Ley

Heb. 8451 torah, תּוֹרָה = «ley, dirección, instrucción», de la raíz verbal 3384 yarah, ירה = «erigir, dirigir, enseñar, instruir», aparece 220 veces en el AT; gr. 3551 nomos, νόμος, relacionado con nemo, νέμω = «asignar, distribuir», significaba primariamente aquello que es asignado; de ahí, «uso, costumbre», y luego «ley», ley prescrita por costumbre o por estatuto; el término ethos, «costumbre», se retuvo para la ley no escrita, en tanto que nomos vino a ser el nombre establecido para la ley en cuanto decretada por un estado y establecida como la norma para la administración de la justicia.
1. Uso de la palabra ley.
2. La ley en el AT y el judaísmo.
3. La ley en la dispensación cristiana.
I. USO DE LA PALABRA LEY. En la literatura sapiencial, donde torah no aparece con artículo, significa instrucción en general (Prov. 13, 14; 28:7; Job. 22:22); con art. hattorah, הַתּוֹרָה, se refiere siempre a la «la ley de Yahvé» (Sal. 19:8; 37:31; 119; Is. 5:24; 30:9; Neh. 8:18), o «la ley de Moisés» (torath Mosheh, תּוֹרה משֶׁה, 1 R. 2:3; 2 R. 23:25; Esd. 3:2; Mal. 4:4). El NT hace un uso abstracto y general del término nomos, νόμος, cuando va sin art., pues designa cualquier ley en general (Ro. 2:12, 13; 3:27; 4:15; Gal. 5:23), p.ej. «la ley de mi mente» (tu noós, τοῦ νοός, Ro. 7:23), o una fuerza o influencia que lleva a la acción (Ro. 7:21, 23). Con artículo, «la Ley» se aplica en ocasiones a la totalidad del AT (Jn. 12:34; 1 Cor. 14:2), pero más frecuentemente designa la Ley de Moisés (Mt. 5:18; Jn. 1:17; Ro. 2:15, 18, 20, 26, 27; 3:19; 4:15; 7:4, 7, 14, 16, 22; 8:3, 4, 7; Gal. 3:10, 12, 19, 21, 24; 5:3; Ef. 2:15; Fil. 3:6; 1 Ti. 1:8; Heb. 7:19; Stg. 2:9). Por metonimia, el término ley incluye los libros que contienen la Ley, a saber, el Pentateuco (Mt. 5:17; 12:5; Lc. 16:16; 24:44; Jn. 1:45; Ro. 3:21; Gal. 3:10), los Salmos (Jn. 10:34; 15:25) y los profetas (Jn. 12:34; Ro. 3:19; 1 Cor. 14:21). De todo ello se puede deducir que «la Ley» en su sentido más inclusivo era un título alternativo para referirse a «las Escrituras».
El Pentateuco recibe en el judaísmo el nombre de «la Ley» (hattorah, הַתּוֹרָה), la primera división de la Biblia hebrea (Lc. 24:44).
II. LA LEY EN EL AT Y EL JUDAÍSMO. La Ley, en sentido bíblico de dirección e instrucción, y no únicamente de ordenamiento jurídico, es la forma que toma la Palabra de Dios para plasmar pedagógicamente y de diversas maneras la enseñanza religiosa, moral, cultual, social, higiénica, etc. Todo el Pentateuco es la Ley normativa de Dios para su pueblo, junto con otras colecciones de leyes que se encuentran dispersas en el AT. Muchos de los enunciados de estas leyes proceden de una sabia filtración y purificación de códigos legales de las culturas orientales prebíblicas, mientras que algunas de ellas, las más importantes, se remontan a una voluntad explícita de Dios (Ex. 20). Así pues, la Ley en Israel tiene la función de regular las relaciones entre Dios y el pueblo, y entre los miembros del mismo pueblo entre sí. Como tal es un regalo y el privilegio mayor de Israel (Dt. 8:4).
