VERDADERO

Heb. 571 émeth, אֶמֶת = «verdad, fidelidad»; gr. 227 alethés, ἀληθής, prim. «descubierto, manifiesto», de ahí «veraz, verdadero, real, genuino» (Mt. 22:16; Mc. 12:14; Jn. 3:33; 8:26; Ro. 3:4; 2 Cor. 6:8); 228 alethinós, ἀληθινός, relacionado con el anterior, sig. «verdadero» en el sentido de real, sincero, genuino (Jn. 7:28; 17:3; 1 Tes. 1:9; Ap. 6:10).
En tanto que expresión de verdad y autenticidad, se opone a lo falso y engañoso (cf. Jn. 1:47). En el AT se predica casi exclusivamente de Dios: Yahvé es «el Dios verdadero», el Dios vivo y Rey eterno (2 Cro. 15:3; Jer. 10:10). Del hombre se espera que haga «lo recto y lo verdadero delante de Yahvé su Dios» (2 Cro. 31:20), es decir, que sea veraz y sincero en todo, que no mienta ni dé falso testimonio (Prov. 14:5), porque Yahvé está entre su pueblo como «testigo fiel y verdadero» (Jer. 42:5). La Ley pierde su poder, y el derecho no prevalece, cuando los jueces no son verdaderos (Hab. 1:4). Formar parte de la alianza de Yahvé, juez justo y verdadero, significa comportarse con equidad en el juicio y en el trato con los semejantes: «Así ha dicho Yahvé de los Ejércitos: Juzgad conforme a la verdad; practicad la bondad y la misericordia, cada uno con su hermano» (Zac 7:9).
En el NT, Jesucristo es presentado como el que da testimonio del Dios verdadero, cuya meta es la vida eterna, la cual consiste en «que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien tú has enviado» (Jn. 17:3). Aceptar el mensaje evangélico es convertirse «de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero» (1 Tes. 1:9). Dios es «verdadero» en el doble sentido de auténtico y fiel (cf. Ap. 3:7, 14; 19:1), que guarda su palabra, que es veraz en todos sus pronunciamientos, que no puede mentir (cf. Ro. 3:4; Heb. 6:18).
En el Evangelio según San Juan, se predica repetidamente que Cristo es «la luz verdadera» (Jn. 1:9), «el verdadero pan del cielo» (6:32), «la vid verdadera» (15:1). En debate con los fariseos sobre la autoridad que Jesús tiene para hacer y decir las cosas que hace y dice, recurre a un testimonio superior a sí mismo, procedente del Padre (Jn. 5:31; cf. Mt. 3:17; 17:5; Mc. 9:7; Lc. 9:35; 2 Pd. 1:17): «El que habla de sí mismo busca su propia gloria; pero el que busca la gloria del que le envió, éste es verdadero, y en él no hay injusticia» (Jn. 7:18). La cuestión es recurrente a lo largo del ministerio de Jesús, lo que indica el ambiente de controversia del cristianismo con el judaísmo del siglo I respecto a la autoridad espiritual de Jesús. Cuando en el recinto del Templo Jesús afirmó: «Yo soy la luz del mundo», los fariseos enseguida le salieron al paso: «Tú das testimonio de ti mismo; tu testimonio no es verdadero» (Jn. 8:13). Lo cual se ajustaba a la legalidad vigente que exigía al menos dos testigos para aceptar un testimonio como verdadero (v. 17). Jesús les responde apelando a su origen supraterrenal (v. 14; cf. Jn. 3:33) y al testimonio del Padre que le envió, de modo que el testimonio del Padre y el suyo propio cumplen el requisito de dos testigos (v. 16). El evangelista cierra su libro insistiendo en la idea del testimonio verdadero, en cuanto testigo presencial que da fe de lo escrito: «El que lo ha visto ha dado testimonio, y su testimonio es verdadero. El sabe que dice la verdad, para que vosotros también creáis» (Jn. 19:35; 21:24). Por último, en su primera carta, resumente esta cuestión mediante la siguiente confesión: «Sabemos que el Hijo de Dios está presente y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios y la vida eterna» (1 Jn. 5:20). Véase TESTIMONIO, VERDAD.