Pablo

Gr. 3972 Paûlos, Παῦλος, del lat. Paulus, «pequeño», nombre muy común entre los romanos, que designa especialmente al Apóstol de los gentiles.
1. Origen y familia.
2. Formación moral e intelectual.
3. Saulo el perseguidor.
4. Conversión repentina.
5. Inicio en la vida cristiana.
6. Estancia en Tarso y Antioquía de Siria.
7. Primer viaje misionero.
8. Conflicto con los cristianos judaizantes.
9. Segundo viaje misionero.
10. Tercer viaje misionero.
11. Pablo en Jerusalén.
12. Viaje a Roma.
13. Años finales.
14. Detención y martirio.
15. Personalidad, obra y teología de Pablo.
16. Cronología.
I. ORIGEN Y FAMILIA. Todo lo que sabemos de su vida procede de las noticias fragmentarias que él mismo da en sus cartas respecto a su origen, conversión y labores misioneras; y de los Hechos de los Apóstoles, donde figura como protagonista a partir del capítulo 13 hasta el final del mismo. Su nombre judío era Saulo (heb. Shaúl, שָׁאוּל, gr. Saúlos, Σαύλος). A partir de la conversión de Sergio Paulo, procónsul de Chipre, Saulo recibe en Hechos el nombre de Pablo (cf. Hch. 13:9). En sus epístolas, el apóstol siempre se designa a sí mismo como Pablo, y así se lo llama en 2 Pd. 3:15. Algunos han supuesto que eligió el nombre de Pablo debido a la conversión del procónsul. Se trata de una afirmación muy poco probable; no tiene en cuenta la manera en que Lucas introduce en los Hechos el nombre romano del Apóstol; de hecho, lo emplea a partir del instante en que da comienzo entre los gentiles la obra de aquel a quien ellos conocían como Pablo, nombre común entre griegos y romanos, de sonido semejante a Saulo. Lo más plausible es que ya desde el principio Pablo hubiera tenido ambos nombres, Saulo, como judío, y Pablo, como ciudadano romano. Este era el caso de muchos otros judíos, especialmente entre los de la Diáspora (Hch. 9:11; 21:39; 22:3).
Nativo de > Tarso, ciudad de Cilicia (Hch. 22:3, etc.), era miembro de la tribu de Benjamín (Fil. 3:5). No se conoce con certeza la razón de que su familia se estableciera en aquella ciudad. Una tradición muy antigua informa que salieron de Giscala, en Galilea, cuando los romanos se apoderaron de esta ciudad. Entra dentro de lo posible que en tiempos anteriores esta familia hubiera formado parte de una colonia que alguno de los reyes sirios estableciera en Tarso. Es posible también que emigraran voluntariamente, por necesidades comerciales, como era el caso de muchas otras familias judías. Los parientes de Pablo parecen haber sido numerosos e influyentes. En su carta a los Romanos, hace saludar a tres de ellos (syngeneîs mu, συγγενεῖς μου): Andrónico, Junias y Herodión, muy estimados entre los apóstoles, y cristianos antes que él (Ro. 16:7, 11). No se sabe si hace referencia a lazos de sangre o de tribu. En Hch. 23:16 se nos informa que el hijo de la hermana de Pablo (que parecía residir en Jerusalén, posiblemente con su madre), denunció ante el tribuno el complot tramado contra su tío. Este episodio permite suponer que el joven estaba emparentado con alguna de las familias implicadas. Lo importante del papel de Pablo, a pesar de su juventud, durante el martirio de Esteban, apoya esta suposición. Es indudable que era ya miembro del sanedrín (Hch. 26:10), y el sumo sacerdote le encomendó la misión de que persiguiera a los cristianos (Hch. 9:1, 2; 22:5). Las mismas palabras del Apóstol (Fil. 3:4–7) prueban que, al ser un personaje importante, y teniendo en el comienzo mismo de su carrera la perspectiva de honores y fortuna, no pertenecía precisamente a una familia oscura. Criado en la obediencia a la Ley y en la piedad judía tradicional, por cuanto su padre era un fariseo estricto (Hch. 23:6), poseía también por nacimiento la ciudadanía romana. No se sabe en virtud de qué fue concedido este derecho a uno de sus ascendientes, si como recompensa por servicios prestados al Estado, o como privilegio adquirido mediante el pago de una gran suma de dinero. Es posible que ello explique el nombre latino de Pablo. En todo caso, su condición de ciudadano romano le fue de utilidad en su apostolado y le salvó la vida en más de una ocasión.
II. FORMACIÓN MORAL E INTELECTUAL. Tarso, urbs libera creada por Augusto (Dión Crisóstomo 2, 36; Plinio, Hist. Nat. 5, 27), era una de las capitales intelectuales de la época, un foco de cultura griega que rivalizaba con Atenas y Alejandría (Estrabón, Geog. 14, 5). Estaba entonces de moda la filosofía estoica. Sin embargo, es poco probable que Pablo acudiera a escuelas griegas, aunque el ambiente de la ciudad debió ejercer una poderosa influencia en el, sin duda, intelectualmente inquieto judío. Hijo de un fariseo, su destino estaba fijado desde la infancia: iba a convertirse en un maestro de la ley judía, en la que, con toda probabilidad, sería instruido detalladamente desde temprana edad, al tiempo que aprendería el oficio familiar de fabricar tiendas o curtir cuero (skenopoiós, σκηνοποιός), ya que era recomendado por los rabinos practicar un oficio manual juntamente con la dedicación al estudio y enseñanza de la Ley, no por motivos meramente utilitarios, sino éticos (Hch. 17:3; 20:34; 1 Cor. 4:12, etc.). Hablando en su defensa ante sus connacionales, dice que había sido «criado», gr. anatethrammenos, ἀνατεθραμμένος, en Jerusalén (Hch. 22:3). Entonces, tuvo que ser muy joven cuando sus padres lo enviaron de Tarso a la Ciudad Santa, quizá entre doce o quince años; hablaba griego y conocía la versión griega de las Escrituras. La educación recibida en Jerusalén lo arraigó profundamente en las tradiciones del fariseísmo. Fue instruido en el conocimiento preciso de la Ley de sus padres (cf. Hch. 22:3). Su maestro fue uno de los más célebres rabinos de su época, > Gamaliel, un hombre de carácter moderado y bondadoso, sin tintes de fanatismo. Un discurso de Gamaliel convenció al sanedrín a no condenar a muerte a los apóstoles (Hch. 5:34–39). Aunque era fariseo, el gran rabino no rechazaba del todo la cultura griega, y mostraba un espíritu tolerante, con todo, su enseñanza era de las más estrictas entre los fariseos, lo que explicaría el celo perseguidor de Pablo contra los cristianos. A sus pies, el joven Saulo no estudió solamente el AT, sino también las sutilezas de las interpretaciones rabínicas.
III. SAULO EL PERSEGUIDOR. Pablo es mencionado en la historia sagrada en relación con la muerte de > Esteban, y es descrito como un hombre «joven», gr. neanías, νεανίας (Hch. 7:58), término ambiguo indicar una edad comprendida entre los veinticinco y los cuarenta años. A Saulo se le encargó que guardara las ropas del mártir (Hch. 7:58). Si su papel no tuvo un carácter oficial, el relato implica, no obstante, que el joven participó en el deliberado propósito de llevar a cabo aquella muerte (Hch. 8:1). Fue seguramente uno de los judíos helenistas mencionados en Hch. 6:9–14 como instigadores del martirio. Es evidente que ya aborrecía entonces a los adeptos de aquella nueva secta, menospreciaba a su Mesías, y los estimaba peligrosos tanto en el plano político como en el religioso. Lleno de un fanatismo firme y acerbo, estaba dispuesto a llevarlos a todos a la muerte. Acto seguido, después de la muerte de Esteban, Saulo organizó la persecución contra los cristianos, «casa por casa», katá tus oíkus, κατὰ τοὺς οἴκους (Hch. 8:3; 22:4; 26:10, 11; 1 Cor. 15:9; Gal. 1:13; Fil. 3; 1 Ti. 1:13). Su conciencia ofuscada lo llevó a actuar con el encarnizamiento de un inquisidor. No contento con actuar en la Ciudad Santa, pidió cartas del sumo sacerdote para las sinagogas de Damasco, a fin de llevar presos a Jerusalén a los cristianos de origen judío cargados de cadenas (Hch. 9:1, 2). Pese a la ocupación romana, los judíos tenían una gran autonomía en sus asuntos internos. En Damasco, que estaba bajo el control de Aretas, rey de los nabateos, el gobernador era particularmente favorable hacia los judíos (Hch. 9:23, 24; 2 Cor. 11:32); así, es totalmente plausible la intervención de Pablo en esta ciudad. El testimonio formal de Lucas, corroborado por el propio Pablo, revela que este, hasta el mismo momento de su conversión, aborrecía a los cristianos y creía estar sirviendo a Dios al perseguirlos.
IV. CONVERSIÓN REPENTINA. En Hechos se dan tres relatos de esta conversión: el de Lucas (Hch. 9:3–22), el de Pablo a los judíos (Hch. 22:1–16), y por último su testimonio ante Festo y Agripa (Hch. 26:1–20). No se trata de simples repeticiones; cada uno destaca detalles que no aparecen en los otros, conforme al propósito de cada ocasión. No hay contradicción entre ellos, sino que el narrador persigue en cada caso un objetivo diferente. En las epístolas, Pablo hace frecuente alusión a su conversión, que atribuye a la gracia y al poder de Dios (1 Cor. 9:1, 16; 15:8–10; Gal. 1:12–16; Ef. 3:1–8; Fil. 3:5–7; 1 Ti. 1:12–16; 2 Ti. 1:9–11).
