REINO DE DIOS

Gr. he basileía tu Theû, ἡ βασιλεία τοῦ Θεοῦ (Mt. 6:33; Mc. 1:14, 15; Lc. 4:43; 6:20; Jn. 3:3, 5). En Mateo aparece la variante «reino de los cielos», he basileía ton uranôn, ἡ βασιλεία τῶν οὐρανῶν, que traduce el heb. malkhuth shamáyim, utilizado en el judaísmo tardío por los rabinos para evitar la pronunciación del nombre sagrado de Dios (YHWH).
Intoducción.
1. Reinar de Dios.
2. Reinado solo de Dios.
3. Reinado directo de Dios.
4. Reinado con pueblo.
5. Reinado para todos.
6. Reinado de gracia.
7. Reinado compartido.
8. Reinado de paz.
9. Reinado humano.
10. Reinado presente y futuro.
11. Reinado seguido y perseguido.
12. El reinado del Mesías.
INTODUCCIÓN. Hay en la actualidad un acuerdo general respecto al hecho de que el «reinado de Dios» fue el contenido fundamental de la predicación de Jesús y aquello que dio unidad a su ministerio. Es algo que subrayan los Evangelios cuando presentan el comienzo de la actividad de Jesús en Galilea con su anuncio de que «el tiempo se ha cumplido y el reinado de Dios se ha acercado: arrepentíos y creed en el evangelio» (Mc. 1:15). Al mismo tiempo, en la obra doble de Lucas-Hechos, el reinado de Dios es aquello en que culmina la predicación de Pablo sobre el Mesías, en los orígenes de las iglesias cristianas (Hch. 28:31). Estamos, por tanto, ante un asunto central para entender a Jesús y el cristianismo, y que ha de ser abordado a partir de su trasfondo en los relatos del AT.
I. REINAR DE DIOS. Para una comprensión correcta del reinado de Dios es esencial caer en la cuenta de que, desde el punto de vista de los textos bíblicos, el reinado de Dios consiste primeramente en el hecho de que Dios reine. Esto, que parece una tautología, es sin embargo descuidado en líneas generales cuando en los libros de exégesis y de teología se presenta el reinado de Dios como una simple «metáfora» o como una «utopía». En las metáforas, el sentido recto de una expresión se sustituye por un sentido figurado («el cielo de tus ojos»). En el caso del reinado de Dios, se podría pensar que esta expresión se utilizaría en un sentido meramente figurado, para hablar de la paz, de la justicia, de la felicidad, etc. En las utopías, todo esto pertenece a un futuro inalcanzable. No sucede así con el reinado de Dios. Significa directamente que Dios reine. No se trata ni de una metáfora ni de una utopía, sino de una pretensión real. Todo lo discutible que se quiera, pero real. La primera vez que aparece en la estructura actual de las Escrituras la idea de un reinado de Dios, es precisamente cuando el pueblo de Israel ya no está bajo la soberanía del faraón, pues ha sido liberado por Dios, que ahora pasa a ser su soberano (Ex. 15:18). De hecho, Moisés nunca fue considerado como un posible rey, y la monarquía en Israel constituyó un problema teológico, precisamente porque existía la viva conciencia de que Dios había hecho un pacto de soberanía con su pueblo, y era su verdadero Rey (1 Sam. 12:12). Esto significa entonces que el reinado de Dios es ante todo una actividad del mismo Dios: la actividad de reinar. Este aspecto se expresa mejor en castellano si decimos «reinado» en lugar de «reino». De hecho, las expresiones hebreas, arameas y griegas que habitualmente se traducen como «reino», no se referían primeramente, ni siquiera en el lenguaje cotidiano, a un estado político, a un territorio, a un lugar, o a una situación, sino ante todo al hecho de reinar, a la soberanía, a la relación que el gobernante establecía con su pueblo. El reinado de Dios es la actividad del Dios que reina.
