Sangre

Heb. 1818 dam, דָּם = «sangre», término semítico común que tiene cognados en todas las lenguas de esta familia, se halla 360 veces en el AT; en ac. presenta la forma damu; gr. Sept. y NT 129 haîma, αἷμα = «sangre», de donde procede el prefijo castellano hemo-, que se halla en vocablos como hemofilia.
1. Sangre y vida.
2. Sangre y alianza.
3. Sangre y derecho.
4. Alimento prohibido.
5. Sangre y sacrificio.
6. Sangre de Jesús.
I. SANGRE Y VIDA. Entre los semitas, la sangre siempre se consideró un elemento vitalizante, sede de la vida. La simple observación de la sangre derramada bastaba para advertir que su pérdida disminuía la fuerza y, finalmente, terminaba con la vida. La conclusión lógica que se imponía era: «La vida de la carne en la sangre está» (Lv. 17:11, 14), de modo que viene a ser sinónimo de vida: «la sangre es la vida» (Dt. 12:23). Y esto sirve tanto para los animales como para los hombres (Gn. 9:4). En los mitos babilónicos de la creación, el hombre y los animales cobran vida debido a una masa de tierra mezclada con la sangre del dios > Marduk. Al mismo tiempo, la experiencia confirmaba la vinculación de la vida con ciertas manifestaciones externas, tales como la respiración o el aliento. El hombre tomado del polvo se convierte en «ser vivo». De la fusión de estas observaciones primitivas, resultó el concepto de que la sangre es el principio de la vida en cuanto que, al brotar, desprende el elemento aeriforme «aliento» y «soplo». De esta manera se gestó la identificación de la sangre con el > alma (nephesh), es decir la vida (cf. Gn. 9:4). Cuando el salmista dice que el soplo [nephesh] de Yahvé da la vida de los animales (Sal. 104:30), no está sino haciendo referencia al elemento vaporoso de la sangre, presente en el aliento (nephesh), según se creía.
A diferencia de los griegos, que asocian la sangre con la generación y la emotividad, para los hebreos la sangre no es la sede de la inteligencia —asociada al > corazón—, ni de las emociones —asociadas a los > riñones y las > entrañas—, sino de la vida en su totalidad. Asociada a > «carne», el binomio «carne y sangre» designa el hombre en su naturaleza perecedera. De ahí que, por metonimia, se tenga un concepto personalizado de la sangre, como cuando se dice que la sangre del Abel asesinado clama venganza desde la tierra (Gn. 4:10).
De esta identificación entre sangre y vida se desprenden tres prohibiciones importantes: a) ingerir sangre o comer carne con sangre; b) derramar la sangre del semejante; y c) ofrecer sangre en sacrificio a los ídolos, puesto que solo puede ser derramada sobre el altar de Yahvé (Lv. 17:7–11).
II. SANGRE Y ALIANZA. Cuando se quería sellar una alianza, se empezaba por derramar la sangre de la víctima delante Dios, lo que garantizaba su efectividad.
Para que esta certeza fuera percibida por los sentidos, se cumplían ciertos ritos: se cortaba el animal sacrificado en dos partes, entre las cuales pasaban los contrayentes o la Divinidad misma, o bien se tomaba en común una comida cuyo componente esencial era precisamente el animal sacrificado, tras derramar su sangre.
En la época de los Jueces todavía se recordaba que desde siempre estaba prohibido inmolar un animal sin que su sangre corriera sobre una piedra especial, una especie de altar.
III. SANGRE Y DERECHO. La sangre es vida y la vida pertenece a aquel que la comunicó. Nadie puede derramarla impunemente. Derramar la sangre de otro hombre constituye un atentado contra el derecho de Dios, tanto más cuanto que el hombre está hecho a su imagen. «El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada» (Gn. 9:6). Este es el principio que rige en el > derecho judío respecto al homicidio. A él obedece la figura del > «vengador de la sangre» (goel haddam, גֹּאֵל הַדָּם), encargado de vengar la muerte de un familiar (Nm. 35:24, 27).
Los sacerdotes fueron constituidos por la Ley jueces entre «sangre y sangre», esto es, en asuntos criminales y cuando la vida humana estaba en peligro. Era de su competencia determinar si una muerte había sido casual o voluntaria, si un crimen merecía la pena de muerte o admitía remisión (Dt. 17:8).
