PURIFICACIÓN

Heb. prop. 2893 toharah, טָהַרָה, fem. de 2892 tóhar, טֹהַר = «purificación [ceremonial], «pureza [moral]», de la raíz 2891 taher, טהר = «ser brillante, resplandeciente», por impl. «ser puro»; gr. 2512 katharismós, καθαρισμός = «limpieza, purificación», tanto en sentido levítico (Mc. 1:44; Lc. 2:22; 5:14; Jn. 2:6; 3:25) como moral (Heb. 1:3; 2 P. 1:9); también 49 hagnismós, ἁγνισμός, que denota una purificación ceremonial, con referencia al voto de los > nazareos (Hch. 21:26; cf. Nm. 6:9–13).
Ceremonia prescrita por la Ley de Moisés para limpiar lo impuro (Nm. 19:9). El hombre siempre ha sentido la necesidad de purificarse, de limpiarse ceremonialmente, porque desde el principio de su experiencia religiosa ha intuido la existencia de un ser superior infinitamente puro y limpio, incapaz de soportar la impureza y la suciedad. Purificaciones y abluciones representan ritualmente lo que en teología se entiende por la indignidad humana frente a la santidad inmaculada de Dios, a la que el pecador no se puede aproximar ni tocar sin tomar las precauciones debidas.
Ya en tiempos muy antiguos se tomaba la purificación externa como símbolo de purificación interna. Por ello, Jacob dijo a su familia y a sus domésticos: «Quitad los dioses ajenos que hay entre vosotros, y limpiaos, y mudad vuestros vestidos. Y levantémonos, y subamos a Bet-el» (Gn 35:2, 3). La purificación y el cambio de vestido tenían la evidente intención de exponer la resolución de desprenderse de aquellos falsos dioses con los que su vida había quedado contaminada.
En su mayoría, las purificaciones se realizaban mediante agua, a veces con agua y aceite (Heb. 9:21, 22; Ex. 30:26–29; Lv. 8:10, 11). En Num. 19:9 se describe una extraña ceremonia tocante al «agua para la purificación de la impureza» (mé hanniddah, מֵי־הַנִּדָּה). En ocasiones se empleaba el fuego con propósito purificador. P.ej., los metales preciosos arrebatados a naciones idólatras debían ser pasados por fuego; este proceso, junto con una aplicación de agua, era considerado como purificador de su contaminación (cf. Is. 1:25; 10:26; Zac. 13:9; Mal. 3:3). La purificación con sangre era necesaria en varios casos de contaminación ceremonial; de hecho, «casi todo es purificado, según la ley, con sangre» (Heb. 9:22).
En la Ley Mosaica se indicaban cuatro tipos de contaminación que precisaban de purificación:
1) La contraída al tocar un muerto (Nm. 19; cf. Nm. 5:2, 3).
2) La impureza debida a emisiones corporales (Lv. 15; cf. Nm. 5:2, 3).
3) El parto (Lv. 12:1–8; Lc. 2:21–24).
4) El leproso, considerado un muerto viviente (Lv. 14). Aquí tenemos que distinguir tres procesos, cada uno de los cuales recibía el mismo nombre. En primer lugar, la curación real de la enfermedad; en segundo lugar, la declaración autoritativa por parte del sacerdote; y en tercer lugar, los lavamientos externos, ofrendas y otros ritos que señalaban y sellaban la curación, y que otorgaban al hombre sanado el derecho a ser admitido de nuevo en la congregación de los puros. Con respecto a la purificación de la enfermedad misma, no tenemos ningún relato preciso en la Escritura. La lepra parece haber sobrevenido y desaparecido sin que nadie supiera cómo. Se la consideraba incurable por medios humanos y se pensaba que era una visitación especial de Dios. Por ello, era frecuentemente designada como peste o azote.
En los Salmos (cf. 12:6; 19:9; 51:2, 7, 10) y los profetas (Jer 13:27; 33:8; Ez 36:25, 33; 37:23; Mal 1:11; 3:3) encontramos que la purificación es concebida tanto en un sentido moral como espiritual. Los escribas y fariseos añadieron muchas purificaciones a las ya existentes en la Ley, como el lavamiento de las manos antes de comer, el lavamiento de vasijas y platos, mostrando gran celo en todas estas cosas externas, al precio de relegar a un segundo plano la purificación interna, la del corazón (cf. Mc. 7:2–8).
Jesús, si bien respetará básicamente las normas de su pueblo para no provocar un escándalo innecesario, introducirá una notable variante en esta concepción sobre lo puro y la purificación: la pureza no está en el exterior del hombre, ni en una mancha de la piel o en la suciedad de las manos, sino en la integridad y sinceridad del corazón (Mt. 5:8; cf. Hch. 15:9; 1 Ti. 1:5; Stg. 4:8). Lo que Dios mira es la pureza interior, es decir, la disponibilidad de la conciencia para hacer las cosas con rectitud (cf. 1 Pd. 1:22), conciencia que ha sido limpiada de obras muertas con agua pura (Heb.10:22).
Para los autores del NT es evidente que las purificaciones levíticas aparecen cumplidas en Cristo. Él hizo la «limpieza» o «purificación» (katharismós, καθαρισμός) de los pecados (Heb. 1:3) en virtud de su sangre derramada en la cruz (1 Jn. 1:7). La sangre de Cristo, que mediante el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, purifica la conciencia de obras muertas, de manera que la persona purificada queda en una posición de poder servir al Dios vivo (Heb. 9:14). Cristo amó a la Iglesia, y se dio a sí mismo por ella, a fin de santificarla y purificarla mediante el lavamiento de agua por la Palabra (Ef. 5:26). Se entregó por los pecadores, para redimirlos de toda iniquidad, y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras (Tit 2:14), limpio «de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios» (2 Cor. 7:1).
El alcance de los beneficios de la purificación obrada por Cristo no quedó limitado a los judíos, sino que llega hasta los impuros, es decir, los gentiles, que, limpiados por Dios, ya no pueden ser considerados más tiempo como comunes o impuros. La pared intermedia de separación entre judío y gentil quedó derribada. Dios no hace diferencia entre ambos, purificando por medio de la fe los corazones de uno y otro (Hch. 15:9). «La purificación así llevada a cabo por Cristo se corresponde con todos los aspectos de la purificación ceremonial del AT: se da el cambio moral real en el individuo, el corazón limpio, el espíritu renovado, la vida piadosa; hay el cambio en la posición social, al hacerse realidad la membresía en el cuerpo de Cristo; y se da el pronunciamiento y consideración de limpieza ante los ojos de Dios por medio de la actividad mediadora del Sumo Sacerdote» (Girdlestone). Véase ABLUCIÓN, PURO, IMPUREZA, LIMPIO.