II. REINADO SOLO DE DIOS. Esta actividad de reinar tiene, en las tradiciones bíblicas que Jesús compartía con sus discípulos y oyentes, el carácter de una relación exclusiva por parte de Dios. La idea de que el Dios de Israel es un «Dios celoso», un «fuego consumidor» (Dt. 4:24), no se refiere a un defecto del carácter, sino a la comprensión (todo lo progresiva que se quiera) de que el Dios de Israel es un Dios que, al reinar, establece una relación tan excluyente con su pueblo como la que se da en un matrimonio (cf. Oseas). Esto desempeña una función capital en la espiritualidad de Israel. El carácter excluyente del reinado de Dios implica no solo que el Dios de Israel es incompatible con el culto a cualquier otro dios, sino que cuestiona y desplaza a todos los poderes que generalmente se enseñorean («reinan») sobre el ser humano. Si Dios es Rey, no tiene mucho sentido en principio que haya otros reyes junto a él (1 Sam. 8). Si Dios pelea las batallas de su pueblo (Ex. 14:14), la liberación de la esclavitud en Egipto sucede sin que el pueblo tenga que disparar una sola flecha. Si el rey de Israel es el «Señor de los ejércitos», su pueblo tendrá que reducir sus recursos militares, para confiar solamente en él (Dt. 17:16; Jue. 7). No solo eso. Si Dios es el verdadero amo de los israelitas, la esclavitud quedará reducida a algo más parecido a un seguro social para los empobrecidos (Lv. 25).
Podríamos decirlo con otros términos: la exclusividad del reinado de Dios implica que Dios asume los que podríamos llamar «roles de dominación» (rey, guerrero, amo), con el efecto de que quedan suprimidos o relativizados dentro del pueblo sobre el que Dios reina. Y esto significa que el carácter «celoso» de Dios tiene un curioso e importante efecto, que es la igualdad básica del pueblo de Dios. El reinado exclusivo de Dios implica la constitución de un pueblo de hermanos, dotado por su Soberano de una Ley destinada a asegurar la igualdad básica de todos sus miembros, incluso en el aspecto económico, mediante medidas tales como el perdón periódico de las deudas (Dt. 15), la liberación de los esclavos cada siete años, o la recuperación periódica de las tierras ancestrales en el jubileo (Lv. 25). Frente a todos los dualismos contemporáneos, la idea de un reinado exclusivo de Dios implica que, para la Ley de Israel, la injusticia social y la idolatría no pueden ser más dos caras de una misma moneda.
III. REINADO DIRECTO DE DIOS. De lo anterior se deriva otra característica central del reinado de Dios. Si es un reinar exclusivo de Dios que excluye otros poderes, esto significa que Dios reina estableciendo una relación directa con cada miembro de su pueblo y con la asamblea del pueblo en su conjunto. Aquí nos encontramos con una diferencia muy notable entre la fe de Israel y lo que acontece universalmente en la historia de las religiones. En las religiones, la idea de un determinado dios como rey normalmente lleva aparejada la concepción de que los reyes de turno son algo así como el reflejo terrenal de ese dios. Así, por ejemplo, la corte de los reyes mesopotámicos podía ser considerada como una imagen del panteón celestial, que de algún modo quedaba reproducido en la tierra. Y esto significaba entonces la legitimación divina de la monarquía terrena. Si los dioses son reyes, los reyes son dioses. Si los dioses son amos, los amos son dioses. En Israel sucede justamente lo contrario: si Dios es Rey, esto excluye, cuestiona o relativiza la existencia de una monarquía en su pueblo. Si Dios es amo, se cuestiona la existencia de otros amos. Si Dios es guerrero, se reduce el ejército, etc.
Lo que esto implica, concretamente, es que entonces se cuestionan los intermediarios. En las religiones, esas instancias que reflejan el poder, la autoridad, o la gloria de los dioses, son poderes no solo legitimados por tales dioses, sino también instancias por medio de las cuales las personas se relacionan con lo divino. En Canaán, p. ej., los reyes de las ciudades-estado tenían por lo general funciones sacerdotales (Gn. 14:18). En Israel, en cambio, la relación con Dios tiene lugar con independencia de la monarquía. Esto no solo significa una verdadera «división de poderes» siglos antes de Montesquieu (Dt. 17:8–18:22), sino también una concepción espiritual en la que se subraya la posibilidad de un acceso directo del creyente a Dios, sin necesidad de poderes intermedios. La consecuencia de esto es, obviamente, que la fe de Israel va a desarrollar un profundo sentido de la responsabilidad personal ante Dios, para llegar a ser, especialmente en los profetas, lo que a veces se ha llamado un «monoteísmo ético». Al mismo tiempo, el corazón humano se convierte en el lugar principal en el que va teniendo lugar la confrontación entre la vinculación directa al Dios de Israel y los distintos ídolos que aspiran a convertirse en intermediarios entre Dios y el ser humano. La vinculación directa del creyente con Dios es precisamente lo que descubre la falsedad y caducidad de todos los demás poderes, ídolos y divinidades.
