KÉNOSIS

Término gr., κένωσις, utilizado por los teólogos alemanes como concepto cristológico para expresar la humillación voluntaria de Cristo en su encarnación. Procede del vb. kenóo, κενόω, que denota el acto de despojarse del propio vestido. Se aplica de un modo especial a Cristo en el himno de Filipenses 2:6–11, al decir que «se despojó a sí mismo», heautón ekénosen, ἑαυτὸν ἐκένωσεν (Flp 2:7).
Según A. Oepke, kenóo, κενόω tiene como sentidos fundamentales, por un lado «vaciar, privar de contenido o posesión», y por el otro, «anular, destruir». En todo el NT este verbo y sus derivados o combinaciones expresan un sentido uniformemente negativo. El sujeto de esta acción es el Señor preexistente, que justamente en virtud de este «autodespojo» comienza a ser el Señor encarnado.
En el uso veterotestamentario de la LXX hay dos citas en que el verbo se emplea en sentido derivado y metafórico: Jer. 14:2 y 15:9. En la pluma del Apóstol, el doblete kenós, κενός/kenóo, κενόω aparece 12 veces —sobre un total de 18— y presenta una connotación generalmente negativa, con un particular acento en el matiz de «inutilidad» (1 Cor. 15:10, 14, 58; 2 Cor. 6:1; 1 Tes. 2:1; 3, 5; Gal. 2:2; etc.); en referencia específica al vb., aparece solo en San Pablo (Ro. 4:14; 1 Cor. 1:17; 9:15; 2 Cor. 9:3; y Flp. 2:7, en este caso con pronombre reflexivo).
Si bien está claro que el vb. kenóo, κενόω se emplea en una composición poética, sin embargo no puede excluirse su significado «metafísico» implícito en el contexto. La doble consideración que hace F. Ceuppens de kenóo, κενόω, que coincide en líneas generales con la división de Oepke, distingue un sentido absoluto (seipsum evacuare, seipsum ad nihilum reducere seu redigere) y un sentido relativo (se spoliare). En el primer caso expresa un vaciamiento de sí en el hecho mismo de tomar la > «forma» —condición— de siervo; en el segundo, se incluye, al menos implícitamente, el objeto del autodespojo: el «ser como Dios», que equivale prácticamente a la gloria y honor divinos. El vb. en diátesis activa y acompañado del pronombre reflexivo, acentúa la absoluta libertad de Cristo al realizar esta acción, que se concreta en la asunción —tomar, revestirse íntimamente— de la forma/condición de siervo.
En virtud de su autodespojo, Cristo asume la condición humana: «hecho semejante [homoiómati, ὁμοιώματι] a los hombres» (Flp. 2:7). El término homoíoma, ὁμοίωμα significa «aquello que se asemeja», es decir, una copia. Dentro del NT, en concreto en la carta a los Romanos, aparece 4 veces: una en sentido negativo, en relación con el pecado de idolatría (1:23); otra en relación con el pecado de Adán, de cuya semejanza son excluidos algunos (5:14); otra en referencia a la semejanza con la muerte de Cristo hablando de los frutos del bautismo (6:5), y la última hablando puntualmente sobre la condición que Cristo toma al ser enviado por el Padre (8:3), texto que constituye un importante paralelo con Flp. 2:6–8. En todos estos textos se da a entender tanto una adquisición como una carencia o despojo de elementos constitutivos de una determinada situación; particularmente en Ro. 8:3, la condición de «carne de pecado» en la que el Hijo es enviado implica la adquisición de características de tal modo de ser (p.ej. la pasibilidad y mortalidad).
En Flp. 2:7 el objeto de la semejanza que posee Cristo es la condición humana tomada, no según una consideración abstracta, sino designando hombres concretos, en su particular situación: anthropon, ἀνθρώπων. Paralelamente, Ro. 8:3 se refiere también a la naturaleza o modo de ser humano de que Cristo se reviste al ser enviado, indicando explícitamente al hombre afectado por el pecado (sarkós hamartías, σαρκός ἁμαρτίας). Esta afirmación de Romanos se ubica, y como tal debe entenderse, en el contexto de la presentación de Cristo como impecable y principio de justificación y liberación del pecado y de la muerte (cf. Ro. 3:24–25; 4:25; 5:10, 15; 8:34; 9:5; 15:3). Esto significa que es extraño a la intención del autor afirmar que, junto a las consecuencias del pecado que afectaron la condición humana, como la pasibilidad y la mortalidad, la semejanza en la que Cristo es enviado incluye también la causa de tales situaciones, es decir, el pecado. Se debe, por tanto, tomar la semejanza antedicha en toda su amplitud: haberse hecho semejante a los hombres quiere decir poseer una completa y absoluta condición humana, aun en sus principios constitutivos más íntimos, y esta condición humana concreta soporta el peso de las consecuencias del pecado: el sufrimiento, la angustia, el ser tentado, la humillación, la muerte. Pero tal semejanza con los hombres, con quienes comparte todo, excepto el pecado, conlleva también la solidaridad fraterna y la posibilidad de merecer.