El perseguidor y sus compañeros siguieron, probablemente a caballo, el camino que iba de Galilea a Damasco a través de regiones desérticas. Hacia el mediodía llegarían a las bellas campiñas irrigadas que rodeaban Damasco; el sol estaba en su cenit (Hch. 26:13). Repentinamente, apareció en el cielo una luz fulgurante, que empalideció la del sol, y los viajeros cayeron al suelo (Hch. 26:14). Pablo se quedó postrado, al parecer, en tanto que sus compañeros se levantaban (Hch. 9:7). Una voz dijo en hebreo desde aquel resplandor: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dura cosa te es dar coces contra el aguijón» (Hch. 26:14). Saulo le dijo: «¿Quién eres, Señor? Y el Señor dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch. 26:15). «Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer» (Hch. 9:6; 22:10). Los compañeros de Pablo oyeron algo (Hch. 9:7), pero solo él entendió lo que la voz decía (Hch. 22:9). La única mención a este evento en las epístolas se encuentra en 1 Cor. 15:8. La luz dejó ciego a Pablo. Así, entró en Damasco conducido por la mano, y fue llevado a la casa de un cierto Judas (Hch. 9:11), donde estuvo tres días sin ver y sin comer ni beber. Estuvo orando (Hch. 9:9, 11), tratando de comprender el significado de lo que le había sucedido; podemos adivinar que llegó a una conclusión semejante a la que cuenta en Gal. 1:15–16: «Dios, quien me apartó desde el vientre de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar a su Hijo en mí» (apokalypsai ton huión autû en emoí, ἀποκαλύψαι τὸν υἱὸν αὐτοῦ ἐν ἐμοί). La manifestación del Hijo de Dios es claramente el centro de la narración, manifestación que descorrió el velo de la ignorancia y prejuicio que cegaba los ojos de Pablo respecto a un salvador crucificado que triunfa mediante el sacrificio. Esta manifestación o teofanía incluyó tanto elementos visibles, «la luz», como audibles, «la voz», de modo que el Jesús resucitado no solo dirigió la palabra a Saulo, sino que se le apareció «en visión» (Hch. 9:17, 27; 22:14; 26:16; 1 Cor. 9:1). La forma de su aparición no nos ha sido descrita, pero es evidente que fue gloriosa: el fariseo se dio cuenta de que el Crucificado era el Hijo de Dios. Habla de la «visión celestial» (Hch. 26:19), expresión esta que se menciona solo en Lc. 1:22 y 24:23, y que describe una manifestación angélica y sobrenatural. La pretensión de que Pablo fuera el juguete de una ilusión es algo que carece de todo fundamento. Pero tampoco fue la sola aparición de Cristo lo que provocó su conversión. El Apóstol declara que, hasta el momento mismo de su conversión, consideraba que era su deber perseguir a los cristianos para ser leal al judaísmo; afirma que su conversión se debió al poder y a la gracia soberana de Dios, que, sin que él lo supiera, lo había preparado para su tarea futura. Su condición de ciudadano romano, la educación rabínica que había recibido, y sus dotes intelectuales, hacían de él un instrumento cualificado. Se cree, con razón, que Saulo, a pesar de su celo, no había hallado en el judaísmo la paz que su alma necesitaba (Ro. 7:7–25). Lo repentino de su conversión debió hacerle consciente de que la salvación se debe totalmente a la gracia de Dios manifestada en Cristo. Su misma experiencia religiosa contribuyó a hacer de él el gran intérprete del Evangelio, a proclamar que solo por la fe personal en la obra expiatoria de Cristo justifica Dios al pecador.
V. INICIO EN LA VIDA CRISTIANA. Al tercer día, > Ananías, cristiano de origen judío, recibió de parte del Señor la orden de dirigirse a Pablo e imponerle las manos para que recobrara la vista. Ananías dudaba, porque temía al notorio perseguidor. El Señor le dio seguridad, revelándole que Pablo había sido advertido por una visión, y Ananías obedeció. Saulo confesó su fe en el Señor Jesús, recobrando la vista y recibiendo el bautismo. Con su energía característica, y para confusión de los judíos, se puso de inmediato a proclamar en las sinagogas de Damasco que Jesús era el Cristo, el Hijo de Dios (Hch. 9:10–22). Los judíos de la ciudad, apoyados por el gobernador, decidieron eliminar a Saulo (2 Cor. 11:32). Los discípulos le salvaron la vida bajándolo de noche por el muro dentro de una canasta (Hch. 9:23–25; 2 Cor. 11:33). En lugar de volver a Jerusalén, se dirigió a Arabia, y volvió después a Damasco (Gal. 1:17). Se desconoce el lugar de Arabia en el que estuvo o el tiempo que se quedó allí, o lo que hiciera; lo más probable es que se diera a la meditación y a la oración en soledad. Tres años después de su conversión, fue de Damasco a Jerusalén para conocer a Pedro (cf. Gal. 1:18). Estuvo solamente quince días en la Ciudad Santa y no vio a ningún otro apóstol, excepto a Jacobo, el hermano del Señor (Gal. 1:19). Lucas ofrece algunos detalles suplementarios (Hch. 9:26–29). Los cristianos de Jerusalén tenían miedo de Pablo, y no creían que se hubiera convertido en discípulo de Cristo. Pero Bernabé, con la generosidad que le caracterizaba, presentó a Pablo a los apóstoles, y les relató su conversión y los sufrimientos que había tenido que sufrir a causa de su cambio radical. El antiguo perseguidor anunciaba enérgicamente el Evangelio y quería convencer a los judíos helenistas, sus amigos de otros días (Hch. 9:26–29), que intentaron darle muerte. Por esta razón, los discípulos enviaron a Pablo a Cesarea, desde donde se dirigió a Tarso (Hch. 9:29, 30; Gal. 1:21). El Señor se le apareció en el Templo de Jerusalén y le reveló que su apostolado iba a tener lugar entre los paganos (Hch. 22:17–21). Hay exegetas que han pretendido que los pasajes de Hechos que relatan esta visita a Jerusalén no concuerdan con los de la Epístola a los Gálatas. Sin embargo, es fácil ver la armonía de ambos relatos. Es muy probable que Saulo, queriendo trabajar de acuerdo con los Doce, visitara a Pedro, que tenía un lugar prominente. La desconfianza de los cristianos de Jerusalén con respecto al antiguo fariseo era bien natural; y el gesto de Bernabé, judío helenista como Pablo, está muy de acuerdo con su actitud posterior. Por otra parte, dos semanas transcurridas en Jerusalén fueron suficientes para el desarrollo de los sucesos relatados en Hechos. La orden de partir que le dio el Señor a Saulo confirma la brevedad de esta visita (Hch. 22:18). El pasaje de Lucas donde se dice que Bernabé «lo trajo a los apóstoles», no contradice en absoluto la afirmación de Gal. 1:18, 19, según la cual Saulo solo vio a Pedro y a Santiago. Estas dos personas (el segundo recibe asimismo el nombre de «columna» Gal. 2:9) representaban en esta ocasión a todo el colegio apostólico. Este es el significado de la afirmación de Lucas en Hechos. En todo caso, Saulo y los dirigentes de la Iglesia de Jerusalén comprendieron entonces con claridad que Cristo destinaba al nuevo discípulo a ser el Apóstol de los gentiles. No parece que en este momento nadie se preocupara de la actitud que tomarían los convertidos provenientes del paganismo hacia la Ley de Moisés. Ni tampoco nadie podía suponer la importancia que tendría la misión de Pablo, pero reconocieron el mandato que le había sido dado. Conscientes de que su vida peligraba, lo enviaron a Tarso (Hch. 9:30).
VI. ESTANCIA EN TARSO Y ANTIOQUÍA DE SIRIA. Son escasos los datos acerca del comienzo de este período. Es probable que la estancia de Saulo en Tarso durara de 6 a 7 años. Es indudable que el nuevo testigo llevó a cabo una obra misionera y que fundó las iglesias de Cilicia, mencionadas de manera incidental en Hch. 15:41. En Tarso seguramente se encontró frente a diversas corrientes intelectuales; ya se ha mencionado que la ciudad era un foco de filosofía estoica. El encuentro del Apóstol con los epicúreos y los estoicos en Atenas evidencia que conocía bien los sistemas de ambas escuelas (Hch. 17:18–19). Al anunciar el Evangelio en Tarso, es indudable que Pablo se atendría a lo que el Señor le había mostrado acerca del carácter de su ministerio. Algunos cristianos de origen judeohelenístico, que habían sido ahuyentados de Jerusalén por la persecución que siguió al martirio de Esteban, llegaron a > Antioquía de Siria, sobre el Orontes, al norte del Líbano. El gobernador romano de la provincia de Siria vivía entonces en esta ciudad, que había sido anteriormente la capital del reino Seléucida y contaba con más de medio millón de habitantes. Era una de las principales ciudades del Imperio, y un centro comercial con una población muy mezclada, que ejercía una poderosa influencia. Ubicada cerca de Palestina y a las puertas del Asia Menor, manteniendo relaciones comerciales y políticas con todo el resto del Imperio, constituía la plataforma desde donde la nueva fe, destinada a separarse del judaísmo, debía partir hacia todo el mundo. Los cristianos refugiados en Antioquía anunciaron el Evangelio «a los griegos» (Hch. 11:20). Hubo numerosas conversiones. Y así es como nació una iglesia de cristianos salidos del paganismo. Cuando la Iglesia de Jerusalén lo supo, enviaron a Bernabé a Antioquía. Con una hermosa grandeza de visión, se dio cuenta de que el Señor estaba otorgando su bendición a la Iglesia en aquella ciudad, aunque sus miembros no estuvieran circuncidados. Después, discerniendo indudablemente que el propósito de Dios era que Pablo fuera a Antioquía, fue a Tarso a buscar al antiguo perseguidor y lo llevó allí, donde trabajó un año con él (Hch. 11:21–26). Es Antioquía los discípulos recibieron por vez primera el nombre de «cristianos», lo que demuestra el carácter no judío de esta comunidad. La aparición de una congregación cristiana surgida del paganismo marca una gran etapa en la historia de la Iglesia: sería el punto de partida de la misión de Pablo al mundo pagano.