IV. REINADO CON EL PUEBLO. La vinculación directa de Dios con cada uno de los miembros de su pueblo no es la fórmula de ningún individualismo. Frente a la idea de que Dios solamente se puede relacionar por intermediarios, y frente a la idea de que la relación con Dios es algo meramente individual, el reinado directo de Dios es precisamente lo que crea un pueblo. De hecho, la primera proclamación del reinado de Dios en los relatos bíblicos tiene lugar precisamente cuando un pueblo concreto queda libre de la soberanía del faraón (y de los dioses de Egipto), para constituirse en el pueblo sobre el que Dios reina (Ex. 15:18). Así como Dios no reinaba mientras reinaba el faraón, tampoco Dios puede reinar si no es sobre un pueblo. Frente a cualquier maquillaje del reinado de Dios con fórmulas espiritualistas, hay que afirmar que no hay reinado sin una referencia concreta a un pueblo que lo reconoce. Este pueblo no es primeramente un territorio ni un estado. Es la asamblea concreta de las personas concretas sobre las que Dios reina, incluso en el desierto, antes de que el pueblo tenga una tierra. Sin embargo, el que todo reinado requiera un pueblo no significa que el reinado sea lo mismo que el pueblo sobre el que se reina. El reinado es una actividad y una relación directa de Dios con su pueblo. El pueblo no es el reinado, sino el término primario del reinar de Dios.
V. REINADO PARA TODOS. Esta referencia del reinado de Dios a personas concretas y a un pueblo concreto, no es óbice para que fuera entendido como un reinado universal. Ya en las historias del Éxodo se indica que aquellos que pasan a formar parte del pueblo del reinado de Dios no son solamente los «hijos de Israel», sino una multitud compuesta por todos los que huían de las esclavitud en Egipto (Ex. 12:38). La Ley de Israel, en la que se expresa el pacto con su Rey, es muy consciente de que la existencia de un pueblo sobre el que Dios reina exclusiva y directamente, con la justicia que de ahí emana, es algo relevante para todas las naciones. Las demás naciones se admirarán de la forma de vida («sabiduría») del pueblo de Dios, y querrán incorporarse a la legislación de ese Rey (Dt. 4:5–9). En los profetas, esto se expresa con la imagen magnífica de una peregrinación de las naciones a Sión, para poner fin a todas las guerras, e incorporarse al pueblo sobre el que Dios reina directamente (Is. 2:1–4; Miq. 4:1–3; Sof. 3:8–20).
En la Escritura, la universalidad nunca se compone de principios abstractos, sino que tiene siempre un carácter concreto e histórico. Por eso, la referencia del reinado de Dios a un pueblo no obsta para que ese reinado tenga una perspectiva universal. De alguna manera, Israel debía ser algo así como el ensayo y la muestra de lo que Dios deseaba para todos los pueblos. Por eso, la universalidad se plantea precisamente a partir de la historia concreta de ese pueblo. Esto, lejos de ser la fórmula de un simple chauvinismo, sirve como constante criterio de autocrítica. Es más, cuando la monarquía, la injusticia social y la idolatría conduzcan finalmente a Israel a la catástrofe, no por eso se perderá esta perspectiva esencial sobre el reinado de Dios. El exilio permite descubrir el reinado de Dios no solo como un reinado concreto sobre un pueblo, sino también como un reinado sobre todos los pueblos y sobre toda la creación. Sin embargo, el Dios de Israel, como «Rey del universo», sigue siendo aquel que ha de reinar sobre su pueblo, el cual entonces tendrá necesidad de ser radicalmente restaurado para entrar en un pacto renovado con su Señor (Jer. 31:31–34).
