ENFERMEDADES

ENFERMEDADES Desde el punto de vista estrictamente médico, no son muy numerosas las citas sobre enfermedades en la Biblia. Para encontrar datos sobre las mismas tenemos que buscarlos, además de los casos concretos, en las prescripciones religiosas de su codificación sanitaria y algunas veces descubrirlas en la poesía y en la metáfora.
Entre los antiguos israelitas, la enfermedad se consideraba como un problema teológico y religioso más que un proceso natural. Las enfermedades se debían, casi en su totalidad, a transgresiones legales y al castigo divino por la desobediencia y el pecado. Podían causarlas Dios directamente (Lv 20:16; Dt 28:22–35), su ángel (2 S 24:15, 16; 2 R 19:35) o Satanás (Job 2:7; Lc 13:10–16). Son también un medio que Dios utilizó para probar a las personas, como en el caso de Job.

Si las enfermedades dependían de Dios, igualmente la curación dependía de su voluntad y poder, tal se desprende de la admonición de Moisés contenida en su canto antes de morir, contemplando la tierra prometida: «Ved ahora que yo, yo soy, y no hay dioses conmigo; yo hago morir, y yo hago vivir; yo hiero, y yo sano; y no hay quien pueda librar de mi mano» (Dt 32:39).
Entre otras, se citan enfermedades obstétricas (Gn 35:16–18), ginecológicas (Lv 15:19–33), infecciosas (1 S 6:2–5), parasitarias (Job 2:7, 8), neurológicas (Mt 8:6), mentales (1 S 16:14; Dn 4:33), etc. En el Nuevo Testamento, Jesucristo, durante su ministerio, le asignó un papel preponderante a la curación de enfermedades: su mano sanó a ciegos, sordos, mudos, paralíticos y endemoniados.
La prevención de enfermedades mediante la legislación sanitaria revistió gran importancia para el pueblo judío. Se destacan las indicaciones sobre la lepra (Lv 13:2–59), el contagio sexual (Lv 15:1–16, 19–24), y la ingestión de determinados alimentos, tales como la sangre (Lv 17:10–14) o grasas (Lv 7:22–24), cuya prohibición, si bien tiene un origen religioso, es posible que esté relacionada con observaciones médico-dietéticas. El descanso sabático, como problema de higiene laboral, tiene idéntico significado (Éx 20:9, 10; 23:12; 34:21).

El origen primero de la enfermedad y de la muerte debe ser buscado, evidentemente, en el pecado y en la caída. El hombre, hecho a imagen de Dios por una creación perfecta, estaba destinado a una vida venturosa y eterna, y no a los sufrimientos físicos y morales a los que se halla sometido (Gn. 1:27, 31; 2:7; 3:22). Por el pecado, la muerte hizo su aparición, con las enfermedades y dolencias que llevan a ella (Ro. 5:12). Está claro asimismo que la violación de las leyes físicas y morales conduce con mucha frecuencia a la enfermedad y al desequilibrio psíquico (p. ej., el alcoholismo y la licencia sexual, Pr. 2:16–19; 23:29–32). En cambio, el respeto a los mandatos divinos tiene con gran frecuencia el efecto de mantener la salud» (Pr. 3:8; 4:20–22). La enfermedad puede ser asimismo el castigo de un pecado concreto (Dt. 28:58–61: 2 S. 24:15; 2 R. 5:27), o puede provenir de las faltas de los padres (Éx. 20:5), y puede también alcanzar a los cristianos que no se juzgan a sí mismos abandonando sus desobediencias (1 Co. 11:30–32). Sin embargo, la Biblia destaca que no toda enfermedad es necesariamente el resultado de un pecado personal. Job era íntegro, recto, temeroso de Dios, apartado del mal, hasta el punto de que no había ninguno como él en toda la tierra. Con todo, Dios tuvo a bien mandarle una prueba, para su crecimiento espiritual (1:8; 2:5–7). Ni el ciego de nacimiento ni sus padres habían provocado por sus pecados esta ceguera, que hizo manifestar la gloria de Dios (Jn. 9:2–3). A Pablo le fue puesto un aguijón en la carne, no porque hubiera pecado, sino para guardarle del orgullo debido a las revelaciones inauditas del Señor (2 Co. 12:7).

La llamada «fuente de la Virgen» en Nazaret.

En tierras bíblicas son muchos los lugares que desde antiguo se asocian con personajes bíblicos y que son tenidos en especial consideración por los cristianos, musulmanes y judíos. En la mayoría de los casos la identificación es exacta y en otros es resultado de la piedad popular.