Un profeta de Jerusalén, > Agabo, predijo a la asamblea que habría un período de hambruna (Hch. 11:27, 28). Los hermanos de Antioquía decidieron ayudar a los cristianos de Judea. Este testimonio de solidaridad demuestra que aquellos gentiles se sentían obligados hacia los que les habían transmitido la nueva fe. Su gesto revela asimismo que el Evangelio había destruido ya en sus comienzos las barreras de razas y de clases. Bernabé y Saulo llevaron a los ancianos de la Iglesia de Jerusalén las dádivas de los cristianos de Antioquía para los de Judea (Hch. 11:29, 30). Esta visita de Saulo a Jerusalén se sitúa probablemente alrededor del año 44 d.C., o algo después. La carta a los Gálatas no la menciona, indudablemente porque Pablo no se encontró entonces con ninguno de los apóstoles. Hay exegetas que han tratado de identificar esta visita con la referida en Gal. 2:1–10, pero es evidente que este pasaje se refiere a otro viaje, posterior a la discusión acerca de la circuncisión de los gentiles. Y Lucas sitúa el inicio de esta controversia (Hch. 15:1, 2) en una época posterior al año 44. Pablo, al escribir a los gálatas, sumariza las ocasiones en las que presentó su Evangelio ante los apóstoles que habían sido antes que él y que lo aprobaron. Según Lucas (Hch. 11:30), Pablo solo se encontró en esta ocasión con los ancianos de la Iglesia de Jerusalén, y se limitó a entregarles los fondos. El argumento de Pablo en Gal. 2:1–10 no exige la mención de una simple visita de caridad. Él y Bernabé se volvieron a Antioquía junto con Juan, de sobrenombre Marcos (Hch. 12:25).
VII. PRIMER VIAJE MISIONERO. El Espíritu Santo reveló a los profetas de la Iglesia de Antioquía que Pablo debía emprender un apostolado itinerante (Hch. 13:1–3); les ordenó asimismo que pusieran aparte a Bernabé y a Pablo para la obra a la que Dios los había llamado. Se desconoce la fecha precisa de este viaje, aunque se lo sitúa entre los años 45 y 50 d.C.; es posible que tuviera lugar entre el 46 y el 48. Tampoco se sabe cuánto tiempo duró. Bernabé, que era mayor, dirigía la misión, pero Pablo, más elocuente, destacó muy pronto; Juan Marcos los acompañaba. El pequeño grupo se dirigió de Antioquía a Seleucia, en la desembocadura del Orontes. De allí se embarcaron hacia Chipre, país de origen de Bernabé. Los tres misioneros desembarcaron en Salamina, sobre la costa oriental de Chipre, y empezaron a predicar el Evangelio en las sinagogas. Así atravesaron toda la isla, llegando al puerto de Pafos, en el suroeste. Sergio Paulo, el procónsul romano, residía en esta ciudad; interesándose en conocer el Evangelio, intentó oponerse a ello un falso profeta judío, Bar-jesús, que tenía por sobrenombre Elimas (el mago), y que gozaba del favor del procónsul. La vehemencia de su oposición a la Palabra de Dios indignó a Pablo, que apostrofó al mago, anunciándole que el Señor lo heriría de ceguera. Testigo de esta intervención divina, y atento a las enseñanzas de los misioneros, abrazó de corazón la fe cristiana (Hch. 13:6–12).
El grupo, dirigido ahora por Pablo (cf. Hch. 13:13), se embarcó hacia el Asia Menor, llegando a Perge, en Panfilia. Allí es donde Juan Marcos rehusó proseguir el viaje, volviéndose a Jerusalén. Se desconocen sus motivos. No parece que Pablo y Bernabé se quedaran en Perge; dirigiéndose al norte, entraron en Frigia, llegando a Antioquía de Pisidia, capital de la provincia romana de Galacia. Los misioneros acudieron a la sinagoga, donde los principales les invitaron a hablar. Entonces Pablo pronunció el gran discurso registrado en Hch. 13:16–41. Después de afirmar que Dios había conducido a Israel y que lo había preparado para recibir al Mesías, recordó el testimonio dado por Juan el Bautista y el rechazo de Jesús por parte de las autoridades judías. Dijo el Apóstol que Dios había resucitado a Jesús, en quien se cumplían todas las antiguas promesas hechas a Israel, añadiendo que solo la fe en el Nazareno justifica al pecador; exhortó a continuación a los judíos a que no asumieran la misma actitud que los príncipes homicidas de Jerusalén. Este discurso suscitó la hostilidad de los notables de la sinagoga, pero convenció a muchos de los israelitas piadosos, y especialmente a muchos de los gentiles que habían recibido la influencia del judaísmo. Estos prosélitos permitieron que Pablo hallara en todas partes el nexo entre la sinagoga y el mundo gentil. El sábado siguiente, los misioneros, injuriados, rompieron el contacto con la sinagoga, y se dirigieron directamente a los gentiles.
El Evangelio se expandió por todo el país, pero las autoridades de Antioquía de Pisidia, alertadas por los judíos, expulsaron a Pablo y Bernabé (Hch. 13:50). Se dirigieron entonces a Iconio, ciudad frigia, donde hubo numerosas conversiones de judíos y gentiles (Hch. 13:51–14:1). Los judíos que mantenían una postura de hostilidad, sublevaron a una parte de la ciudad contra los misioneros, que partieron hacia Listra, y después a Derbe, ciudades importantes de Licaonia (Hch. 14:2–6). En Listra, Pablo curó milagrosamente a un hombre paralítico de nacimiento. La multitud, que creía que se trataba de los dioses Júpiter y Mercurio, les quería ofrecer sacrificios. Bernabé y Pablo se opusieron a ello, y este pronunció su discurso contra la idolatría, resumido en los versículos 15–18, el segundo de los sermones del Apóstol que nos refiere Lucas. La conversión de Timoteo se produjo indudablemente en Listra (cf. Hch. 16:1; 2 Ti. 1:2; 3:11). Los judíos de Antioquía y de Iconio amotinaron entonces al populacho. Pablo fue lapidado, sacado de la ciudad y dado por muerto (Hch. 14:19). Sin embargo, Dios lo reanimó, y se dirigió con Bernabé a Derbe, posiblemente sobre el limite suroriental de la provincia de Galacia (Hch. 14:20).
Al llegar a Cilicia por las montañas, los misioneros hubieran podido dirigirse a Tarso y llegar directamente a Antioquía de Siria, después de haber hecho un itinerario circular. Pero deseaban confirmar a las nuevas iglesias antes de volver a Antioquía de Siria. Así, volvieron de Derbe a Listra, a Iconio, a Antioquía de Pisidia, y a Perge, consolidando las congregaciones y confirmando los ánimos de los discípulos. Se detuvieron en Perge para predicar, lo que probablemente no habían hecho en su anterior viaje. A continuación, descendieron a Atalía, puerto de Perge, y allí embarcaron rumbo a Antioquía de Siria (Hch. 14:21–26). Así finalizó el primer viaje misionero de Pablo, en el que había recorrido los centros inmediatamente al oeste de aquellos en los que el Evangelio estaba ya implantado. El método del Apóstol consistía en presentar el Evangelio en primer lugar a los judíos, y después a los paganos. Descubrió que el judaísmo había influido ya en un gran número de gentiles, que estaban preparados para aceptar el mensaje de Cristo. En este método se hallaba también la fundación de iglesias en las principales ciudades, a las que era fácil el acceso gracias a las excelentes calzadas que el Imperio romano había hecho construir para unir entre sí las diversas guarniciones militares. La lengua griega se extendía por todas partes. Así es como Dios había abierto el camino al heraldo del Evangelio.
VIII. CONFLICTO CON LOS CRISTIANOS JUDAIZANTES. El éxito de la obra de Pablo entre los gentiles provocó entonces un conflicto en el seno de la Iglesia. Ciertos cristianos de origen judío, todavía aferrados a la Ley de Moisés, fueron de Jerusalén a Antioquía con el fin de anunciar a los convertidos salidos de la gentilidad que la salvación dependía de la circuncisión (Hch. 15:1). Algunos años atrás, Dios se había servido de Pedro para revelar a la Iglesia que no tenían que obligar a los discípulos de origen gentil a observar la Ley mosaica (Hch. 10:1–11:18). Pero los cristianos judaizantes, en su mayor parte fariseos convertidos (Hch. 15:5), no siguieron las instrucciones de Pedro. Cuando la Iglesia de Antioquía vio lo que estos enseñaban, envió a Pablo, Bernabé y otros hermanos a Jerusalén, a fin de que sometieran la cuestión a los apóstoles y ancianos (Hch. 15; Gal. 2:1–10; estos dos relatos concuerdan totalmente, a pesar de la diferencia de perspectiva entre ambos redactores). A esta reunión se le da el nombre de Concilio de Jerusalén, que debió tener lugar hacia el año 48 o 49 d.C.