VI. REINADO DE GRACIA. Jesús asume, reafirma y desarrolla las tradiciones hebreas sobre el reinado de Dios. Al hacerlo, recuerda muy expresamente que el reinado no es una iniciativa del ser humano, sino una gracia del Dios liberador. Los siglos de derrotas, humillaciones y opresión por los grandes imperios habían llevado a Israel a pensar que sus pecados no habían sido perdonados por Dios. Cuando Jesús comienza a anunciar por los pueblos de Galilea que el reinado de Dios se ha acercado, no condiciona este acercamiento al cumplimiento de la Ley, ni al desarrollo de todos ritos destinados a obtener en el Templo el perdón de los pecados. Precisamente, el hecho de que el reinado de Dios se acerque gratuitamente, es la indicación de que Dios ha perdonado los pecados de su pueblo, que la renovación del pacto de Dios con su pueblo está en marcha, y que los tiempos de la aflicción se han terminado. No es el cumplimiento de la Ley lo que traerá el reinado de Dios, sino que es más bien la aceptación gozosa, humilde y arrepentida del reinado de Dios lo que traerá los frutos apropiados (Mt. 21:43).
La gratuidad del reinado de Dios es lo que asegura la verdadera igualdad en su pueblo. La parábola de los jornaleros de la última hora (Mt. 20) muestra claramente que, si la justicia se entiende como retribución proporcional a los méritos de cada uno, nunca habría igualdad. En cambio, si la justicia del Reino se entiende como fidelidad al pacto, Dios es justo cuando da a todos lo mismo, porque eso es lo que ha prometido. El reinado de Dios, anunciado por Jesús, muestra la diferencia radical entre la comprensión «griega» de la justicia (tal como la encontramos en los filósofos presocráticos) y su comprensión hebrea. Para los griegos, la justicia es retribución. Para los hebreos, el reinado de Dios se formula en un pacto. Ser justo significa entonces ser fiel al pacto. Una de las partes puede ser injusta y romper el pacto. Pero quien perdona y sigue cumpliendo su parte del pacto, aunque ya no tenga por qué hacerlo, no solo es justo, sino que es «superjusto». Así es el Dios de Jesús. La justicia del reinado de Dios no se opone ni a la gratuidad, ni al perdón.
VII. REINADO COMPARTIDO. Como en la parábola mencionada, con frecuencia aparece en el mensaje de Jesús la imagen de Dios como terrateniente. Recordemos, sin embargo, el significado de esas imágenes en la lógica del reinado de Dios. Si Dios es terrateniente, eso quiere decir que, tal como afirmaban las historias bíblicas, Dios es el verdadero dueño de la tierra (Lv. 25:23). Y los otros, los que se han apoderado de las tierras que originariamente pertenecían a Dios, y que según la Ley tenían que volver periódicamente a sus propietarios ancestrales, son en realidad unos usurpadores (Mc. 12:1–12). Frente a esa realidad de su tiempo, el compartir parece haber sido una característica esencial del mensaje y de la práctica de Jesús, hasta el punto de que la alimentación de las multitudes es el único milagro relatado por los cuatro Evangelios canónicos. Se trata de un compartir que normalmente parece haber tenido como escenario las casas y los banquetes fraternos entre los discípulos de Jesús. De ahí que muchas imágenes del reinado de Dios empleadas por Jesús puedan sugerir precisamente el entrar en una casa, en un banquete, o por el contrario, ser expulsado de una casa, o quedarse fuera de la fiesta. En las casas de quienes aceptaban el reinado era posible la ayuda mutua, el perdón mutuo de las deudas y el intenso compartir que caracteriza al reinado de Dios.
