Olivo

(del lat. oleum, «aceite»). En Palestina había una gran cantidad de olivos (Éx. 23:11; Jos. 24:13; Jue. 15:5; 1 S. 8:14); también los había en Asiria (2 R. 18:32). Se halla entre los árboles de Armenia mencionados por Estrabón; se supone que es originario de la India septentrional y de las regiones templadas de Asia. Su madera se empleaba en construcción (1 R. 6:23, 31, 32, 33). Los frutos daban un aceite valioso, de uso cotidiano (véase Aceite). Las plantas, nacidas de una aceituna, o de un tallo tomado por debajo del injerto, así como los vástagos que suben de abajo del tronco, dan una variedad silvestre que es preciso injertar. Los mejores olivos retornan al estado silvestre si no reciben cuidados. El olivo silvestre es un arbusto con unos frutos minúsculos y sin valor. El vástago, sacado del olivo silvestre e injertado en una variedad cultivada, es la imagen que emplea Pablo en Ro. 11:17 para representar el injerto en el tronco del pueblo de Dios de los cristianos salidos del paganismo. En horticultura, el proceso era distinto. Se injertaba una rama sacada de un olivo cultivado en el olivo silvestre, con el fin de cambiar su naturaleza.