Pablo dice que se puso en marcha después de una revelación directa de Dios (kat’apokálypsin, κατʼ ἀποκάλυψιν, Gal. 2:2). Estaba en juego el porvenir del testimonio cristiano. Triunfaron la fidelidad a la doctrina cristiana y el amor. Pablo y Bernabé expusieron ante la Iglesia de Jerusalén la obra que Dios había llevado a cabo por medio de ellos. Los cristianos judaizantes respondieron insistiendo en la necesidad de la circuncisión y de la Ley de Moisés, lo que obligó a los apóstoles y ancianos a reunirse para estudiar el problema (Hch. 16:6–29). Pedro les recordó que Dios había revelado su voluntad a este respecto cuando Cornelio había sido convertido, y que los mismos judíos no habían podido llevar el yugo de la Ley. Pablo y Bernabé mostraron asimismo cómo Dios había bendecido su obra entre los gentiles. Santiago, el hermano del Señor, declaró que los profetas del AT habían anunciado que los gentiles serían llamados. Se resolvió reconocer como hermanos a los convertidos incircuncisos, liberándolos de la Ley, pero demandándoles sin embargo que respetaran unas prohibiciones necesarias por su universalidad (la idolatría, la ingesta de sangre y comer animales ahogados, prohibiciones impuestas a Noé y su descendencia, cf. Gn. 9:3, 4; y también la fornicación). Estas interdicciones no eran ninguna concesión a los escrúpulos judíos, como algunos expositores han alegado. No tendrían ningún sentido como mera concesión después de haber negado la necesidad de la circuncisión, de importancia capital para ellos. La base sobre la que se dan a los cristianos surgidos de la gentilidad es la de la voluntad expresa de Dios a nivel universal, ya que se trata de «cosas necesarias» (Hch. 15:28, 29).
En la Epístola a los Gálatas, Pablo afirma que la Iglesia de Jerusalén le prestó su apoyo contra los «falsos hermanos», y que Jacobo, Pedro y Juan le dieron la mano de comunión, reconociendo que Dios, que les había dado a ellos el apostolado entre los judíos, había comisionado a Pablo y a Bernabé para que evangelizaran a los gentiles. Así, Pablo quedó en comunión con los apóstoles, y también en libertad para cumplir su misión. Los judaizantes mostraron entonces su encarnizamiento, manifestando más tarde hostilidad e incluso odio contra Pablo, cuya opinión había prevalecido. Los argumentos del antiguo fariseo habían salvaguardado la unidad de la Iglesia y la libertad de los conversos incircuncisos. La decisión emitida daba la exacta relación de los cristianos de origen gentil con la Ley, que quedaban libres de ella, poniéndolos sin embargo en guardia contra unas prácticas que afectaban a la relación de toda la descendencia de Noé con el Dios único soberano de este mundo, salvaguardando sus derechos sobre sí mismo (no a los dioses falsos), sobre la Creación (permiso a Noé y a su descendencia para comer la carne de los animales, pero no su sangre), y sobre el hombre mismo (el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor).
Sin embargo, la controversia se volvió a desencadenar poco después en Antioquía (Gal. 2:11–21). Pedro, que había llegado a la capital de Siria, participaba al igual que Pablo en las comidas de los creyentes incircuncisos. Después de la llegada de ciertos judíos de Jerusalén, Pedro, e incluso Bernabé, dejaron de comer con los gentiles conversos. Pablo reprendió públicamente a Pedro, y reafirmó los principios doctrinales sobre los que reposaban los derechos de los gentiles en la Iglesia: la salvación solo se obtiene por la fe en Cristo, por cuanto el cristiano, crucificado con Cristo, está muerto a la Ley de Moisés. Al morir, Cristo ha cumplido por su pueblo todas las obligaciones legales. Es suficiente poner la fe en Cristo para venir a ser cristiano; no hay ninguna otra condición que cumplir. Pablo sabía que no se trataba solo de preservar la unidad de la Iglesia, sino de mantener la base fundamental del Evangelio. Al defender el principio de la salvación por la fe y al dar a conocer por todas partes la Buena Nueva, contribuyó más que nadie a imprimir carácter universal al testimonio cristiano.
IX. SEGUNDO VIAJE MISIONERO. Poco después del concilio de Jerusalén, Pablo propuso a Bernabé que lo acompañara en su segundo viaje (Hch. 15:36). Pero, al rehusar Pablo a Juan Marcos como acompañante, Bernabé decidió no ir con él, por lo que Pablo llevó consigo a > Silas. Los misioneros visitaron al principio las iglesias de Siria y Cilicia, y después cruzaron los desfiladeros del Taurus con el fin de visitar las comunidades que Pablo había fundado durante su primer viaje. Llegaron a Derbe, dirigiéndose a continuación a Listra, donde el Apóstol circuncidó a Timoteo, para evitar escandalizar a los judíos, porque este, a quien quería llevar de acompañante, era hijo de padre griego. Pablo hizo así muestra de sus deseos de conciliación, aunque no cedió ni un ápice en la cuestión de principio. Timoteo era de ascendencia judía por parte de madre, por lo que no era lo mismo que si hubiera sido un creyente de origen totalmente gentil. De Listra fueron, según parece, a Iconio y Antioquía de Pisidia.
La continuación de su viaje ha suscitado controversias entre los comentaristas, y ha dado lugar a dos interpretaciones:
a) Ramsay y otros exegetas creen que las iglesias del primer viaje son las «iglesias de Galacia», a las que más tarde se dirigió la Epístola a los Gálatas. Estos autores sostienen que Pablo fue directamente a Antioquía de Pisidia, al norte, y que atravesó la provincia romana de Asia, pero sin predicar, porque «les fue prohibido por el Espíritu Santo predicar la palabra en Asia» (Hch. 16:6). Habiendo llegado a Misia (Hch. 16:7), los misioneros intentaron entrar en Bitinia, pero de nuevo se vieron impedidos. Dejando entonces Misia a un lado, se dirigieron al oeste para llegar a Troas.
b) La interpretación más aceptada es que de Antioquía de Pisidia los viajeros se dirigieron a Galacia. Pablo cayó enfermo, pero aprovechó la coyuntura para anunciar el Evangelio y fundar las iglesias de Galacia (Gal. 4:13–15). La orden de no predicar en la provincia de Asia determinó este itinerario de Antioquía de Pisidia hacia el noreste. Cuando Pablo hubo acabado de predicar en Galacia, intentó entrar en Bitinia, pero el Espíritu Santo se opuso nuevamente a sus intenciones. El Apóstol se dirigió entonces hacia el oeste (la segunda interpretación se une aquí con la primera) atravesando Misia o rodeándola para llegar a Troas. Lucas habla muy poco de este período. El Espíritu Santo estaba dirigiendo a los misioneros hacia Europa, y el relato de Lucas es tan precipitado como el ímpetu con el que se movían.
En Troas, Pablo tuvo la visión de un varón macedonio suplicando que los ayudara (Hch. 16:9). En respuesta a este llamamiento, los misioneros, a los que se unió Lucas, emprendieron la travesía hacia Europa, desembarcando en Neápolis, y dirigiéndose acto seguido hacia la importante ciudad de Filipos. Allí Pablo fundó una iglesia (Hch. 16:11–40) que sería especial objeto de su afecto (Fil. 1:4–7; 4:1, 15). Fue también en esta ciudad donde fue entregado por primera vez a los magistrados romanos y constató cómo su ciudadanía romana podía serle de utilidad en su obra (Hch. 16:20–24, 37–39). Dejando a Lucas en Filipos, Pablo se dirigió a Tesalónica junto con Silas y Timoteo. El breve relato de Hch. 17:1–9 acerca de la Iglesia de Tesalónica se complementa con los datos que se ofrecen en las epístolas a los Tesalonicenses. En esta ciudad el Apóstol ganó para Cristo a muchos griegos, poniendo con mucho cuidado las bases de la congregación, dando ejemplo de trabajo y de frugalidad, fabricando tiendas para no ser una carga para nadie (1 Tes. 2, etc.). Pero los judíos de Tesalónica desencadenaron una persecución contra él. Los hermanos lo hicieron partir entonces con Silas hacia Berea, donde la predicación suscitó numerosas conversiones, incluso entre los judíos. De allí, Pablo se dirigió a Atenas. Esta ciudad frustró sus esfuerzos. Hch. 17:22–31 da el resumen del discurso que pronunció ante los filósofos sobre la colina de Marte (Areópago). Pablo expuso las verdades comunes al estoicismo y el Evangelio, proclamando fielmente ante un auditorio sumamente crítico que ellos debían volverse al Dios verdadero, arrepintiéndose y creyendo en Cristo, con vistas al juicio que había de venir, y a la resurrección.
Acto seguido, partió para Corinto, quedándose allí dieciocho meses y ganando a numerosas almas para la fe. Allí conoció a Aquila y a Priscila y se hospedó en su casa (Hch. 18:1–3). La predicación de Pablo provocó la ira de los judíos; dejó entonces de frecuentar la sinagoga y desde aquel momento anunció el Evangelio en casa de uno llamado Justo, que estaba junto a la sinagoga (Hch. 18:5–7). En Hch. 18:8, 10 y 1 Cor. 2:1–5 se hace alusión a los sufrimientos morales de Pablo en Corinto, en su resolución de anunciar en Grecia, como en todos los otros lugares, el Evangelio del Crucificado; 1 Corintios revela su éxito, así como también las tentaciones de los cristianos de aquella ciudad, objeto de la solicitud del Apóstol. La situación en las otras iglesias también le provocaba inquietudes. Es Corinto redactó las dos epístolas a los Tesalonicenses, con instrucciones prácticas, y poniéndolos en guardia contra ciertos errores doctrinales. La hostilidad de los judíos no cesaba. Hicieron comparecer a Pablo ante > Galión, nuevo procónsul de Acaya. El descubrimiento, en 1905, de la «Piedra de Delfos» permite situar el proconsulado de Galión entre mayo del año 51 y el 52, lo que permite así establecer la fecha de la estancia de Pablo en Corinto. Galión declaró que la misma sinagoga debía resolver estas diferencias, por cuanto el Apóstol no había violado ninguna ley romana. Así, en aquella época Roma protegía a los cristianos al identificarlos con los judíos. Pablo pudo quedarse en Corinto sin ser molestado. De todas las misiones de Pablo, la de Corinto fue una de las más fructíferas. Acto seguido, pasó a Éfeso; no se quedó allí, aunque prometió su vuelta, y se embarcó rumbo a Cesarea, desde donde sin duda fue a Jerusalén (Hch. 18:22) para saludar a la Iglesia, volviendo de allí a Antioquía de Siria, el punto de partida de este segundo viaje (Hch. 18:22), en el curso del cual había llevado el cristianismo a Europa, al evangelizar Macedonia y Acaya. El Evangelio había dado un gran paso para introducirse de lleno en el Imperio romano.