La casa fraterna está unida a otra imagen de Dios empleada por Jesús. Es la imagen paterna. De nuevo hay que recordar que, en la lógica del reinado de Dios, en la medida en que se enfatiza que Dios es Padre, en esa misma medida se ponen en entredicho las estructuras terrenales del patriarcado. Justamente lo contrario de lo que a veces se piensa en ciertas teologías, solo superficialmente «feministas». Si Dios es Padre, nadie más ha de ser llamado «padre» (Mt. 23:9). Si Dios es Padre, las mujeres pueden ser prototipos de lo que es un verdadero discípulo en el reinado de Dios (Lc. 1:26–55; 8:1–4). Si Dios es Padre, uno recibe el ciento por uno de todo (casas, hermanos, madres…), pero no de padres (Mc. 10:29–30). El patriarcado está definitivamente excluido. No solo eso: la imagen de Dios como Padre asegura a los discípulos de Jesús que él cuidará de sus hijos, y que no deben afanarse por el porvenir. Y aún hay algo más, algo que tiene una importancia central: si Dios es Padre, el reinado de Dios es un reinado que el Padre comparte con sus hijos, que son los herederos de su reino (Mt. 17:24–27). Esta imagen poderosa de un reinado compartido se mantuvo en el cristianismo primitivo, que insistió precisamente en que los creyentes comparten el reinar de Dios (2 Ti. 2:12; Ap. 5:10).
VIII. REINADO DE PAZ. Las imágenes familiares de un reinado compartido por los hijos de Dios enlazan también con otra característica del reinar de Dios, tal como aparece en el mensaje de Jesús. Jesús no entendió el reinado de Dios como algo que pudiera realizarse mediante un estado político. Ya hemos visto que en las tradiciones de Israel el reinar de Dios cuestionaba la misma existencia de una monarquía (1 Sam. 8; 1 Sam. 12; Os. 13:11). Sin embargo, también existían tradiciones favorables a la monarquía, basadas especialmente en el modelo de David. La esperanza en un Mesías, «hijo de David», servía para mantener la resistencia de un pueblo sometido a los imperios paganos de turno. De alguna manera, como interpretan los libros de las Crónicas, se podía pensar que el monarca de Israel sería alguien que ejercería su soberanía en representación de Dios (1 Cro. 28:5). Esta posibilidad de una configuración estatal del pueblo de Dios, no rechazada definitivamente en la Biblia hebrea, fue excluida por Jesús. Precisamente Jesús, el «hijo de David», el que los cristianos llamamos Mesías («Cristo»), rechazó ser proclamado rey (Jn. 6:15). Para Jesús, el pueblo sobre el que Dios reina no es un estado.
Su elección de los Doce alude al Israel preestatal, anterior a la introducción de la monarquía, como modelo de lo que habría de ser el pueblo restaurado de Dios. Frente a las naciones paganas, caracterizadas por la institución estatal, Jesús propone el modelo de un pueblo sin estado. Si en los estados unos dominan a otros y buscan su legitimidad mediante políticas de bienestar, el pueblo de los seguidores de Jesús se ha de caracterizar por el servicio mutuo: el que quiera ser el primero ha de ser el servidor de todos. De hecho, la única forma posible de que en un grupo humano todos sean reyes, es que al mismo tiempo todos sean siervos (Lc. 22:24–30). Del mismo modo, una característica de todo estado existente es el monopolio de la violencia legítima: el estado combate la violencia por medio de la violencia. Frente a ello, Jesús propone a sus discípulos un comportamiento radicalmente distinto: responder a la violencia con actitudes inesperadas, que no devuelven mal por mal, sino que dejan al agresor la posibilidad de reflexionar y convertirse. Mientras que los estados son «vengadores», los discípulos de Jesús no devuelven mal por mal, y aman incluso a sus enemigos (Mt. 5:38–48; cf. Ro. 12:17–13:14). La paz de Jesús no es solo el perdón de los pecados; la paz de Jesús es un nuevo modo de vivir en la tierra. Como Gandhi tuvo que recordar a los súbditos de su majestad británica: los cristianos parecen ser los únicos que no se han enterado de que Jesús era no-violento.
IX. REINADO HUMANO. El reinado compartido, el reinado de paz, siendo el reinado de Dios, es también un reinado humano. Es significativo que en los momentos decisivos, cuando Jesús es confrontado con su identidad mesiánica, sin negar necesariamente su condición de Mesías, sustituye este título por el de «Hijo del Hombre» (Mc. 8:27–31; 14:61–62). El hecho de que el título de «Hijo del Hombre» se conservara en el cristianismo primitivo, apareciendo sin embargo casi siempre como una expresión utilizada por el mismo Jesús, indica no solo la autenticidad de la expresión, sino también el hecho probable de que Jesús no la utilizó simplemente como un sustituto del pronombre personal «yo». Tiene una profunda intención teológica, cuyas claves están en el capítulo séptimo del libro de Daniel. Allí la historia humana es presentada como una sucesión de imperios bestiales, que se representan a sí mismos, como hacen todos los imperios, mediante animales de presa. No obstante, al final de los tiempos, Dios, el «Anciano de Días», introduce un cambio en la historia. Los imperios bestiales son sustituidos por el reinado de un «Hijo de Hombre». El «Hijo del Hombre» significa, frente a los reinados bestiales, un reinado humano. Significativamente, ese reinado no solo es entregado a esa figura humana individual, sino a todo «el pueblo de los santos del Altísimo» (Dn. 7).