La Biblia revela que en ocasiones Satanás puede ser el agente que provoca ciertas enfermedades (Job 2:6–7; Lc. 13:16; Hch. 10:38; en cuanto a las posesiones demoníacas, véanse DEMONIOS, ENDEMONIADO). Pero no puede ir más allá de lo que le permita el Señor, siempre poderoso para socorrer a los que a Él se allegan.
La obra de Cristo. Según Is. 53:4–5, el Mesías llevó nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores, y por sus llagas fuimos nosotros curados. Un primer cumplimiento de esta profecía estuvo en el ministerio de sanidad del Señor en Palestina (Mt. 8:16–17). Sus milagros de todo tipo fueron la señal de su victoria sobre el mal y sobre la muerte, además de la prueba deslumbrante de su propia divinidad. Pero fue sobre la cruz que llevó nuestro pecado, con todas sus consecuencias físicas y morales; es allí que consiguió para nosotros la redención total del alma y cuerpo. Por ello, cuidémonos de no caer en confusiones acerca de estos extremos. Habiendo quedado expiado el pecado, Dios da a todos los que creen el perdón y el nuevo nacimiento espiritual. Pero la «redención del cuerpo», su transformación gloriosa en resurrección para los muertos en Cristo, o en vida para los que vivan a su venida, es todavía futura (Ro. 8:23). Al esperar esto, «gemimos dentro de nosotros mismos», ya que, aunque «el [hombre] interior se renueva de día en día», «éste nuestro hombre exterior se va desgastando». Nuestro cuerpo es un tabernáculo perecedero dentro del cual «gemimos con angustia», ya que está para ser destruido (2 Co. 4:16; 5:1–4). Así, no es correcto decir, como algunos lo afirman, que «por la expiación de la cruz quedó de inmediato conseguida la sanidad de todas nuestras enfermedades desde hoy; que no se puede estar enfermo si se anda cerca de Dios; que el Señor no tiene otra voluntad que la de sanar, y que es ofenderle el decirle: Señor, sáname si Tú quieres». Por cuanto nuestro cuerpo envejece y que un día tendremos que abandonarlo, no nos sorprende ver en 2 R. 13:14: «Estaba Eliseo enfermo de la enfermedad de que murió.» Además de Job, las Escrituras nos muestran a otros creyentes que andaban muy cerca de Dios, y no obstante padeciendo enfermedades: Pablo, que no fue liberado de su aguijón en la carne (2 Co. 12:7–9); Timoteo, que sufría constantemente del estómago (1 Ti. 5:23); Trófimo, que fue dejado enfermo por Pablo en Mileto (2 Ti. 4:20).
La sanidad en la Iglesia primitiva. Cristo, evidentemente, tenía el poder de sanar al enfermo que fuera, y los Evangelios informan de 26 casos de curaciones individuales, y da 10 ejemplos de curaciones colectivas; en 7 ocasiones, se da la precisión de que Jesús sanó a todos los enfermos (Mt. 8:16; 9:35; 12:15; 14:36; Lc. 4:40; 6:18–19; 9:11). A los apóstoles, les dio el poder de sanar toda enfermedad y toda dolencia, ordenándoles también resucitar a los muertos, y limpiar a los leprosos (Mt. 10:1, 8). Los apóstoles, así, también llevaron a cabo milagros señalados (cp. Hch. 5:15; 9:40; 19:11–12; 20:9–12), que eran indispensables para acreditar el Evangelio y la naciente Iglesia; por su ministerio, a semejanza del de Cristo, todos eran sanados (5:16). Aquí podemos constatar que este don absoluto de sanidad manifestado en los Evangelios y en Hechos no tiene lugar en la actualidad. No hemos visto niconocido a nadie en nuestro tiempo que dé sanidad a todos los enfermos que vayan a él (sin hablar de resurrecciones y de curaciones de leprosos). Señalemos también que todas las curaciones bíblicas son instantáneas (incluyendo la de Mr. 8:22–25, que tuvo lugar en dos etapas bien definidas), en tanto que en la actualidad muchos de los enfermos se hacen imponer las manos durante mucho tiempo, o periódicamente, con la esperanza de una mejora de su caso. Mucho se habla de los milagros de Lourdes; sin embargo, las estadísticas indican que de 1939 a 1950 ha habido solamente 15 curaciones, o sea alrededor de 1 por año y por millón de peregrinos.
La sanidad en la actualidad. Ningún cristiano duda que Dios pueda sanar hoy como en el pasado. La cuestión es saber en base del NT si es su voluntad, y cómo. ¿Qué debe hacer el cristiano en caso de enfermedad? Santiago da una clara respuesta acerca de este tema (5:14–16). El enfermo es llamado a que se examine a símismo para discernir el sentido de la prueba, y a confesar todo pecado que le muestre el Espíritu Santo (cp. 1 Co. 11:30–31); tiene que llamar a los ancianos de la iglesia, ya que su sufrimiento es el sufrimiento de toda la communidad (12:26), y se dan promesas especiales a la intercesión en común (Mt. 18:9; cp. Gá. 6:3). Los antiguos practicaban la unción con aceite, bien que esto no sea una ley, y que Dios pueda sanar sin ella. Es «la oración de fe» la que sanará al enfermo. ¿En qué consiste esta última? Nos parece, en base de 1 Jn. 5:14–15, que se basa en la búsqueda y certidumbre de la voluntad precisa de Dios acerca del caso en cuestión. Está claro que antes de la resurrección los enfermos no serán siempre sanados, y que deberán pasar por la muerte, a no ser que vivan en la época del arrebatamiento. Por tanto, Dios nos ha prometido revelar su voluntad, y nosotros podemos buscar saberla con plena confianza (Ro. 12:2; Is. 30:21). Esta voluntad se puede manifestar de 3 maneras: (1) Dios puede dar la certidumbre de la curación (cp. Jn. 4:50; Mt. 8:13); la oración viene a ser de fe, que no duda de la voluntad divina (Mr. 1:40–41). (2) El Señor permite que la preuba persista, como sucedió con Pablo (2 Co. 12:7–10); Pero entonces da un auxilio sobrenatural para soportarla y para transformarla en una victoria espiritual. (3) Dios hace comprender que ha llegado la hora de la partida (Gn. 48:1, 21; Jos. 23:2, 14; 2 R. 13:14; 20:1). Es cierto que Ezequías consiguió un aplazamiento de 15 años, pero fue en el curso de este período que cayó en la soberbia y que engendró al impío Manasés (2 Cr. 32:24–25; 2 R. 21:1, 9; 24:3–4). Esta partida del enfermo creyente y sumiso es para él, en realidad, una «ganancia» y una liberación (Fil. 1:20–23; 2 Co. 5:6–8). En una palabra, la voluntad de Dios no puede ser otra cosa que buena, agradable y perfecta. Dispongámonos, como creyentes, a discernirla y a aceptarla con la fe entera que permite el milagro necesario en cada uno de los tres casos tratados.

