PERDÓN, PERDONAR

Heb. sust. 5547 selijah, סְלִיחָה = «perdón»; gr 859 áphesis, ἄφεσις = «despido, liberación, remisión de los pecados, perdón».
1. Vocabulario y uso.
2. Perdón y justicia divina.
3. Perdón y misión.
4. Perdón de las ofensas.
I. VOCABULARIO Y USO. En el AT el perdón se expresa corrientemente con el vb. 5545 sálaj, סלח = «remitir, perdonar», se usa solo del perdón otorgado por Dios al pecador. Nunca se utiliza para denotar esa clase de perdón inferior que se da entre los hombres. Se puede decir que es una palabra reservada especialmente para Dios, lo que indicaría la convicción religiosa hebrea de que solo Dios puede perdonar pecados. Se utiliza 46 veces. Corresponde al asirio, sulû, pero aquí el significado es «verter». La Sept. la traduce en ocasiones por aphíemi, ἀφίημι, «remitir, cancelar», pero la traducción usual es híleos eimí, ἵλεως εἰμί, «ser clemente, misericordioso», o hiláskomai, ἰλάσκομαι, «ser propicio». Sálaj aparece por primera vez en la oración de Moisés a favor de los israelitas: «Si ahora, Señor, he hallado gracia en tus ojos, vaya ahora el Señor en medio de nosotros; porque es un pueblo de dura cerviz; y perdona nuestra iniquidad y nuestro pecado, y tómanos por tu heredad» (Ex. 34:9; cf. Nm 14:19, 20). La mayoría de los casos se emplea en relación con las leyes sacrificiales levíticas: «Así hará el sacerdote expiación por ellos y obtendrán perdón» (Lv. 4:20, 26), «será perdonado» (Lv. 4:31, 35; 5:10, 13, 16, 18, etc.). Aparece en la oración de Salomón en la dedicación del Templo (1 R. 8:30, 34, 36, 39, 50). También en el Sal. 103; Jer. 31:34; 36:3 y Dn. 9:19. Dios es lit. un Dios de perdones (Neh 9:17), y así lo celebra el salmista: «Por amor de tu nombre, oh Jehová, perdonarás también mi pecado, que es grande» (Sal 25:11). «Tú, Señor, eres bueno y perdonador» (Sal. 86:5; cf. Sal. 103:3, 4).
El otro término, procedente de la legislación sacerdotal, es 3722 kaphar, כפר = «cubrir, ocultar» (Dt. 21:8; Sal. 78:38, Jer. 18:23), que implica la idea de «expiación». En el AT hay frecuentemente una asociación de ideas entre sacrificio expiatorio y perdón, p.ej. Lv. 4:20, 26. En los LXX el término más común es aphíemi, ἀφίημι, prim. «enviar afuera, despedir», de apó, «desde», y híemi, «enviar», que denota, además de sus otros significados, el de remitir o perdonar deudas. La Sept. no lo utiliza de la remisión de pecados, sino que lo utiliza especialmente en relación con el año del Jubileo (Lv. 25:10, etc.).
En el NT el vb. 863 aphíemi, ἀφίημι, se refiere tanto a la cancelación total de deudas (Mt. 6:12; 18:27, 32), como al perdon de los pecados (Mt. 9:2, 5, 6; 12:31, 32; Hch. 8:22; Ro. 4:7; Stg. 5:15; 1 Jn. 1:9; 2:12). De él se deriva el sust. 859 áphesis, «perdón, remisión, liberación», que en doce ocasiones va seguido por el complemento «de pecados» (Mc. 1:4; 3:29; Lc. 1:77; 3:3; 24:47; Hch. 2:38; 5:31; 10:43; 13:38; 26:18; Ef. 1:7; Col. 1:14).
El vb. 5483 kharízomai, χαρίζομαι = «dar, conceder, dar gratuitamente», otorgar un favor de forma incondicional, se utiliza para denotar el perdón de los pecados, sea por parte de Dios (Ef. 4:32; Col. 2:13; 3:13), o del hombre (Lc. 7:42, 43; 2 Cor. 2:7, 10; 12:13; Ef. 4:32).