La tierra quedaba profanada por el derramamiento de sangre humana y por esa misma sangre tenía que ser expiada: «la sangre humana profana la tierra. No se puede hacer expiación por la tierra, debido a la sangre que fue derramada en ella, sino por medio de la sangre del que la derramó» (Nm. 35:33; cf. Sal. 106:38). En caso de hallarse un muerto tendido en el campo, y de ignorar quién lo había matado, los ancianos y jueces tenían que ir y medir la distancia hasta las ciudades de alrededor para determinar la más cercana, a la que correspondería tomar una vaquilla para hacer expiación de la tierra profanada. Entonces, «todos los ancianos de aquella ciudad más cercana al muerto lavarán sus manos sobre la vaquilla desnucada en el arroyo, y declararán diciendo: Nuestras manos no han derramado esta sangre, ni nuestros ojos lo han visto. Oh Yahvé, perdona a tu pueblo Israel al cual has redimido. No traigas culpa de sangre inocente en medio de tu pueblo Israel”. Así les será perdonada la culpa de sangre» (Dt. 21:1–9).
IV. ALIMENTO PROHIBIDO. Inmediatamente después del Diluvio, al dar Dios permiso al hombre para comer la carne de los animales, se prohibió sin embargo comer su sangre (Gn. 9:3, 4; Hch. 15:20, 29). Esta norma, dada a Noé, es ratificada por la Ley de Moisés (Lv. 7:26, 27; 17:13, 14; Dt.12:23–27). En ambos casos la ingesta de sangre va acompañada de la prohibición de comer el > sebo o > grosura. Mientras que el derramamiento de sangre humana siempre es considerado un crimen, el de sangre animal es una necesidad ineludible para todo ser humano que vaya a alimentarse de su carne (Lv. 17:13). Con ello se evitaba comer la «vida» de la carne que es la sangre, y solo pertenece a Dios (v. 14). Dios se ha reservado para sí la sangre, como poder originario, de forma que comer carne sin desangrar o beber sangre constituye la mayor de las impurezas. La sangre tiene que ser derramada en la tierra como agua, antes de disponerse a comer cualquier tipo de carne animal pura (Dt.12:23–27). La razón se ofrece a continuación: «Porque la vida del cuerpo está en la sangre, la cual yo os he dado sobre el altar para hacer expiación por vuestras personas. Porque es la sangre la que hace expiación por la persona» (Lv. 17:11). La carne y la sangre se ofrecían igualmente sobre el altar de Yahvé, pero la sangre tenía que ser derramada sobre el altar, y entonces se podía comer la carne (Dt.12:27).
En el Concilio de Jerusalén, la naciente Iglesia cristiana ratificó la prohibición de comer sangre, junto a lo ofrecido a los ídolos (Hch. 15:29). Curiosamente, Mahoma, que dijo abrogar las restricciones alimenticas judías, ya que según él fueron impuestas debido al pecado de los judíos (Corán, sura 4, 158), mantiene la abstinencia de sangre y de alimentos ofrecidos a los ídolos (Corán, 5, 4; 6, 146). Algunos han deducido del primer caso la prohibición de las transfusiones de sangre actuales, ignorando que la abstinencia de sangre se refiere siempre a la sangre animal, «derramada como agua» por los judíos antes de comer carne; y a la humana, cuya derramamiento está prohibido, pues en cuanto principio de vida, dar la sangre por otro, no derramada sino transfundida, es la mayor prueba de amor: «Nadie tiene mayor amor que éste, que uno ponga su vida por sus amigos» (Jn. 15:13).
Muchos pueblos de la antigüedad tenían la cruel costumbre de comer carne fresca, cortada directamente del animal vivo, con toda su sangre todavía caliente. Dentro de Israel, hasta los mismos hombres del rey Saúl cometieron semejante barbaridad: «Se lanzaron sobre el botín y tomaron ovejas, vacas y terneros, a los cuales degollaron sobre el suelo. Y el pueblo los comió con la sangre» (1 Sam. 14:32; cf. Ez. 33:25).
Para los cristianos han cesado las prohibiciones de la Ley, pero por amor a los judíos los venidos de la gentilidad pagana debían abstenerse de sangre y animales ahogados.
