SABIDURÍA, Libro de la

Libro deuterocanónico del AT, colocado en la Vulgata entre el Cantar de los Cantares y el Eclesiástico, aunque cronológicamente es probablemente el último de los libros sapienciales, escrito originalmente en griego.
1. Título y canonicidad.
2. Lugar de composición y destinatarios
3. Unidad de la obra y estructura.
I. TÍTULO Y CANONICIDAD
En los manuscritos griegos más antiguos aparece el nombre de Sophía Salomón, Σοφία Σαλωμόν = «Sabiduría de Salomón»; o en la versión siríaca: Sophía Salomontos, Σοφία Σαλομώντος = «Sabiduría de Salomón», porque antiguamente se creía que era una obra escrita por este rey, representante de la sabiduría hebrea. Atanasio y Epifanio lo llaman Panáretos Sophía, Πανάρετος Σοφία = «Toda sabiduría virtuosa», que también se aplica a los libros de Prov. y Eclo. Clemente de Alejandría lo llama he theía Sophía, ἡ θεία Σοφία, Sapientia Dei (Stromata, 4, 16); la Vetus Latina lo titula Sapientia Salomonis; la Vulg. sencillamente Liber Sapientiae (ya que Jerónimo cuestionaba la autoría salomónica), que es el título que prevaleció. No hay que confundirlo con la Sabiduría de Jesús ben Sirá, que se refiere al > Eclesiástico.
El libro de la Sabiduría fue muy estimado entre los judíos, y que el apóstol Pablo estaba familiarizado con su lenguaje se demuestra comparando Ro. 1:18s. con Sab. 13:3s.; Ro. 9:21 con Sab. 15:7; Ro. 9:22 con Sab. 12:20 y Ef. 6:13–17 con Sab. 5:17–19. Sin embargo, su composición en época tardía, en lengua griega y fuera de la Tierra Santa, determinaron su exclusión del canon por parte de los judíos palestinenses. Por su parte, los alejandrinos lo consideraron siempre como sagrado y como tal lo incluyeron en la versión griega de los Setenta. Si bien algunos Padres vacilaron respecto a su inspiración, la inmensa mayoría la admitió. La referencia o alusión a Sab. más antigua entre los escritores eclesiásticos se encuentra en Clemente de Roma en su carta a los Corintios (cf. Clem. 1 Cor 3:4 con Sab 2:24a; 2:24 con Sab 11:20s). Citan o glosan algún pasaje de Sab como Sagrada Escritura Ireneo de Lyon (Eusebio, Hist. eccle. 5, 26), Tertuliano (Adv. Valent. c. 2), Clemente de Alejandría (Strom. 4, 16), Cipriano (Exhort. Martyr. 12) y Dionisio de Alejandría. Orígenes constata que Sab «no se admite por todos como autoridad» (De Princ. 4, 4, 6); él, sin embargo, lo cita con libertad, por ejemplo, al interpretar cristológicamente Sab. 7:25s, y hasta la llama «divina» (Contra Celsum, 3, 72).
Los Capadocios, los Antioquenos (menos Teodoro de Mopsuestia), especialmente Juan Crisóstomo, citan con frecuencia Sabiduría como al resto de la Sagrada Escritura. En Occidente, San Hilario y San Ambrosio utilizan indiscriminadamente Sab. y los demás libros sagrados.
San Jerónimo, por el contrario, admite únicamente como libros sagrados del AT los del canon judío palestinense, con lo que deja fuera el libro de la Sabiduría. Basados en su autoridad, otros autores eclesiásticos negarán a Sab. el valor de libro inspirado. San Agustín, sin embargo, defenderá incansablemente su canonicidad y será la más grande autoridad que continúa una tradición y la formula con toda clase de argumentos en sus escritos y en las intervenciones de los Concilios africanos en los que estará presente. Un texto suyo formula explícitamente que Sab. es un libro sagrado, y da las pruebas de ello: el libro de la Sabiduría «ha merecido leerse en la Iglesia católica durante tantos años y ser escuchado con la veneración que se debe a la autoridad divina» (De praedestinatione sanctorum 14, 27).