X. TERCER VIAJE MISIONERO. Después de una corta estancia en Antioquía, Pablo emprendió su tercer viaje, probablemente en el año 53 d.C. Recorrió «la región de Galacia y de Frigia, confirmando a todos los discípulos» (Hch. 18:23), llegando después a Éfeso. El Espíritu Santo le permitiría ahora a Pablo predicar la Palabra en la provincia de Asia, en tanto que le había sido prohibido durante su segundo viaje. El Apóstol hizo de Éfeso, capital del Asia Menor, su base de operaciones a lo largo de tres años (Hch. 19:8, 9; 20:31). Enseñó durante tres meses en la sinagoga (Hch. 19:8), y después, durante dos años, en la escuela o sala de conferencias de un tal Tiranno (Hch. 19:9).
Características de su apostolado en Éfeso fueron la extensión y profundidad de su enseñanza (Hch. 20:18–31); los milagros extraordinarios (Hch. 19:11, 12); un triunfo tan grande que todos los habitantes de la región oyeron la Palabra del Señor (Hch. 19:10); la actitud amistosa de algunos de los principales funcionarios de la provincia de Asia para con Pablo (Hch. 19:31); una oposición constante e incluso encarnizada (Hch. 19:23–40; 1 Cor. 4:9–13; 15:32); y el cuidado del Apóstol hacia todas las iglesias (2 Cor. 11:28).
Son numerosos los episodios de la vida de Pablo durante este período que no figuran en Hechos. Sabiendo que había judaizantes que atacaban su doctrina y que la desacreditaban en Galacia, Pablo escribió su Epístola a los Gálatas, en la que defiende su apostolado. Esta es la primera epístola en la que se define y expone la doctrina de la gracia. La Iglesia de Corinto escribió a Pablo para pedir su definición acerca de importantes cuestiones. Informes posteriores revelaron otros desórdenes en aquella comunidad, a la que el Apóstol envió entonces la epístola que recibe el nombre de Primera a los Corintios. Los cristianos de Corinto recibieron, mediante este escrito, instrucciones prácticas y decisiones disciplinarias que evidencian la sabiduría de Pablo. Sin embargo, los elementos sediciosos prosiguieron su labor de zapa. Son numerosos los exegetas que piensan que el padre espiritual de esta joven iglesia les hizo una breve visita para restablecer el orden después de haber enviado 1 Corintios (cf. 2 Cor. 12:14; 13:1). Antes de abandonar Éfeso, el Apóstol envió a Tito a Corinto. Tito debía después de ello reunirse con Pablo en Troas (2 Cor. 2:12), lo que no sucedió. Inquieto, el Apóstol se dirigió a Macedonia (Hch. 20:1), donde volvió a encontrarse con Timoteo y Erasto, que había enviado antes allí (Hch. 19:22). Por fin llegó Tito (2 Cor. 2:12–14; 7:5–16), con la noticia de que los corintios estaban cumpliendo fielmente las instrucciones de Pablo. Entonces les escribió 2 Corintios, que es la epístola en la que se hallan más detalles autobiográficos del Apóstol. En ella se regocija de la obediencia de los corintios, les recomienda la colecta para los santos en Jerusalén, e insiste en la defensa de su apostolado. De Macedonia, Pablo se dirigió a Corinto, pasando allí el invierno del año 56 al 57, acabando de disciplinar y de organizar la iglesia local. Entonces escribió su exposición más completa de la doctrina de la salvación, la Epístola a los Romanos. El Apóstol deseaba vivamente ejercer su ministerio en Roma (Hch. 19:21; Ro. 1:11–15; 15:23–28), pero no podía ir porque debía llevar a Jerusalén las dádivas de los gentiles convertidos. Los introductores del Evangelio en Roma habían sido especialmente amigos y discípulos de Pablo (cf. Ro. 16). Mediante su Epístola a los Romanos, los instruyó plenamente en la doctrina que él proclamaba.
La siguiente etapa iba a conducirlo por última vez a Jerusalén. Sus compañeros representaban diversas iglesias de gentiles convertidos (Hch. 20:4). Los judíos estaban ferozmente opuestos a la evangelización de los gentiles. En cuanto a los cristianos surgidos del judaísmo, desconfiaban de Pablo y de su obra. Esta es una de las razones de que el Apóstol pidiera a las iglesias de la gentilidad que probaran su lealtad mediante el envío de una generosa ofrenda a los cristianos pobres de Judea. Pablo y sus amigos dejaron Corinto con el fin de llevar estas dádivas a Jerusalén. Enterándose de que los judíos le querían tender una celada (Hch. 20:3), renunciaron a embarcarse e ir directamente a Siria. Dieron un rodeo por Macedonia (Hch. 20:3). Pablo se quedó en Filipos mientras sus compañeros se dirigían a Troas. Lucas se reunió con él en Filipos (Hch. 20:5). Después de la Pascua, Pablo y Lucas se embarcaron en Neápolis, un puerto de Filipos, para volver a encontrar a sus amigos en Troas, donde pasaron siete días (Hch. 20:6). Allí había una iglesia. Lucas refiere los acontecimientos que tuvieron lugar inmediatamente antes de la partida del Apóstol (Hch. 20:7–12). Pablo fue de Troas a Asón por tierra, lo que era una distancia de unos 32 km. En Asón se encontró con sus compañeros de viaje, que lo habían precedido por vía marítima (Hch. 20:13). Su nave llegó a continuación a Mitilene, en la costa oriental de la isla de Lesbos, pasando luego hacia el sur entre la isla de Quíos y la costa del Asia Menor; tocó al día siguiente la isla de Samos, y llegó a Mileto al otro día (Hch. 20:14, 15). Ciertos mss. indican que el grupo hizo «escala en Trogilio» después de haber salido de Samos. Mileto estaba a 58 k. al suroeste de Éfeso. Pablo, que se apresuraba a ir a Jerusalén, no había querido ir a Éfeso, pero envió a buscar a los ancianos de aquella iglesia. Acudieron ellos a Mileto, donde el Apóstol les dirigió sus últimas exhortaciones, que nos revelan la profundidad de su consagración, de su amor hacia los convertidos, y de su conocimiento profético (Hch. 20:18–35). Abandonando Mileto, la nave se dirigió hacia la isla de Cos (Hch. 21:1), a 64 km al sur. Al día siguiente llegó a Rodas, capital de la isla de este nombre, a unos 80 Km. al sureste de Cos. De Rodas la nave tocó Patara, sobre la costa de Licia (Hch. 21:1), donde el grupo misionero efectuó un cambio de naves, emprendiendo viaje hacia Fenicia (Siria) (Hch. 21:2). Pasaron a la vista de Chipre, que dejaron a mano izquierda, y arribaron a Tiro (Hch. 21:3). El Apóstol y sus amigos se quedaron allí siete días; los cristianos de Tiro suplicaron a Pablo en vano que no fuera a Jerusalén (Hch. 21:4). Después de haber orado con ellos (Hch. 21:5, 6), el Apóstol y sus compañeros subieron a una nave que iba a Ptolemais (la actual Akko, San Juan de Acre en tiempos de los cruzados). Se quedaron allí un día con los hermanos en esta localidad, y después llegaron a Cesarea por la carretera (Hch. 21:7, 8). Se quedaron en casa de Felipe el evangelista. Agabo, el profeta que había predicho una época de hambruna durante la primera estancia del apóstol Pablo en Antioquía de Siria (Hch. 11:28), se ató los pies y las manos y anunció que los judíos atarían de aquella manera a Pablo y lo entregarían a los gentiles. A pesar de estas advertencias y de las lágrimas de la comunidad, Pablo y algunos de sus discípulos subieron a Jerusalén (Hch. 21:11–14). Así acabó el tercer viaje misionero.
XI. PABLO EN JERUSALÉN. No tardó en hacerse realidad la predicción de Agabo. Los hermanos de Jerusalén dieron una buena acogida a Pablo y sus colaboradores, que al día siguiente de su llegada fueron a visitar a Jacobo, el hermano del Señor; se encontraron también con todos los ancianos de la Iglesia. Glorificaron a Dios, que se había servido de tal manera del ministerio de Pablo, pero recordaron al Apóstol que numerosos cristianos procedentes del judaísmo habían oído decir que él no observaba la Ley de Moisés. Los ancianos le propusieron que diera en el mismo Templo una prueba espectacular de su fidelidad a las costumbres judías, encargándose de cumplir las prescripciones y de pagar los gastos implicados en la liberación del voto de cuatro nazareos. Pablo consintió en ello para no tener conflictos con los judíos. Es posible que se tratara de una observancia análoga a la que él había observado en Corinto de manera voluntaria (Hch. 18:18). Enseñaba que ningún convertido de la gentilidad tenía que observar las ordenanzas de la Ley mosaica, y que ningún cristiano de origen judío estaba ya obligado a seguir las costumbres tradicionales. Sin embargo, declaraba que no se debía condenar a los judíos que quisieran conservar su fidelidad a la Ley de Moisés y se reservaba para sí la libertad de observar estas prácticas o de renunciar a ellas, según las circunstancias. Al asentir a la petición de los ancianos, Pablo no era incoherente. Pero esta acción no tuvo un buen fin. Unos judíos de Asia, al ver a Pablo en el Templo, lo acusaron falsamente de haber introducido gentiles dentro y amotinaron al populacho, afirmando que el fariseo tránsfuga había estado enseñando a los judíos de la diáspora a menospreciar el Templo y a violar la Ley (Hch. 21:27–29). Pablo hubiera sido seguramente muerto si el tribuno de la guarnición romana, Claudio Lisias, no hubiera intervenido con presteza junto con sus soldados. El Apóstol, atado con dos cadenas, fue llevado a la torre Antonia. Pidió entonces, antes de ser introducido en ella, permiso para dirigirse a la multitud. Sorprendido al constatar que Pablo hablaba en griego y que no era un egipcio sedicioso, sino un judío de Tarso (Hch. 21:38), el tribuno le permitió que se dirigiera al pueblo; el Apóstol hizo su discurso en arameo (Hch. 22:2), recordando su juventud y refiriendo su conversión y vocación. La multitud que lo escuchaba empezó a gritar «¡A muerte! ¡A muerte!» en cuanto Pablo hizo mención de la oferta de salvación a los gentiles. Lisias le hizo entrar entonces en la torre Antonia para someterlo a interrogatorio. Al saber que se trataba de un ciudadano romano (Hch. 22:25), el tribuno desistió de hacerlo azotar, y ordenó a los principales sacerdotes que convocaran al sanedrín al día siguiente para hacer comparecer ante ellos al preso.