En este sentido, un texto que se puede considerar como paralelo a Flp. 2:7 es Heb. 2:17. Si bien en esta cita no se emplea homoíoma, ὁμοίωμα sino homoióo, ὁμοιόω (que indica el «hacer o resultar algo similar a otra cosa», y como tal el inicio de la «semejanza o similitud»), el concepto que se expresa es el mismo que en Filipenses. En efecto, en Hebreos la semejanza de Cristo con los hombres es total (katá panta, κατὰ πάντα), y tiene su raíz en la participación en la misma carne y sangre, como se destaca en 2:14. Esta solidaridad con la condición humana alcanza su plenitud en la muerte en la cruz, efectuada con un designio redentor (Heb. 2:17–18). En 4:15 se afirma que la semejanza con los hombres ha significado para Cristo la prueba y la tentación, excluyéndose tempestivamente la presencia del pecado: «fue probado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado [pepeirasmenon dé katá panta kath’homoióteta khorís hamartías, πεπειρασμένον δὲ κατὰ πάντα καθʼ ὁμοιότητα χωρὶς ἁμαρτίας]».
Respecto a su distinción con morphé, μορφή («forma»), es útil advertir que cuando se habla en el NT de algún cambio en una persona que implique una modificación profunda o que dé a conocer el principio interno por el cual sucede tal cambio, se usa algún vb. con la raíz morph-, μορφ-, mientras que cuando se destaca solo la condición aparente o fugaz de tal cambio se utiliza la raíz skhem-, σχημ-. Así, para hablar de la transfiguración de Cristo, cuando manifiesta a sus discípulos su esplendor (Mc. 9:2), y para referirse a la adecuación de los cristianos a la nueva vida en orden a reproducir la imagen de Cristo (2 Cor. 3:18), se usa el verbo metamorphóomai, μεταμορφόομαι. Para referirse, en cambio, a la actitud de Satán, que se disfraza de ángel de luz (2 Cor. 11:14), o para advertir a los cristianos de no adecuarse a este mundo, ya que su apariencia pasa (Ro. 12:2), San Pablo usa verbos compuestos de skhema-, σχημα-: metaskhematizo, μετασχηματίζω y syskhematizo, συσχηματίζω.
El himno de Filipenses es ciertamente una de las más profundas presentaciones del misterio de Jesucristo. Sin desarrollar o exponer explícitamente todos los elementos que entran en la consideración del ser y el obrar del Redentor, proporciona sin embargo los fundamentos para penetrar este misterio. De hecho, ya en su misma estructura, el poema distingue el estado “preexistente” del Redentor, su fase kenótica (encarnación y humillación de la Pasión) y su estado glorioso. Muestra, por otra parte, la actitud interior de Cristo que lo mueve a esta humillación de la cruz, es decir, la obediencia al Padre, así como la consecuencia final de tal obra: la exaltación y señorío de Cristo y la gloria de Dios Padre.
Aun cuando en su lenguaje poético el himno, en una primera consideración más superficial, parecería afirmar una eliminación o aniquilación de la condición divina de Cristo en su existir en forma de Dios, sin embargo, un análisis más detallado cierra la posibilidad a tal interpretación. Es ante todo absurdo pensar o imaginar que un ser divino pueda realmente al mismo tiempo autodestruirse, aniquilarse y continuar su existencia personal y su identidad consciente en un modo de ser inferior. Admitir una tal concepción es posible —al menos hasta cierto punto— en algunos mitos: pero ya no estaríamos tratando del himno cristológico de Flp. 2:6–11. En segundo lugar, esta visión es ajena completamente a todo el AT: más aún, es precisamente la violenta oposición a pensar esta posibilidad en Dios lo que dificulta el planteamiento del misterio de la encarnación. Es constante en toda la Escritura veterotestamentaria la enseñanza unánime acerca de la infinita perfección de Dios, particularmente su omnipotencia, trascendencia e inmutabilidad. Finalmente, es igualmente extraño al mismo San Pablo el sostener algún tipo de defectibilidad en el mundo divino y en la condición divina anterior al envío de Jesucristo. El Hijo, imagen perfecta del Padre y plenitud de la divinidad, es enviado a este mundo. No deja la condición de Hijo ni todo lo que en sí implica (antes que nada, la misma naturaleza o modo de ser del Padre).
