 3:16–17). No precisa, por ello, de nada para conocer la mente de Dios que no esté contenido en las Sagradas Escrituras. Hay el hecho cierto de que en el pasado no tuvo lugar ningún acontecimiento de importancia que Dios no revelara antes mediante Sus siervos los profetas (cfr. Am. 3:7). Dios siempre quiso preparar al mundo, y, de manera especial, a los creyentes. Como ejemplos, se pueden citar el Diluvio (Gn. 6–7); la destrucción de Sodoma (Gn. 18–19); Nínive (Jon. 3); Babilonia (Dn. 4–5); Samaria, Jerusalén e Israel (2 Cr. 36:15–16); la segunda destrucción de Jerusalén en el 70 d.C. (Lc. 19:41–44; 21:20–24). Por otra parte, la primera venida de Cristo había sido anunciada con una extraordinaria precisión de detalles. De la misma manera, la Biblia predice los acontecimientos del fin: las señales del retorno de Cristo (Mt. 24:3–15), el arrebatamiento de la iglesia (1 Ts. 4:13–18), la aparición del Anticristo (2 Ts. 2:1–12; Ap. 13), el retorno de Israel en Palestina, sus sufrimientos y conversión (Zac. 12–14), la gran tribulación (Mt. 24:21–30; Dn. 12:1, 7), la batalla de Armagedón (Ap. 16:14–16; 19:1–21), la aparición gloriosa del Señor con todos Sus santos (Zac. 14:3–5; Ap. 19:11–14), el reinado de mil años (20:1–10), el juicio final ante el Gran Trono Blanco (vv. 11–15), la eternidad de bendición y de maldición (caps. 21–22). (Véanse los artículos correspondientes.) Después de haber dado conclusión al registro de sus visiones en Apocalipsis, que recapitula y completa todo el mensaje de los anteriores profetas, Juan afirma solemnemente que nadie tiene derecho alguno a añadir ni a quitar nada (22:18–19). Los estudiosos reverentes y obedientes a las revelaciones divinas deben asumir la actitud de no menospreciar las profecías (cfr. 1 Ts. 5:20).
Interpretación de la profecía. Se ha planteado con frecuencia la cuestión de si a las predicciones (y a la misma Escritura) se le debe dar un sentido literal o simbólico. Con mucha frecuencia, bajo un sentido primario real y literal se esconde un significado figurado o espiritual. Muchos de los hechos de la historia de Israel tenían al mismo tiempo un significado profético: la peña golpeada en Horeb representaba a Cristo golpeado en el Calvario (Éx. 17:1–6; 1 Co. 10:4); el maná era el tipo y preanuncio de Cristo, el pan vivo venido del cielo (Éx. 16; Jn. 6:31ss.); el cordero de la pascua representaba al Cordero de Dios inmolado para nuestra redención (Éx. 12; 1 Co. 5:7); las dos esposas de Abraham, Agar y Sara, simbolizaban los dos pactos, el de la ley y el de la gracia (Gá. 4:22–26), etc. También se da que en el mismo pasaje profético haya una yuxtaposición o superposición de sentidos literales y figurados. Por ejemplo, en el salmo 22 hay ciertos detalles expresados en términos ordinarios acerca de lo que literalmente aconteció a Cristo sobre la cruz (abandonado de Dios, menospreciado por el pueblo, sus manos y pies traspasados, sus vestidos repartidos y su túnica sorteada); sin embargo, en otros versículos se da un lenguaje figurado, cuyo sentido no es por ello menos real (los toros, los perros rodeándole, su alma amenazada por la espada, su liberación de la boca del león y de los cuernos de los búfalos). Lo mismo sucede en el célebre pasaje de Is. 53. Así, se pueden considerar dos principios esenciales a respetar en la interpretación de las profecías aún sin cumplir: (1) Establecer ante todo el significado literal normal, con un cuidadoso examen del contexto, la aplicación más sencilla y, en el AT, el sentido más relacionado con Israel. (2) Sobre esta base, investigar a continuación si se puede hallar algún significado simbólico, algún posible sentido espiritual; se debe dejar que el mismo texto de su guía acerca de ello, y, si es oscuro, comparar con otros pasajes claros con respecto al mismo texto. Sería absurdo interpretar literalmente evidentes figuras de lenguaje, y asimismo falso interpretar sólo simbólicamente aquellas afirmaciones que admiten un sentido llano y natural.
Para un examen de las diferentes escuelas de interpretación de Apocalipsis, véase Apocalipsis. Para una comprensión adecuada de ciertas profecías, hace falta darse cuenta de que comportan un cumplimiento progresivo, o varios cumplimientos progresivos y sucesivos. Por ejemplo, en Mt. 24 y Lc. 21, Jesús contempla en una misma panorámica dos acontecimientos semejantes, pero muy alejados en el tiempo; por una parte el sitio de Jerusalén en el 70 d.C. y los sufrimientos padecidos por los judíos. Por otra parte el último asedio de Jerusalén por parte del Anticristo y la gran tribulación de Israel (véase Tribulación [Gran]). Ello no tiene nada de sorprendente: si vemos a distancia un macizo montañoso, dos de sus cadenas pueden parecernos una sola; en realidad, podemos constatar al acercarnos que un profundo valle las separa. Es evidente que ciertas afirmaciones proféticas nos parecen oscuras, y sobre todo que su síntesis es difícil (los judíos se encontraban con fuertes dificultades, no comprendiendo el hecho de dos venidas separadas del Mesías, una primera en humillación, la segunda en gloria; particularmente, el pasaje de Is. 61:1–6 presenta este efecto de síntesis de eventos muy separados en el tiempo: los vv. 1–2a tratan de la primera venida del Señor, como lo prueba la cita que el Señor hace de esta subsección en Lc. 4:18–19, cfr. v. 21, en tanto que Is. 61:2b–6 se refiere «al día de venganza del Dios nuestro», el Día del Señor [véase Día de Jehová]). La luz total no la tendremos hasta el cumplimiento integral del pan de Dios. Mientras tanto, sin pretender dogmatizar acerca de detalles, pero siguiendo con atención las grandes líneas de los propósitos de Dios, el creyente fiel se dejará conducir y corregir por el Señor en Su escudriñamiento de las Escrituras, sin olvidar que «el testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía» (Ap. 19:10).