Virtud

Heb. 2428 jayil, חַיִל, prop. «fuerza, potencia»; aparece unas 245 veces en el AT, y se traduce por «virtud» en Ex. 18:21, 25; Prov. 3:11; 12:4 y 31:10. En el gr. del NT se dice 703 areté, ἀρετή, que en el gr. clásico denota propiamente todo aquello que procura una estimación preeminente para una persona o cosa; de ahí, eminencia intrínseca, bondad moral, excelencia; por esta razón se utiliza como calificativo de las personas cultivadas rectamente y como título honorífico. Aristóteles la describe como la actitud permanente para realizar el bien, por ejemplo, para ser justos. «Debe decirse, pues, que toda virtud [areté] perfecciona el buen conducirse de aquel ser del que es virtud, y hace estimable su operación» (Ética a Nicómaco II, 6, 1106a, 14ss.). El equivalente latino de areté es virtus, que connota simultáneamente madurez y fuerza, «fortaleza de carácter», derivado de vir, «varón». Areté es la virtud que hace que una persona sea buena ciudadana y amiga; al mismo tiempo es la cualidad que ayuda a la persona a vivir como es debido; a menudo denota coraje, p.ej., Plutarco dice que Dios es una esperanza de areté, no una excusa para la cobardía. De Eleazar se dice que murió antes de faltar a las leyes de Dios y de sus padres, por lo que con su muerte dejó un ejemplo de valor y coraje (areté), un memorial de virtud para los jóvenes y para toda la nación (2 Mac. 6:31).
En la Biblia se encuentran abundantemente todos los elementos que integran el concepto de virtud, aunque el término en sí esté casi ausente. En el AT, Moisés escogió varones virtuosos para que le ayudaran en la tarea de juzgar al pueblo de Israel (Ex. 18:21–25). Rut recibe el calificativo de mujer virtuosa (Rt. 3:11). La mujer virtuosa es considerada corona de su marido (Prov. 31:10).
En el NT, areté aparece solo en tres ocasiones, una de ella aplicada a Dios: «Que anunciéis las virtudes de aquel que os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pd. 2:9), como parte de actividad misionera de los creyentes, consistente en hacer saber las excelencias de Dios y su obra.
En otro lugar aparece una lista de virtudes que siguen a la fe, mediante la cual el creyente llega a participar de la naturaleza divina (2 Pd. 1:4), pues el poder divino ha concedido a los creyentes «todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad por medio del conocimiento de aquel que nos llamó por su propia gloria y virtud [areté]» (v. 3). La carta enumera una serie de virtudes que siguen a la fe, comenzando por la propia virtud o «coraje» (W. Barclay), que es la aptitud y la disposición a realizar acciones buenas y adecuadas a la naturaleza humana. La virtud no aparece en la Escritura como algo innato en el hombre, sino como un don o «capacidad» del Espíritu, en gr. dýnamis, δύναμις, que con justicia es traducido al lat. por virtus.
Las listas de virtudes son corrientes en los primeros escritos cristianos, relacionadas con los «dones» y el «poder» del Espíritu. Así, Pablo ofrece una lista de frutos del Espíritu (Gal. 5:22ss.; cf. Fil. 4:8; 1 Ti. 6:11). Esta perspectiva es seguida por los Padres griegos y latinos, que denominan virtud los frutos del Espíritu, las obras bellas y buenas de los creyentes.
Tradicionalmente, las virtudes se dividen primeramente en propias del entendimiento y de la voluntad: 1) Las virtudes del entendimiento son, en el orden natural: la inteligencia, que es la capacidad para juzgar; la ciencia, que es la capacidad para razonar; y la sabiduría, que es la capacidad para comprender, avanzando hasta los principios supremos de la verdad. La fe, virtud teologal, pertenece al orden sobrenatural. 2) Las virtudes de la voluntad son, en el orden natural: la prudencia, que es la disposición para tomar la resolución pertinente frente a un caso particular; y el arte, que es la habilidad creativa; en el orden sobrenatural, las cuatro virtudes cardinales son prudencia, justicia, fortaleza y templanza, y las virtudes teologales —o dotes plantadas y perfeccionadas en el alma por la potencia de Dios—: esperanza y caridad.
En último término, todo el conjunto de virtudes morales es regido por las virtudes teologales, en las que el ser humano se relaciona directamente con el ser Dios mediante la fe y la piedad. Ellas, pues, son las que suministran la correcta motivación en el ejercicio de la virtud y le dan al ser humano la justa medida de su «nada» en sí mismo y de su «mucho» en el amor incomprensible de Dios: «Nada hace que los hombres sean tan insensatos como el pecado; nada que los haga tan cuerdos como la virtud, porque los hace reconocidos, buenos, dulces, humanos y misericordiosos… El manantial, la raíz, la madre de la sabiduría es la virtud. Todo pecado tiene su manantial de locura; pero el que se aplica a la virtud es prudentísimo… La virtud es tan excelente que hasta los que la combaten la admiran… Nada es comparable a la virtud» (Juan Crisóstomo). Véase DONES, FUERZA, PODER, SANTIDAD.