VACA ROJA

Heb. parah arummah, פָּרָה אֲרֻמָּה; Sept. dámalis pyrá, δάμαλις πυρά; Vulg. vacca rufa.
Todo lo relacionado con el ritual de la vaca roja, o bermeja de las antiguas versiones, tiene un carácter singular. El animal, forzosamente rojo y sin defecto, era muerto fuera del campamento, y su sangre era rociada por el sacerdote siete veces directamente ante el Tabernáculo. Después se quemaba el cuerpo entero, y el sacerdote echaba madera de cedro, hisopo y escarlata en la pira. Se recogían las cenizas, y eran puestas en un lugar limpio fuera del campamento. Cuando se usaban las cenizas, una persona limpia las mezclaba en una vasija con agua corriente, mojando después un hisopo con ella, y rociaba con esta mezcla la persona, tienda, etc., que estuviera contaminada. Era el agua de la separación, una purificación del pecado (Nm. 19).
Sin duda se trata de un rito muy antiguo, preisraelita. Jamieson lo retrotrae a las prácticas egipcias, en cuyos votos siempre iba unida la ofrenda de un buey rojo, examinado cuidadosamente por los sacerdotes para ver si reunía las características necesarias, que era sacrificado anualmente al dios Tifón. El rito fue adoptado por los israelitas, purificado de cualquier connotación pagana, y asimilado dentro del ritual sacerdotal. La vaca (parah), no novilla (eglah), debía ser de color rojo para significar la plenitud de vida, porque en la antigüedad todo lo que se aproxima al rojo tenía valor vital. El rojo evocaba la sangre, principio dinámico de la existencia. Tenía que ser «una vaca perfecta», es decir, que no fuera ciega, coja o tuviera cualquier otro defecto físico; sobre ella nunca se debía haber puesto yugo, dándose a entender que no había sido utilizada para propósitos profanos. Era sacrificada «fuera del campamento» porque el propósito de esta ceremonia no era ofrecer un sacrificio expiatorio para reparar el pecado de la congregación y asegurarse la comunión con Dios, sino que básicamente consistía en la elaboración de un antídoto contra la impureza ritual causada por el contacto con cuerpos muertos. En consecuencia, la víctima —la vaca roja— no representaba la comunidad viviente, sino los miembros contaminados por la muerte y, como tales, separados de la teocracia de Israel (Keil). Por eso la sangre no era rociada sobre el altar, sino quemada juntamente con el resto. Para reforzar el antídoto resultante de las cenizas, se añadían una serie de elementos naturales: madera de cedro, hisopo… símbolos de la continuidad incorruptible de la vida. Todas las partes de la víctima, piel, huesos y estiércol, tenían que ser quemadas. Mientras tenía lugar la combustión, el sacerdote arrojaba al fuego madera de cedro, hisopo y púrpura escarlata. Las cenizas eran recogidas y guardadas en un lugar ritualmente puro, pues constituían el ingrediente principal del agua lustral utilizada para limpiar la impureza ocasionada por el contacto con los muertos (vv. 17–18). El color rojo está asociado con el alejamiento del mal y con la puesta en fuga del demonio. El cedro es un símbolo de fuerza, esplendor y gloria; es también un signo de longevidad natural. El agua con la que iban mezcladas las cenizas tenía que ser «agua viva» para contrarrestar la impureza originada por el contacto con la muerte.
Su origen extraño se evidencia por la ignorancia de los judíos respecto a su significado espiritual. Una Haggadah hebrea mantiene que solo Salomón, el más sabio entre los hombres, conocía en su época el significado del sacrificio de la vaca roja. Pese a su ignorancia reconocida del significado de los pormenores de este rito, los judíos no eran por ello menos celosos en prescribir, con una precisión incluso superior a la ordinaria, su ceremonial. La Mishnah especifica la edad adecuada del animal, entre dos y cinco años. El color de su piel quedaba descalificado por dos cabellos blancos o negros que salieran del mismo folículo, y si hubiera sido empleada para algo, aunque solo hubiera sido cubierta por un trozo de paño, ya no respondería a la demanda de no «conocer yugo» sobre ella.
En el NT, el autor de la carta a los Hebreos hace referencia a este rito cuando dice: «Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los contaminados, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, purificará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?» (9:13–14), pues, según el pensamiento apostólico, los sacrificios e instituciones del AT prefiguraban el sacrificio perfecto y completo de Cristo, que no solo expía, cubre, perdona, el pecado, sino que transforma interiormente al creyente, purifica por dentro su conciencia, y hace de él una nueva criatura. Véase SACRIFICIO.