La Ley se entiende en el contexto de los actos salvíficos de Dios, la liberación de la esclavitud y la alianza. Presupone, pues, la Gracia de la acción libre y generosa de Dios, su voluntad de entrar en comunión con un pueblo al que hace objeto de su elección y del que, por consiguiente, espera la respuesta de un comportamiento adecuado a la vocación recibida de ser el pueblo santo de Dios (cf. Ex. 20:2; Dt. 4–5).
Moisés es el siervo por excelencia utilizado por Dios para comunicar la Ley (Ex. 20:19–22; cf. Mt. 15:4; Jn. 1:17). Por eso, la Ley es la Ley de Yahvé (Jos. 24:26; 2 Cro. 31:3), escrita en un libro (Jos. 1:7, 8). La legislación que reglamentaba de manera detallada la manera de acercarse a Dios fue promulgada en la época de la erección del Tabernáculo. Treinta y ocho años más tarde, Moisés proclamó públicamente la Ley a la nueva generación, introduciendo las modificaciones necesarias que demandaba el paso de vivir en una comunidad con un solo campamento a vivir en la Tierra Prometida, con la consiguiente dispersión.
La tradición rabínica enseña que junto a la ley escrita, thorah shebbikhethab, תּוֹרָה שֶׁבִּכְתָב, nomos éngraphos, νόμος ἔγγραφος —traducible a otros idiomas y contenida en el Pentateuco—, hay otra ley oral, torah shebbeal peh, תּוֹרָה שֶׁבְּעַל פֶּה, nomos ágraphos, νόμος ἄγραφος, comunicada paralelamente a Moisés en el Sinaí y escrita posteriormente junto a numerosas observaciones rabínicas que constituyen el > Talmud.
Los rabinos, que solo se fijaron en los aspectos prescriptivos, dividieron la Ley de Moisés en 613 preceptos, de los cuales 248 son afirmativos y 365 negativos. El número de preceptos afirmativos corresponde a los 248 miembros en que consiste el cuerpo humano, según la anatomía rabínica. El número de preceptos negativos corresponde a los 365 días del año solar, que coinciden con las 365 venas que, según la misma tradición, se encuentran en el cuerpo humano. De aquí, siguiendo la lógica de su razonamiento, se concluye que si cada día cada miembro del cuerpo observa un precepto afirmativo y se abstiene de uno prohibido, toda la Ley, no solo el Decálogo, es guardada. Algunos escritores judíos dan el nombre de Teraiog, a toda la Ley, > acróstico compuesto por las letras heb. empleadas para el número 613, a saber, 400 = ת+200 = ר+10 = י+ 3 = ג en total 613 = תריג.
Los profetas insistieron en la necesidad de guardar la Ley, y las profecías mesiánicas presentan la era prometida como un reino fundado sobre un sólido ordenamiento legislativo, y al Mesías, que «proclamará la justicia a las naciones», como un rey encargado de promulgar una ley justa y decisiva (Is. 11:9; 32:1–4; 42:1–4; 51:4–5; Jer. 23:3–8). Esta Ley de la Nueva Alianza consistirá sobre todo en un principio interior, derramado en el corazón de los hombres por el Espíritu de Yahavé (Is 11:1–5; 28:6; 32:15ss; Jer 31:32–34; Ez 11:19–20; 36:25–28).