El Concilio Tridentino, por causa de los reformadores, que negaban la canonicidad de los deuterocanónicos, lo incluyó en el canon y definió su inspiración. Los reformadores, habiéndolo admitido en un principio, después negaron su inspiración. Y por su influencia la negaron después los griegos ortodoxos. Después de 1672, en el sínodo de Jerusalén, aceptan el canon de libros sagrados de Roma, pero de nuevo a partir del s. XVIII y hasta nuestros días se impone la dispersión de criterios: es libre la afirmación o negación de la inspiración de los libros deuterocanónicos.
II. LUGAR DE COMPOSICIÓN Y DESTINATARIOS. El lugar de composición es, aparentemente, Egipto, y con probabilidad, > Alejandría, el gran centro intelectual y científico del mundo mediterráneo, y uno de los centros más grandes del judaísmo de la diáspora. El pensamiento de esta obra se asemeja a otras obras del judaísmo alejandrino de la época, plagados de orientación propagandística y apologética, por ejemplo, la Carta de Aristeas o III Macabeos. La obra se refiere con énfasis a Egipto y sus relaciones con Israel (Sab. 11–19) y, en particular, polemiza duramente contra la «zoolatría» (Sab. 13–15), práctica frecuente y habitual en el Egipto contemporáneo.
El autor busca afirmar la fe de sus hermanos en Alejandría, asediados por mil peligros externos. Recuerda los tiempos antiguos, en que sus antepasados fueron liberados de males mayores que los suyos por el mismo Señor que ahora los protege. También puede querer atraer de nuevo a los que han sido débiles y se han apartado de la fe de sus mayores.
Viviendo en una ciudad tan importante, foco de cultura helenística, la comunidad judía tenía contacto permanente con todos los elementos de esta nueva cultura. Una variedad de religiones y sistemas filosóficos ofrecían sabiduría o salvación o una comprensión particular acerca del sentido real de la vida. Había aparecido una mentalidad cosmopolita e individualista, escéptica e insatisfecha con las ideas tradicionales.
Muchos judíos abandonaron su fe, se burlaban de los piadosos: «Tendamos lazos al justo, que nos fastidia, se enfrenta a nuestro modo de obrar, nos echa en cara faltas contra la Ley y nos culpa de faltas contra nuestra educación» (Sab. 2:1–20; cf. 1 Mac. 1:11–15; 2 Mac. 4:7–20; 6:1–11). Reemplazaban su fe por religiones paganas, filosofías seculares, o sus propias versiones populares de las mismas. Otros judíos estaban en peligro de seguir este ejemplo.
Para intentar dar respuestas a estos interrogantes, el autor se dedicará a escudriñar las Escrituras: en sus 19 capítulos, la obra apenas cuenta con algún pasaje que no provenga en gran parte de una fecunda meditación de los libros inspirados anteriores. Este, tal vez, sea el rasgo unitario de la obra: decir que es un libro que trata de la inmortalidad o de la sabiduría o de la providencia no lo define. Más bien es expresión de la plenitud de todo lo que un hombre, en Egipto, tras lo que fueron sin duda muchos años de piadoso estudio, puede extraer de toda la Sagrada Escritura de su pueblo para ofrecer esperanza y consuelo a sus contemporáneos.
El autor se expresa en un vocabulario fuertemente influido por la religión, la filosofía y la ciencia helenística contemporánea. Alrededor de un 20% de su terminología es único en el conjunto de los LXX. Esto hace que el lector que se sienta atraído por el espíritu «culto» de la época, quede impresionado por el esfuerzo creativo del autor de esta obra para comunicar su mensaje en el lenguaje de aquella cultura. El libro parece haber sido dirigido a los estudiantes e intelectuales judíos que participan de aquel amplio trasfondo cultural. Solamente ellos eran aptos para captar y entender las diversas alusiones y los conceptos, y solo ellos estarían dispuestos a seguir la presentación del tema.
Se ha llegado a decir incluso que Sabiduría es un libro de escuela, concebido exclusivamente para la formación de futuros dirigentes del pueblo judío en medio del ambiente hostil cultural, religiosa y moralmente, de la sociedad helenística de Alejandría. «El sabio escribe con un fin específico: capacitar a los futuros líderes intelectuales de su pueblo para que desarrollen una actitud positiva con relación a su actual situación» (J. M. Reese, 148).
