Tradición

Gr. 3862 parádosis, παράδοσις = «transmisión», relacionado con 3860 paradídomi, παραδίδωμι, «transmitir» o entregar una enseñanza, ya sea oralmente o por escrito; lat. traditio, en el sentido de «entrega». La tradición es un concepto especialmente delicado y ambivalente, cuya comprensión excesivamente rígida o simplista ha dado lugar a innumerables controversias.
1. El papel de la tradición.
2. Tradición judía.
3. Tradición apostólica.
I. EL PAPEL DE LA TRADICIÓN. La tradición no constituye un fenómeno exclusivo de la religión, cualquiera que sea esta, sino que ha de ser entendida más bien como proceso estructurante de la existencia humana, hasta llegar a identificarse con la vida misma, algo así como la «memoria» colectiva de una comunidad dada. Hace referencia a una cultura determinada que informa a la sociedad y en la que el individuo se inserta por el hecho de pertenecer a ella. Es, decimos, memoria y a la vez patrimonio dejado por los antepasados en herencia. Gracias a ella, una sociedad se relaciona con los suyos —vivos y muertos— y se entiende a sí misma como una comunidad de sentido. En tanto que patrimonio cultural y religioso, se actualiza y enriquece con cada nueva generación, y al contrario, paraliza la vida cuando se produce un aumento casuístico y formal que, en lugar de liberar, aprisiona y asfixia. Así entendida, la tadición hace siempre referencia a algo previo a ella, sobre lo que se articula un nucleo o depósito de creencias de cuya transmisión, actualización y aplicación autorizada, es responsable precisamente el saber tradicional, normalmente encomendado a un magisterio de escribas o doctores.
II. TRADICION JUDÍA. El judaísmo no es el pueblo de un solo libro, a saber, el AT o Biblia hebrea, sino de un conjunto de textos nacidos en torno a ella. Según el judaísmo rabínico, tal como fue conformado por > Hillel y > Shammay, Moisés en el Sinaí no solo recibió de Dios la Ley escrita, sino también la ley oral; afirmación basada en Ex. 24:12 y Lev. 26:46, donde se puede distinguir entre diferentes manifestaciones de la Ley. El tratado Pirqé Abboth lo expresa de esta manera: «Moisés recibió la Torá del Sinaí y la transmitió a Josué; Josué a los ancianos; los ancianos a los profetas; los profetas la transmitieron a los hombres de la Gran Asamblea [el tribunal de 120 miembros que comenzó a actuar con Esdras tras la vuelta del exilio babilónico]. Éstos decían tres cosas: sed cautos en el juicio, haced muchos discípulos, poned una valla en torno a la Torá» (Mishnah, Abboth 1, 1).
En las distintas escuelas rabínicas surgieron muchas y diferentes tradiciones transmitidas oralmente de maestro a alumno, hasta que fueron puestas por escrito después de la destrucción del Templo en el año 70 d.C., primero la > Mishnah, conjunto de comentarios orales a la Ley; después la > Tosefta, una colección independiente de la Mishnah –y hasta cierto punto su rival— que desarrolla una interpretación de la Ley en los puntos no contenidos en esta. La Mishnah y su explicación, conocida como > Gemará, de la que existen dos versiones que corresponden a los lugares en los que ocurrían los debates (la de Jerusalén y la de Babilonia), componen el > Talmud, que es para el judaísmo lo que la Biblia para el cristianismo.
En tiempos del NT, la tradición es referida por escribas y fariseos como «la tradición de los ancianos» (Mt. 15:2; Mc. 7:3–5), y «la tradición de los padres» (cf. Gal. 1:14), que tenía carácter vinculante, no así para la mayoría de sacerdotes y la totalidad de los > saduceos, que no admitían más Ley que la escrita, el Pentateuco (Josefo, Ant. 13, 10.6). El grupo de los fariseos, dedicado a la actualización y aplicación de la Ley a las nuevas y cambiantes situaciones cotidianas, políticas y religiosas, desplegó una gran actividad en el desarrollo de la tradición. Gracias a rabí Yojanán ben Zakai, la religión hebrea logró renacer después de la destrucción del Templo en el año 70, con la consiguiente abolición del culto y el sistema sacrificial mantenido por el judaísmo sacerdotal. Ben Zakai y un grupo de rabinos comenzaron a poner por escrito las enseñanzas orales de los maestros fariseos antes de que se perdiesen para siempre. Hacia el año 200 d.C., el rabino Yehuda Ha-Nâsî fijó por escrito todas las tradiciones rabínicas halladas en los registros privados de sus predecesores. Así surgió la Mishnah, que recoge dictámenes de cinco o seis generaciones de unos 260 doctores de la Ley, llamados tannaím, «los que enseñan», para contraponerlos a los doctores posteriores a la redacción de la Mishnah, los amoraítas, es decir, «los que hablan».