III. LA LEY EN LA DISPENSACIÓN CRISTIANA. En el NT, Jesús se muestra en continuidad con el profetismo judío, amante de la Ley divina y su celoso defensor, sobre todo de su cumplimiento final (Mt. 5:17ss). Muestra el mayor respeto por el Decálogo, pero anuncia el doble mandamiento de amor a Dios y al prójimo (Mt. 22:37–40) y la regla de oro (Mt. 7:12) como esencia de la Ley. Jesús es a la vez el nuevo legislador y «profeta como Moisés» (cf. Dt. 34:10). Junto a esta imagen, los Evangelios ofrecen otra bien distinta y complementaria: Jesús es aquel que sustituye la antigua alianza con una nueva y eterna, basada en la predicación del Reino y en su sacrificio de expiación universal por el pecado pecado. A partir de Pascua está en vigor, no la Ley de Moisés, sino la de la Gracia de Jesucristo: «La ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo» (Jn. 1:17). Pablo es el apóstol que mejor nos hace comprender que la antigua Ley después de Cristo ya no tiene vigencia para la comunidad de creyentes porque era imperfecta para cambiar los corazones; la Ley de Moisés desempeñó una función pedagógica hasta la venida de Cristo (Gal. 3:24). Esta interpretación provocó enfrentamientos con los cristianos procedentes del judaísmo, apegados como estaban a las ordenanzas fundamentales de la Ley relativas a la circuncisión y la observancia de fiestas y días sagrados. El apóstol Pablo, con la idea de la salvación por pura gracia como norte, negó rotundamente que la observancia de las obras de la Ley contribuyera a la salvación. En primer lugar, porque nadie es capaz de observarla perfectamente, de modo que esa Ley se ha convertido en símbolo de la condición desesperada del hombre (Gal. 3:10); solamente la fe en Cristo salva y hace capaces a los hombres de tener un comportamiento moral y religioso sobrenatural. Para él no cabe duda de que el cristiano ha muerto a la Ley (Ro. 7:4) y esta no puede enseñorearse de él (Ro. 7:1–6). En la muerte de Cristo no solamente se trata de que él llevara el castigo del culpable, sino que los culpables se identifican con él en su muerte, con lo que la Ley cumple su cometido, su ministerio de muerte, muriendo mediante la fe el culpable juntamente con Cristo (Ro. 6:6–7). A partir de ese momento, el creyente entra en una nueva esfera en la que, por la Gracia y por el poder del Espíritu disfruta de una nueva naturaleza gracias a la cual puede vivir conforme a la voluntad de Dios (Ro. 6:8–23; Gal. 3:1–4:7). En la esfera de la Gracia, ya no rige el principio: «haced estas cosas, y viviréis», sino: «como es digno de la vocación con que fuisteis llamados» (Ef. 4:1). Las obras del hombre son ahora fruto del Espíritu Santo que habita en el corazón del hombre redimido, muerto al pecado y vivo para Dios (cf. Ef. 2:10; Ro. 6:11–14).
Así, no se trata solamente de la abolición de la ley ceremonial para los cristianos procedentes del judaísmo —aunque la Ley de Moisés se puede dividir en ceremonial y moral, no se hace tal división en modo alguno en las Escrituras—, sino también de la abolición de la relación del cristiano con la totalidad de la Ley antigua. «La ley se introdujo para que el pecado abundase» (Ro. 5:20), no para aumentar el pecado, sino para mostrar su carácter ofensivo y para que los hombres fueran conscientes de él. «Por medio de la ley es el conocimiento del pecado» (Ro. 3:20). El apóstol Pablo afirma que él no hubiera conocido la codicia si no fuera porque la Ley decía: «no codiciarás» (Ro. 7:7). Así, el objeto de la Ley era evidenciar la condición pecaminosa del hombre, y lo horrendo de tal situación, y además una prueba de la obediencia del hombre hacia Dios. Fue dada solamente a Israel, la única nación que se hallaba bajo los tratos especiales de Dios, a fin de poner a prueba la condición humana. El encabezamiento de los Diez Mandamientos, «yo soy Yahvé tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre» (Ex. 20:1), indica su referencia histórica y directa a los israelitas. Otra vez, Dios afirma: «A vosotros solamente he conocido de todas las familias de la tierra; por tanto, os castigaré por todas vuestras maldades» (Am. 3:2). Los gentiles son descritos así: «no tienen ley» (Ro. 2:14); tenían, sin embargo, la obra de la Ley escrita en sus corazones y una conciencia que les daba testimonio cuando actuaban mal. Al asociarse los gentiles con Israel y oír lo que Dios demandaba moralmente del hombre, es indudable que vinieron a ser más o menos responsables según la medida de luz recibida. Pero, habiendo venido aún más luz, los cristianos de Galacia son duramente reprendidos por ponerse a sí mismos bajo la Ley cuando, como gentiles, nunca lo habían estado. Algunas de las cosas prohibidas en la Ley eran malas intrínsecamente, como el asesinato, la codicia, el robo, el falso testimonio, etc.; otras eran malas solo porque Dios las había prohibido, como la orden de abstenerse de comer algunas criaturas llamadas «impuras».