II. PERDÓN Y JUSTICIA DIVINA. La necesidad de perdón es una constante en la historia bíblica, debido a la pecaminosidad que arrastra al hombre a cometer actos abominables, contrarios a la naturaleza y a la voluntad divinas. Desde un principio se constata «que la maldad del hombre es mucha en la tierra, y que toda tendencia de los pensamientos de su corazón es de continuo solo al mal» (Gn. 6:5). Una y otra vez el autor sagrado constata el cansancio divino respecto a un mundo rebelde que le causa dolor y que ya no puede soportar más; con todo, destaca la nota positiva del carácter perdonador del «Dios del perdón»: «Yahvé, Dios compasivo y clemente, lento para la ira y grande en misericordia y verdad» (Ex 34:6; cf. Nm 14:18; Sal. 86:15; 103:8; 145:8; Jl. 2:13; Jon. 4:2; Nah. 1:3).
Pero el perdón no puede justificar el pecado en detrimento de la santidad y la justicia. Dios no cierra los ojos a los pecados de los hombres, ni puede declarar inocente al culpable. Para que él pueda otorgar su perdón tiene que haber arrepentimiento por parte del pecador y actuar en consecuencia. Solo así puede manifestarse misericordioso y justo. En el ofensor tiene que darse una conversión interior, una disposición a abandonar el mal y seguir el bien. Es lo único que garantiza la total apertura para acoger en su seno al pecador arrepentido: «Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Yahvé, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar» (Is. 55:7). El sistema levítico de sacrificios estaba pensado para impresionar la conciencia con la gravedad del pecado que siempre acarrea muerte y que obliga al individuo, y a la sociedad, a ofrecer una reparación, una satisfacción en forma de ofrenda y sacrificio, en señal de arrepentimiento y admisión de culpa. De aquí extraerá la teología cristiana su interpretación de la muerte de Cristo como sacrificio expiatorio por el pecado y causa meritoria de perdón y justificación del pecador: «Pues según la ley casi todo es purificado con sangre, y sin derramamiento de sangre no hay perdón» (Heb. 9:22). Cristo se ofrece como un cordero sin marcha para quitar los pecados del mundo (Jn. 1:29, 36).
De este modo, Dios aparece siempre representado como agente de la restauración del pecador, que no solo establece las condiciones del perdón, sino que también dispone amorosamente los recursos necesarios poder perdonar en justicia.
III. PERDÓN Y MISIÓN. En la predicación de Jesús, el anuncio del perdón ocupa un primer plano. Con muchos ejemplos, milagros y parábolas pone de manifiesto la naturaleza bondadosa y perdonadora de Dios, que no solo acoge al pecador, sino que también sale a su encuentro. Para Jesús el acontecimiento del perdón es motivo de fiesta en el cielo (Lc. 15:7, 10). La voluntad de Dios es que nadie se pierda (Mt. 18:12ss). Tan importante es el perdón de pecados que este poder se reserva exclusivamente a Dios, presente en el mismo vocabulario, como ya hicimos notar. En su identificación con la prerrogativa divina, Jesús se arroga la autoridad para perdonar pecados en la tierra (Mt. 9:6; Mc. 2:10), lo que desata las críticas de las autoridades religiosas, pero él reivindica para sí este poder (relacionado con su poder dador de vida, cf. Jn. 5:21) y lo ejerce haciendo milagros y perdonando a sus mismos enemigos (Lc. 23:34). Su muerte en la cruz culmina su misión, haciendo una nueva alianza en su sangre, derramada en remisión de los pecados (Mt. 26:28; Mc. 14:24; cf. Ef. 1:7; Col. 1:14; 1 Jn. 1:7; Ap. 1:5). Jesús soporta el pecado del mundo y lo carga sobre sus hombros: «El mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero a fin de que nosotros, habiendo muerto para los pecados, vivamos para la justicia» (1 Pd. 2:24; cf. Is. 53:11–12); asume la responsabilidad del pecado de otros sobre sí mismo y por eso muere en «ofrenda» para «quitar» el pecado (Heb. 9:28). Aquí, el autor sagrado utiliza el término gr. 399 anaphero, ἀναφέρω, «tomar, llevar», que es el mismo que aparece en la versión griega de los LXX de Is. 53:11: «Mi siervo justo justificará a muchos, y cargará con los pecados de ellos».
