Luna

La principal lumbrera nocturna (Gn. 1:16; Sal. 136:9), que sirve de pauta para la medición del tiempo, y su división en meses, para la fijación de la fecha de la Pascua y de las fiestas anuales (Gn. 1:14; Sal. 104:19; Eclo. 43:6, 7; Ant. 3:10, 5). La mayor parte de las naciones con las que entraron los hebreos en contacto eran adoradoras de la luna. Ur de los caldeos, de donde salió Abraham; Harán, donde se detuvo por un tiempo, y donde Jacob vivió durante veinte años, eran centros conocidos de este culto. En Canaán, los vecinos de Abraham lo practicaban, y los egipcios sacrificaban un cerdo durante la luna llena (Herodoto 2:47). Cuando los asirios y babilonios invadieron Palestina, los hebreos entraron de nuevo en contacto con pueblos que ponían a la luna entre sus principales deidades. En este momento, la adoración de la luna y de los astros se infiltró profundamente en Israel (2 R. 21:3; 23:4, 5; Jer. 7:18; 8:2). Se enviaban besos a la luna (Job 31:26, 27), se le ofrecía incienso (2 R. 23:5). En los templos paganos era frecuentemente representada bajo el símbolo del Creciente, o mediante una estatua de aspecto humano. La espiritualidad sublime de la religión de Jehová mantuvo este paganismo en jaque. El sol y la luna habían sido creados por el Dios de Israel para proveer de luz a la tierra, y eran útiles a los hombres para la medida de los tiempos. Los paganos creían, por su parte, que los diversos aspectos de la luna, debidos a circunstancias atmosféricas y a las leyes de la astronomía, presagiaban acontecimientos políticos. Los profetas demostraron la insensatez de tales predicciones (Is. 47:13). Por otra parte, los hebreos parecen haber creído en la influencia de la luna sobre el cuerpo y la salud. Son muchos los pueblos de las zonas del trópico que mantienen esta opinión. En todo caso, el versículo 6 del salmo 121 da certidumbre al creyente de que Dios está por encima de todo lo creado, de que su voluntad sobrepasa toda posible influencia externa.
Luna nueva. Siendo que los meses eran lunares, la luna nueva marcaba su comienzo. Aquel día no parece que hubiera asamblea, pero no hacían ofrendas adicionales (Nm. 28:11–14); se tocaban las trompetas (Nm. 10:10; Sal. 81:3), cesaba el trabajo (Am. 8:5); el tiempo podía ser consagrado a la enseñanza religiosa (2 R. 4:23; Ez. 46:1, 3); era puesto aparte con gozo (1 S. 20:5; Jdt. 8:6). Al igual que el séptimo día, el séptimo mes era santo, y caía bajo la ley sabática. Además de todas las otras fiestas se celebraba también su primer día la luna nueva (Lv. 23:24, 25; Nm. 29:1–6). Después del exilio, esta fiesta vino a ser la del Año Nuevo. El año religioso comenzaba en primavera (Abib o Nisán, marzo/abril), y su séptimo mes coincidía con el primer mes del año civil, que comenzaba en otoño (Tisri, septiembre/octubre). La fecha de la luna nueva se computaba ya desde una época temprana (1 S. 20:5, 18). Los astrólogos babilonios se mantenían a la espera de la aparición del astro, para determinar su aspecto. Según el Talmud, el sanedrín se reunía siete veces por año en el día 30 de un mes. Situados sobre las alturas de los alrededores de Jerusalén, unos observadores oteaban y señalaban la aparición del tenue filo de la luna nueva justo creciente. El sanedrín pronunciaba entonces la palabra Mekuddash (consagrado); así comenzaba el día primero del nuevo mes, que seguía a los 29 días del mes anterior. Si había nubes o nieblas, aquel día contaba como 30 y el nuevo mes empezaba al día siguiente. Se anunciaba la aparición de la nueva luna mediante una fogata sobre el monte de los Olivos; a continuación, se encendían fogatas en otras cumbres, con lo que se propagaba el pronunciamiento del sanedrín con gran velocidad. Se dice que los samaritanos encendían fuegos por adelantado, a fin de inducir a los judíos a error. Por ello, se empezó a reemplazar las fogatas por mensajeros.