La Ley, en su instauración de sacrificios y fiestas, era esencialmente tipológica, una sombra de lo que se cumpliría en Cristo. Así, Pablo, como judío, podía decir: «La ley ha sido nuestro ayo para llevarnos a Cristo» (paidagogós eis Khristón, παιδαγωγὸς εἰς Χριστόν, Gal. 3:24). El Señor dijo: «Si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él» (Jn. 5:46). Este es un punto importante, porque el pasaje donde Pablo menciona la Ley como «ayo» dice: «a fin de que fuésemos justificados por la fe». Después de que la fe ha venido, los creyentes ya no estamos bajo ayo (Gal. 3:25). Un judío convertido ya no estaba bajo la Ley. Mucho menos un creyente procedente de la gentilidad, a quien Dios jamás había puesto bajo la Ley.
El cristiano no está bajo la Ley para justificación, ni tampoco como norma de vida, la cual es Cristo (Gal. 2:20). El cristiano ha muerto con Cristo y vive para Dios, más allá de la jurisdicción de la Ley, que se aplica al hombre en la carne, al hombre «en Adán». El cristianismo tiene su verdadero poder en la muerte y resurrección de Cristo (Gal. 5:18). Las demandas justas de la Ley se cumplen ahora en aquellos que andan en el Espíritu. La Ley del AT era «el ministerio de muerte grabado en piedra», no la ley de vida del cristiano (2 Cor. 3:7). La Ley no da poder sobre el pecado; al contrario, da ocasión al deseo. Mostraba cómo debería ser un hombre justo sobre la tierra. Era perfecta para el propósito para el cual fue dada, pero, como se ve en la cuestión del divorcio (Mc. 10:4), permitía aquello que Dios no se había propuesto originalmente para el hombre, y acerca de ello tenemos el testimonio del Señor Jesús. En Mt. 5:21–48 el Señor menciona cinco puntos que habían sido dados por «los antiguos», en contraste con los cuales él legisla de acuerdo con el nuevo orden de cosas que iba introduciendo. La Ley no llegaba a la altura de las responsabilidades del cristianismo. El cristiano tiene una norma más sublime, el mismo Cristo. Tiene que andar «como es digno del Señor, agradándole en todo» (Col. 1:10). Habiendo recibido al Señor Jesucristo, tiene que andar en él (Col. 2:6). Debe andar «como es digno de Dios» (1 Tes. 2:12). Ciertamente, su meta debería llegar a poder decir de manera veraz, con Pablo: «Para mí el vivir es Cristo» (Fil. 1:21). Véase ABOLIR, AYO, DECÁLOGO, DERECHO Y LEY, EVANGELIO, GRACIA, TRADICIÓN.
Bibliografía: P. Bony, San Pablo. El evangelio sin ley” (Mensajero 2000); H. Cazelles, P. Bläser, “Ley”, en DTB, 567–587; H.H. Esser, “Ley”, en DTNT II, 417–432; J.M. Díaz Rodelas, Pablo y la Ley. La novedad de Rom 7, 7–8, 4 en el conjunto de la reflexión paulina sobre la ley (EVD 1994); H.H. Esser, “Ley”, en DTNT II, 417–432; C. Granados García, El camino de la Ley. Del Antiguo al NT (Sígueme 2011); E.F. Kevan, La Ley y el Evangelio (EEE 1967); G. Söhngen, La ley y el Evangelio (Herder 1996).