Es importante observar que, en los Evangelios, la expresión «reinado de Dios» no aparece junto a la del «Hijo del Hombre», aunque sí se habla del reinado del Hijo del Hombre (Mt. 13:41; 16:28). Lo que hemos visto hasta aquí nos permite entender que, para Jesús, la expresión «Hijo del Hombre» fue especialmente útil para hablar del reinado de Dios. Por una parte, le servía para señalar que se trataba, como vimos, de un reinado compartido por los hijos de Dios, esto es, por el pueblo de los santos del Altísimo. Por otra, para establecer un contraste entre los estados e imperios paganos y su propia concepción no estatal y pacífica del reinado de Dios. Y, al mismo tiempo, la expresión le servía, en el lenguaje coloquial de su tiempo, para referirse a sí mismo y a su función decisiva en el reinado de Dios, sin asumir las connotaciones violentas, intermediadoras y estatales que se podían asociar al título de «Mesías». Y, sin embargo, el reinado del Hijo del Hombre no es distinto del reinado de Dios, el «Anciano de Días». Es muy significativo el hecho de que incluso en lo que a veces se consideran estratos muy antiguos de la tradición sobre Jesús (atribuidos a la «fuente Q»), este aparezca haciendo las funciones propias de un Dios que, como Rey, reúne a su pueblo (Lc. 13:34; Mt. 23:37). Jesús, no queriendo hacer suyas las funciones propias de un Mesías estatal, encarna no obstante en su propia vida el reinar de Dios.
X. REINADO PRESENTE Y FUTURO. No es extraño que los dichos sobre el «Hijo del Hombre» apunten a veces directamente a Jesús, el que los pronuncia, mientras que otras veces se dirijan hacia el futuro. No se trata, como en ocasiones se ha pensado, de que Jesús esté aludiendo a otra persona distinta de sí. Lo que sucede es que el «Hijo del Hombre» es para Jesús un modo de hablar, no solo de sí mismo, sino también del reinado de Dios. Y el reinado de Dios tiene una dimensión presente y también una dimensión futura (Mt. 13:24, 31, 33). En la historia de la exégesis y de la teología ha habido a veces intentos de contraponer ambas dimensiones, atribuyendo una a Jesús y otra a la comunidad primitiva. Sin embargo, ambos aspectos no se pueden separar. El reinado de Dios tiene una dimensión futura porque, como tal, establece un contraste con los reinos bestiales de este mundo, lo que inevitablemente lleva a una concepción de la historia donde esos reinados van a terminar siendo anulados (Mc. 13; 1 Cor. 15). Sin esa dimensión futura, el reinado de Dios se convertiría en un proceso meramente individual, sin las dimensiones históricas que tiene desde sus inicios. Por otra parte, la afirmación de una dimensión presente del reinado de Dios es lo más característico del mensaje de Jesús, precisamente porque entiende que ya en su propio ministerio está irrumpiendo gratuitamente, como regalo inmerecido de Dios a su pueblo (Lc. 11:20; Mt. 12:28).