V. SANGRE Y SACRIFICIO. En sus ritos sacrificiales, los israelitas solían presentar ofrendas alimentarias, como pan, harina o vino, pero no eran comparables al valor de los sacrificios animales, para los que existía una primera reglamentación: no se podían ofrecer más que animales domésticos puros: ni perros, ni gatos, ni cerdos. Tenían que estar sanos, ser jóvenes y sin defecto alguno.
La sangre animal era ofrecida como expiación sobre el altar (Lv. 17:1–14; Dt. 12:15–16). Este principio quedó establecido bajo la máxima rabínica que dice: «no hay expiación sin efusión de sangre» (Mishnah, Yoma, 5, 1; Menachot, 93, 2), principio que es reconocido por el autor de la carta a los Hebreos: «sin derramamiento de sangre no hay perdón» (khorís haimatekkhysías u gínetai áphesis, χωρὶς αἱματεκχυσίας οὐ γίνεται ἄφεσις, Heb. 9:22). La sangre, pues, tenía un carácter sagrado, pues la sangre es la vida, y todo lo que afecta a la sangre está en estrecha relación con Dios.
En todos los sacrificios de animales, hecha la inmolación, se recogía la sangre para derramarla a los pies del altar de los holocaustos, todo en torno, o para rociar con ella el velo del Santuario y teñir las puntos o cuernos del altar del incienso aromático. Este último rito era propio del sacrificio expiatorio y particularmente singular en la gran solemnidad del Yom Kippur (Día de la Expiación). El principio rabínico de que «sin efusión de sangre no hay expiación», no se debe entender en sentido absoluto, sino limitado, o sea, que en los sacrificios expiatorios lo que expía es la sangre, y precisamente expía porque es alma, y en cuanto tal, sede y vehículo de la vida (c. Lv. 17:11). En los sacrificios expiatorios el rito de la sangre está en primera línea, aparece con valor catártico, purificando y eliminando las contaminaciones que manchaban el pueblo, la tierra y el Templo, impidiendo la presencia benéfica de Dios.
VI. SANGRE DE JESÚS. En el NT la palabra sangre se encuentra 97 veces. En Jn. 1:13 se presenta como principio de la generación humana contraponiéndola a la vida de la gracia que tiene a Dios como principio inmediato. Respecto a la expresión «carne y sangre», también el Hijo de Dios, haciéndose hombre, participó de la «carne y de la sangre» (Heb. 2:14), prueba de su verdadera naturaleza humana. Como elemento constitutivo de la sagrada humanidad pasible, la sangre es testimonio de la muerte real de Jesús, muerte violenta, causada por traidores y enemigos que derramaron la sangre del inocente (Mt. 27:4).
El NT pone fin a los sacrificios sangrientos del culto judío y abroga las disposiciones legales relativas a la venganza de sangre, porque reconoce el significado y el valor de la «sangre inocente», de la «sangre derramada» por la redención de los hombres. En los escritos apostólicos son frecuentes las expresiones «sangre de Jesús», «sangre de Cristo», «sangre del Cordero», «sangre del pacto», «sangre rociada», metáforas que representan la muerte expiatoria de Jesús, fuente de la salvación (1 Cor. 10:16; Ef. 2:13; Heb. 9:14; 10:19; 1 Pd. 1:2, 19; 1 Jn. 1:7; Ap. 7:14; 12:11; Mt. 26:28; Heb. 12:24).
Jesús, en el momento de afrontar su muerte, piensa en la responsabilidad de Jerusalén: los profetas de otro tiempo fueron asesinados, él mismo iba a ser entregado, sus enviados a su vez serían muertos, toda la sangre inocente derramada desde la de la Abel, recaería sobre aquella generación (Lc. 11:52). La pasión se inserta en este perspectiva dramática: Judas reconoce que ha entregado sangre inocente (Mt. 27:4) y Pilatos se lava las manos, mientras que la multitud asume la responsabilidad (Mt. 27:24–25). El cuerpo ofrecido y la sangre derramada de Jesús en la cruz hacen, pues, de su muerte un sacrificio doblemente significativo: de la Nueva Alianza, que sustituye a la Antigua (Mt. 26:28; Mc. 14:24; Lc. 22:20; cf. 1 Cor. 11:25; Heb. 12:24), y de expiación, según la profecía del Siervo de Yahvé (Is. 53:10). Nueva y eterna Alianza sellada en su sangre. El Antiguo Pacto había sido confirmado por la aspersión de la sangre de las víctimas animales, ofrecidas en sacrificio. De ahí, a la luz de Ex. 24:8, el valor sacrificial de las palabras de la Última Cena: «Esta es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados» (Mt. 26:28).