Pablo no podía esperar ningún juicio equitativo de parte del tribunal supremo de los judíos. Si el sanedrín condenaba al prisionero, Lisias debería abandonarlo en sus manos. El Apóstol tuvo la habilidad de dividir a sus enemigos, a fin de defender su vida. Recordó su calidad de fariseo, diciendo que en el fondo estaba siendo sometido a juicio a causa de su doctrina de la resurrección. El recíproco odio entre fariseos y saduceos era aún más profundo que el que tenían hacia Pablo, por lo que de inmediato se dividieron en dos bandos. Temiendo que el preso pudiera perder la vida entre las dos facciones en pugna, el tribuno ordenó a los soldados que devolvieran a Pablo a la torre Antonia (Hch. 23:1–10).
El Señor se apareció a Pablo a la noche siguiente, y le dijo: «Ten ánimo, Pablo, pues como has testificado de mí en Jerusalén, así es necesario que testifiques también en Roma» (Hch. 23:11). Esta promesa se iba a cumplir de una manera muy inesperada. Unos cuarenta judíos hicieron gestiones para que Pablo compareciera de nuevo ante el sanedrín. Se comprometieron a darle muerte, pero un sobrino de Pablo informó a su tío y al tribuno (Hch. 23:12–22). Lisias envió entonces a Pablo con una fuerte escolta a Cesarea, residencia de Félix, el procurador, a quien el tribuno envió una carta. Enterándose de que el acusado era judío de Cilicia, el gobernador no lo quiso interrogar antes de la llegada de los acusadores, y lo hizo guardar en el pretorio, que había sido antes el palacio de Herodes. Cuando los representantes del sanedrín comparecieron ante Félix, acusaron a Pablo de sedición, de profanación del Templo, y se quejaron de que Lisias les había arrebatado a su prisionero (Hch. 24:1–9). Pablo refutó estas acusaciones (Hch. 24:10–21). Conociendo la nueva doctrina, que era la verdadera causa del litigio, y dándose cuenta de que el acusado era inocente, Félix aplazó la vista de la causa con el pretexto de obtener de Lisias unos informes suplementarios. Pablo quedó preso, pero podía recibir visitas de sus amigos. El procurador y Drusila, su esposa judía, quedaron impresionados por lo que Pablo afirmó acerca de la fe en Cristo (Hch. 24:24). Sus solemnes palabras parecen haber hecho temblar a Félix, que prometió volverlo a llamar. El gobernador esperaba también que Pablo comprara su libertad (Hch. 24:25, 26), a lo que el Apóstol no accedió. Cuando Porcio Festo sucedió a Félix, hacía ya dos años que Pablo estaba encarcelado (Hch. 24:27).
Los judíos esperaban que el nuevo procurador se plegara a sus deseos, pero este rehusó hacer subir a Pablo a Jerusalén, y exigió que sus acusadores fueran a Cesarea (Hch. 25:1–6). Pablo compareció de nuevo ante ellos y proclamó su inocencia (Hch. 25:7, 8). Deseoso de complacer a los judíos, Festo propuso a Pablo ser juzgado en Jerusalén. Dándose cuenta de que los judíos se aprovecharían para darle muerte si subía a Jerusalén, el Apóstol, basándose en su condición de ciudadano romano, apeló al César (Hch. 25:9–11). El procurador, al quedar con ello fuera de la causa, tenía que enviar al preso a Roma. En medio de estos acontecimientos, Agripa II, biznieto de Herodes el Grande, llegó a Cesarea con su hermana Berenice, sin duda para felicitar a Festo por su nombramiento de procurador. Estando poco versado en las controversias entre los judíos, y teniendo que enviar al emperador un detallado informe de la causa, Festo habló a Agripa acerca de Pablo, que quiso oírle. Al día siguiente, el procurador hizo comparecer a Pablo ante el rey. El conocimiento que tenía Agripa de los asuntos judíos sería de ayuda a Festo para redactar su informe al emperador (Hch. 25:12–27). Las características de la defensa de Pablo ante Agripa fueron el tacto, la elocuencia y el valor. Dando un relato de su vida, el preso mostró que él había buscado obedecer al Dios de Israel, y que su apostolado cristiano era un cumplimiento de las antiguas profecías (Hch. 26:1–23). Cuando Festo, interrumpiendo a Pablo, le dijo que estaba loco, el Apóstol apeló a Agripa. El rey se encastilló en su papel de observador de lo que estimaba como un nuevo fanatismo, y respondió irónicamente: «Por poco me persuades a ser cristiano» (Hch. 26:28). Sin embargo, dijo que Pablo era inocente, y que hubiera podido ser puesto en libertad si no hubiera apelado a César (Hch. 26:31, 32).
XII. VIAJE A ROMA. En otoño del mismo año, prob. el 59, el preso fue mandado a Roma (véase la cronología al final de este artículo). Pablo y otros cautivos fueron confiados a un centurión llamado Julio, de la cohorte Augusta. Lucas y Aristarco de Tesalónica (Hch. 27:1, 2) acompañaban al Apóstol. La narración de Lucas es sumamente precisa. El centurión trató humanamente al Apóstol. El grupo se embarcó en Cesarea en una nave adramitena que iba a efectuar una navegación de cabotaje por la costa del Asia Menor. Embarcaron en Sidón y llegaron a Mira, en Licia. En este puerto el centurión hizo subir a los presos a una nave mercante de Alejandría que partía para Italia. Siendo el viento desfavorable, la nave tuvo que navegar a lo largo de la costa al noroeste, hasta llegar a la altura de Gnido, en la costa de Caria. Girando allí hacia el sur, dobló penosamente el promontorio de Salmón en la zona meridional de Creta, y arribó a Buenos Puertos, en la costa meridional de la isla (Hch. 27:3–8). Habiendo pasado el ayuno (o Yom Kippur), que caía en el décimo del mes de Tishri (hacia el final de septiembre, v. 9), se hacía peligrosa la navegación, y el tiempo era amenazador. Pablo dio aconsejó permanecer en Buenos Puertos, pero el centurión escuchó al capitán y al armador de la nave, no al prisionero. Querían invernar en Fenice, un puerto mejor situado, más al oeste en la costa de Creta (Hch. 27:9–12). Cuando la nave abandonó Buenos Puertos, se abatió sobre ellos un furioso viento del noreste, que los echó hacia el sur de la islita de Clauda, que se llama actualmente Gozzo. Aligerando la nave de todo el lastre posible, soportaron el vendaval durante dos semanas, derivando hacia el oeste. El Apóstol mantuvo la calma y subió los ánimos de la tripulación y de los pasajeros: un ángel de Dios se le había aparecido y le había asegurado que todos llegarían a tierra sanos y salvos (Hch. 27:13–26). A la decimocuarta noche, la sonda reveló la proximidad de tierra. Por miedo a los escollos, echaron cuatro anclas, y esperaron que se hiciese de día. Al alba, vieron una ensenada con una playa. Habiendo cortado los cables de las anclas, intentaron llegar allí izando la vela de proa, para varar la nave en la arena (Hch. 27:27–40), pero la proa había quedado encallada y la popa se abría ante el embate de las olas. Tripulación y viajeros saltaron al agua. Todos se salvaron. La predicción de Pablo se había cumplido (Hch. 27:41–44). Lucas relata de una manera magistral este dramático episodio. El valor de Pablo, su fe, el ascendiente que su calma ejerció sobre los demás, todo ello nos muestra lo que debiera ser el comportamiento de un cristiano ante el peligro.
Los náufragos habían sido arrojados sobre la isla de > Melita (Malta), a 93 km. al sur de Sicilia. Los isleños testimoniaron su bondad a los desventurados viajeros y dieron grandes honores a Pablo cuando sanó a numerosos malteses (Hch. 28:1–10). Tres meses más tarde, el centurión hizo subir a soldados y presos a una nave alejandrina. Esta, que había invernado en Malta, llegó a Siracusa, Regio y, finalmente, a Puteoli, puerto de la Italia meridional (muy cercano a Nápoles). Pablo recibió permiso para pasar siete días con la comunidad cristiana de Puteoli (Puzzoles, Hch. 28:11–14). Al enterarse de la llegada del Apóstol, los cristianos de Roma enviaron hermanos a su encuentro. Pablo se encontró con ellos en el Foro de Apio y en Tres Tabernas, localidades situadas a 69 y 53 km. de Roma, respectivamente (Hch. 28:15). El centurión entregó los presos al prefecto militar (según algunos mss., «el prefecto de la guardia pretoriana», que en el año 61 d.C. era el célebre Burrus). Mommsem y Ramsay estiman, sin embargo, que los prisioneros fueron más bien entregados al jefe de otro cuerpo del que formaba parte Julio, el centurión, y que estaba encargado de supervisar los transportes de cereales y de ejercer una cierta vigilancia policial. En realidad, no se sabe a ciencia cierta a quién fue entregado Pablo; lo que sí es cierto es que le fue encadenado el brazo derecho al brazo izquierdo de un soldado (Hch. 28:16; Fil. 1:7, 13), y que se le autorizó a alquilar una casa. Las apelaciones a César implicaban un largo proceso. Después de dos años, Pablo esperaba aún la decisión del tribunal (Hch. 28:30).