Por tanto, esta kénosis se da propiamente en el hecho de tomar una nueva condición, en relación con la cual la precedente existencia “en (la) forma de Dios” implica una plenitud infinita y por cuya razón este “movimiento” es indicado con un vb. que expresa “vaciar, despojar, anular, abajar”, unido a un pronombre reflexivo. El Apóstol utiliza expresamente para designar este nuevo modo de ser, esta nueva naturaleza, el término dulos, δοῦλος, con lo que se pone mayormente en evidencia la oposición con la soberanía y dignidad de Dios, soberanía y dignidad que también Cristo posee. En los demás lugares donde aparece este término, se designa siempre una condición de sometimiento, inferioridad y obediencia. El siervo debe rendir cuenta de aquello que se le ordenó. Es una condición opuesta en sí a la intimidad propia del amigo, y a la dignidad y libertad del hijo. No obstante, eventualmente dulos, δοῦλος indica también aquellos que son justos y obedecen a Dios (cf. Mt. 8:9; 10:24; 18:23; 20:27; 21:34; 24:45; Lc. 12:47; Jn. 4:51; 8:34–35; 15:15; Heb. 4:16; 1 Cor. 7:21–23; Gal. 3:28; 4:1–7; Col. 3:11, 22; 4:1; 1 Ti. 6:1; 2 Ti. 2:24; Tit. 2:9; 2 Pe. 2:19; Ap. 1:1; 7:3; 22:6. Es particularmente útil la comparación del himno de Filipenses con Ro. 6:16–18). En este sentido “esclavo” es más eficaz que cualquier otro término para mostrar gráficamente la distancia con Dios, y designa sin duda alguna la naturaleza o condición humana. Por lo demás, los dos versos siguientes (v. 7c–d) remarcan, insistiendo sobre su especificidad humana, las características del nuevo modo de ser: Cristo es verdaderamente humano en cuanto a la semejanza con los demás hombres y en cuanto a las manifestaciones externas.
Cristo asume las limitaciones, debilidades y condicionamientos de nuestra condición herida por el pecado. No poseer una verdadera naturaleza humana, una completa morphé, μορφή, de hombre, vuelve ficticio el despojarse de la gloria, impide una real obediencia hasta la muerte en cruz y hace innecesaria y superflua la exaltación final. Ser obediente es justamente la actitud, ante todo interior, y la situación de quien es siervo, sometido a la servidumbre. Ciertamente que esta obediencia no es un sometimiento forzado, contra la propia voluntad, lo cual excluiría la condición del mérito y la posterior concesión de la glorificación. De todos modos, no se habla de una obediencia anterior a su anonadamiento, sino posterior (de hecho, es presentada en relación con la muerte en cruz, posterior al abajamiento de v. 7a–b), y no se muestra como móvil de la acción del v. 7, sino del v. 8.
Esta realidad del anonadamiento de Cristo, que consideramos el punto determinante de todo el himno, creemos que es también aquello que constituye la máxima originalidad de la presentación del misterio de Cristo. Así, tomando ocasión de la exhortación dirigida a los filipenses, San Pablo muestra lo más profundo del ser de Cristo, esto es, el hecho de que siendo Dios se hizo hombre; existiendo en la forma de Dios tomó la condición de esclavo; sin dejar de ser lo que era comenzó a ser lo que no era. Esta condición de Dios anonadado se despliega luego en la humillación hasta la muerte y la consiguiente exaltación.
Una vez precisada esta consideración de la kénosis como su sentido primero y fundamental, es posible, en dependencia de este, afirmar un segundo significado: el despojarse Cristo a sí mismo significa además y al mismo tiempo la renuncia a la manifestación de la gloria y del dominio que le corresponde por «existir en (la) forma de Dios». La situación del esclavo es el sometimiento, la incapacidad de decidir por sí y según el propio arbitrio, la total dependencia de la voluntad y de la decisión de otro. Tal posición conlleva el deshonor y la falta de valoración en lo que se es y se hace. Cristo, que no había considerado una rapiña la gloria que se sigue de su igualdad con el Padre, de su «ser como Dios», abandona libremente tal honor en cuanto a sus manifestaciones externas y se somete a la voluntad del Padre (en Jn. 17:5 el mismo Jesús en su oración sacerdotal se refiere a la gloria que tenía en el principio y a la gloria que recibe por la Pasión y Resurrección: dóxason me sý, páter, pará seautô te doxe hê eíkhon pro tu ton kosmon eînai pará soí, δόξασόν με σύ, πάτερ, παρὰ σεαυτῷ τῇ δόξῃ ᾗ εἴχον πρὸ τοῦ τὸν κόσμον εἶναι παρὰ σοί). Véase CRISTOLOGÍA, ENCARNACIÓN, FORMA.