La unidad entre las dos dimensiones, presente y futura, del reinado de Dios, es esencial para entender la ética de Jesús. Cuando, por ejemplo, Jesús propone la no-violencia y el amor a los enemigos, no está diseñando la forma de vida propia de los monjes (como creyeron los medievales), ni está exagerando la Ley para que nos demos cuenta de que no la podemos cumplir (como interpretó Lutero), ni está proponiendo una moral provisional debido a su errónea creencia de que el reinado de Dios llegaría pronto (como pensaron los modernos). Lo que está planteando Jesús es algo radicalmente distinto. Lo que sucede es que, si el reinado de Dios está ya presente en medio de los discípulos (Lc. 17:21), el pueblo de Dios, el pueblo mesiánico, el pueblo cristiano, ha de vivir ya desde ahora, con la gracia de Dios, la forma de vida propia de los últimos tiempos. Si Dios ya reina, sus hijos pueden reflejar ya el carácter de su Padre, que ama a justos e injustos (Mt. 5:45). No se trata de una moral provisional, sino de todo lo contrario: lo que Jesús propone es asumir, desde ahora y desde abajo, pero para siempre, el comportamiento propio de los hijos de Dios. Si esperáramos para ser pacíficos a que todos fueran pacíficos, nunca nadie sería pacífico. Si esperáramos para ser justos a que todos fueran justos, nunca existiría sobre la tierra el testimonio vivo de que otro mundo es posible, por la gracia de Dios. Vivir el futuro desde ahora es la responsabilidad esencial del pueblo de Dios.
XI. REINADO SEGUIDO Y PERSEGUIDO. De este modo, el reinado de Dios representa para Jesús la clave de la historia humana, el diseño de Dios para todos los pueblos y, al mismo tiempo una realidad presente. Ello explica que el reinado de Dios sea como una perla preciosa por lo cual se dejan todas las demás cosas, o como un tesoro escondido por el cual merece la pena venderlo todo (Mt. 13:44–52). El reinado de Dios es aquello que no se busca en función de otra cosa, sino por sí mismo. Es el valor supremo, frente al cual todos las demás cosas son meras añadiduras (Mt. 6:33). En realidad, el valor absoluto del reinado de Dios está ligado al valor absoluto del mismo Jesús, que llama a seguirle radicalmente, dejando todo lo demás, por valioso que sea. El reinado de Dios está tan intrínsecamente vinculado al ministerio y a la persona de Jesús, que acercarse a Jesús como un niño es al mismo tiempo entrar en el reinado de Dios (Mc. 10:14). Y, sin embargo, el reinado de Dios es al mismo tiempo un reinado sometido a persecución. Si en la historia humana aparece aquello que representa la alternativa divina a todos los reinos de este mundo, nada hay de extraño en que el reinado de Dios sufra violencia, y que los violentos traten de arrebatarlo (Mt. 11:12). El seguimiento de Jesús está unido a la disponibilidad de cargar con la cruz. No hay auténtico discipulado, ni auténtica Iglesia, sin persecución.
En la cruz de Jesús el enfrentamiento entre el reinado de Dios y los poderes de este mundo llega a su culminación (1 Cor. 2:8). Allí se manifiesta plenamente la justicia de Dios. No se trata de la justicia entendida como retribución, según el modelo de la filosofía griega. La justicia de Dios, desde el punto de vista bíblico, es su fidelidad al pacto, su fidelidad al pueblo de Dios, su fidelidad a sus promesas, incluso allí donde el rechazo a Dios alcanza su máxima expresión. En la cruz, Dios no se manifiesta como «aquel que tenía que matar a alguien -sea quien fuera- para realizar su justicia». En la cruz, Dios se revela más bien como aquel que, en el máximo enfrentamiento con el pecado humano, está dispuesto a cargar con ese pecado, sufriéndolo en sí mismo, y perdonando a los verdugos. El mensaje de Jesús sobre el perdón, sobre la anulación recíproca de las deudas, sobre la superación de las dinámicas meritorias y retributivas, se muestra definitivamente en la cruz. La justicia de Dios, lejos de ser una necesidad interna de retribuir, es su fidelidad al pacto, revelada de modo inquebrantable en el sacrificio de la cruz. Ahora bien, cuando afirmamos esto, presuponemos que Dios mismo estaba en la cruz de Cristo, reconciliando el mundo consigo (2 Cor. 5:19). ¿De dónde arranca esta afirmación cristiana? La respuesta está en el reinado de Dios.