XIII. AÑOS FINALES. Al final de Hechos se relata que, tres días después de su llegada a Roma, el Apóstol hizo llamar a los principales judíos, a fin de explicarles la razón de su presencia en Roma, y les citó un día para exponerles el Evangelio. Como en todas partes, unos lo aceptaron, y los otros lo rechazaron. Pablo dijo entonces que este mensaje sería predicado a los gentiles, que lo escucharían. En efecto, su condición de preso no le impedía dedicarse al ministerio. Los últimos versículos del libro de Hechos informan que durante dos años Pablo estuvo recibiendo a todos aquellos que querían entrevistarse con él; les anunciaba el Reino de Dios, y enseñaba acerca del Señor Jesucristo sin que las autoridades pusieran obstáculo alguno (Hch. 28:17–31). Las epístolas a los Colosenses, a Filemón, a los Efesios y a los Filipenses, redactadas durante su cautiverio, arrojan una luz viva sobre este período. El Apóstol escribió indudablemente las tres primeras al principio, y la carta a los Filipenses hacia el final de su detención. Estas epístolas revelan que había en Roma fieles amigos del Apóstol que le ayudaban en su obra misionera. Entre otros estaban: Timoteo (Col. 1:1; Fil. 1:1; 2:19; Flm. 1); Tíquico (Ef. 6:21; Col. 4:7); Aristarco (Col. 4:10; Flm. 24); y Juan Marcos (Col. 4:14; Flm. 24).
Nadie impedía a los amigos del Apóstol que lo visitaran; mensajeros de Pablo ante las iglesias eran también sus ayudantes en Roma. Gracias a ellos, y a pesar de su encarcelamiento, Pablo dirigía las misiones por todo el Imperio. Las epístolas de la cautividad revelan asimismo el celo de este embajador encadenado, y la entusiasta acogida que tenía su predicación (Ef. 6:20). Exhorta de manera insistente a sus amigos a que oren para que Dios abra una puerta a la Palabra (Col. 4:3).
Onésimo, el esclavo fugitivo, fue uno de los frutos del trabajo personal del Apóstol preso (Flm. 10), que asimismo podía escribir a los filipenses: «Mis prisiones se han hecho patentes en Cristo en todo el pretorio, y a todos los demás» (Fil. 1:12, 13). Nadie ignoraba ya por causa de quién llevaba él aquellas cadenas. Transmite a los filipenses los saludos de los creyentes pertenecientes a la casa del César (Fil. 4:22). Sin embargo, había en Roma entonces cristianos (posiblemente judaizantes) que se oponían a la obra de Pablo (Fil. 1:15–18). Su antagonismo no perturbaba en absoluto la serenidad del preso, que estaba por otra parte seguro de que iba a ser liberado con todos los pronunciamientos favorables (Fil. 1:25; 2:17, 24; Flm. 22). Consideraba su cautiverio como el medio escogido por Dios mediante el cual podía cumplir aún mejor su misión de embajador de Cristo. Las cartas muestran finalmente, que el preso no dejó de administrar las iglesias por correspondencia, refutando de manera particular las falsas doctrinas que surgían en el Asia Menor. Las epístolas de la cautividad contienen la enseñanza más completa de Pablo sobre la persona de Cristo y sobre los propósitos eternos de Dios revelados en el Evangelio. El fervor del Apóstol y su elevado concepto de los deberes del cristiano se hacen patentes en sus instrucciones prácticas.
Aunque el libro de los Hechos concluye con el relato del cautiverio del apóstol Pablo en Roma, hay razones de peso para aceptar que fue absuelto y liberado al cabo de los dos años, y que volvió a viajar. Las evidencias que dan razón de esto son:
a) El último versículo de Hechos concuerda mejor con la hipótesis de la liberación que con la de la condena a muerte. Al destacar que nadie estorbaba la obra de Pablo, Lucas da la impresión de que el Apóstol no esperaba su final.
b) El mismo Pablo está persuadido de que será liberado (Fil. 1:25, 26; 2:17, 24; Flm. 22). La actitud de las autoridades romanas hacia él le permitía abrigar esta certeza. La persecución de Nerón no había comenzado todavía. Cuando estalló, fue de manera repentina, sin que se hubiera podido prever a causa de ningún tipo de animosidad oficial anterior. La ley romana seguía considerando a los cristianos como a judíos sectarios, que por ello estaban autorizados a practicar su religión. Todo hace pensar que el tribunal imperial declaró inocente a Pablo y lo absolvió. Además, es indudable que Festo, el procurador de Judea, había enviado un informe favorable (Hch. 26:31), y parece que los judíos no habían enviado a Roma a ningún acusador oficial contra Pablo (cf. Hch. 28:21).
c) La tradición de la absolución de Pablo, de la reanudación de sus viajes y del segundo encarcelamiento se remonta a una época muy temprana. Clemente de Roma (96 d.C.) afirma que los viajes de Pablo lo llevaron hasta los confines de Occidente, lo que parece indicar España. El fragmento de Muratori (170 d.C.) menciona asimismo el viaje a España. Estos testimonios concuerdan con la Historia Eclesiástica de Eusebio de Cesarea (324 d.C.), que refiere la tradición existente: «Después de haber hecho su defensa, el apóstol fue liberado, y reanudó sus viajes misioneros. Vuelto por segunda vez a Roma, sufrió allí el martirio.» Esta tradición, que no descansa sobre pruebas totalmente convincentes, no sería suficiente por sí misma para establecer el hecho como indudable. Pero la antigüedad de estos testimonios y su autoridad confirman los otros argumentos, en tanto que, por otra parte, no existe evidencia en contra.
Por estas y otras razones que se mencionarán en el siguiente apartado, podemos admitir que la apelación a César tuvo como resultado la liberación de Pablo. Los hechos posteriores de su historia permanecen oscuros. Se puede deducir por alusiones que figuran en las epístolas a Timoteo y a Tito y en la tradición. Es posible que después de ser puesto en libertad, el Apóstol se dirigiera, como había manifestado ser su intención, al Asia Menor y a Macedonia (Fil. 2:24; Flm. 22). Según 1 Ti. 1:3, Pablo llegó a Macedonia y dio a Timoteo el encargo de que dirigiera las iglesias de los alrededores de Éfeso. Se desconoce dónde se encontraba cuando escribió la primera carta a Timoteo; 1 Ti. 3:14 revela que el Apóstol esperaba volver pronto a Éfeso. La carta a Tito muestra que había dejado a este discípulo para que administrara las iglesias de Creta, y que esperaba invernar en Nicópolis (Tit. 3:12). Hay tres ciudades que llevan este nombre y todas ellas hubieran podido ser la que se cita en este pasaje: una en Tracia, cerca de Macedonia; otra en Cilicia, y la última en Epiro. Es probablemente la última la que se menciona en Tit. 3:12.
Aceptando la antigua tradición del viaje a España, podemos suponer que Pablo se dirigió allí después de haber recorrido de nuevo el Asia Menor y Macedonia. Al volver de España, se hubiera detenido en Creta, dejando allí a Tito, y habría vuelto a Asia, desde donde habría enviado la epístola a Tito; en 2 Ti. 4:20 se puede ver que Pablo pasó a Corinto y a Mileto, y después a Grecia y a Asia. Nada demuestra que haya podido llevar a cabo su deseo de invernar en Nicópolis. Numerosos exegetas piensan que el Apóstol no llegó allí, sino que fue detenido otra vez y conducido a Roma. Las epístolas que Pablo redactó en aquella época nos dan algunos detalles acerca de este tema. Al dedicarse a evangelizar en nuevos distritos, acababa de organizar las iglesias ya fundadas.
XIV. DETENCIÓN Y MARTIRIO. El primer cautiverio en Roma acabó probablemente el año 62 o 63 d.C. Pablo se habría lanzado enseguida a predicar el Evangelio durante cuatro años, más o menos. Eusebio sitúa el martirio del Apóstol en el año 67, en tanto que Jerónimo señala el 68. Se desconocen las circunstancias de su segundo arresto. La segunda epístola a Timoteo, redactada en Roma poco antes de la muerte de Pablo, contiene algunas breves alusiones a su encarcelamiento. En el año 64, Nerón desencadenó una persecución contra los cristianos de la capital, que indudablemente tuvo sus efectos en diversas provincias (1 Pd. 4:13–19). Como algunos exegetas han supuesto, podría ser que el Apóstol hubiera sido denunciado por un tal Alejandro (2 Ti. 4:14). Fuera cual fuere el lugar en que fue detenido, iba a comparecer de nuevo ante el tribunal en Roma. Posibles motivos: nuevo recurso del Apóstol al César; inculpación por pretendidos crímenes cometidos en Italia (quizá de complicidad en el incendio de Roma); deseo de las autoridades provinciales de recoger prestigio a los ojos de Nerón al enviarle un preso importante. En la época de la redacción de su segunda carta a Timoteo, Pablo no tenía consigo más que a Lucas (2 Ti. 4:11). Había sido abandonado por ciertos discípulos (2 Ti. 1:15; 4:10, 16), y otros habían partido para efectuar diversos servicios (2 Ti. 4:10, 12). El tribunal imperial ante el que Pablo compareció de nuevo no lo condenó en el acto (2 Ti. 4:17), pero lo mantuvo encarcelado. Es posible que el Apóstol pudiera probar su inocencia, pero quedó encarcelado por causa de su fe. Habla de sus cadenas (2 Ti. 1:8, 16); afirma que se le trata corno a un malhechor (2 Ti. 2:9) y presiente cuál será su fin (2 Ti. 4:6–8). Lo cierto es que fue finalmente condenado a muerte; su profesión de fe cristiana era suficiente para ello, según la política establecida por Nerón en el año 64 d.C. La tradición dice que Pablo, como ciudadano romano, fue decapitado en la vía de Ostia.