III. UNIDAD DE LA OBRA Y ESTRUCTURA. Los eruditos actuales consideran que el libro de la Sabiduría tiene una estructura muy sólida y bastante coherente. En general, prevalece la postura de quienes afirman que la obra se compone de tres partes, aunque no hay consenso a la hora de determinarlas con precisión:
I. 1:1–6:21: La sabiduría como norma de vida ante el juicio escatológico.
II. 6:22–9:18: La sabiduría en sí misma: «elogio de la sabiduría».
III. 10:1–19:22: La sabiduría en la historia de la salvación.
1. Primera parte: Sab 1:1–6:21. La vida después de la muerte: El camino de los sabios (justos: 3:1–10) opuesto al de los impíos (2:1–20).
Temas principales: sabiduría, justicia, inmortalidad, «porque la justicia es inmortal» (Sab. 1:15). Ya en los primeros capítulos, el autor sitúa el problema de la > «retribución» en el contexto de la existencia de vida después de la muerte.
No es verdad:
a) Que la muerte sea igualadora de todos los destinos, que todos terminemos igual, en una existencia pálida, disminuida en el > Sheol, שְׁאֹול, separados de Dios (cf. Sal. 6:6; 30:10; 88:4–8, 11–13; 115:17; Is. 38:18; 14:9–15).
b) Ni que la recompensa y el castigo se den exclusivamente en esta vida (tema ya considerado y cuestionado, a nivel nacional, por el DtIs, y a nivel personal, por Job y el Qohéleth). Ya algunos salmos expresan la esperanza en una vida con Dios más allá de la tumba para los individuos: «Por eso se me alegra el corazón, mis entrañas retozan, y hasta mi carne en seguro descansa; pues no has de abandonar mi alma al sheol, ni dejarás a tu amigo ver la fosa. Me enseñarás el caminó de la vida, hartura de goces, delante de tu rostro, a tu derecha, delicias para siempre» (Sal. 16:9–11; cf. 49:15–16; 73:23–28). Is. 26:19; Dan. 12:2 y 2 Mac. 7:14 atestiguan, además, una forma de creencia en la resurrección (cf. 2 Mac. 7:20–23, 27–29).
Sabiduría asegura enfáticamente la recompensa de una vida con Dios: «Dios creó al hombre para la incorrupción [aphtharsía], para la inmortalidad [athanasía]» (Sab. 2:23). Se refiere a un estado de plenitud y de felicidad de los justos junto a Dios, como regalo suyo, y ciertamente relacionado con el modo de vivir la vida temporal. Dios es justo, y la vida temporal hay que tomarla en serio. La muerte de los justos es solo apariencia (Sab. 3:1–4). El hombre es corruptible y mortal por naturaleza, pero Dios le hace partícipe de su vida interminable, haciéndolo «imagen de su propio ser» (Sab. 2:23b). La inmortalidad no depende de la naturaleza metafísica del componente «más noble» del ser humano, sino de la relación del hombre con Dios: el hombre, libremente, mediante un raciocinio equivocado (cf. Sab. 2:1) elige la ruptura de la relación original con Dios (cf. 2:23). Quien opta por el camino de sabiduría y justicia, no caerá en las garras del Sheol (15:3b).
Sobre el destino de los malvados no es muy explícito el libro de la Sabiduría: más bien utiliza para describirlo ideas e imágenes que aparecen en los Salmos: «Después serán cadáveres despreciables, objeto de ultraje entre los muertos para siempre. Porque el Señor los quebrará lanzándolos de cabeza, sin habla, los sacudirá de sus cimientos; quedarán totalmente asolados, sumidos en el dolor, y su recuerdo se perderá» (Sab. 4:19). «En efecto, la esperanza del impío es como brizna arrebatada por el viento, como espuma ligera acosada por el huracán, se desvanece como el humo con el viento; pasa como el recuerdo del huésped de un día» (Sab. 5:14). Como han hecho un «pacto con la muerte» (Sab 1:16), solo les espera la muerte.