Para ellos, la enseñanza de Moisés consistía en una especie de «doble revelación», una oral y otra escrita. Creían, como se ha dicho, que Dios mismo había confiado una tradición oral a Moisés en el mismo momento en que recibió la Ley escrita en el monte Sinaí, una especie de segunda Torah, en la práctica más importante que aquella. Otorgaban a la interpretación de un maestro particular autoridad divina y elevaron sus enseñanzas al nivel de la misma Torah.
III. TRADICION APOSTÓLICA. Jesucristo se separa totalmente de la mentalidad farisea y se opone en abierta polémica a la enseñanza y práctica de los fariseos. Desautoriza la tradición que han ido forjando en torno a los mandamientos divinos y la considera meros «mandamientos de hombres», «tradición de los hombres», cuya gravedad reside en convertirse en una instancia que termina por invalidar la Palabra de Dios (Mc. 7:7, 8, 9, 13; cf. Col. 2:8).
Por otra parte, en torno a su vida y obra comienza a crearse un tradición que cristaliza en el NT. En principio consiste en la «enseñanza apostólica» (1 Cor. 11:2), «tradiciones» respecto a las reuniones de los creyentes y doctrina cristiana en general (2 Tes. 2:15). Pablo, apóstol único y excepcional, comisionado directamente por el Señor exaltado, «apóstol, no de parte de hombres ni por medio de hombre, sino por medio de Jesucristo y de Dios Padre» (Gal. 1:1), no parte de cero, desde su propia iluminación individual, sino de la enseñanza de los «ministros de la palabra» (Lc. 1:2), comenzando por Ananías, creyente de Damasco que le sanó de su ceguera y le bautizó, y del que, sin duda, recibió su primera instrucción (Hch. 9:17).
San Pablo, aunque no se siente deudor a ningún apóstol anterior a él, se inserta ya en la tradición apostólica y apela ella conforme a las fórmulas de la tradición rabínica: «Os he transmitido lo que yo mismo recibí» (1 Cor. 15:3). Convertido y bautizado, recibe su primera catequesis o enseñanza en la comunidad donde entró como cristiano, la de Damasco (Hch. 9:17). En sus primeras cartas apela a las tradiciones transmitidas por los apóstoles «de parte del Señor Jesús» (1 Tes. 4:2; cf. 2 Tes. 2:15; 3:6). Es el mismo Señor glorificado quien da testimonio de este proceso, toda vez que ordena a sus discípulos que enseñen «todas las cosas que os he mandado», y promete estar con ellos «todos los días, hasta el fin del mundo» (cf. Mt. 28:18–20). Este es el fundamento cristológico de la tradición apostólica. La asistencia del Espíritu Santo prometida por Jesús garantiza la continuidad de la enseñanza del mismo Jesucristo (Jn. 16:13).
De esta forma, se va formando un > depósito dinámico de verdades relativas al mensaje evangélico (cf. 1 Tm. 6:20; 2 Tm. 1:12–14; cf. 1 Tm. 1:10–11; 4:6–7; 6:3; 2 Tm. 2:14ss.; 3:14ss.; 4:1–8), para ser guardado —custodiado— «por medio del Espíritu Santo que habita en nosotros» (2 Tm. 1:14). La presencia del Espíritu en el testimonio apostólico otorga a las Escrituras cristianas el mismo rango que las Escrituras hebreas (cf. 2 Tm. 3:15–16; 2 Pd. 1:20–21).
Formularios de fe, confesiones, himnos litúrgicos y mandamientos relativos a la conducta de los cristianos o de prescripciones sobre la vida de las comunidades, cristalizarán en un depósito o tradición apostólica regulador de la fe y vida de las comunidades (cf. (Ro. 10:9; 1 Tm. 3:16; 6:15–16; 2 Tm. 2:1 1–13; 1 Tes 4:2; 2 Tes. 3:6; I Cor. 1:1–2). No todas tienen la misma autoridad: Pablo distingue entre las órdenes del Señor y los consejos que proceden de su juicio particular (1 Cor. 7:10, 25).
En poco tiempo, las tradiciones se ponen por escrito bajo la autoridad apostólica, comenzando a formarse así una Escritura cristiana que progresivamente se coloca en paralelo a la del pueblo judío (cf. 2 Tim. 3:15–16; 2 Ped. 1:20–21). Las cartas apostólicas se leen en las asambleas y tienen valor normativo (2 Tes. 2:15; cf. 1 Tes. 5:27; Col. 4:16; 2 Pd. 3:15–16). Los escritores que recogen el testimonio apostólico tienen la convicción de participar en la verdad y en la solidez de esa tradición (Jn. 21:24–25; cf. 20:30–31; Lc. 1:1–4), capacitados por la asistencia del Espíritu mediante la fe (cf. Jn. 14:26; 15:26–27; 16:13–15). Véase APÓSTOL, DEPÓSITO, ESCRITURA, MISHNAH, TALMUD.