Este bosquejo de la vida de Pablo se basa en los Hechos y en las epístolas, pero es evidente que no se ha relatado todo. Hay textos que dejan entrever varios otros episodios de su azarosa existencia (Ro. 15:18, 19; 2 Cor. 11:24–33).
XV. PERSONALIDAD, OBRA Y TEOLOGÍA DE PABLO. En el libro de los Hechos y en las epístolas se revela su carácter y el inmenso valor de su obra. Es difícil retratar esta naturaleza tan diversa, y cuya conversión no hizo sino acentuar su ardor religioso. Comprendiendo de un golpe y de una manera total la verdad, extrajo de ella las lógicas consecuencias. Su corazón quedó igualmente prendido, lo mismo que su inteligencia, y el fervor de sus sentimientos fue igual al vigor de sus razonamientos. Expone simultáneamente el aspecto práctico y teórico de la verdad, explicando las doctrinas con una dialéctica consumada, en tanto que introduce el cristianismo en la vida diaria con una sabia habilidad. Este hombre sensible, ardoroso, que conocía en ocasiones el éxtasis, no dejó de profundizar en sus enseñanzas. Capaz de llegar a las más altas cumbres del pensamiento religioso, es sin embargo un hombre de acción. Sometido totalmente al control del Espíritu de Dios, esta naturaleza intelectual y espiritual, rica, ardiente y pura, fue usada por Dios para el apostolado a los gentiles.
Se esforzó, mediante la acción y la palabra, en hacer comprensible al mundo pagano el Evangelio de Cristo. El libro de los Hechos nos revela el método de Pablo. Recibió la misión de presentar a Cristo en un mensaje universal, desligado de los ritos judíos y accesible a todos los hombres. No fue el único en ver esta meta, pero contribuyó más que nadie a expandir el cristianismo por el mundo. Se mantuvo constantemente en dependencia de Cristo, siendo su principal obrero. Por otra parte, sus epístolas contienen la interpretación inspirada que dio de la doctrina y de la moral de Cristo. Pablo es el mayor de todos los teólogos. Su teología se desprende de su conversión, por la cual comprendió repentinamente la incapacidad de sus propios esfuerzos para llegar a la salvación, la dependencia del pecador con respecto a la gracia soberana de Dios, y la perfección de la obra redentora que Jesús, el Hijo de Dios, ha llevado a cabo por su muerte y resurrección. Como consecuencia, solo puede hallarse la salvación por medio de la fe, uniéndose mediante ella a Cristo. El pecador así justificado, unido al Señor, participa de todas las bendiciones espirituales y temporales, celestiales y terrenas, que Cristo le ha conseguido. A partir de este fundamento, Pablo, inspirado por el Espíritu Santo, expone todo lo que concierne a la obra y a la persona de Cristo. La cuestión de la salvación se expone de una manera completa en las epístolas a los Gálatas y a los Romanos. Las epístolas de la cautividad exaltan al Cristo glorificado y ensalzan el propósito eterno de la gracia de Dios para con la Iglesia. Además de estos aspectos centrales, las epístolas tocan prácticamente todos los aspectos de la fe y de los deberes del cristiano. La teología de Pablo tiene como objeto esencial la gracia, tema inagotable cuyas profundidades sondea. Presentó así al mundo gentil el Mesías anunciado por los profetas de Israel. Dios suscitó a Pablo para que instruyera a la humanidad sobre la persona y la obra de su Salvador. Entre los apóstoles, fue indiscutiblemente el más brillante expositor y teólogo, y el más ardiente misionero. Dejar de lado la interpretación que Dios nos ha dado por medio de Pablo de las enseñanzas y de la obra de Jesucristo es exponerse a no comprender el absoluto qué es el cristianismo.
XVI. CRONOLOGÍA. Aunque se conocen en su conjunto los pasos de la vida de Pablo, no siempre es posible asignar fechas a sus hechos y escritos con una precisión absoluta. Hay dos fechas en Hechos que dan puntos de referencia: la Ascensión de Cristo, situada entre los años 29 y 32 d.C., y la muerte de Herodes (Hch. 12:23), que es situada unánimemente en el año 44 d.C. Pero no son suficientes para precisar toda la cronología que nos ocupa. Se ha pensado que sería posible erigirla en base a la fecha en la que Festo llegó a ser procurador de Judea. Es plausible que fuera en el año 60 d.C. Josefo sitúa bajo el reinado de Nerón (comenzado en el año 54 d.C.) casi todos los acontecimientos en relación con el gobierno de Félix; por su parte, Pablo dice en Hch. 24:10 que Félix había sido gobernador de Judea «desde hace muchos años». Por ello, no es posible situar el comparecimiento de Pablo ante Félix antes del año 57 d.C. Siendo que el Apóstol había estado detenido dos años en Cesarea, el acceso de Festo al poder debería situarse en el año 59 y no más tarde, por cuanto Albino lo sucedió en el año 62, y los acontecimientos relacionados con Festo ocuparon más de un año. Si Festo llegó al puesto de procurador en el año 59, el otoño de este mismo año Pablo fue enviado a Italia, y llegaría allí en la primavera del año 60, después de haber pasado el invierno en la isla de Malta. El final del libro de los Hechos y la liberación de su primer cautiverio romano se situarían entonces en el año 62 (Hch. 28:30).
Los partidarios de esta cronología fechan retrospectivamente los acontecimientos del inicio de la carrera del Apóstol a partir del año 59 (accesión de Festo). El arresto de Pablo tuvo lugar en el año 57 (Hch. 24:27), al final de su tercer viaje. Entonces se deduce retrospectivamente: invierno en Corinto, antes del arresto (Hch. 20:3); otoño anterior en Macedonia (Hch. 20:1, 2); antes de ello, tres años en Éfeso (Hch. 20:31), a donde habría llegado procedente de Antioquía después de haber recorrido rápidamente los territorios de Galacia y Frigia (Hch. 18:23). Así, el tercer viaje misionero habría durado cuatro años. Si Pablo estuvo en Jerusalén en la primavera del año 57, su tercer viaje se inició en la primavera del año 53. Hubo un breve intervalo entre el tercer y segundo viajes, que duró al menos dos años y medio, ya que el Apóstol pasó un año y medio en Corinto (Hch. 18:11), y el itinerario anterior duró indudablemente un año (Hch. 15:36–17:34). Mediante la inscripción de Delfos, descubierta en 1905, es posible fijar la fecha del proconsulado de Galión entre mayo del año 51 y mayo del año 52, por lo que la comparecencia de Pablo ante este magistrado debe situarse a inicios del año 52. Si el segundo viaje acabó en otoño del año 52, había entonces comenzado en la primavera del año 50, algunos días después del concilio de Jerusalén (Hch. 15:36), acontecimiento de suma importancia, que queda entonces situado en el año 49. Entonces, el primer viaje misionero solo puede ser situado entre el año 44, año de la muerte de Herodes Agripa (Hch. 12), y el año 49, fecha del concilio (Hch. 15). Es probable que tuviera lugar entre el año 46 y 48, aunque no se conoce exactamente cuánto duró.
Para situar la fecha de la conversión del Apóstol, es preciso comparar los datos ya dados con lo que Pablo dice en Gálatas (Gal. 2:1): «Después, pasados catorce años, subí otra vez a Jerusalén con Bernabé.» Es indudable la alusión al concilio de Jerusalén, en el año 49. ¿Cuál es el punto de partida de estos catorce años? Según ciertos comentaristas, es su conversión (Gal. 1:15, 16), lo que la remontaría al año 35 o 36, según que se cuente o no el primero de los catorce años. Pero Pablo menciona (Gal. 1:18) que él subió a Jerusalén por vez primera tres años después de su conversión. Parece más lógico contar los catorce años de Gal. 2:1 a partir de la primera visita a Jerusalén, mencionada como antecedente en Gal. 1:18. En este caso, su conversión se situaría en el año 32 o en el 34, según que se incluya o no el primer año (por lo general los hebreos calculaban incluyendo el año, o el día de punto de partida y el de llegada del cálculo. Cf. los tres días que Cristo pasó en la tumba). La conversión puede fecharse en el año 34, lo que deja lugar a la fecha propuesta por Anderson de la muerte y resurrección del Señor en el año 32; la primera visita a Jerusalén en el año 36; los catorce años en cuestión finalizarían en el año 49 d.C. Todas estas fechas pueden ser discutidas. Hay exegetas que dicen que Festo vino a ser procurador de Judea en el año 55, con lo que todas las fechas tendrían que ir cinco años atrás. Ello obligaría a contar los catorce años a partir de la conversión. Sin embargo, las fechas más sólidamente apoyadas son las que han sido presentadas en este apartado. Todo ello nos permite establecer la siguiente tabla:
32 Muerte, resurrección y ascensión de Cristo
34 Conversión de Pablo
36 Primera visita a Jerusalén
37–43 Pablo en Tarso
44–45 En Antioquía
45–49 Primer viaje misionero
49 Concilio de Jerusalén
50–52 Segundo viaje misionero
51 1 y 2 Tesalonicenses
53–57 Tercer viaje misionero
54 Epístola a los Gálatas
55–56 1 Corintios
56 2 Corintios
56–57 Epístola a los Romanos
57 Arresto en Jerusalén
57–59 Encarcelamiento en Cesarea
59 Festo nombrado procurador de Judea
60 Pablo llega a Roma
60 o 61 Epístola a los Colosenses, a Filemón, a los Efesios
61 o 62 Epístola a los Filipenses
62 Liberación del primer cautiverio en Roma
63 o 64 1 Timoteo
64 o 65 Epístola a Tito
66 2 Timoteo
66 Muerte de Pablo