Desde los acontecimientos de Pascua y la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, se hace claro que la misión cristiana consistirá en la proclamación del perdón de pecados en el nombre de Jesús (Hch. 5:31; 10:43; 13:38; 26:18), que se anuncia mediante el recurso a un vocabulario variado, como purificar, lavar, justificar, expiar, reconciliar, términos que señalan diversos aspectos del perdón. Este mensaje representa la tradición primitiva de la Iglesia, de la que Pablo da testimonio: «En primer lugar os he enseñado lo que también recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras» (1 Cor. 15:3). Para cumplir con su misión, el Jesús resucitado comunica a los apóstoles el poder de perdonar los pecados a todos los que se conviertan y crean en su nombre (Jn. 20:22s; cf. Mt. 16:19; 18:18; 28:19; Mc. 16:16; Hch. 2:38: 3:19; 1 Jn. 2:12).
Dios es justo y el que justifica al pecador en base al sacrificio de Cristo, y lo hace de un modo tan absoluto que «nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones» (Heb. 10:17). Como en todo lo que tiene que ver con la salvación humana, se trata de una obra de gracia de principio a fin. No es el arrepentimiento, ni la ofrenda de un sacrificio o de la voluntad, lo que gana el perdón divino; estos son solo medios para ponerse en la actitud correcta para relacionarse con Dios. Es un principio dominante en ambos testamentos: «Yo sanaré su rebelión, los amaré de pura gracia» (Os. 14:4; cf. Ef. 4:32).
IV. PERDÓN DE LAS OFENSAS. El perdón no es solamente un elemento fundamental en el trato de Dios con el hombre, sino también un aspecto indispensable de las relaciones mutuas entre los hombres. En el AT la Ley limitaba la práctica de la venganza, tan común en el mundo antiguo, con la norma del talión (Ex. 21:23–25), y también prohibía el odio y el rencor contra el prójimo (Lv. 19:17–18), lo que de suyo implicaba la necesidad de perdonar las ofensas personales. En este punto, Jesucristo destaca por su enseñanza de la necesidad absoluta del perdón a nivel horizontal. Para despejar dudas respecto al alcance del perdón, enseña que este debe ser sin límites, hasta «setenta veces siete» (Mt. 18:22). En la oración que enseñó a los discípulos, les enseña a decir: «perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt. 6:12), lo cual ha sido interpretado como si el perdón de Dios estuviera condicionado al nuestro; así parece confirmarse en la explicación final: «Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, vuestro Padre celestial también os perdonará a vosotros. Pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas» (Mt. 6:14–15). Sin embargo, sabemos por el conjunto de la enseñanza bíblica, que el perdón divino no está condicionado al perdón humano, toda vez que el primero es una obra de gracia de principio a fin. Nuestro perdón no merece el perdón de Dios, pero sí pone de manifiesto que nuestro deber de perdonar nace de la conciencia del perdón divino, pues el propósito del llamado > Sermón del Monte es capacitar al hombre para imitar a Dios: «Sed vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto» (Mt. 5:48). «Sed misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso» (Lc. 6:36). Jesús sale al frente de la hipocresía de pretender obtener de Dios aquello que nos negamos a ofrecer a los demás. La parábola del siervo malvado a quien su señor perdonó una deuda considerable, pero que él no correspondió del mismo modo con un consiervo, sino que lo envió a la cárcel, contiene la siguiente reacción del amo: «¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, así como también yo tuve misericordia de ti?» (Mt. 18:23–35). La negativa a perdonar a otros pone en evidencia la incapacidad para entender el perdón que brota de la misericordia de Dios y la sinceridad del que lo recibe alegremente sin aplicar a su vida lo que esta gracia significa. Jesucristo viene a decir que no debe esperar tener a Dios de su parte quien no está de parte de su hermano. El perdón divino no actua como un seguro personal que automáticamente gana el favor de Dios; al contrario, es una relación de gracia y para gracia, según el principio que dice: «De gracia habéis recibido; dad de gracia» (Mt. 10:8). Véase EXPIACIÓN, JUSTIFICACIÓN, PECADO, RECONCILIACIÓN, REDENCIÓN.