XII. EL REINADO DEL MESÍAS. En el cristianismo primitivo, la resurrección de Jesús fue interpretada como una entronización mesiánica. Lo que a lo largo del ministerio de Jesús no había sido completamente clarificado, es proclamado tras la Pascua como el fundamento de una nueva relación con Dios. El que no había sido entronizado en Jerusalén, en continuidad con la dinastía davídica, habría sido en cambio entronizado «a la diestra del Padre» (Ro. 8:34). ¿Qué significa esto? Ciertamente, el cristianismo primitivo tenía la posibilidad de haber pensado la posición del Mesías resucitado como algo semejante a un ángel. Fue precisamente la vía por la que transcurrió una corriente del llamado «judeocristianismo». Sin embargo, curiosamente, este modo de pensar al Mesías hubiera tenido como resultado la idea de un ser intermedio, el Mesías angélico, ejerciendo el reinado de Dios en lugar de Dios. Y con ello, el cristianismo primitivo no hubiera sido fiel a la comprensión del reinado de Dios presente en la Biblia hebrea y en el mismo Jesús, que consiste justamente en afirmar que Dios ejerce su reinado directamente, sin intermediarios. Por eso, en realidad, solamente la identificación del Mesías con Dios mismo permite entender a Jesús como Mesías, como Rey de su pueblo, sin por ello dejar de afirmar que ese reinado es el reinado del mismo Dios (Heb. 1). El Padre y Jesús comparten un mismo acto, el acto de reinar. De ahí la imagen de un trono compartido (Ap. 22:1–3). La identidad de acto, como la forma primigenia de identidad personal, está en la raíz del desarrollo de una «cristología alta» en ambiente judío, y en un período muy corto de tiempo.
Desde este punto de vista, el reinado de Dios, como reinado del Mesías, cierra un ciclo abierto por las primeras imágenes del reinado de Dios en la Biblia hebrea. El carácter exclusivo del reinado de Dios implicaba, como vimos, la asunción por parte de Dios de los roles de dominación y autoridad (rey, amo, guerrero), algo que continúa en la predicación de Jesús (padre, terrateniente). En las tradiciones hebreas, esto servía para entender el pueblo de Dios como un pueblo de iguales. La identificación de Dios con Jesús asume este proceso, pero ahora muestra en qué consisten verdaderamente tales roles. En Jesús se nos muestra que ser rey consiste en servir, que ser amo consiste en someterse hasta la muerte de cruz, que ser guerrero significa resistir la violencia cargando con el mal, etc., etc. Con Jesús, los roles de dominación son transformados desde dentro, mostrando de una vez por todas quién es verdaderamente Dios. Por esto es esencial para el cristianismo ver la gloria de Dios en el rostro de Jesús (2 Cor. 3:7, 18; 4:3; Jn. 14:9).
Y por eso también resulta indispensable no contraponer, como a veces se ha hecho superficialmente, el anuncio del reinado de Dios por parte de Jesús con la proclamación de Jesús como Mesías, y por tanto como Rey. El reinado de Dios es una línea que atraviesa todas las historias bíblicas, desde el Pentateuco hasta el Apocalipsis. Anunciar al Mesías (¡anunciar a Cristo!) no es anunciar un mito persa o una cifra religiosa, sino anunciar el reinado del mismo Dios de Abraham y de Moisés. Si Jesús es el Mesías, Jesús reina. Si Dios se identificó con Jesús, el que reina es Dios. Se trata de un solo y único reinado, de una sola actividad, de un solo acto infinito. En esa historia humana y teológica, las imágenes del reinado de Dios se van transformando, pero al mismo tiempo hay una profunda continuidad. Solamente cuando se descubre el reinado de Dios en la historia del crucificado y resucitado, se puede entender toda la profundidad teológica, todo el potencial crítico, y todo el caudal de esperanza que se esconde en ese concepto bíblico. Esto sirve también para entender la relación dialéctica entre la Iglesia y el reinado de Dios. Contra todo triunfalismo eclesiástico hay que señalar que el reinado de Dios sigue siendo de Dios y de su Mesías, y que la asamblea del pueblo de Dios no se puede confundir con Dios mismo, y con su esencial acción de reinar. Pero al mismo tiempo, contra todo el pesimismo eclesiástico de los teólogos presuntamente «progresistas», es necesario afirmar que el reinado de Dios, desde sus orígenes, requiere un pueblo que, desde su fragilidad, sea un testimonio de la alteridad, de la humanidad, de la grandeza, de la humildad, y de la buena noticia de su Rey. Véase MESÍAS.