2. Segunda parte: Sab 6:22–9:18. La Sabiduría real (cap. 6). La sabiduría en sí misma (cap. 7). La oración de Salomón (cap. 9). El cap. 8 resalta la categoría excelsa de la Sabiduría, que nadie puede merecer por perfecto que sea, ya que es don de Dios. «Salomón», de cualidades perfectas en cuerpo y alma desde su nacimiento, no merece el don divino de la Sabiduría. Esto es lo que el autor quiere decir. Pero, para proponer esta verdad, no ha hallado una fórmula muy feliz. Los vv. 19–20 tomados en sí mismos, aislados de todo contexto, parecen reflejar la doctrina griega de la preexistencia de las almas, y de hecho, los comentaristas están divididos en dos bandos: los que defienden la hipótesis de que Sabiduría enseña la preexistencia de las almas, y los que lo niegan.
Pero si se atiende a lo que se dice en otros lugares de la obra, es evidente que el autor, aunque use expresiones comprometedoras, está alejado de la doctrina griega de la preexistencia. De acuerdo con ella, el alma preexistente es naturalmente inmortal, queda contaminada por el contacto con el cuerpo, y busca liberarse de él a través de la muerte. Sabiduría, en cambio:
a) No presenta precisamente a la muerte como «liberadora» (cf. 1:12–16).
b) Afirma la posibilidad de la existencia de un cuerpo no contaminado (8:19–20).
c) Afirma la posibilidad de un alma que trame maldades (1:4).
d) Nunca habla explícitamente de la inmortalidad del alma y menos en el pleno sentido griego de inmortalidad natural del alma.
e) Más aún, varios textos permiten comprobar que no enseña la inmortalidad natural (Sab. 15:3; cf. cf. 6:17–19; 9:17–18; 16:12–14). Es decir, no enseña la inmortalidad a partir de especulaciones acerca de la naturaleza inmaterial del alma, sino a partir de la relación personal con Dios: la inmortalidad es un puro don, un regalo de Dios a los justos.
3. Tercera parte: Sab 10–19. La oración de Salomón en Sab. 9 concluía el elogio de los cap. 7–8. Esta sección comienza el recorrido por la historia, que continúa hasta el final del libro. Procura mostrar la acción salvífica de la Sabiduría a lo largo de la Historia de la Salvación. La sabiduría libró y preservó a los justos (Adán, Noé, Abraham, Lot, Jacob, José, Moisés) y los sacó de Egipto (Sab. 10:18).
A partir de 10:15, el libro se centra exclusivamente en el Éxodo, proponiendo una especie de meditación homilética de las plagas. Los acontecimientos del Éxodo se hacen imagen o tipo de la preocupación de Dios por los justos. A la Sabiduría se le atribuyen la liberación de la opresión (materializada en la travesía del mar, el hundimiento de los enemigos y el despojo de los impíos) y la liberación de la palabra (materializada mediante la apertura de la boca y desatadura de la lengua para la alabanza y la celebración del santo Nombre (Sab. 10:21). En el cap. 10 la Sabiduría es aún el tema, mientras que a partir del 11 el texto se refiere a Dios. Una serie de siete dípticos en contraste («siete plagas») opone la bondad de Dios, que forma a sus hijos mediante pruebas saludables, mientras que los mismos medios inducen a sus enemigos a su perdición (11:5).
1) Agua de la roca en lugar de la contaminación del agua: 11:4–14
«Digresión» sobre la «moderación divina» (11:15–12:27)
«Digresión» sobre la idolatría (13–15)
2) Codornices en lugar de la plaga de los animales: 16:1–4
3) Salvación de la mordedura de las serpientes en lugar de la plaga de insectos: 16:5–14
4) Maná del cielo en lugar de la lluvia, el granizo y el fuego: 16:15–29
5) Columna luminosa en lugar de la plaga de tinieblas: 17:1–18:4
6) Liberación de los hijos de Israel en lugar de la muerte de los primogénitos: 18:5–25
7) El mar: liberación de los israelitas en lugar de la muerte de los egipcios: 19:1–12
En las reflexiones finales (19:10–22), el autor mantiene que todo esto no significa falta de bondad o de justicia por parte de Dios respecto a los egipcios. Dios mostró su misericordia incluso para con los pueblos paganos (11:15–12:27). Los idólatras son los responsables de su propia perdición: al convertir las criaturas en dioses, armaron contra sí mismos a la creación (11:15–16; cf. 13–15). Véase INMORTALIDAD, RESURRECCIÓN, RETRIBUCIÓN, SABIDURÍA, SHEOL.