La medicina, entre los hebreos, se desarrolló en la profilaxis por influencia de la Biblia, mientras que entre los griegos tomó un carácter más empírico y mágico, que alcanzó su máximo apogeo con Hipócrates, cuyo influjo perduró en la medicina occidental hasta bien entrado el Renacimiento.

El don de sanidad figura entre los que el señor ha dado a la Iglesia (1 Co. 12:9, 28). Tiene que ser ejercido para la utilidad común, y en total sumisión al Espíritu y a las Escrituras. Se puede aplicar con la imposición de manos (Mr. 6:5; Hch. 28:8), lo cual no puede hacerse a la ligera (1 Ti. 5:22).
Finalmente, no olvidemos las advertencias en la Biblia acerca de los milagros engañosos que el enemigo puede perfectamente llevar a cabo (Mt. 24:24; 2 Ts. 2:9). Hay movimientos muy alejados del evangelio que pretenden producir curaciones: La Ciencia «Cristiana», los ocultistas, hechiceros paganos, etc.; incluso falsos cristianos pueden llevarlos a cabo (Mt. 7:22–23); en la actualidad abundan las pretensiones falsas acerca de este campo. Sólo la obediencia a los principios escriturísticos nos puede preservar de caer en un engaño. (Véase MILAGRO.)
Entre las principales enfermedades mencionadas en la Biblia figuran: la fiebre (Dt. 28:22; Mt. 8:14; Jn. 4:52); la lepra y las enfermedades de la piel (Lv. 13:6–8, 30, 39); la disentería (2 Cr. 21:15, 18, 19; Hch. 28:8); las úlceras (Éx. 9:9; Job 2:7); los hemorroides (Dt. 28:27; 1 S. 5:6); la oftalmía (Ap. 3:18; cp. Tob. 2:10); la ceguera (Dt. 28:28; aparece más de 60 veces); la parálisis (Mt. 8:6; 9:2; Hch. 9:33); la sordera (Mr. 7:32); la mudez (Mt. 15:30–31).