El Evangelio de Juan afirma en un plano distinto, de comunicación de fe, de identificación mística: «Si no coméis la carne del Hijo del Hombre… si no bebéis su sangre, no tendréis vida eterna» (Jn. 6:53–54). Solo aquí se habla de «beber la sangre», algo que es escandaloso para los judíos, algo que solo ha podido decir de esta manera un «judío radical» como el autor del Cuarto Evangelio, un judío que invierte toda la sacralidad de su tradición, dándole al mismo tiempo un sentido espiritual y muy carnal. La sangre de la alianza de Jesús no es fuerza biológica de generación (como la de Abraham, y los doce patriarcas, con sus descendientes carnales), pues supera de una vez y para siempre la sacralización de los aspectos nacionales o raciales de la vida. No es tampoco la sangre ritual de los sacrificios animales, pues Jesús trasciende ese nivel vinculado al Templo, sino la sangre de la alianza que él realiza vinculando en su camino a los marginados de Israel y a los malditos (enfermos, pecadores) de la tierra. Esa alianza de Jesús ha culminado en su crucifixión, transformando su muerte en principio de vida. Frente al ritual de muerte de animales (cf. Lv. 1–9), por encima del pacto sellado con sangre de novillos (cf. Ex. 24:8), superando la sangre del cordero pascual, que tiñe las puertas de la casa para protegerla (Ex. 12:1–13), o la sangre de expiación nacional con que se untan altar y Santuario (cf. Lv 16:14–19), ha expresado Jesús con el cáliz el signo de su vida que vincula a los humanos en alianza. No hay sacrificio exterior de animales, no existe sangre muerta, sino la sangre de su vida que es presencia de Dios y compromiso de solidaridad interhumana (Lv 7:22–27; 16–17).
San Pablo tiende a expresar el sentido de la > cruz de Cristo evocando su sangre redentora. Jesús, cubierto con su propia sangre, desempeña ahora ya para todos los hombres el papel que esbozaba en otro tiempo el > propiciatorio en la ceremonia de la expiación (Ro. 3:25). Ahora bien, los hombres pueden comulgar con esta sangre de la Nueva Alianza cuando beben el cáliz eucarístico (1 Cor. 10:16; 11:25, 28).
La entrada del sumo sacerdote con la sangre expiatoria es considerada en la carta a los Hebreos como la figura profética de Cristo que entra en el cielo con su propia sangre para obetener la redención (Heb. 9:1–14, 18, 20).
En el Apocalipsis se hace expresa referencia a la sangre de los mártires, cuya voz se levanta para pedir la divina venganza. Pero la sangre de Cristo conmina a esa voz con otra pronunciada en la cruz y referida a los perseguidores, la cual se extiende también a aquellos que sobre sí y sobre sus hijos invocaron la sangre del crucificado: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc. 23:24).
Del costado de Cristo traspasado por la lanza, Juan vio brotar agua y sangre (Jn. 19:31–37), doble testimonio del amor de Dios que corrobora el testimonio del Espíritu. El agua es el signo del Espíritu, que hace renacer y que apaga la sed. La sangre se distribuye a los hombre en la celebración eucarística (Jn. 6:53–56). Jesús inicia su ministerio en las aguas del Jordán, pero lo consuma en la Cruz (cf. Jn. 19:30).
De esa sangre preciosa (1 Pd. 1:19), nace un nuevo pueblo compuesto por judíos y gentiles, «comprados por precio» (1 Cor. 6:20) y hermanados por ella (Ef 2:13), propiamente «sangre de reconciliación» (Col. 1:20). Tal fue la novedad, el escándalo y la fuerza del anuncio cristiano primitivo. Los > mártires o testigos de este mensaje no tienen por mayor honor que considerarse personas redimidas, limpias y renovadas por la «sangre del Cordero sin marcha» inmolado en aras de ese nuevo pueblo (Ap. 1:5; 5:9; 7:14». Véase ALIMENTO, CONCILIO DE JERUSALÉN, CRUZ, EUCARISTÍA, EXPIACIÓN, SACRIFICIO.